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Capítulo 95. Yo soy su madre

Resplandor entre Tinieblas

Por
WingzemonX

Capítulo 95.
Yo soy su madre

Un par de horas después de que Rosemary saliera hecha una furia del departamento 7-A, Margaux Blanchard despertó de su pequeña siesta, sólo para encontrarse con las miradas serias y rostros malhumorados de Roman, Minnie y su asistente Ingrid. La mujer francesa, sin embargo, no pareció particularmente alarmada por ello.

Margaux le pidió a Ingrid de favor que la dejara sola con sus anfitriones para poder hablar. El que le pidiera hacerse a un lado le resultó un tanto extraño a la abogada, e incluso pareció molestarle un poco. Pero Margaux alivió su malestar con una simple frase: «es mejor para ti de momento mantenerte ignorante de algunas cosas, querida Ingrid». Con ello comprendió que la conversación que estaba por ocurrir iría por un camino por el que, quizás, aún no tenía el estómago suficiente.

Ingrid se retiró del departamento, y los tres viejos brujos se sentaron de nuevo en el salón, en posiciones parecidas a las que habían tomado cuando Rosemary y Adrián estaban ahí, sólo que ahora Minnie y Roman eligieron sillones separados. Ambos comenzaron a contarle a su invitada lo acontecido, mientras bebían té preparado de las hierbas del huerto de Minnie. Habían incluso sacado la porcelana fina para la ocasión.

—Entonces no lo tomó bien, ¿verdad? —comentó Margaux con tono divertido, simplificando de cierta forma lo ocurrido.

—Todo esto es tu culpa, Roman —señaló Minnie secamente, consternando visiblemente al receptor de su acusación—. Has sido demasiado permisivo con ella estos años, dejándola hacer lo que se le diera la gana con el muchacho. Ahora cree que tiene derechos sobre él que no le corresponden.

—Es una mujer interesante, ciertamente —musitó Margaux como un comentario al aire, no dirigido a nadie en especial.

—Al final de cuentas es su madre —se defendió Roman con firmeza—, y ha sido un elemento importante para controlar a Adrián.

—¿Y de qué nos sirvió eso justo ahora?, ¿eh? —Contestó Minnie, desafiante, a lo que Roman se quedó en silencio.

Mientras ellos discutían, Margaux colocaba dos cucharadas de azúcar a su té, pues éste le había resultado bastante más amargo de lo que esperaba, aunque sin duda tenía un toque especial que provocaba una sensación agradable en la garganta.

—Creo que alguien debe decir lo que todos estamos pensando —señaló Minnie con una destacable seguridad, captando de inmediato la atención de los otros dos—. Ha llegado el momento de prescindir de Rosemary de una buena vez.

—¿Hablas de matarla? —Exclamó Roman, incapaz de ocultar su espanto—. Pero si es una de nosotros...

—Ella nunca ha sido una de nosotros; nunca —recalcó Minnie tajantemente—. Lo que pasa es que tú te terminaste encariñado con ella. Y también, al parecer, la cercanía a la muerte te ha ablandado más de la cuenta.

—Mucho cuidado, querida —susurró Roman con palpable amenaza—, que tú no estás muy lejos de mi posición actual.

—Pero a diferencia de ti, yo no me pongo a temblar con la idea —dijo Minnie con una sonrisa astuta—. Estoy más que lista para recibir el regalo del descanso. Pero no todavía...

Margaux los observaba en silencio con una sonrisita pícara, mientras daba pequeño sorbos de su taza de té. No podía evitarlo, pues su discusión le resultaba ciertamente divertida. Ver a un par de viejos compinches discutir por las cosas más pequeñas y banales, aunque no tuvieran relación directa con alguno, tenía cierta gracia. Presentía que bien podría haber sido el tema que los atañe, o qué cuadro colgar en qué pared, o qué platillo servir primero y cuál después en la siguiente fiesta. Llegados a cierta edad, cualquier excusa era buena, opinaba Margaux Blanchard.

—Veo que ambos tienen sentimientos muy intensos por ella —señaló la francesa—. Por Rosemary, me refiero.

—Oh, es como la hija que nunca tuvimos —murmuró Minnie con una mano en el pecho, sin intentar en lo absoluto sonar irónica—. Pero claro, eso no evitaría que le rebane el cuello de ser necesario.

—No saltemos tan pronto a eso —indicó Margaux, acompañada de una pequeña y relajada risilla—. Después de todo, sigue siendo muy importante para Adrián. Así que démosle una última oportunidad de cambiar de opinión, ¿sí?

—¿Qué tiene en mente? —Inquirió Roman, intrigado por la propuesta tan contraria a la de Minnie. De hecho, ésta también pareció interesada en escuchar qué era lo que les quería proponer.

Margaux sonrió, volvió a dar un sorbo de té de la taza de porcelana en sus dedos, y entonces comenzó a explicarles sin rodeos su sugerencia...

— — — —

«Tenemos que largarnos de este maldito lugar» fue lo primero que Rosemary pensó en cuanto salió del departamento 7-A y se dirigió apresurada al suyo. No era la primera vez que lo pensaba, y en realidad era una idea que al menos una vez al día le brotaba. Ya había hecho en su cabeza varios planes, revisado las rutas y tomado algunas precauciones. Pero casi siempre se quedaban sólo en planes teóricos, pues al final resultaba demasiado cobarde para atreverse a realmente hacer algo.

Pero esa vez era diferente. Deliberadamente la habían amenazado con quitarle a su hijo, diciéndole además que no tenía siquiera voz o voto en el asunto. Y eso era algo que no estaba dispuesta permitir; ya no más.

Pero debía ser cuidadosa, y sobre todo rápida. Su desplante de seguro les haría temer que pudiera hacer algo, pero esperaba que su habitual cobardía e inacción les mitigara de creer que lo haría de inmediato; era la única ventaja con la que podía contar.

El resto de la tarde continuó con relativa normalidad. Rosemary siguió tranquilamente con la preparación de la cena, y cuando Andy volvió de estar jugando con John abajo, ambos se sentaron a la mesa a comer. No hablaron en lo absoluto de aquella pequeña y extraña reunión, y en especial de la parte de ésta que Andy no había escuchado. El niño tampoco le preguntó al respecto, lo que le hizo preguntarse a Rosemary si acaso John ya le habría dicho algo mientras estaban solos. Pero al final daba igual; sea como sea, ese viaje a París no ocurriría.

Luego de comer, Rosemary se sentó a ver la televisión, mientras Andy recorría el departamento con su yoyo y su nuevo libro en mano. No quería hacer un movimiento inesperado antes de tiempo, en especial porque esperaba que en cualquier momento Roman, Minnie o esa mujer francesa se pararan en su puerta para intentar de nuevo de convencerla por las buenas; quizás con una actitud mucho más amistosa (aunque sólo fuera de los dientes para afuera). Nadie se apareció, y aquello alivió y desconcertó a Rosemary por igual.

Una vez que se hizo tarde, Rosemary le indicó a su hijo que era hora de dormir. Éste se resistió un poco al inicio pues seguía emocionado por el libro de trucos, pero no renegó demasiado. Casi siempre era muy obediente. Rosemary lo arropó, le dio un pequeño beso de buenas noches en su frente, y entonces lo dejó solo en su habitación. Ella apagó todas las luces del departamento, y se encerró en su respectivo cuarto con la aparente intención de dormir. Pero fue justo en ese momento, alumbrada sólo con una pequeña vela que tenía guardada en su cajón, que sacó de inmediato su maleta más pequeña del armario, y comenzó a llenarla con apenas lo indispensable de ropa, y nada más. Lo que no cupiera ahí, podría ser prescindible de momento.

De joyas sólo quería llevarse puestos unos pendientes y collar de perlas que habían sido de su abuela; lo demás lo dejaría. Sin embargo, en la oscuridad sólo fue capaz de encontrar uno de los dos pendientes. Rebuscó unos minutos en su alhajero, antes de darse por vencida.

«No importa» se dijo a sí misma. Su abuela de seguro la perdonaría si supiera cuál era su situación.

Vestida, arreglada y con la maleta hecha, se quedó sentada en la orilla de la cama, aguardando en la oscuridad a que el reloj de su buró diera las tres de la mañana. A esa hora casi todos los viejos brujos del Bramford ya estaban dormidos, e incluso sería bastante tarde para John. Así que sólo aguardó, viendo fijamente a la pared, repasando en su cabeza todo lo que haría llegado el momento.

En cuanto las manecillas del reloj dieron las tres en punto, Rosemary se paró de un salto de la cama, y salió a hurtadillas de su cuarto con todo y su maleta. Se escabulló por el pasillo hacia la habitación de su hijo y entró despacio; todo muy silenciosa, como si temiera despertar a algún tercer inquilino desconocido. Dejó la maleta cerca del armario de Andy, y se aproximó al pequeño dormido, que para ese entonces ya debía llevar al menos cinco horas de sueño.

—Andy, despierta —susurró la mujer despacio, sacudiéndolo un poco con una mano—. Vamos, cariño, despierta.

Andy tardó en poder reaccionar. Sus ojos de tigre se abrieron con pesadez, y reconocieron entre las sombras la silueta de su madre sentada a su lado.

—¿Qué ocurre? —pronunció soñoliento el pequeño, soltando un largo bostezo.

—Tenemos que irnos —le indicó Rosemary con seriedad—. Rápido, ponte tus zapatos y tu chaqueta.

Luego de dar esa instrucción, Rosemary se dirigió al armario y sacó apenas dos cambio de ropa de su hijo, y los acomodó como pudo dentro de la pequeña maleta, aunque tuviera que hacerlos bola y apretujarlos junto con lo suyo.

—¿A dónde vamos tan tarde? —cuestionó Andy confundido, pero aun así acatando la orden de su madre.

—Tenemos que hacer un viaje de imprevisto.

—¿A dónde iremos? ¿Vamos a California con papá Guy?

Rosemary vaciló unos momentos. ¿Ir con Guy? Consideró por un instante la posibilidad, pero la descartó por completo en un santiamén. Ese maldito bastardo ahora se paseaba por Hollywood con súper modelos y autos de lujo, estrenando obras y ahora incluso películas. Y todo gracias a que tenía a Roman y su Aquelarre cuidando de él, dándole todos los contactos, y abriéndole todas las puertas que ocupaba. Y lo único que tuvo que hacer para obtener todo eso y más, fue venderles a su propia esposa para que hicieran con ella lo que quisieran...

En algún momento, ya muy lejano entonces, en verdad lo había amado, y sería quizás a la única persona a la que podría haber acudido en una situación así. Y quizás aún muy en el fondo seguía sintiendo algo por él a pesar de todo. Sin embargo, la repulsión que le provocaba era mucho mayor. Además de que no podía confiar en que no le hablaría a su buen amigo Roman para avisarle de su ubicación en cuanto cruzaran la puerta. Así que la posibilidad de pedirle ayuda a ese sujeto no estaba sobre la mesa.

Tristemente, eran justamente Guy y Roman las personas de las que más había dependido los últimos años. Y sin ellos, sólo le quedaba un lugar al cuál poder ir a refugiarse: a casa.

—No, no —respondió Rosemary, agitando la cabeza—. Vamos a Omaha, con tus abuelos.

—¿Por qué? Pensé que ya no te llevabas bien con ellos.

Esa era una forma bonita de decirlo. Su relación con su familia Católica y estricta ya era de por sí complicada antes. Pero cuando les informó que se divorciaría de Guy, aquello fue como una bomba en sus caras. Y en aquel entonces, haberles explicado que lo hacía porque la había ofrecido contra su voluntad a un culto Satánico para engendrar al hijo del Diablo... eso definitivamente no mejoraría la situación.

Desde entonces, su comunicación había sido prácticamente nula. Aun así, si el amor que sus padres sentían por ella era aunque fuera una pequeña parte parecido al que sentía ella por su hijo, confiaba que al verla de pie en su puerta necesitada de protección, no dudarían en dejarla pasar. Y era probable que tuviera que contarles toda la verdad; toda... Esa sería la parte difícil, pero a la larga sería lo mejor.

—Andy, escúchame —pronunció Rosemary despacio, y entonces se aproximó a su hijo, se puso de cuchillas delante de él, y lo tomó de los brazos con ambas manos. Y a pesar de la oscuridad del cuarto, se las arregló para que ambos pudieran verse mutuamente a los ojos; los de Andy casi brillaban con la escasa luz que entraba por la cortina apenas un poco abierta—. No puedo explicarte todo en este momento, pero quiero que entiendas algo muy bien. Todo lo que he hecho desde que te conocí por primera vez, ha sido sólo por ti, cariño. Eres el único amor verdadero de mi vida, y siempre haré lo que sea necesario para protegerte; incluso enfrentarme al Diablo en persona. ¿Lo entiendes?

—Eso creo... —musitó Andy, dubitativo. Rosemary sonrió, un poco divertida por esa respuesta, hasta cierto punto tan inocente.

—Bien, por ahora será suficiente —señaló la mujer, dándole un fuerte abrazo en ese mismo momento. Justo después, sacó del cajón del buró a lado de la cama del niño unos anteojos oscuros grandes y redondos, y se los colocó. Usarlos de noche prácticamente hacía que no pudiera ver nada, pero de momento sería su única máscara para ocultar sus llamativos ojos—. Ahora vamos. Hay que salir rápido de aquí, y sin hacer ruido.

Andy siguió a su madre, tomado de su mano y dejando que ella lo guiara por el departamento a oscuras. Salieron por la puerta principal, teniendo Rosemary especial cuidado con cada uno de sus pasos. Cerró delicadamente la puerta detrás de ellos e hizo que avanzaran del mismo modo hacia el elevador. Mientras avanzaba, su mirada se fijó inevitablemente en la puerta del departamento 7-A, temerosa de que en cualquier momento se abriera, y Roman o Minnie asomaran sus caras de momias por ella. No ocurrió, y ambos pasaron de largo sin menor contratiempo.

Cuando faltaban ya unos cuantos metros para llegar al ascensor, Rosemary aceleró el paso casi sin pensarlo, y en cuanto pudo presionó con fuerza el botón para hacerlo llamar. Temió por un momento que el sonido mecánico del viejo ascensor subiendo alertara a alguien, y la espera se volvió simplemente tortuosa. Cuando al fin la caja de madera en forma de ataúd llegó a su piso y las puertas se abrieron, Rosemary tomó firmemente a su hijo con una mano, y la pequeña maleta con la otra. Dio un paso hacia el interior, y justo entonces comenzó a sentir un extraño mareo.

Fue como si el suelo bajo sus pies se agitara un poco, las paredes se mecieran de un lado a otro como hierba agitada por el viento, y el techo se alejara y acercara de ella. Dio unos pasos en falso hacia adentro del elevador, sintiendo casi como si se fuera a caer por un precipicio, pero en su lugar quedó casi estampada contra el fondo del ascensor. Se aferró fuertemente a la pared, aterrada de que se fuera a desplomar si acaso se soltaba.

—Mamá, ¿estás bien? —Escuchó la voz de su hijo pronunciar a sus espaldas, casi como un eco muy lejano que rebotaba por los muros del pasillo—. ¿Mamá?

Poco a poco el mareo fue pasando, y Rosemary sintió que sus pies de nuevo pisaban suelo firme y estable. Se viró entonces hacia atrás, y vio a su hijo de pie, ya adentro del ascensor, y pudo ver las puertas cerrándose detrás de él lentamente. Ese nuevo ascensor automático aún la hacía sentir algo nerviosa.

—Sí, estoy bien —respondió en cuanto le fue posible—. Lo siento, cariño. Sólo me mareé un poco...

Lo había pronunciado con una sonrisa despreocupada, pero en realidad aquello no le había parecido normal. No tenía idea de qué le había pasado, pero lo importante era que ya se sentía bien, así que no tenía caso preocupar a su hijo innecesariamente.

—Presiona el botón de la Planta Baja, por favor —le indicó a Andy señalando el tablero a un lado de la puerta. El chico hizo lo que le pidió, y poco después la gran caja de madera y acero comenzó a descender lentamente, con ambos dentro.

La parte de su plan de escape que le causaba más temor, era precisamente la que seguía. Ya fuera Charlie o Bowie, los dos porteros del Bramford, uno siempre estaba en la recepción cuidando a todos los que salían y entraban. Y ambos eran, por supuesto, también discípulos de Roman. Si alguno los veía salir por la puerta a esa hora, no tardaría en avisarle a éste. En realidad, el sólo hecho de que el ascensor se hubiera activado tan tarde ya sería suficiente motivo para alertarlos. Pensó que llegado el momento se le ocurriría una forma de pasar, pero ya estaba a punto de llegar a la Planta Baja y aún no tenía una alternativa plausible... excepto una.

No sólo traía consigo la ropa y accesorios de su maleta, sino que oculta en el bolsillo de su abrigo traía otra cosa: un pequeño revólver calibre 22 apenas un poco más grande que su mano, que había logrado comprar a escondidas hace un poco más de un año, y que tenía guardado en su cajón desde entonces para cualquier... emergencia. Nunca había usado un arma antes, mucho menos herido a alguien con una, ni hablado de matado. Pero pensaba que si acaso la pegaba contra la sien de alguno de los porteros, y disparaba a través de uno de sus pañuelos, mitigaría el sonido o podrían salir antes de que alguien más bajara. No era lo ideal, y la idea le horrorizaba, especialmente el tener que hacerlo frente a su hijo. Pero si era la única forma de salir de ahí, lo haría sin titubear... o al menos creía que podría hacerlo.

Para su suerte, no tuvo que comprobar si sería capaz o no, pues al llegar a la Planta Baja se sorprendió al darse cuenta de que no había nadie en recepción; ni Charlie, ni Bowie, ni ninguna otra alma a la vista.

«Gracias, Dios mío» pensó con fuerza en su mente, genuinamente pensando que Dios debía estar cuidándolos y haciendo que su travesía fuera más sencilla.

Rosemary y Andy se dirigieron apresurados a las puertas abiertas del Bramford (¿siempre estaban abiertas a esa hora?; Rosemary no se lo cuestionó demasiado y sólo salió por ellas sin más). Caminaron con paso rápido por la acerca, dejando aquella casa del Demonio a sus espaldas. En cuanto distinguió por la calle al primer taxi aproximándose en su sentido contrario, rápidamente agitó una mano efusiva en el aire para llamarlo. Por un momento pensó que no se pararía, y encontrar algún otro a esa hora de seguro resultaría en una travesía peor que su escapada. Pero al final el vehículo amarillo giró y se estacionó justo enfrente de ambos.

De nuevo Rosemary agradeció a Dios.

Madre e hijo se subieron apresurados a la parte trasera del taxi, acomodando cómo pudieron la maleta entre ambos.

—A la estación Grand Central, por favor —pidió Rosemary en cuanto estuvieron sentados. Y al alzar su mirada al frente, lo primero que notó fueron los ojos del taxista, reflejados en el espejo retrovisor, mirándola atentamente. Esos ojos que ella reconoció de inmediato: los ojos de Roman Castevet, mirándola fijamente desde aquel reflejo.

Rosemary se sobresaltó espantada, con su espala totalmente pegada contra su asiento, y sus dedos apretando el arma oculta en su bolsillo. Y mientras se cuestionaba cómo era posible que la hubiera alcanzado tan pronto y se preparaba para sacar su arma y dispararla a través de la cabecera de su asiento, lo escuchó pronunciar:

—¿Se encuentra bien, señora?

Pero esa no era la voz de Roman; de hecho, ni siquiera se le parecía.

Y al dar un segundo vistazo al espejo retrovisor, se dio cuenta que los ojos reflejados en él tampoco eran los de Roman. Eran oscuros, cansados, y se encontraban en un rostro de piel arrugada y morena, con pobladas cejas canosas.

¿Había sido su imaginación? Sí, debía ser eso... Estaba demasiado nerviosa, después de todo.

—Sí, estoy bien —respondió Rosemary una vez que logró calmarse—. Gracias... Llévenos a la estación, por favor.

El taxi comenzó a moverse por la calle en dirección a la estación de trenes. Rosemary y Andy permanecieron en absoluto silencio todo el camino, y el conductor tampoco intentó sacarles más plática, o hacer más preguntas como: "¿qué hacen una mujer y un niño, con lentes oscuros, tomando un taxi solos a la tres de la mañana?" Como fuera, de momento Rosemary agradeció el desinterés de aquel hombre en los asuntos ajenos.

Al llegar a la estación, Rosemary le pagó la carrera al taxista, dejando un poco extra debido a que no quería perder el tiempo con el cambio, y ambos se bajaron apresurados del vehículo sin dejar o esperar un "buenas noches."

Estando ya tan cerca de su destino, Rosemary comenzaba a sentirse algo paranoica. Le daba la impresión de que alguien la observaba o la seguía de muy cerca, a pesar de que a su alrededor no veía a nadie. De hecho, al entrar a la estación, ésta también se encontraba vacía... muy vacía.

¿Era eso normal? Creía que siempre había gente yendo y viniendo por ese sitio, incluso a esa hora. Pero al parecer estaba equivocada.

Se aproximaron hacia la que parecía ser la única casilla de boletos que estaba atendiendo. A través de la rejilla que separaba a los pasajeros del encargado, vio la figura pequeña de una mujer, con su rostro agachado y mirada fija en una revista.

—Disculpe... —murmuró Rosemary con la suficiente fuerza para llamar la atención de la mujer, pero enmudeció en el momento en que ésta alzó su rostro hacia ella; el rostro arrugado y alargado de Minnie Castevet, mirándola por encima del armazón de sus pequeños lentes, con sus esos pequeños y endemonies ojos...

Similar a cómo había ocurrido en el taxi, la mano de Rosemary se apretó fuerte al revólver de su bolsillo. Y del mismo modo, un parpadeo después aquella espeluznante visión se desvaneció, y en su lugar la mujer sentada en el pequeño cubículo se volvió sólo una mujer anciana y pequeña, pero bastante diferenciable de su despreciable vecina.

—¿Algún problema, querida? —le preguntó la encargada, con voz seria y apagada, con un marcado acento de la costa oeste.

—No, ninguno —respondió Rosemary apresurada, retirando la mano de su bolsillo antes de que en su nerviosismo cometiera una locura—. ¿Cuál es el tren más próximo que me pueda acercar a Omaha, Nebraska?

—Nebraska... —repitió en voz baja la encargada, y revisó rápidamente su lista con el itinerario. No debían de salir muchos trenes a esas horas, pero Rosemary tomaría lo que tuviera—. Un tren a Chicago está a punto de salir. Si se apresuran aún puede alcanzarlo.

—¿Chicago? —Repitió Rosemary, mientras se ubicaba mentalmente en el mapa. De Chicago a Omaha debían ser unas diez horas. En cuanto llegaran, podrían tomar el autobús en la misma estación. No se atrevería a siquiera pasar la noche ahí—. Sí, muy bien. Deme dos.

Con boletos en mano, Rosemary y su hijo se dirigieron a paso rápido a los andenes, buscando el que los sacaría de una vez por todas de esa ciudad que tanto había aprendido a amar y odiar a la vez. Aquel sitio también se encontraba en apariencia solo, pero para ese momento Rosemary ya ni siquiera se detenía a cuestionarse la normalidad de tal detalle.

—Es ese —indicó la mujer al distinguir su tren estacionado, y al parecer ya preparándose para salir. De inmediato aceleró su paso—. Vamos, no te detengas, Andy.

—¿Estas segura de esto, mamá? —Escuchó de pronto que le cuestionaba su hijo detrás de ella, mientras lo jalaba de su mano para que no se quedara atrás y anduviera a su mismo ritmo.

—Te lo dije, Andy —pronunció Rosemary con apuro, ya estando ante las escaleras del vagón para abordar—. No puedo explicarte ahora. Sólo confía en mí.

—Siempre confiaré en ti, mami...

Rosemary ya tenía un pie en los escalones de acero, cuando escuchó a Andy pronunciar aquella última frase.

Solamente que no había sido Andy.

Esa no había sido su voz.

Aquel murmullo había sido grueso, gutural, algo que Rosemary sólo podría haber descrito, por raro que sonara, como el de un perro o algún otro animal intentando hablar como un humano...

Rosemary se quedó paralizada, con su cuerpo casi inclinado hacia el interior del tren, y su mano extendida hacia atrás aún aferrada a la mano de su hijo. Pero... ¿era esa la mano de su hijo realmente? Cuando se volvió consciente, pareció percibir que la mano que tomaba la suya era de hecho más grande que la de su hijo; incluso más grande que la suya.

Se giró lentamente a mirar hacia atrás, y lo primero que logró distinguir por el rabillo del ojo fueron unos largos y gruesos dedos rojos con garras negras, aferrándose a ella. Y del cuerpo unido a aquella mano, no era más que sombras y humo, a través de los cuales resplandecieron dos grandes ojos dorados fijos en ella...

Soltó un agudo grito de espantó, y jaloneó su mano, y todo su cuerpo, hacia atrás para apartarse de aquella criatura. Ésta no opuso resistencia y la soltó casi de inmediato, provocando que el cuerpo de Rosemary cayera al interior del tren sobre su costado. En el instante en que su cuerpo estuvo completamente adentro, la puerta se cerró automáticamente con fuerza, como la reja de una celda.

—¡¿Andy?! —Exclamó horrorizada, parándose lo más rápido que pudo y se aproximó a la puerta, intentando volver a abrirla sin éxito—. ¡Andy! ¡Abran esta puerta! ¡Abran!

Comenzó a golpear, patear y gritar, pero la puerta no cedía ni un poco, como si fuera realmente una parte inamovible de la pared. Se asomó entonces por la ventanilla circular en el centro de la puerta, esperando poder ver a su hijo del otro lado... pero no logró ver absolutamente nada. Por aquella ventanilla, todo lo que se asomaba era sólo negrura completa.

Rosemary se apartó lentamente hasta pararse a mitad del pasillo. Miró a su alrededor y notó que no era sólo la ventanilla de esa puerta; todas las demás ventanas de ese vagón no mostraban nada por ellas, como si estuvieran cruzando algún oscuro túnel a pesar de que no se movían en lo absoluto.

—¿Qué está pasando? —Murmuró despacio para sí misma—. ¿Hay alguien aquí?, ¡necesito ayuda!

Comenzó a avanzar con paso cuidadoso por el pasillo central. El vagón estaba levemente iluminado por las luces del techo. Los asientos a cada lado estaban todos vacíos; ningún pasajero a la vista... excepto por uno.

Casi llegando a la última fila, por encima de los respaldos distinguió un ancho sombrero blanco que sobresalía, adornado con plumas lilas. Rosemary acababa de ver ese mismo sombrero esa tarde... colgado en el perchero de los Castevet.

Se aproximó apresurada hasta ese sitio, parándose firme justo a un lado de la fila. Y ahí, sentada en el asiento de la derecha pegado a la ventanilla, vio a la misma mujer a la que supuso pertenecía ese sombrero, y ésta la vio de regreso, sonriéndole con una morbosa gentileza.

—Hola, Rosemary —le saludó Margaux Blanchard—. Te estaba esperando.

Aquello no era otra ilusión de su mente, eso lo tuvo seguro de inmediato. Rosemary ni siquiera perdió tiempo en sorprenderse, y ahora sin más sacó el arma de su bolsillo y la estiró hacia adelante, apuntando con su pequeño cañón directo a la frente de la mujer.

—¿Dónde está mi hijo? —Cuestionó tajante, pero ni su arma ni su tono amedrentaron a la mujer de blanco.

—El pequeño Adrián está bien, Rosemary —le respondió Margaux aún sonriente—. Toma asiento, por favor —le indicó justo después, apuntando con una mano hacia el asiento delante del suyo—. Tenemos que hablar.

—No tengo nada que hablar con usted. Quiero salir de aquí ahora mismo y ver a mi hijo.

—Mientras más pronto hablemos, más pronto lo verás —insistió Margaux—. Por favor.

Rosemary vaciló e intentó pensar rápidamente en qué hacer. Se veía tan tranquila y confiada a pesar de que la apuntaba con un arma, que no pudo evitar cuestionarse el por qué y ponerse aún más nerviosa por ello. Miró alrededor, preguntándose si habría más miembros del Aquelarre listos para saltar en su defensa en cualquier momento. Y si los había, al menos a corta distancia era claro que no estaban, así que aún podía tener tiempo de al menos dispararle una vez antes de que la detuvieran. Así que confiaba en que al menos mientras la tuviera al tiro de su cañón, nadi intentaría nada.

Lentamente se sentó en el asiento que Margaux le ofrecía, sin bajar la pistola ni un minuto, ni tampoco apartar sus ojos furiosos de la mujer delante de ella. Ésta seguía pareciendo anormalmente tranquila.

—Escuché que tuviste un desacuerdo con Roman y Minnie por la propuesta de que Adrián nos acompañe a París.

—No me importa lo que le pase a Roman, y no me importa quién sea usted. No me separarán de mi hijo; soy la única persona en el mundo que puede evitar que se convierta en... —su lengua vaciló unos intentes, pero luego terminó la frase sin duda alguna—: en eso que Roman tanto quiere.

Margaux asintió, al parecer comprensiva.

—Lo creas o no, te entiendo, Rosemary, y te compadezco —musitó la mujer francesa, con un extraño tono cariñoso, como Rosemary imaginaba que una madre le hablaría a su hija—. Debe ser tan difícil ser una mujer en tu posición. Sólo quieres lo mejor para tu hijo, ¿no? Pero me temo que desde el inicio has malentendido casi todo, chéri. Eso en lo que tanto temes que Adrián se convierta, sucederá al final; contigo o sin ti. Él tiene un papel muy importante que debe desempeñar en los años venideros, y se le ha estado preparando para ello desde su nacimiento. Y nada, ni nadie, puede impedir que cumpla con dicho papel... mucho menos tú.

La última parte de su discurso ya no fue tan cariñosa y comprensiva como al inicio; de hecho, la amenaza latente en su tono se volvió palpable, pero Rosemary no se intimidó.

—Andrew es un buen niño, el más bueno que conozco —señaló con firmeza en su voz—. Él nunca será el monstruo que ustedes quieren que sea.

Margaux soltó en ese momento una aguda carcajada hiriente.

—¿Y qué te hace pensar que nosotros queremos que sea un monstruo? —Le cuestionó la mujer francesa con ironía—. ¿O por qué das por hecho que lo que deseamos para él, y el mundo, es algo malo? Eso muestra lo cerrada y cuadrada de tu mente, chéri. Pero no es tu culpa, sino de tu prejuiciosa crianza católica, y la cultura puritana y cobarde que cimentó las bases de este país tan decadente; de eso yo sé bastante. Pero algún día, si tienes suerte, entenderás que nosotros no somos los malos aquí, sino todo lo contrario. Si quieres un villano, te sugiero que alces la mirada más arriba.

Al hacer aquel último comentario, Margaux señaló con su dedo hacia lo alto; hacia el techo, pero en realidad hacia mucho más arriba, dejando bastante claro a qué se refería.

—Llevo diez años conociendo a Roman y a los otros —indicó Rosemary—, y nunca he visto ni una sola cosa en ellos que me demuestre tal cosa. Y sólo la he visto usted unos cuantos minutos, y estoy convencida de que es de los seres más perverso que he conocido o conoceré... Y con más razón nunca le entregaré a mi hijo. Tendrá que matarme primero.

—Yo que tú no hacía esa sugerencia, que hay bastantes dispuestos a tomarte la palabra —Indicó Margaux, de nuevo con esa clara amenaza acompañándola, además de una hiriente ironía. Y en esa ocasión, Rosemary no fue capaz de ocultar su impresión— He querido preguntar esto desde que me enteré de ti —añadió de pronto, cambiando la instante de actitud. Inclinó entonces su cuerpo al frente, la vio atenta a los ojos y dijo—: ¿Cómo fue?

—¿Cómo fue qué? —Cuestionó Rosemary, confundida.

La sonrisa de Margaux se alargó de oreja a oreja, y la miró con una extraña y desbordante excitación.

—Ser tomada por Él, obvio —respondió emocionada—. Que te hiciera suya en cuerpo y alma...

Rosemary palideció ante tal cuestionamiento, y su respiración se cortó abruptamente. Sintió sus piernas y manos temblar, al momento en que a su mente volvieron aquellas escenas difusas de lo que fue aquella horrible noche. Margaux no pareció notar el disgusto que su cuestionamiento le provocó; o no le importó, o quizás era justo lo que deseaba provocarle desde el inicio.

—Muy pocos han tenido tan increíble honor —prosiguió la francesa—. Estar con cualquier otro hombre luego de Él, debe sentirse insípido, ¿o no?

—¿Honor? —Soltó Rosemary, como si aquella palabra se le hubiera atorada en la garganta y tuviera que escupirla con asco—. Fui drogada y violada con la vehemencia de mi propio esposo. Estás más enferma de lo que pensé si llamas a eso un "honor''.

—Cabe recordarte que tuviste un hijo a raíz de ello —señaló Margaux, alzando un dedo hacia ella casi simulando con él un ademán de regaño—. Un hijo al que al parecer quieres defender con fervor.

—Andy no tiene nada que ver con eso. Él es un buen chico; no tiene por qué ser... como su padre.

Aún después de diez años, y de todas las cosas que había visto y vivido en ese tiempo, aún una parte de la mente de Rosemary se rehusaba a aceptar que lo sucedido aquella noche había sido como todos decían. Que aquel ser que vio y sintió sobre ella entre retajos de consciencia, era... el Diablo en persona, tomándola a la fuerza cuando ella ni siquiera estaba del todo despierta. Que su hijo, su amado Andy, era también hijo de Él; que era el Anticristo descrito en la Biblia, el Salvador que Roman y su Aquelarre habían esperado por tanto tiempo...

"Su padre es Satanás, no Guy. Él vino del infierno y engendró un hijo con una mujer de carne y hueso."

"¡Salve, Satanás!"

"Satanás es su padre, y su nombre es Adrián. Derrocará a los poderosos y destruirá sus templos. ¡Redimirá a los despreciados y vengará a todos los caídos y torturados!"

"¡Salve, Adrián!"

"¡Salve, Satanás!"

"Su poder es cada vez más fuerte. Su supremacía durará por siempre."

"¡Salve, Satanás!"

"¡Dios ha muerto! ¡Satanás vive! ¡Es el año uno! ¡Es el año uno y Dios ya no existe! ¡Es el año uno! ¡Salve, Adrián! ¡Salve, Satanás!"

A veces así era como Rosemary se sentía: que Dios ya no estaba ahí con ella, que la había dejado a su suerte. Pero se resistía a aceptar que aquello pudiera ser cierto. Prefería decir en voz alta que Guy era el padre de su hijo, aunque supiera que era una mentira. No era capaz de aceptar que aquella inherente maldad realmente existiera en el interior de su pequeño...

—Yo una vez lo vi —murmuró Margaux de pronto, llamando de nuevo la atención de Rosemary, que sin darse cuenta su mente había empezado a divagar hacia aquella lejana noche. Y antes de que pudiera preguntarle a quién se refería, ella se apresuró a aclarárselo—. A Él, me refiero. A nuestro Señor, al Dador de Luz... al padre de tu hijo. Estuve en su presencia tan vívidamente cómo te tengo a ti delante de mí.

Rosemary sintió un inusual escalofrío recorrerle la espalda al oírla decir tal cosa, y se preguntó irremediablemente si acaso aquello era algún tipo de broma. Pero pudo verlo claramente en sus ojos: estaba hablando muy, muy enserio...

—Fue el momento más... electrizante y decisivo de mi vida —añadió Margaux con excitación—. Aunque claro, no llegué tan lejos como tú, pero no fue porque yo no lo deseara. Muchas veces he querido volver a verlo, que Él me vea, y sentir lo mismo de aquella primera vez... Pero, aunque no se me presente de frente, Él siempre está conmigo, y siempre sé lo que quiere y lo que desea. Oigo su voz, ¿entiendes? —Indicó señalando sutilmente su oído derecho—. Es uno de mis tantos dones secretos, y que muy pocos conocen. Ni Roman, ni mucho menos el inepto de su papi al que tanto idolatra, han tenido este privilegio. ¿Y sabes qué me ha dicho sobre ti, Rosemary? ¿Te gustaría saber qué es lo que opina nuestro Señor sobre la madre mortal de su hijo...?

¿Escuchar la voz del Diablo a cada momento? Rosemary se dijo a sí misma que esa mujer era una completa desquiciada, incluso a un nivel superior al de Roman y el resto de sus locos amigos. Y, aun así, la respuesta que terminó saliendo de sus labios, aunque ella no entendiera en ese momento del todo por qué, terminó siendo:

—¿Qué? ¿Qué te ha dicho...?

Margaux sonrió complacida por su interés, casi como si se regodeara de ello. Inclinó entonces su cuerpo hacia el frente, la miró atentamente con sus intensos ojos azules de serpiente, y entonces murmuró lento y alto para que Rosemary la escuchara con claridad:

—Absolutamente nada, ni una sola cosa.

Aguardó unos segundos para dejar que sus palabras se asentaran en la cabeza de la impresionada mujer rubia, y luego prosiguió de la misma forma que antes.

—Tú, chéri, no tienes la menor importancia en el Gran Plan. Eres complemente insignificante en comparación con todo lo que ha de venir. Minnie piensa que Roman te ha dado demasiadas libertades durante todo este tiempo, y por eso te has dado atribuciones que no te conciernen; y tiene razón. Y quizás yo también lo esté haciendo; el sólo hecho de tomarme la molestia de tener esta plática contigo lo deja en evidencia. Todos nosotros, en menor o mayor medida, te hemos dado la falsa impresión de que realmente tienes voz y voto en lo que se hará con Adrián, pero no es así. Tú no eres nadie; nunca lo fuiste.

Rosemary respiró lentamente, intentando calmarse. Por algún motivo, que su mente no era capaz de concebir del todo, aquellas palabras le provocaban una intensa rabia que amenazaba con escaparse de su cuerpo, en un inicio con abundantes lágrimas. Y el único motivo por el que algo como eso le afectara tanto es porque, quizás en el fondo... sabía que era verdad.

—Soy su madre...

—No, Rosemary —le cortó Margaux de golpe—, ahí está la raíz de todo tu error. Tú no eres su madre, tú sólo eres la vagina por la que tuvo que salir para llegar a este mundo. Pero tan bien como fue la tuya, podría haber sido la de la prostituta más barata de la otra esquina, o la de una chacal o una perra. Así que en verdad no te creas tan especial. Y, lo más importante, no te creas tan indispensable.

—Entonces dejen de amenazarme y háganlo —espetó Rosemary furiosa, extendiendo más su pistola hacia la mujer delante de ella, dejando el cañón a unos escasos centímetros de su nariz—. Intenten matarme como tantas veces me han dicho que lo harán. Andrew no es ningún tonto; él sabrá que fueron ustedes. Y nunca harán que vuelva a confiar ni hacer lo que le digan, y a la larga él será su perdición. Así que anda, inténtelo ahora mismo, pero te aseguro que al menos tú te irás conmigo.

No hubo reacción inmediata, ni de Margaux ni de ningún otro satanista escondido en los rincones. Todo permaneció quieto y en silencio, y la mujer francesa sólo se quedó ahí sentada, observándola con esa misma sonrisa despreocupada e ignorando el revólver apuntando a su casa.

Rosemary sonrió confiada.

—Eso pensé. Ustedes ladran mucho pero rara vez muerden.

—Dile eso a tu viejo amigo, Hutch —musitó Margaux con absoluta naturalidad, dejando a Rosemary perpleja por esa mención—. Él quizás te pueda decir que tan fuerte es nuestra mordida...

En ese momento, Margaux extendió su mano derecha hacia ella, y abrió su puño cerca de su rostro para que pudiera ver lo que ahí sostenía. Y sobre la tela morada de su guante, Rosemary reconoció de inmediato el pequeño objeto blanco y esférico: el pendiente de perla de su abuela, el que no logró encontrar más temprano antes de su huida...

Rosemary se pegó contra su asiento, espantada. Fue invadida de inmediato por el recuerdo de Hutch; el dulce y amable Hutch, su amigo que fue casi como un segundo padre. El hombre que había caído en coma y luego muerto por culpa de Roman y los otros, sin que tuvieran que tocarlo siquiera. Lo único que necesitaron fue un objeto personal de él... como ese pendiente de perla que esa mujer sostenía en ese mismo momento.

Se levantó de golpe de su asiento y caminó hacia el pasillo, sin dejar de amenazar a Margaux ni un instante.

—Déjame salir ahora mismo —exigió Rosemary con fuerza—. Tomaré a Andrew y los dos nos iremos bastante lejos de todos ustedes. Y si se atreven a seguirnos, les diré a las autoridades absolutamente todo lo que sé. Y aunque me consideren una loca, gritaré y gritaré hasta que alguien me escuche. ¿Me oíste bien?

—Te oí muy bien —asintió Margaux con indiferencia—. Pero al contrario de lo que crees, yo seré la última persona que oirá tus gritos en mucho, mucho tiempo. Y no irás a ningún lado con Adrián. De hecho, lamento decirte, chéri, que ni siquiera has puesto un pie fuera del Bramford aún.

—¿Qué...? —Murmuró Rosemary, apenas siendo capaz de hacer su voz sonar.

Su mano tembló sin control, y sintió como el aire se escapaba por completo de su cuerpo. Su dedo se tensó contra el gatillo del arma, y como empujada por una fuerza invisible lo presionó sin más. El estruendo del disparo resonó en el eco del vagón, y vio el flashazo surgir de la punta del cañón. La bala se fue directo a la cara de Margaux, pero pareció atravesarla como si de una cortina de humo se tratara, no dejando ni rastro alguno de herida en ella; ni siquiera borró ni un poco su soberbia sonrisa.

La mano de Rosemary se abrió, dejando caer el revólver a sus pies.

—¿Do... Dónde está Andrew? —Balbuceó con temor, esforzándose por mantenerse de pie—. ¿Dónde está mi hijo...?

—No te preocupes —le respondió Margaux con elocuencia—. De ahora en adelante, nosotros cuidaremos de él.

Y al siguiente parpadeo, la imagen de aquella mujer sentada simplemente se esfumó, como si en verdad nunca hubiera estado ahí. Y Rosemary sintió entonces como el tren comenzó a moverse, tan repentinamente que terminó cayendo de costado sobre la alfombra por el jalón.

—¡No! —Gritó Rosemary horrorizada y rápidamente se alzó y corrió de regreso a la puerta por la supuestamente había entrado. Pero al asomarse por la ventanilla, siguió viendo sólo oscuridad—. ¡Andrew! ¡Andrew! —Gritó con todas sus energías, comenzando a golpear desesperada el vidrio en un intento de romperlo.

El tren siguió avanzando y avanzando, alejándose cada vez más. Aunque, en realidad, aquello sólo estaba ocurriendo en la confundida mente de Rosemary Reilly. Y ella, a su pesar, lo había entendido demasiado tarde...

— — — —

Justo como Margaux le había advertido, Rosemary nunca dejó el Bramford. Nunca llegó a la estación de trenes, nunca tomó el taxi, ni cruzó el vestíbulo a lado de su hijo. De hecho, lo más lejos que había logrado ir fue hasta el ascensor. Aquel pequeño mareo que había sentido al entrar había sido mucho más grave de lo que su consciencia se dio cuenta. En realidad, su delgado cuerpo se había desplomado en el suelo del ascensor ante los atónitos ojos del pequeño Andrew, y ahí se había quedado.

—¡Mamá! —había gritado horrorizado el niño. Se le aproximó y comenzó a agitarla, intentando despertarla—. Por favor reacciona, mamá... ¡Mamá!

Por más que Andy la agitó y le gritó, Rosemary no reaccionó en lo absoluto. Asustado y confundido, el niño no tuvo más remedio que salir del elevador y correr a la puerta del 7-A. Llamó desesperado al timbre una y otra vez, hasta que Roman alarmado, envuelto en una bata de rayas azules y rojas, abrió la puerta y lo divisó al otro lado.

—Adrián, ¿qué pasa? —Le cuestionó el hombre mayor.

Andy lo tomó de su mano y lo jaló rápidamente hacia el pasillo, y posteriormente al ascensor aún abierto.

—¡Es mamá! —Exclamó el muchacho—. ¡Algo le pasó! Por favor, ayúdala.

Roman se asomó al interior de la caja del ascensor, y vio a Rosemary tirada sobre su pecho, con sus piernas torcidas y mejilla derecha presionada contra el piso. Roman la contempló en silencio, alarmado pero... no sorprendido.

—Todo estará bien, Adrián —le indicó el hombre, rodeando al niño con un brazo—. Llamaré a una ambulancia. Todo estará bien...

Roman llevó a Andy hacia el interior de su departamento, e hizo exactamente lo que dijo que haría: llamar a una ambulancia, aunque no con las intenciones que el chico esperaba.

Los paramédicos llegaron unos quince minutos después. Andy, de pie en el vestíbulo, contempló con sus falsos ojos avellana como sacaban a su madre en una camilla y la subían entre dos a la parte trasera de la ambulancia. A su lado se encontraban Roman, Minnie, y su buen amigo John. Éste último lo sujetaba con una mano de su hombro, intentando reconfortarlo.

—Tu mamá estará muy bien —le prometió John en voz baja, intentando sonar positivo. Pero Andy no compartía su sentimiento. Incluso en ese momento, el chico sentía que su madre no estaría bien en lo absoluto. Y en efecto, tenía razón.

— — — —

Al día siguiente durante la tarde, Roman y Minnie le comunicaron al pequeño Andy la triste noticia: su madre había muerto de una embolia repentina. Lo consolaron diciéndole que no había sufrido en lo absoluto, y que ahora "está con tu verdadero padre." El consuelo no sirvió de nada, pues la noticia igual lo terminó destrozando. Lloró todo el resto de la tarde, como quizás nunca había llorado hasta entonces, o lloraría después.

Pero aquello, por supuesto, sólo fue una más de las tantas mentiras que su padrinos le habían dicho. Su madre no estaba muerta, o no del todo. Así como le había ocurrido a Hutch diez años atrás, Rosemary había caído en un profundo e inexplicable sueño. Y dos días después de la noche de su fallido intento de fuga, mientras su hijo, amigos y, ¿por qué no?, enemigos enterraba en el cementerio un ataúd vacío, ella reposaba en la camilla de un pequeño hospital de New Jersey, bajo el nombre de Rosemary Fountain. Y ahí se quedaría por un buen tiempo.

Aquella tarde, poco después del funeral, Margaux Blanchard se presentó en la habitación de Rosemary, vistiendo el mismo modelo de vestido y sombrero ancho con el que había llegado el primer día al Bramford, sólo que en color negro acorde con la aparente situación. Margaux contempló con curiosidad a la mujer en la camilla durante largo rato, llegando incluso a sentarse en la silla a su lado como si fuera una persona común, visitando a una vieja amiga. Entre sus dedos, sostenía y giraba el pendiente de perla perdido, jugando con él como si fuera una pequeña canica.

Para ese entonces, el tren de Rosemary ya se había alejado bastante de ese sitio, por lo que ante ella sólo quedaba el cascarón vacío. Un lindo cascarón, debía aceptar Margaux, pero no del tipo que a ella le gustaban.

La mujer francesa permaneció ahí sentada y en silencio por casi media hora, sólo observando fijamente el rostro dormido de Rosemary Fountain. Ingrid Archer, su asistente, apareció en la habitación pasado ese tiempo; también vestía de negro.

—Acabo de hablar con el señor Woodhouse —informó Ingrid al entrar, sin molestarse siquiera en saludar primero—. Aceptó firmar todos los papeles sin objeción alguna. Le llegarán por correo mañana temprano.

—Excelente —murmuró Margaux con emoción, virando su mirada hacia ella. Le extendió entonces su mano, indicándole que se aproximara. Ingrid, un poco reticente, avanzó lentamente hacia ella. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Margaux alzó su mano, cubierta con su guante negro, y colocó su palma contra su mejilla, comenzando a acariciarla con gentileza—. Buen trabajo, Ingrid. Tan eficiente como siempre, mi chica especial.

Ingrid se prestó visiblemente incómoda por ese gesto, pero sostuvo su estoicidad y calma hasta que Margaux misma decidió retirar su mano. En ese momento mismo, Ingrid se permitió dar un paso hacia atrás, y desviar su mirada hacia cualquier otro lado; hacia la mujer en la camilla, por ejemplo.

—¿Cuánto tiempo permanecerá en ese estado? —Preguntó Ingrid con seriedad.

Margaux se encogió de hombros.

—El tiempo que sea necesario, supongo.

—¿Y por qué dejarla así? —Inquirió Ingrid, confusa—. ¿No hubiera sido más simple matarla como los Castevet sugerían? Hasta donde al niño le consta, en efecto lo está.

—Quizás —respondió Margaux con bastante calma—. Pero durante nuestra última conversación, ella me dijo algo que consideré relevante. Dijo que tarde o temprano Adrián se daría cuenta de lo que hicimos, y eso lo orillará a imponerse a nosotros. Eso es de hecho muy probable que ocurra, y dependiendo de la fuerza e influencia que el chico tenga llegado ese momento, podría hacernos las cosas... incómodas. Pero, si eso ocurre, la pequeña Rosemary podría ser una carta importante para tenerlo tranquilo; o, al menos, distraído.

—¿Dejarla con vida no representa más un riesgo en ese sentido? —Masculló Ingrid, en efecto no convencida del argumento.

Margaux sonrió, más divertida que molesta por sus cuestionamientos. Se estiró hacia el mueble a un lado de la camilla, dejando sobre éste el pendiente de perla. Luego se paró de su silla y se le aproximó, volviendo a tocarle sutilmente su mejilla con una mano.

—Algún día comprenderás tan bien las cosas como yo lo hago, querida Ingrid —le susurró muy despacio, mientras le daba dos palmaditas cariñosas en su mejilla—. Y esa visión ampliada será un verdadero privilegio.

Ingrid guardó silencio, sosteniéndole la mirada lo mejor que le era posible, pues esos intensos ojos claros ciertamente la inquietaban. Por suerte no tuvo que resistirse mucho, pues Margaux tras unos segundos apartó su mano y empezó a andar a la puerta sin más.

—Ahora vámonos —indicó con un claro tono de orden—. Tenemos que volver a casa, con nuestro nuevo amigo.

Ingrid asintió y la siguió de cerca a la puerta. Ambas mujeres se fueron, dejando sola a la inconsciente Rosemary en aquella habitación, y en ese profundo sueño...

* * * *

Más de cuarenta años después, Andy Woodhouse volvía a casa tras su corto viaje a Atenas, acompañado de Ann. Habían aterrizado en el JFK un poco después del mediodía, y su plan era partir juntos esa misma tarde a Los Ángeles. Pero antes, Andy debía hacer una pequeña y rápida parada en su departamento, y le sugirió a Ann que lo acompañara; para que conociera el lugar, y también a su hijo Sebastián. A Ann le agradó lo primero, pero lo segundo... no la entusiasmaba demasiado.

Ambos entraron juntos por la puerta principal del departamento un poco antes de las dos de la tarde. El sonido de la puerta abriéndose y el tintineo de las llaves de Andy alertó a los ocupantes del lugar, aún antes de que su voz sonará con fuerza pronunciando:

—Hola todos, ya estoy en casa.

La figura de Gilda se hizo notar casi de inmediato, aproximándose apresurada por el pasillo y cruzando la sala hacia el recibidor.

—Andy —pronunció el ama de llaves con una combinación de alivio y temor combinado—. Hemos intentado contactarte toda la noche...

—Lo siento, Gilda —se disculpó el músico con una galante sonrisa, aproximándose hacia la mujer para entonces darle un cariñoso beso en su mejilla—. Ya sabes cómo es esto; diferencia horaria, y luego tuvimos este largo vuelo. Además de que no tengo idea de dónde dejé mi teléfono, pero ya le mandé un mensaje a Cindy para que me consiga otro.

Mientras daba toda aquella explicación, le sacó la vuelta a la mujer y comenzó a caminar hacia el pasillo.

—Lamentablemente sólo vengo a cambiar de maleta, pues necesito volver a salir de inmediato.

—Pero, Andy... —pronunció Gilda con fuerza intentando llamar su atención sin mucho éxito.

—Ah, sí —pronunció el músico de pronto, virándose unos instantes de nuevo hacia atrás—. Perdona mi descortesía, que mi mente está algo dispersa en estos momentos. Ella es Ann Rutledge, actualmente Ann Thorn. Una vieja amiga.

Al hacer la presentación extendió su brazo en dirección a la mujer de pie a mitad del vestíbulo, sujetando a su lado su amplia maleta.

—No tan vieja —bromeó Ann, y se aproximó entonces hacia la mujer, ofreciéndole su mano—. Encantada, Gilda.

La mujer se giró hacia ella y la contempló con cuidado. Ella estaba igualmente tan enfocada en aquello que la tenía inquieta que no había reparado en que Andy en efecto venía acompañado.

—Encantada, señora... —le saludó con reserva, apenas estrechando su mano lo suficiente.

Tenía bastantes preguntas sobre quién era esa mujer, pero de momento sus preocupaciones eran otras. Para cuando logró reaccionar y girarse de nuevo hacia su jefe, éste ya iba caminando por el pasillo en dirección a su habitación.

—Andy, hay algo que debes saber —pronunció Gilda con ímpetu, apresurándose a alcanzarlo.

—Luego, Gilda —le respondió Andy, agitando una mano en el aire sin detenerse ni voltear a verla—. Te dije que voy a de salida. Necesito viajar de nuevo...

—¿Andy? —Escuchó de pronto que alguien pronunciaba a su izquierda, en el momento justo que había pasado de largo la puerta abierta de un cuarto... el cuarto de su madre.

Adrián se detuvo en seco en su lugar al escuchar aquella voz; una voz que, a pesar de todo el tiempo que había pasado, le pareció reconocer de inmediato. Y eso le provocó una opresión casi dolorosa en el estómago...

Retrocedió lentamente dos pasos hacia atrás, hasta poder pararse justo en el umbral. Andy conocía a la perfección esa habitación, y en los últimos dieciocho años el cuadro que se le presentaba cada vez que entraba en ella era casi el mismo. Pero ese día, esa ocasión en la que su mente estaba tan concentrada en otras cosas que ni siquiera había pensado en mirar hacia ahí, las cosas eran distintas.

Sebastián estaba sentado en la silla a un lado de la camilla, donde normalmente esperaría ver a Miriam a esa hora. Y en la camilla, como siempre, se encontraba recostada su madre, Rosemary... pero ella tenía en esos momentos sus ojos abiertos, y lo estaba viendo fijamente desde su lecho.

—¿Eres tú? —Pronunció la mujer anciana en la camilla tras unos segundos, esbozando una alegre sonrisa—. Sí, eres tú, mi Andrew... mi pequeño...

Andy se quedó quieto como estatua en su posición, impactado por no sólo escuchar aquella voz repentinamente, sino además por ver sus labios moverse y pronunciar aquellas palabras. Todo aquello fue tan abrumador para él, que ni siquiera reparó en qué momento Ann y Gilda se pararon a su lado, viendo también hacia el interior del cuarto. Y en realidad, no importaba... nada más importaba en esos momentos.

FIN DEL CAPÍTULO 95

Notas del Autor:

Como les prometí, el flashback sólo duró dos capítulos. Espero les haya gustado, o al menos les haya parecido interesante.

La historia de Rosemary y como terminó en ese estado se encuentra en parte inspirado en lo que ocurre en el libro El Hijo de Rosemary de Ira Levin, y muy levemente también en la película de 1976 titulada ¿Qué pasó con el Bebé de Rosemary?, pero siendo al final de cuentas mi propia versión de dicho acontecimiento. Pero como ya habíamos visto anteriormente, Rosemary al fin ha vuelto a despertar, justo como Margaux Blanchard había planeado. ¿Coincidencia?, eso lo veremos después...

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