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Capítulo 72. Hola otra vez

Resplandor entre Tinieblas

Por
WingzemonX

Capítulo 72.
Hola otra vez

La ciudad de Roma amaneció particularmente soleada esa mañana de noviembre. El padre Jaime Alfaro había despertado con el sol en sus modestos aposentos en la Santa Sede, y lo primero que hizo fue hincarse a un lado de la cama y rezar, a pesar de que lo había hecho bastante la noche anterior. Fue citado la tarde previa para darle aviso de una nueva información que acababa de llegar, y con ella entregarle su próxima encomienda, misma que Jaime recibió gustoso y humilde. El sacerdote, de origen español, viajaría ese mismo día en la tarde, por lo que debía tener todo sus asuntos preparados, incluyendo los espirituales.

De hecho, especialmente los espirituales.

Llevaba muchos años haciendo ese trabajo tan particular de analizar, recaudar, y desmentir o confirmar la veracidad de las acciones tanto de Dios como del Diablo en el mundo. En otras palabras, en él recaía la responsabilidad de determinar si un milagro, así como una posesión, eran genuinos. Y, de hecho, se consideraba particularmente bueno en ello, y tenía una muy significativa reputación que lo respaldaba. Por supuesto, era complicado para un hombre de ferviente fe como la suya el separarse de sus creencias por unos momentos, con el fin de lograrlo y tomar el papel de escéptico. Pero había un bien mayor derivado de ello que se tenía que alcanzar, así que realizaba su labor con firmeza, pidiéndole fuerzas a Dios en cada paso.

Pero esta nueva tarea era diferente a las que había realizado durante tantos años. La mentalidad con la que debía enfrentarlo era la misma, pero las metodologías y parámetros eran totalmente diferentes, por no decir que estos prácticamente no existían. Desde el año 2000 le había tocado participar frecuentemente en esa búsqueda en la que se había enfrascado en secreto una parte del Vaticano, mostrándose algo reticente a la sola idea. De hecho, ya le habían pedido unas cinco veces antes realizar una evaluación similar, sin obtener ningún resultado concluyente. Pero esa sexta vez la sentía un poco distinta a las anteriores.

En cuanto vio la foto de su nuevo objetivo, un extraño vacío le invadió el estómago. Y al leer con más cuidado el resto de la información que le habían proporcionado sobre dicha persona, la sensación se volvió tan intensa, hasta incluso dolorosa, que lo obligó a pasar esa noche y parte de la mañana hincado y rezando. Nunca le había pasado nada parecido con un primer acercamiento a un caso. Pero no debía dejar que esas impresiones nublaran su juicio, pues se suponía que debía ser objetivo y centrado; esa era su misión ahí.

Una vez que sus rezos fueron suficientes, y tuvo además su maleta lista, se sintió más calmado y con la mente bastante más clara. Decidió entonces que aún tenía suficientes horas para hacer una parada rápida antes de su viaje, así que se vistió con su camisa negra de mangas cortas, sus pantalones negros, y su cuello romano, y salió caminando tranquilo de la Santa Sede hacia las calles de Roma. Quizás sería un poco egoísta de su parte el ir de esa forma y sin avisar, especialmente con un asunto como ese en sus manos. Aún así, sintió que le daría más serenidad a su mente el hacerlo, así que esperaba que Dios pudiera perdonarle ese pequeño momento de egoísmo, por no llamarlo debilidad, con el fin de poder cumplir mejor el nuevo encargo que le habían dado en su nombre.

El lugar al que se dirigía se encontraba sólo a dos calles, pero tomó una pequeña desviación para ir a la panadería de San Martín. Era un establecimiento pequeño pero clásico, conocido especialmente por vender unos deliciosos pandoros todo el año, tanto en su receta tradicional como rellenos de crema; la persona que iría a ver prefería más los segundos. Decidió pasar y comprar uno, como si fuera algún tipo de ofrenda, y de cierta forma lo era.

Con su pan guardado en el interior de una bolsa de papel y sosteniéndolo debajo de su brazo, caminó tranquilamente calle abajo hacia el antiguo Convento de Santa María de los Ángeles. En el camino, fue saludado por algunos transeúntes que lo reconocieron y quisieron de inmediato saludarlo. Y aunque él no los despreció ni se portó precisamente grosero, sí les indicó que tenía prisa y siguió casi de inmediato su camino.

El convento era una antigua casona, con su fachada restaurada hace algunos años atrás. A simple vista podía pasar desapercibida entre todas las casas similares que había por esos rumbos, y si no sabías que estaba ahí posiblemente no identificarías que se trata de un convento de religiosas. El padre Jaime se paró firme ante la alta y gruesa puerta de madera, y jaló sutilmente de una cuerda que colgaba a su lado para hacer sonar la campana. Aguardó unos minutos a que le abrieran, pero sabía muy bien que a veces debía ser insistente para que alguna de las hermanas atendiera, así que lo intentó una segunda vez, y luego una tercera. Sólo hasta entonces una monja mayor de rostro pálido, de hábito café y blanco, abrió la puerta más pequeña y se asomó hacia afuera, mirando con ojos nada contentos al inesperado visitante. Jaime sólo sonrió debajo de su grueso bigote, negro y con algunas canas como su cabello, como si no se percatara del mal humor de la religiosa.

—Buenos días, hermana —le saludó el sacerdote, dando una pequeña reverencia respetuosa con su cabeza—. Vengo ver a la hermana Loren, si está disponible.

La monja entrecerró un poco sus ojos, un tanto insegura. Sacó entonces del bolsillo interno de su atuendo un viejo reloj de bolsillo y revisó en éste la hora.

—En estos momentos Loren debe estar en la capilla principal, orando —le indicó tajante, al parecer queriendo dar a entender que aquello era una negativa no discutible.

—Solo será un minuto —señaló Jaime, permitiéndose colocar su mano sobre la puerta para prevenir que a la hermana se le ocurriera cerrársela en la cara—. Tengo que tomar un avión dentro de unas horas para encargarme de un nuevo trabajo, y en verdad me serviría hablar con ella un momento antes de irme.

Se inclinó entonces un poco hacia ella para poder susurrarle más despacio, como si de algún peligroso secreto se tratase.

—Se trata de un asunto de Scisco Dei —le indicó con seriedad, quizás más de la necesaria—, con respecto a la Orden Papal 13118. ¿Me entiende?

La monja lo observó en silencio, inexpresiva. Pero por supuesto que sabía de qué estaba hablando. No a muchos le dirían algo esas palabras, incluso dentro de la Santa Sede. Pero en lo respectaba a las Hermanas de Santa María de los Ángeles, todas estaban enteradas el papel que debían despeñar en eso. Y aunque al inicio pareció que aun así no lo dejaría pasar, al final suspiró resignada, y se hizo a un lado, abriendo aún más la puerta para dejarle el camino libre.

—Pase, supongo —le indicó con voz apagada.

—Se lo agradezco —asintió Jaime, y entonces aceptó gustoso la invitación.

Conocía el camino, pero igualmente su recibidora al parecer se sintió con la obligación de guiarlo hacia la capilla; un gesto de hospitalidad, o tal vez un deseo de tenerlo vigilado. Jaime no la culpaba. Se les había dado la tarea de proteger un tesoro demasiado valioso, no sólo para ellos sino para el mundo entero, y ese recelo y obstinación era necesaria si deseaban cumplir dicho encargo. Esperaban, sin embargo, que no fuera por demasiado tiempo.

Al llegar a las puertas abiertas de la capilla principal, Jaime se asomó curioso hacia el interior. Al final del camino entre bancas de madera, se encontraba el hermoso altar, con un relieve justo en medio de la virgen cargando al niño Jesús, rodeados de ángeles; y arriba de ellos, la imagen de Jesús en la cruz. Y de rodillas delante de éste, se encontraba justo la persona que buscaba, con su cabeza agachada y dándole la espalda a la puerta. En el techo había un tragaluz que iluminaba de una forma armoniosa todo el altar, y hacía que sus ropajes blancos de novicia destellaran de una forma casi irreal.

Todo en conjunto creaba un cuadro tan hermoso, que Jaime por un momento creyó que era incorrecto que alguien como él lo viera.

—¿Le importaría traernos un poco de té, hermana? —Pronunció de pronto el sacerdote, virándose hacia la monja que lo había escoltado. Ésta lo miró casi estupefacta, pero él le volvió a sonreír tan cándidamente como antes—. Es para acompañar el pandoro —aclaró señalando la bolsa de papel que traía consigo.

Ella no parecía muy feliz con la repentina petición. Aun así, sin pronunciar alguna palabra de queja, se dio media vuelta y se retiró con paso apresurado. No sabía si iría o no a preparar ese té, pero se mantuvo positivo.

Una vez solo, ingresó a la capilla, se persignó en la puerta, y entonces avanzó por el pasillo hacia el altar. Aunque sus pasos resonaron en el suelo y el eco, la joven delante del altar no alzó en lo absoluto su mirada; quizás ni siquiera se percató realmente de su presencia. Avanzó derecho hacia ella y se paró a sus espaldas. Pudo percibir en ese momento que rezaba muy despacio, con pequeños susurros que ni siquiera lograba distinguir con claridad. Parecía muy concentrada en ello, y la verdad lamentó un poco tener que interrumpirla.

Aproximó su mano al hombro de la novicia, dándole un par de toquecitos rápidos. La joven se sobresaltó, soltando un pequeño alarido. No parecía de susto, sino más bien de sorpresa. Alzó entonces su blanco rostro, y se viró hacia él con sus grandes ojos azules verdosos como el mar. Debajo de su velo se asomaban algunos de sus cabellos rubios claros, bien peinados para poder quedar en su mayoría ocultos.

—Lo siento, no quería asustarte —se disculpó el sacerdote, dando un paso hacia atrás. Por su lado, la expresión de incertidumbre de la joven novicia Loren, se fue calmando conforme fue capaz de reconocer al hombre detrás de ella.

—Padre Jaime —murmuró despacio, como si requiriera decirlo en voz alta para convencerse a sí misma de que su deliberación era acertada—. Descuide, yo lo siento. No me percaté de su presencia...

Loren se giró unos momentos de regreso al altar para persignarse y entonces ponerse de pie. La novicia era una joven delgada, de apenas un poco más de veinte años, de estatura baja que le llegaba a Jaime apenas a la altura de sus hombros, pese que en realidad él tampoco era precisamente muy alto.

—Te traje uno de esos pandoros rellenos que tanto te gustan de San Martín —le comunicó Jaime, mostrándole la bolsa que cargaba consigo—. Está calientito. Y pedí de favor que nos trajeran un poco de té. ¿Por qué no salimos unos momentos al jardín y lo comemos mientras conversamos?

—Sí, claro —asintió la joven sin mucho pensarlo.

Jaime le dejó el camino libre para que ella pasara primero, y así lo hizo. El sacerdote la siguió un poco detrás.

Ambos tomaron asiento en una banca del jardín central de la casa. El jardín que las monjas mantenían ahí era muy llamativo y causaba una sensación agradable que a Jaime siempre le había gustado. Era el lugar perfecto para comer, aunque no tuviera aún su té. El sacerdote sacó el pan de su bolsa y lo colocó en medio de ambos en la banca. Sacó su navaja de bolsillo, y cortó dos pedazos, uno para cada uno. Loren tomó su parte gustosa, y la comió con bastante ánimo, manchándose un poco la boca.

—La crema lo hace demasiado dulce para mi gusto —comentó Jaime, ya empalagado desde la tercera mordida—. Pero supongo que es justo por eso que a ti te gusta tanto.

—Son una pequeña alegría —aclaró sonriente la novicia, limpiándose la crema de sus labios con los dedos.

—¿Cómo has estado? ¿Te has ambientado bien?

—Al convento, sí —respondió Loren un tanto indiferente a la pregunta—. No es muy diferente a los otros sitios en los que he estado antes. Pero ya llevo casi un año aquí, y apenas y he salido un par de veces. —Viró en ese momento a una dirección específica al noroeste de donde se encontraban, como si pudiera ver a través de los altos y gruesos muros de la casa hacia algo que se erguía más allá—. Ni siquiera me han dejado conocerlo.

Jaime miró en la dirección en la que miraba. Y, al menos de que su sentido de la orientación le fallara, creyó comprender a qué se refería.

—¿Hablas del Vaticano?, ¿o de su Santidad? —Le preguntó curioso, a lo que ella respondió encogiéndose de hombros, sin dejar de mirar hacia el mismo punto.

—Ambos, supongo.

—Bueno, ya llegará el momento —asintió Jaime con confianza—. Roma no es como los otros sitios más discretos en los que has estado antes. Los enemigos suelen estar más cerca de lo que uno piensa. Pero si se solicitó que se te moviera tan cerca de la Santa Sede, es porque presienten que algo va a pasar pronto, y es importante que tú estés presente. Sólo ten un poco más de paciencia.

—Paciencia es lo que más tengo, padre —le respondió Loren con un poco de dureza, pero también de resignación—. Pero no vino sólo a traerme pastelillos y decirme eso, ¿o sí?

—¿No es suficiente motivo para venir a verte, pequeña? —Bromeó el sacerdote, pero su comentario no fue capaz de sacarle una sonrisa a su acompañante. Sacó entonces su pañuelo para limpiarse los restos de crema y pan de sus propios labios—. Viajaré a los Estados Unidos, hoy mismo. Mi vuelo sale en unas horas, de hecho. Nuestro colega, el padre Frederick, tiene una nueva pista con respecto a la Orden Papal 13118, y me toca a mí ir a comprobarla como las veces anteriores. Ésta podría ser la buena.

—Ya ha dicho eso antes, y siempre termina siendo inconcluso —concluyó la muchacha, no muy impresionada, y mordió sutilmente el pedazo de pandoro que sostenía entre sus dedos.

—Oh, no seas tan pesimista. El padre Frederick tiene un buen presentimiento, y yo también.

—No sabía que un Inspector de Milagros del Vaticano se movía con presentimientos.

—Bueno, serviría más si viniera de ti...

Jaime dejó en ese momento el pan que sujetaba con el resto, y acercó su mano al bolsillo de su camisa. De éste sacó una pequeña fotografía doblada por la mitad, y se la pasó sin miramiento a la novicia. Ésta la miró un poco extrañada, pero la tomó entre sus dedos con su mano derecha. La desdobló y la observó con detenimiento. Era la fotografía de un chico joven, de cabellos negros cortos, ojos azules, y una sonrisa astuta. Miraba a la cámara con un incómodo cinismo. Era muy atractivo, pero los anteriores de los que había llegado a saber igualmente lo eran. Quizás era un requerimiento en su búsqueda.

—¿Qué opinas? —Le preguntó Jaime luego de un rato—. Su nombre es Damien Thorn.

—Damien Thorn —repitió despacio la joven. Siguió contemplando la foto por un rato más, y luego se la devolvió—. No lo sé —susurró insegura.

—Eso es mucho mejor que los rotundos "no" que sueles darme —señaló Jaime, genuinamente impresionado—. ¿Sentiste algo?

—No lo describiría de esa forma —musitó Loren, con su mirada agachada al suelo bajo sus pies—. Es como si sus ojos fueran dos profundos agujeros, y a través de ellos no vira nada más que oscuridad absoluta. No buena o mala... sólo oscuridad. Pero creo que podría significar muchas cosas.

Jaime asintió. Relacionó, quizás de manera incorrecta, esa sensación que ella describía con el hueco que él mismos sintió en su estómago cuando miró esa misma foto y el expediente del muchacho.

—Muy bien —dijo Jaime, sin perder su buen ánimo—. Es el sospechoso más prometedor hasta ahora, así que de momento esa impresión me basta. Estando allá lo descubriré de alguna forma u otra, no te preocupes. Sólo... —calló unos momentos, vacilante—. Estate preparada para cualquier cosa, ¿sí?

—¿Para recibir su aviso de que fue otra vez inconcluso? —Rio la novicia, divertida—. Lo espero ansiosa.

—Qué condescendiente resultaste —le respondió el padre, seguido de un par de risas.

Se paró entonces de la banca y se estiró un poco. Se volvió evidente que aquella monja no volvería con el té, así que sería mejor que se retirara de una vez.

—Debo apresurarme o perderé mi vuelo —se excusó. Pero antes de irse, se viró de nuevo a la joven, y se agachó, para colocar su rodilla en el suelo, y bajar su cabeza, casi como si fuera un acto de sumisión. Loren lo miró, un tanto sorprendida y apenada por eso—. ¿Me das tu bendición, pequeña señorita?

—Ya no soy una niña para que me siga diciendo así —le respondió ella, apenada—. Además, ni siquiera estoy aún ordenada para dar bendiciones.

—Igual me sentiré mucho más seguro si lo haces —murmuró Jaime un tanto burlón, volteándola a ver de reojo.

Loren suspiró con pesadez y entonces se paró. Resignada, se colocó firme delante de él, y extendió su mano derecha por encima de su cabeza, dibujando en el aire la señal de la cruz mientras recitaba:

—Qué la bendición de Dios Omnipotente, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, descienda sobre usted, lo acompañe en su viaje y lo traiga de regreso con bienestar a casa. Vaya sin miedo, soldado del Señor.

—Amén —secundó el sacerdote, parándose de nuevo, al parecer con mayor confianza y fuerza—. Te escribiré en cuanto tenga novedades, ¿sí?

Loren sólo asintió, y miró en silencio como se alejaba por el camino de cemento del jardín, hacia el pasillo exterior de la casa y luego hacia el portón principal. Ella, por su cuenta, se permitió sentarse en la banca una vez más, para acabarse ella sola el resto del pandoro, hasta que llegara alguna de las monjas a indicarle que debía hacer otra cosa.

La joven novicia se sentía tranquila, pero desconocía que en realidad ese viaje no sería como los otros. Y la conclusión estaría muy lejos de quedar "inconclusa."

— — — —

Verónica aterrizó en Los Ángeles un poco después del mediodía del miércoles, y aún entonces le resultaba increíble que en verdad fuera a hacer eso. Nunca había estado en presencia de Damien sin Ann, y aún con ella presente no podía evitar sentirse intimidada por el joven Thorn. Él nunca había escondido ni un poco su desagrado hacia ella, y nunca había entendido a qué se debía éste. Su mayor presunción era que sabía la verdad, que Ann y ella eran de hecho madre e hija, y eso de alguna forma le causaba algún tipo de molestia, incluso celos. Pero en los años que llevaba de conocerlo, le pareció que no sería el tipo de persona que sería sutil con ese tipo de información, y quizás ya habría hecho algún comentario sarcástico al respecto. Pero no lo había hecho, así que el origen de tal actitud hacia ella le era desconocido, y le resultaba por consiguiente mucho más preocupante.

Se hablaba mucho dentro de la Hermandad sobre lo que Damien era capaz de hacerle a una persona. Un par le había mencionado, entre susurros temerosos, cómo había matado a su primo, Mark Thorn, causándole un derrame con tan sólo desearlo. Y si fue capaz de hacerle eso a su supuesta familia, ¿qué haría con alguien que lo hiciera enojar enserio? Verónica también se lo preguntaba, y aun así ahí estaba, exponiéndose a ser víctima de dicha ira, y sólo porque su madre se lo había pedido...

"Necesito que vayas a Los Ángeles y vigiles a Damien por mí. Eres en la única que puedo confiar. Necesito que estés cerca de él, y me reportes todo lo que haga. Especialmente si llega a reunirse con esas niñas que está esperando."

Qué fácil era pedirlo.

Era de conocimiento general en Chicago que ese día Damien participaría en un torneo de tenis para caridad, una de las excusas que se había inventado para justificar su estadía en Los Ángeles. Antes de subir al avión había hecho una investigación en su teléfono para determinar el lugar y el horario de dicho evento, encontrando que para cuando llegara a su destino, Damien estaría aún en aquel sitio por algunas horas. Meditó un rato durante el vuelo para decidir si se dirigiría al pent-house o si alcanzaba a llegar al lugar del torneo. Se decidió por esta última, pues de todas formas no sabía si había alguien en el departamento, y no tenía llave.

¿Cómo tomaría que se apareciera de esa forma ahí? ¿Lo haría enojar más de lo que su sola presencia provocaría por sí sola? Como fuera, aquello sería inevitable de una u otra forma.

El torneo se llevaría a cabo en un centro deportivo del Club Rotario, en las canchas de tenis. Los participantes eran su mayoría estudiantes de preparatoria de escuelas privadas locales, y sólo unos pocos como Damien venían de fuera del estado. El Thorn ya había participado en encuentros así antes, así que no resultó tan extraño. Una vez que el taxi la dejó enfrente del lugar, se encaminó al sitio arrastrando detrás su gran maleta de ruedas. Se identificó a sí misma como empleada de Thorn Industries para que la dejaran pasar, aunque tuvieron que hacerle una revisión rápida a su maleta, lo cual resultó un poco embarazoso.

En el lugar había mucha gente entre espectadores, participantes, entrenadores y staff. Verónica decidió sentarse en las gradas un poco detrás donde había espacio libre para ella y su maleta, y así no molestar. Estaba terminando de acomodarse, cuando escuchó la voz de un hombre hablar por los altavoces a través un micrófono.

—Y ya estamos en la recta final, damas y caballeros —dijo—. Nuestro encuentro final de este Torneo Juvenil de Beneficencia del Club Rotario, será entre Rony Helmut de Windward, y Damien Thorn del Colegio Bradford de Chicago. Ambos jóvenes han hecho un papel impresionante, y esto promete ser un gran partido final. Les recuerdo que todo lo recaudado este día ayudara a proporcionar becas a decenas de niños en todo el país. Y los invito a participar en los demás eventos que tendremos en lo que resta del año...

Verónica buscó con su mirada a Damien entre la multitud, aunque le resultó más sencillo encontrar a sus guardaespaldas, tres hombres altos de trajes oscuros. Damien estaba en una banca, con una toalla alrededor de su cuello, shorts cortos color rojo, y una sudadera azul por el frío. Bebía agua de una botella, mientras observaba pensativo a la cancha.

«Vaya suerte», pensó para sí misma al darse cuenta de que justo había llegado al último encuentro, y que precisamente Damien era uno de los dos contendientes.

Una vez que pasaron unos minutos, quizás para que ambos chicos pudieran descansar, los dos finalistas se dirigieron a la cancha. El otro, el tal Rony Helmut, era un chico de seguro también de último año, de cabello castaño corto, alto y de complexión atlética. Si se tratara de cualquier otra circunstancia, quizás Verónica apostaría por él. Sin embargo, su contrincante era Damien Thorn; la única posibilidad de que pudiera ganarle, era que éste se lo permitiera.

Y, al parecer, eso fue lo que ocurrió.

Durante casi todo el partido ambos estuvieran bastante parejos. La pelota iba y venía, y por cada punto que uno obtenía el otro lo compensaba. El primer set lo ganó Rony, y el segundo fue de Damien. Todo se decidiría al mejor de tres, así que quien ganara el tercero sería el ganador. Para la gente aquello era emocionante; cualquiera podría ganar en cualquier momento. Sin embargo, aunque Verónica no sabía mucho de tenis, sí conocía la gran habilidad física que Damien poseía. Y al verlo jugar de esa forma, le pareció que de hecho estaba permitiendo que muchas de esas pelotas se le fueran apropósito.

Aquello le resultó curioso, pero lo fue aún más cuando en el último juego del tercer set, estando ambos muy parejos, Rony aplicó un revés, la pelota pasó la red, rebotó en el piso, fue directo hacia el franco derecho de Damien, y entonces pasó de largo su raqueta por unos milímetros debajo.

Todos los presentes soltaron un alarido de sorpresa, y luego algunos aplausos.

—¡Estuvo muy cerca!, tan cerca —exclamó sorprendido el comentarista en su micrófono—. Qué increíble y cardíaco partido. Pero la victoria es para Rony Helmut, un fuerte aplauso.

Los presentes hicieron justo eso, comenzando a aplaudirles fuertemente a los dos muchachos. Verónica también lo hizo, aunque con menos efusividad. Vio entonces como Damien y Rony se acertaban a la red, y estrechaban sus manos amistosamente.

—Buen juego, Thorn —le indicó Rony entre jadeos debido al extenuante ejercicio.

—Igualmente, Helmut —le respondió Damien sonriente, en mejor estado al parecer—. Ganó el mejor.

—Gracias. Si vas al torneo de Aspen en febrero te doy la revancha.

—Lo pensaré.

Ambos se despidieron con un ademán de sus manos, y se dirigieron a sus respectivas bancas. Verónica tomó en ese momento su maleta, y comenzó a bajar para dirigirse a él.

—Buen juego, Damien —pronunció con entusiasmo, en su mayoría fingido, una vez que estuvo cerca. El chico pareció sorprenderse un poco de escuchar su voz, y se viró hacia ella al tiempo que se limpiaba el sudor de su rostro con una toalla.

—Vaya, pero miren a quién tenemos aquí —murmuró entre sarcástico e indiferente—. Verónica Selvaggio nos honra con su presencia. ¿Viniste con tu ama o te dejó salir sin tu correa un rato?

Verónica intentó permanecer sonriente y calmada. En efecto no había sido un recibimiento muy afectivo, pero había resultado ser mejor de lo que ella se esperaba.

—La señora Thorn tuvo un viaje de improvisto a Londres —le informó—. Me pidió que viniera y te asistiera en todo lo que ocuparas...

—Y me espiaras por ella, ¿no? —añadió Damien rápidamente, astuto—. Y yo que creí por un momento que tenías aunque fuera un poquito de clase, Verónica.

—Estás malinterpretando las cosas. ¿Por qué querría ella que te espiara?

—Ahórrate el número, ¿quieres? Ann y yo no estamos en los mejores términos en estos momentos, pero de seguro eso ya lo sabes.

Sin darle mucha importancia a la presencia de la joven, el chico comenzó a guardar sus cosas en su maleta deportiva, para luego cerrarla y colgársela al hombro.

—Supongo que te quedarás con en el pent-house conmigo, ¿no? —cuestionó el chico sin mirarla.

—Si no es mucha molestia...

—Lo es. Pero el lugar no es mío, sino de Thorn Industries. Así que si Ann quiere que te quedes ahí, ¿quién soy yo para impedirlo?

Dicho eso, comenzó sin más a caminar a la salida, pasando a un lado de la joven italiana.

—¿Nos vamos ya? —soltó con un poco apuro al pasar a su lado.

—¿No te vas a quedar a la entrega de premios y constancias? —inquirió Verónica confundida, señalando hacia el escenario.

—Que me lo hagan llegar por correo —respondió Damien, agitando su mano en el aire con pereza—. Andando.

Verónica suspiró. Bastante desagradable, pero seguía siendo mejor de lo que se había imaginado. Tomó su maleta de ruedas de su mango, y se dispuso a seguir al joven Thorn.

—Déjeme ayudarla con su maleta, señorita Selvaggio —se ofreció uno de los guardaespaldas, sorprendiéndola un poco.

—Gracias —respondió dudosa, y le pasó la maleta. El hombre la tomó y comenzó a llevar consigo detrás de los otros.

Verónica sonrió. Al menos no todos ahí estaban molestos con su presencia.

— — — —

Damien estuvo muy callado en el andar a la camioneta, y luego durante el inicio de su camino de regreso a su residencia temporal. Verónica y él se sentaron en la parte trasera del vehículo, y el chico permaneció pensativo mirando por la ventanilla. La llegada de Verónica no lo había tomado demasiado por sorpresa, en realidad. Sabía que Ann no se mantendría alejada por mucho tiempo, y tarde temprano, luego de ir a quejarse con Lyons, alguien aparecería si no lo hacía ella misma. Verónica era su primera opción, pues se había vuelto su persona de confianza, pero en parte deseaba que no fuera así pues su presencia efectivamente le resultaba molesta.

Sin embargo, su actitud reticente y agresiva no se originaba directamente por ella, ni tampoco por el evento en el que acababa de participar (que en general había sido casi una completa pérdida de tiempo). Lo que más le llenaba la mente en esos momentos era lo acontecido el día anterior, y ese encuentro que había tenido con Abra Stone, y su peculiar tío.

Aún le dolía un poco la cabeza luego de aquello, pero cada vez era menor. Ignoraba qué había sido del buen tío Dan, pero suponía que no había salido del todo bien parado tras su pequeño truco. Pero principalmente se preguntaba cómo estaría Abra, además de furiosa con él. Esa chica tan común seguía provocándole tanta fascinación. Esperaba, por el bien de ella, no volverla a ver nunca más, aunque tuviera el deseo de que en efecto ese reencuentro se diera, ahora frente a frente. Pero en lugar de eso, a quien tenía cerca era a la aburrida y desabrida de Verónica Selvaggio.

—¿Te dejaste vencer apropósito? —la escuchó preguntar de pronto, rompiendo el silencio.

—¿Disculpa? —Le respondió distraído, virándose perezosamente hacia ella.

Verónica estaba sentada hasta el otro extremo del asiento, casi pegada a su puerta, con su cinturón de seguridad puesto. Sus manos reposaban sobre su falda azul marino, apretando sus dedos con nerviosismo. En cuanto se volteó a verla, Verónica agachó su cabeza, temerosa.

—Dominaste el partido desde el inicio —aclaró la joven de diecinueve años—. No soy una experta, pero creo que todos los puntos que el tal Rony te marcó fueron porque tú se lo permitiste, incluido el último. Sólo me pareció que pudiste haber ganado sin problema... de haber querido.

Damien rio con virulencia, y le respondió:

—Era sólo un tonto torneo de beneficencia al que me inscribí para justificar mi estancia aquí más tiempo. Realmente daba igual si ganaba o no. Pero a último momento decidí no lucirme tanto y no acaparar la atención, como siempre me dicen que haga.

Verónica pareció un poco sorprendida por su respuesta.

—Creí que ya no estabas dispuesto a hacer lo que la Hermandad te indicaba —señaló curiosa, lo que provocó que la expresión de Damien se tornara aún más severa, casi agresiva.

Verónica sabía que había un plan sobre cómo Damien debía presentarse y desenvolverse en el mundo. Con el importante papel que tendría que llevar a cabo en el futuro, era crucial que fuera ganando influencia, posición y poder. Y para eso, tenía que hacerse notar, pero no demasiado para no llamar la atención de los ojos curiosos de sus enemigos potenciales; como el Vaticano, por ejemplo.

Sin embargo, todo lo que estaba haciendo ahí en Los Ángeles, quedándose en ese lugar tanto tiempo, faltando a la escuela y a sus otras citas programadas, y encima de todo relacionándose con esos incidentes en Oregón, contradecían esa directiva, y él muy seguramente lo sabía.

—Yo sé bien que debo guardar un bajo perfil, y por qué —respondió Damien tajantemente, cruzando sus piernas—. Lo hago por decisión propia, no porque la Hermandad me lo diga. Pero para un perrito faldero como tú que necesitas que le digan hasta cuando ir al baño, debe ser muy difícil de entender lo que es la iniciativa propia, ¿verdad?

Un rastro notorio de enojo se asomó por los ojos de Verónica, y pareció por un momento que diría algo, pero no fue así. En su lugar sólo respiró lento por su nariz y se volteó a otro lado, evitando su mirada. A Damien aquello le pareció bien, y también volteó hacia su ventanilla otra vez. Aquello no sería, sin embargo, el final de la conversación.

Llegaron a su edificio sin volver a cruzar palabra. Bajaron de la camioneta, los tres guardias detrás de ellos (uno de ellos llevando la maleta de Verónica y otro la deportiva de Damien) y se dirigieron con su llave electrónica al elevador, que les permitía subir hasta el último piso. Fue ahí dentro del elevador, donde el silencio se rompió otra vez.

—No es necesario que todo el tiempo me estés insultando, ¿sabes? —se le salió de pronto a la joven rubia, tomando por sorpresa a Damien, e incluso también a los tres guardias.

—¿Ahora de qué estás hablando? —le respondió Damien, ligeramente más irritado por el repentino cambio de actitud.

—Nada —susurró Verónica despacio, virándose hacia un lado—. Es sólo que no entiendo por qué no te simpatizo. Incluso desde antes de que te pelearas con la señora Thorn, siempre me has tratado de esa forma tan despectiva. No tratas a ningún otro de los empleados de Thorn Industries así. Yo lo único que he querido desde que estoy aquí es servirte a ti y a la señora Thorn.

Damien la miró perplejo, preguntándose si acaso aquello era algún tipo de broma que no comprendía. ¿Le estaba realmente recriminando su trato hacia ella? ¿Ella la que siempre agachaba la cabeza y se escondía tras la espalda de su tía?, ¿ahora tenía la osadía de dirigirle la palabra de esa forma? En otro momento podría haber estado impresionado, pero en su lugar solamente hizo que su mal humor acumulado del día anterior aumentara.

Las puertas del elevador se abrieron y los guardias salieron primero.

—Oh, disculpa, ¿te ofendí? No fue mi intención —Soltó Damien sarcástico, mientras salía del elevador. Uno de sus guardias se encontraba abriendo la puerta con su llave—. ¿Quieres saber porque no me simpatizas? Porque eres una arrastrada lame botas. Realmente no entiendo que maldita relación tienes con Ann, ni me importa. Pero me molesta lo apegada y sumisa que eres con ella. Si ella fuera hombre, de seguro hace tiempo que se lo hubieras chupado en busca de su aprobación; o quizás sí lo hiciste de todas formas, hasta donde me consta. Ten un poco de amor propio, ¿quieres?

Ambos entraron al departamento detrás de los guardias. Damien captó escuetamente el sonido de una televisión sonando a lo lejos, quizás la de la sala. El rostro de Verónica se viró de lleno hacia él, y se encontraba colorado de la cólera. Por ese instante parecía haberse olvidado por completo del ferviente terror que sentía por ese chico.

—Es verdad, tú no sabes lo que hay entre la señora Thorn y yo —le respondió la italiana con dureza en su voz, casi como un reto—. Y aunque lo supieras, no lo entenderías.

—Si éste es tu intento de impresionarme con tu valentía, te advierto que...

Damien se detuvo de golpe, al darse cuenta que los tres guardaespaldas se habían quedado de pie justo a mitad del vestíbulo. Los tres miraban fijamente al frente, y no decían nada. Damien se movió para ver entre sus enormes cuerpos más adelante por el pasillo, y entonces notó lo que ellos miraban.

Rápidamente avanzó, y los hizo a los lados para poder acercarse y ver mejor. Quizás esperaba que su primera impresión fuera contradicha, pero no fue así. Tal y como lo percibió, el cuerpo de uno de sus dos guardaespaldas que se habían quedado en el departamento, estaba tirado a mitad del pasillo, boca abajo con sus pies hacia ello, sobre un charco de su propia sangre de forma irregular a la altura de su cabeza y hombros. Y unos metros más adelante, más cerca de la sala, se hallaba el segundo, éste boca arriba, con lo que parecía ser el mango de un cuchillo de cocina sobresaliendo de su ojo derecho mientras el otro miraba perdido al techo. Su mandíbula estaba caída en una grotesca mueca de espanto.

Damien contempló aquel mórbido escenario, más confundido que asustado. Las voces y sonidos de la televisión seguían llegándole, pero apenas y se percataba de ello. El chillido de Verónica detrás de ella al ver lo que él veía, lo hizo salir un tanto de su estupefacción inicial.

—Oh, por Dios... —exclamó Verónica por mero reflejo, cubriéndose la boca con una mano.

—Saquen al señor Thorn de aquí —ordenó uno de los guardias al tiempo que sacaba su pistola de la funda que cargaba en su costado izquierdo. Los otros dos hicieron lo mismo, y uno de ellos se aproximó a Damien para tomarlo de su brazo y sacarlo de ahí.

—Aguarden —ordenó Damien tajantemente, alzando una mano hacia ellos para indicarles que se detuvieran, y los tres lo hicieron.

Sin decir nada más, el Thorn comenzó a avanzar con paso cuidadoso hacia el pasillo.

—Señor Thorn, espere... —murmuró uno de los guardias casi suplicante, pero él no lo escuchó.

Pasó lentamente por encima del primer cadáver, cuidado de no pisar la sangre. Al pararse en el espacio entre ambos, notó también una larga mancha de sangre que cubría la pared, y notó que cerca de las manos del segundo hombre, yacía otro cuchillo de cocina, también manchado de rojo. Damien no era un forense, pero si tuviera que adivinar por la posición de los cuerpos, parecía que esos dos se habían peleado con cuchillos, y habían terminado matándose entre ellos; uno le cortó la garganta al otro, y éste le regresó el favor encajándole su respectivo cuchillo en el ojo.

Eso parecía que había pasado... pero no podía ser tan simple.

Alzó su mirada hacia el interior, hacia más allá del pasillo en donde se encontraba la sala; de dónde provenía el sonido de la televisión encendida. Se escuchaban las voces de personas discutiendo, al parecer personajes de alguna serie. Desde su posición en el pasillo no podía ver la sala por completo, solamente el sol que entraba por las cortinas abiertas de las puertas de cristal que daban a la alberca.

Aún contra los reclamos de sus guardias a sus espaldas, y de la propia Verónica, Damien siguió avanzando. Pasó por encima del segundo hombre, y poco a poco se fue colocando justo enfrente del área de la sala.

La televisión plana estaba encendida. En la mesa de centro había bolsas de papas fritas abiertas, y algunas de ellas estaban en el suelo. Había también un bote de helado abierto, y algunos vasos y cucharas sucios. Tres personas, tres niñas para ser exacto, ocupaban los sillones de la sala; dos en el grande, y una tercera en el individual, con sus pies descalzos colocados perezosamente sobre la mesa. Hasta hace unos momentos al parecer habían estado viendo tranquilamente la televisión, hasta que escucharon sus voces en la entrada. En cuanto Damien las vio, las reconoció a las tres, y su presencia lo dejó tan asombrado que se quedó quieto en su lugar, digiriendo lo que veía.

Una de ellas le sonrió ampliamente, mientras le apuntaba directo a la cara con el cañón de su pistola.

—Hola otra vez, mocoso —le susurró Leena Klammer, alias Esther, con tono provocador—. ¿Por qué tardaste tanto?

Sentada a la izquierda de Esther, Samara Morgan abrazaba sus piernas, con sus pies sobre el sillón mientras lo miraba con algo de sorpresa en su único visible, pues el otro era cubierto por su largo cabello negro. Mientras tanto, Lily Sullivan, la niña en el sillón individual y con sus pies en la mesa, apenas y lo miraba de reojo con escueto interés, como si el episodio de la serie que estaban viendo le resultara más interesante.

Damien miró y analizó a cada una en silencio.

—¿Por qué esa cara? —Añadió Esther poco después, inclinando su cabeza hacia un lado—. ¿Acaso nunca habías visto a chicas tan lindas antes?

La sonrisa en sus labios se acrecentó en una espantosa mueca que difícilmente alguien podría relacionar con bondad.

FIN DEL CAPÍTULO 72

Notas del Autor:

—El padre Jaime Alfaro es un personaje original de mi creación que no se basa directa o indirectamente en algún otro personaje conocido de novela, película o serie.

—Con respecto al personaje de Loren, más adelante se darán más detalle sobre ella. De momento su identidad quedará pendiente.

Después de una larga espera, el encuentro más esperado por toda Latinoamérica unida entre Damien, Esther, Lily y Samara se ha dado. ¿Qué resultará de esto? Lo sabrán en el siguiente capítulo...

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