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Capítulo 69. La Caja

Resplandor entre Tinieblas

Por
WingzemonX

Capítulo 69.
La Caja

Un olor metálico le inundó la nariz, posiblemente procedente de la sangre que se había embarrado en la cara, o incluso de aquella que Richard le había escupido encima. Sus piernas le temblaban, al igual que sus manos, por lo que se apoyó en el escritorio casi teniendo que sentarse en él.

Lo había hecho; acababa de matar a Richard Thorn con sus propias manos. Su ahora difundo esposo no era ni de cerca el primero, ni siquiera el que había tenido asesinar de la forma más violenta. Pero aun así, era de momento el que más le había afectado hasta el punto de dejarla en blanco, y tremendamente agotada. Así que se tomó sólo un par de minutos. Su respiración se fue normalizando, y conforme fue capaz de tranquilizarse pudo pensar con más claridad. Lo hecho, hecho estaba; ahora debía actuar rápido y ser inteligente.

Lo primero serían las malditas dagas. De ninguna manera podía dejarlas ahí y exponerse a que alguien más pusiera sus manos en ellas. Se aproximó a Richard, y le retiró de un jalón rápido la que tenía encajada en su cuello. Algo de sangre brotó como una cascada, pero luego se detuvo. Dejó dicha daga con las demás, y luego volvió al cuerpo para girarlo. Estaba muy pesado, y tuvo demasiados problemas para hacerlo, e incluso uno de sus tacones resbaló en la sangre y cayó de sentón al suelo. Si no estuviera con la adrenalina al máximo, posiblemente aquello le hubiera dolido demasiado (y posiblemente lo haría en un par de horas), e incluso podría haberse reído un poco. En su lugar se recuperó de inmediato y volvió a intentarlo.

Luego de quizás diez minutos, logró que ponerlo bocarriba. Las dos empuñaduras sobresalían de su pecho como las dos antenas de un viejo televisor. Sacarlas necesitó igualmente de esfuerzo, pues parecían haberse hundido más al ser presionadas contra el piso al caer y se habían atorado. Una vez que estuvieron libres, Ann se sorprendió un poco al ver que no se habían siquiera astillado un poco. Las hojas seguías intactas, justo como habían entrado.

Pero no era hora de apreciar tal cosa.

Colocó las dos con el resto, completando de esa forma las siete; tres de ellas con bastante ADN, y esparciendo este mismo en las demás.

Y, ¿ahora qué?

¿Cómo se desharía del cuerpo? ¿Cómo limpiaría las evidencias? ¿Y los guardias que los habían visto entrar? ¿Y el taxista que los había llevado? ¿O todos los del cementerio que habían visto que fueron juntos?

Comenzó a sentirse superada por todo aquello, pero se esforzaba para no caer en pánico. Quizás lo mejor sería llamar a Lyons, y que mandara ayuda, o al menos que le dijera qué hacer.

«Sí, eso será lo mejor» se dijo a sí misma totalmente convencida. Rápidamente esculcó su bolso, que había caído al suelo durante todo el forcejeo, para sacar su teléfono y marcar el número de Lyons. Sus dedos mancharon el aparato, y sus huellas rojas quedaron marcadas en la pantalla. Abrió sus contactos y buscó el número privado de Lyons, disfrazado con el nombre de una vieja tintorería del centro. Su dedo pulgar tembloroso se dirigió a la opción de marcar... y entonces lo escuchó.

Un fuerte graznido retumbó en el eco de aquella oficina subterránea, que bien podría ser una catacumba. Provenía justo de sus espaldas, y resonó dos veces más antes de que tuviera la decisión suficiente para virarse a ver. De pie sobre una de las repisas, mirándola con sus grandes y brillantes ojos oscuros, se encontraba un cuervo negro de gran tamaño. Se quedó totalmente quieto por unos segundos, y Ann llegó a pensar que se trataba de algún animal disecado. Pero los ojos del ave parpadearon una vez, y luego su largo y afilado pico se abrió, soltando otro graznido más fuerte que los anteriores. Ann contuvo la respiración una vez más, retrocediendo asustada sin ningún motivo claro.

¿Era el mismo de aquella noche en la habitación de Marion? Eso era imposible. Pero... ¿cómo es que un ave así había entrado a un sitio como ese en primer lugar? ¿Acaso estaba alucinando? Aquello era una posibilidad que en verdad comenzó a considerar seriamente.

El cuervo extendió sus alas y voló directo hacia Ann. Su primera reacción fue extender su mano al escritorio y tomar una de las dagas como arma. Lanzó una puñalada al aire, pero el filo ni siquiera rozó al ave, y está siguió de largo por encima de su cabeza. Ann lo siguió con la mirada, viendo como descendía ahora lentamente sobre unos recipientes apilados en una esquina, se viraba de nuevo hacia ella y le graznaba. Ann lo miró extrañada, pero de pronto, como salido de la nada, Ann tuvo una revelación.

Fue como si por un instante fuera capaz de ver con claridad el futuro inmediato y supiera exactamente lo que pasaría. Tuvo la idea clara de que llamarle a Lyons y le contarle lo que había ocurrido, sería un terrible error de su parte

«Quédate dónde estás y no toques nada. Te mandaré ayuda»

Pero no sería precisamente ayuda lo que mandaría. Por como hacía las cosas, lo que haría de seguro sería mandar a dos mantones vestidos de negro, que le meterían una bala en la cabeza y se desharían de ella junto con Richard, y fin del problema. Para ellos sólo era un peón desechable, después de todo. Incluso alguien tan leal y de tanto poder como Spiletto, terminó hecho a un lado cuando el momento llegó; quemado vivo en casi la totalidad de su cuerpo, condenado a vivir el resto de su vida confinado a una silla sin poder hablar o moverse siquiera...

«Spiletto...»

Al pensar en el antiguo Apóstol, o más específico en la imagen de su cuerpo cubierto de llamas mientras él corría por su vida, otra imagen de otro futuro posible se le vino a la mente. Echó un vistazo a los recipientes azules de plástico sobre los que se había parado el cuervo. Supo de inmediato qué eran: queroseno... bastantes recipientes de éste químico. Charles de seguro lo usaba en varias de sus restauraciones y limpiezas.

La imagen que se proyectaba en su cabeza era un tanto diferente a la anterior, pero igual de desalentadora. Se vio a sí misma vertiéndose el contenido de todo ese recipiente encima, quedando totalmente empapada, para luego usar el encendedor de Charles que estaba justo sobre el escritorio, y permitir que ella y toda esa habitación, incluido Richard, se cubrieran de llamas hasta consumirlo todo. De esa forma ambos morirían, en sus propios términos y no por la acción traicionera de su actuar mentor. Y todo quedaría como un terrible accidente, o como las acciones desquiciadas de Richard, que todos habían visto de sobra que había perdido la cabeza poco a poco.

No habría más averiguación (la Hermandad se encargaría de eso), y Damien estaría a salvo. Lyons y los otros lo protegerían y seguirían adelante con el plan. Y ella sería una mártir en lugar de una inútil fracasada, recibida en presencia de su Amo como la valiente guerrera que había sido. O al menos eso era lo que le habían hecho creer desde muy joven que pasaría si hacía justo lo que debía hacer sin titubear.

¿Eso era lo que... Él quería que hiciera? Todo lo que había luchado, todo lo que había escalado, todos sus sacrificios, ¿la habían traído a ese momento? ¿A realizar aquel último acto de fe... y de amor? ¿Eso era lo que la presencia de ese cuervo intentaba decirle?

"Yo siempre le he pertenecido a él," le había dicho a Richard con ferviente orgullo en sus palabras. Y era así. Pero al pronunciarles, no tenía en su mente a Dador de la Luz, al Lucero de la Mañana que le habían inculcado era el Verdadero Dios. No, su alma y su vida en realidad le pertenecían a Damien, y a nadie más. Y si él necesitaba o deseaba su vida, ella se la daría. Porque era una... leal sierva.

Se aproximó lentamente a los recipientes de queroseno. El cuervo emprendió de nuevo el vuelo, elevándose sobre su cabeza. Ann no lo miró, pero tuvo el presentimiento de que si volteaba hacia arriba para buscarlo, ya no lo vería. Tomó uno de los recipientes, que de seguro estaba lleno pues se sentía pesado. Desenroscó la tapa negra lentamente, y al retirarla el penetrante aroma del líquido inflamable le inundó la nariz. Cerró sus ojos unos momentos, respiró lentamente por su boca, y lanzó una plegaria silenciosa a su Señor, para que la protegiera y la recompensara por lo que estaba por hacer. Alzó el recipiente por encima de su cabeza y...

"Hola... Eres tan pequeña... Yo te sentía enorme adentro de mí..."

"¿Qué otra cosa nos queda?, ¿cierto? Sólo adaptarnos o morir. Pero tú viniste a este mundo a vivir y ser más fuerte de lo que yo fui. ¿De acuerdo?"

"Te encontraré, lo prometo..."

Abrió sus ojos y rápidamente bajó el galón de queroseno, pero lo sostuvo aún en sus manos delante de ella.

No, no había llegado tan lejos para que todo terminara tan rápido. Aún quedaba mucho que tenía que hacer; por Damien y por esa niña... sus dos hijos... Ella moriría tarde o temprano, y quizás de una forma tan horrible como la que acababa de visualizar. Pero no sería en ese lugar ni tiempo.

Y entonces se permitió imaginar otro futuro más. Éste no surgió de ningún lado, más que de sí misma.

— — — —

Los dos guardias saltaron asustados de sus lugares al oír los desgarradores gritos de desesperación de Ann, provenientes de las escaleras.

—¡¡Auxilio!! —Exclamaba con fuerza entre llantos—. ¡¡Ayúdenme, por favor!!

Los dos hombres se pararon apresurados y corrieron por el pasillo hacia las escaleras del sótano. Encontraron a Ann sentada en los escalones, sollozando y cubierta de sangre. Los dos se horrorizaron al inicio por tal imagen, pero procuraron que aquello no los paralizara.

—¡Señora Thorn!, ¡¿qué pasó?! —pronunció uno de ellos, el de bigote, y bajó apresurado hacia ella, queriendo ayudarla a pararse, pero ella no cooperaba.

—Mi esposo... mi esposo... —sollozaba, señalando con sus manos rojas escaleras abajo—. Está herido... no sé qué pasó... no sé qué pasó... ¡por favor!, ¡ayúdenlo! Creo que está, creo que está...

Sus palabras se ahogaron en un largo y lastimero llanto.

—Yo me quedaré con ella —indicó el otro guardia, el de tez morena—. Tú ve, ¡rápido!

El hombre de bigote asintió y se fue corriendo por las escaleras hacia la oficina del Dr. Warren. Ann lloraba desconsolada, con su rostro contra el muro. El guardia la miró preocupado, aunque también un poco incómodo pues no sabía cómo reaccionar o qué decir. Se agachó a su lado, retirándose su boina.

—Tranquila, señora —le susurró despacio y con suavidad—. Por favor, trate de calmarse y dígame qué...

Sus palabras quedaron ahogadas en su propia sangre, pues en ese mismo momento Ann se giró hacia él, clavándole una más de las Dagas de Megido directo en el costado de su cuello, hasta que la punta se asomó por el otro lado. Perplejo y desorientado, y sintiendo como su garganta y boca se llenaba de su propia sangre impidiéndole incluso el gritar, el hombre miró como la expresión de Ann había cambiado por completo a una fría y dura, a pesar de que su cara estaba cubierta de sus lágrimas, y de la sangre de su esposo.

Ann dejó la daga clavada en su cuello, y tomó entonces su cabeza con ambas manos, empujándola con todas sus fuerzas contra la pared, estrellando su costado derecho contra ésta. El primer golpe sólo lo aturdió, pero Ann lo hizo una vez más, y otra, y cada golpe hacía que todo el interior de su cabeza se agitara como en una licuadora, hasta que ya no fue capaz de reconocer ningún sonido o imagen de forma coherente, más que puro rojo.

El cuerpo del guardia cayó hacia atrás, rodando por las escaleras sin oposición alguna. A mitad del camino se escuchó un fuerte chasquido como el de una rama rompiéndose, y Ann supuso que había sido su cuello. Terminó tirado al pie de las escaleras, boca abajo con su lengua de fuera, además de otras cosas.

Ann se puso de pie rápidamente, tallándose sus ojos con el dorso de su mano para limpiarse las molestas lágrimas. Bajó las escaleras, se agachó a lado del rostro del guardia para asegurarse que ya no respiraba, y entonces le retiró la daga de un rápido jalón. Tomó además el arma que guardaba en su funda, y comenzó a caminar con sus pies descalzos (había dejado sus tacones para no hacer ruido de más) de vuelta a la oficina de Charles.

El otro guardia de bigote ya había llegado a la oficina sin percatarse de lo que había ocurrido en las escaleras. La puerta estaba cerrada con llave; Ann lo había hecho para darle un poco de tiempo. El guardia sacó rápidamente su manojo y buscó la llave de esa oficina. Luego de unos segundos logró entrar y se asomó apremiante hacia el interior. No tardó casi nada en divisar el cuerpo de Richard, tendido en el suelo cubierto de sangre.

—¡Señor Thorn! —Exclamó con una burda esperanza de que siguiera con vida, pero en cuanto se le acercó se dio cuenta de que no era así. Sus ojos aún abiertos lo miraron con una perpetua expresión de sorpresa y miedo.

Pero algo que también notó en cuanto se acercó, fueron las heridas de en su pecho y cuello, heridas que por sus cursos amateurs de investigación policiaca identificó de inmediato como apuñaladas con arma blanca. Giró su mirada alrededor, divisando sobre el escritorio las dagas ensangrentadas sobre la manta gris.

—¿Qué demonios...? —Pronunció incrédulo, incapaz de procesar todo aquello tan rápido.

Dirigió su mano a su arma, le retiró el seguro para desenfundarla, se giró de regreso a la puerta, y fue entonces recibido de frente por un disparo directo en su cara que le atravesó la mejilla izquierda, saliendo por detrás de su oreja. El hombre retrocedió confundido, cubriéndose el agujero en su rostro con su mano libre. Apenas y logró divisar a Ann Thorn en la puerta y alzar su pistola, cuando tropezó con el cuerpo de Richard, cayendo de espaldas al suelo. Su dedo se presionó contra el gatillo, pero la bala dio en el techo, quedándose ahí clavada.

Ann se aproximó rápidamente y se paró enfrente de él, disparando tres veces más en el torso del pobre guardia, dándole una en el costado izquierdo de su pecho, y dos más en el vientre. Su mano dejó caer su arma hacia un lado, y su rostro quedó colgando hacia atrás. El cuerpo se convulsionó un par de veces, antes de quedarse totalmente quieto sobre Richard, creando, desde la perspectiva de Ann, la forma de una cruz invertida entre ambas.

«Qué poco sutil» pensó con desanimo.

Se acercó al escritorio, dejando sobre éste el arma y tomándose sólo un momento para recuperar el aliento. La parte difícil del trabajo ya estaba hecha, pero aún no había terminado del todo.

Salió de regreso a las escaleras, a dónde había quedado el cuerpo del otro guardia. Lo tomó de los pies y lo comenzó a jalar por el pasillo hacia la oficina, dejando un camino rojo a su paso. Por suerte era pequeño y no muy pesado. Lo colocó a lado de Richard y el otro, destruyendo de esa forma la figura de la cruz. Se retiró su abrigo negro manchado y lo tiró sobre los cuerpos, tomando en su lugar una gabardina café colgada en un perchero que muy seguramente era de Charles. Antes de ponérselo, sin embargo, pasó al baño privado de la oficina, comenzando a lavarse lo mejor posible las manos y la cara. No podría quitar la sangre por completo, pero al menos debía intentar pasar desapercibida en la calle. Luego juntó las siete dagas en la manta y las envolvió muy bien en ellas. Las metió lo mejor que pudo en el interior de la gabardina y se la cerró, amarrándose también firmemente el cinturón de ésta. Se colocó sus tacones de nuevo, y tomó además el encendedor del escritorio y lo introdujo al bolsillo de la gabardina.

Ahora sí tocaba el turno al queroseno. Tomó uno de los galones y se dio gusto rociándolo por completo sobre los tres cuerpos y sobre su abrigo. Tomó un segundo e hizo exactamente lo mismo. El tercero lo uso para rociar todo el resto de la oficina: los libreros, la mesa de trabajo, el escritorio, las paredes, el suelo... Todo se impregnó de ese fuerte olor, que de seguro la acompañaría por un buen tiempo. El cuarto y quinto galón lo usó para rociar el pasillo, usando de hecho el camino rojo que había dejado el cuerpo del guardia como base, pero mojando también las paredes. Al llegar a las escaleras, roció lo poco que quedaba del quinto en éstas, hasta llegar al descanso.

Hecho aquello, sólo quedaba una última cosa: el encendedor. Lo sacó de su bolsillo, lo prendió al tercer intento, y contempló la llama danzando delante de ella. Si su Amo la quería muerta, lo más seguro es que terminara quemándose a sí misma, o el fuego no sería suficiente para quemar todo ese sitio. Si no, entonces haría que ese fuego purificador emprendiera su camino libremente hacia su destino. Arrojó el encendedor hacia los escalones el pie de las escaleras, y la llama se volvió inmensa de inmediato, y comenzó a extenderse rápidamente por el pasillo como una serpiente al acechó. Los escalones comenzaron a quemarse, y también las paredes. Vio a lo lejos como el fuego se aproximaba a la puerta abierta de la oficina, penetraba en ella, y luego un fuerte flamazo surgía de ella. Todo el sitio se cubrió de calor y de humo rápidamente.

Ann suspiró, agotada.

Estaba ilesa, y era hora de irse.

Comenzó a subir tranquilamente el último tramo de escaleras, mientras debajo de ella se creaba un verdadero infierno. Para cuando salió por la misma puerta por la que había entrado, el fuego en el sótano era ya incontrolable. Cientos de reliquias que ahí se guardaban fueron destruidas, incluidos los cuerpos de tres buenos hombres. El fuego se extendería más y más sin control, consumiendo gran parte del área administrativa, antes de que los bomberos fueran alertados del suceso. Estando sólo los pocos en guardia por las fiestas, batallarían dos horas para intentar apagar el incendio, sin lograr evitar que el humo y el calor dañaran algunas de las salas de exhibición.

Para cuando el fuego fue controlado, o al menos en su mayoría, Ann ya estaba entrando por la puerta trasera de la Mansión Thorn.

— — — —

Fue un larga caminata por las frías calles de Chicago, en tacones y cubierta con aquella gabardina que le quedaba grande y que escondía debajo el resto de sus prendas impregnadas de la sangre de sus últimas tres víctimas. Encima de todo, estaba cansada. Ya lo estaba desde el funeral, y el encargarse ella sola de tres personas ameritaba bastante esfuerzo, tanto físico como mental. Pero las calles de la ciudad brillaban con la decoración y las luces, y eso la animó un poco. Pese a todo, esas fechas le gustaban. Obviamente no por el contexto religioso, sino por sus colores y sabores. Aunque en ese momento los únicos sabores que tenía en la boca eran hierro, queroseno y humo.

Cuando llegó a la mansión, no se sorprendió al ver que ya no había tantos vehículos estacionados afuera. Ya se estaba haciendo tarde, y las personas debían irse a sus cenas y con sus familias, felices de haber cumplido su deber con los Thorns en estos difíciles momentos. No tenían idea de cuanto más difíciles de estaban poniendo en ese mismo momento. La noticia de lo ocurrido en el museo correría rápidamente el día de mañana, o incluso ese mismo día más tarde. Debía por lo tanto hablar con Lyons para que puedan de una vez encargarse de encubrirlo todo. Pero primero tenía que arreglarse, quitarse cualquier evidencia de encima, y hacer acto de presencia ante las personas que quedaran ahí dentro. De esa forma, si había testigos que la hubieran visto sana y salva en ese momento, la idea de deshacerse de ella en una zanja como muy seguramente le había pasado al buen Dr. Warren, se volvería más complicada.

Se escabulló discretamente por la puerta de la cocina y entró en cuanto vio el camino libre del personal contratado para el banquete. Se dirigió por una puerta lateral hacia un pasillo alejado de la sala, donde de seguro los invitados aún seguían reunidos, y subió por la escalera secundaria de servicio hacia la planta alta. No tenía de seguro mucho tiempo, así que sólo se quitaría esas ropas y se daría una ducha exprés. Se vestiría, y bajaría a la sala para sonreírle con tristeza a todos los que aún quedaban ahí y hacer su debido acto de madre dolida, y futura viuda.

«Oh, querida, ¿cuándo llegaste que no te vi?»

«Hace como hora y media, pero subí a descansar un poco. Tenía un horrible dolor de cabeza. Gracias a todos por estar aquí con nosotros, en especial en este día que se supone debería ser de celebración. ¿Y Richard?»

«No lo he visto desde el cementerio. ¿No estaba contigo?»

«¿No ha llegado? Me vino a dejar, pero me dijo que ocupaba ir al museo a revisar unas osas con Charles. Creí que ya estaría de regreso. Qué extraño... No sé porque tenía que ser justo hoy, pero ha estado tan afectado por todo esto que simplemente no lo quise contrariar con cuestionamientos»

«Yo también lo vi muy extraño desde el velorio. Perder a un hijo debe ser algo simplemente horrible...»

«Lo es, sí lo es. Sólo espero por Dios que no haga ninguna locura... No sé qué haría si también lo perdiera a él...»

Y acompañaría aquello con algunas pequeñas lágrimas que limpiaría con su pañuelo de seda... O tal vez eso sería demasiado. Como fuera, ya vería la forma de preparar el terreno para lo que vendría mañana. Richard lo había hecho más sencillo, pues más de uno notó de antemano lo aquejado e inestable que estaba desde la muerte de Bill, y luego tras cómo se había comportado con los que le daban el pésame. El primer pensamiento de todos sería que él había sido el responsable de todo lo ocurrido en el museo. Ya sería cuestión de que la Hermandad moviera sus influencias para que esa impresión perdurara. Y por supuesto que lo harían; lo que Lyons menos quería era llamar más la atención, como bien había dejado claro el día anterior.

Pensaba en todo ello mientras subía las escaleras, y luego se dirigiría por el pasillo a su habitación. Sin embargo, a mitad de su camino sus ojos divisaron al final de aquel corredor una figura pequeña, parada volteando hacia el alto ventanal que daba al jardín y dándole a ella la espalda. Aquella visión la paralizó justo en su sitio, y contempló en silencio aquella espalda pequeña y cabeza cubierta con lacio y brillante cabello oscuro. Sus manos se encontraban ocultas en el interior de los bolsillos de su abrigo.

Ann aguardó unos momentos. Al principio le pareció que el muchacho no había percibido su presencia. Sin embargo, justo cuando pensó que podría escabullirse en silencio hacia su habitación, el chico se viró lentamente a mirarla sobre su hombro. Y en cuanto esos inexpresivos y distantes ojos azules se clavaron en ella, volvió una vez más a paralizarse.

—Damien... —murmuró sonriendo, pero incapaz de esconder sus nervios. Por mero reflejo, su mano derecha se presionó contra aquello que escondía en el interior de su gabardina—. ¿Qué haces aquí arriba?

Damien permaneció callado unos instantes, sólo mirándola y sin que un sólo milímetro de su rostro se moviera de su sitio. Ann sintió que la exploraba profundamente, como si esos ojos pudieran penetrar su cabeza y su pecho, y ver todo lo que tenía en su interior. Sintió por unos momentos un miedo bastante punzante, más del que vivió en cualquier momento de esa infernal tarde. Recordó lo que había hablado con Lyons, sobre cómo desconocían todo lo que Damien sería capaz de hacer. Y se preguntó entonces si en ese momento el muchacho pensaba en una forma de deshacerse de ella, por haber rechazado la visión que le habían dado. Quizás terminaría envuelta en llamas ahí mismo, sólo por tener esa intensa mirada en ella; de hecho, una vez más fue capaz de verlo claramente en su mente.

Pero no hubo llamas ni nada parecido. Damien luego de un rato retiró su mirada de ella y se giró de nuevo hacia la ventana.

—Sólo me tomo un descanso —señaló con apatía—. Estar con toda esa gente hipócrita de abajo me enferma... —Hizo una pequeña pausa, y entonces le preguntó—. ¿Y el tío Richard?

Ann respiró con un poco más de tranquilidad, pero no demasiada. No podía permitirse bajar demasiado la guardia en un momento tan crítico como ese.

—Él... fue al museo —respondió con la mayor convicción que le fue posible—. Tenía un asunto del cual encargarse. Debe estar en camino...

—Lo mataste, ¿no es así? —Soltó de pronto el muchacho sin el menor pudor. Ann se quedó estupefacta al oírlo hacer esa pregunta tan directa—. Él quería hacerme daño; lo sentí en el cementerio.

—¿Lo sentiste?

Damien guardó silencio, pero a la memoria de Ann vino aquella noche en la cabaña, cuando le dijo que había sentido que Charles le temía miedo. ¿Había sido lo mismo con Richard? ¿Podía sentir lo que ella estaba pensando ene se momento...?

—Tú eres uno de ellos, ¿verdad? —Soltó de pronto el chico, obligándola a dejar de lado sus cavilaciones.

—¿De quiénes...?

Damien se volteó de nuevo hacia ella. Su mirada ya no se veía tan apagado como antes, sino que había recuperado un poco de su fuerza habitual. Aun así, seguía viéndose claramente decaído.

—Estos días he recordado muchas cosas de mi infancia que creía olvidadas —comenzó a explicarle—. Aquella mujer que me cuidaba en Londres, ella me dijo que después de ella vendrían otros a protegerme, que me enseñarían y guiarían cuando llegara el momento. —Comenzó entonces a caminar en su dirección, y Ann de nuevo fue incapaz de mover ni un dedo—. No sabía a qué se refería, pero ahora comienzo a comprenderlo... —Se paró justo delante de ella, mirándola firmemente—. ¿Tú eres una de esas personas? ¿Estás aquí para protegerme?

La boca de Ann se abrió pero de ella sólo surgió un sonido inentendible. Sus piernas le fallaron, no sólo por el cansancio acumulado sino por la enorme presencia de aquel muchacho, que sentía como la aplastaba con su sola cercanía. Ann cayó irremediablemente de rodillas delante de él, agachando su cabeza con absoluta sumisión. Y no se sintió mal o menos por hacerlo; de hecho, lo sintió tan bien y correcto que incluso le provocó un cálido alivio.

—Ese ha sido siempre mi propósito —le respondió con voz clara y concisa, mientras se postraba a sus pies—. He vivido toda mi vida sólo para servirte, mi señor... Y de ahora en adelante, siempre estaré a tu lado como tu más leal servidora. —Volteó a verlo desde abajo con sus ojos al borde de las lágrimas—. Haré cualquier cosa por ti, mi Salvador...

Damien la miraba desde arriba totalmente estoico ante sus palabras, como si sus declaraciones realmente le dieran lo mismo, o más bien ella le fuera totalmente indiferente. Un pesado suspiró, quizás de cansancio o quizás de fastidio, se escapó de los labios del muchacho, y se viró entonces hacia otro lado para ya no mirarla más.

—Entonces todo es cierto, ¿no? Lo que el Sargento Neff me dijo, lo que el Dr. Warren le dijo a mi tío, lo que ocurrió la noche en que mi padre murió... ¿Todo es verdad? —Ann no respondió, pero era evidente que en realidad no esperaba que lo hiciera—. Creo que una parte de mí siempre lo supo... que no era cómo los demás...

Damien se giró por completo hacia un lado y acerco su mano derecha a su rostro, tallándose un poco su ojo izquierdo. Ann no pudo notar si acaso estaba llorando. Sin embargo, si acaso lo hacía, aquella sería la última vez que lo vería hacerlo, pues en ese momento se giró de nuevo hacia ella, y toda su expresión había cambiado. Ahora sonreía, ampliamente, y el sentimiento de sus ojos ya no era de tristeza, sino de elocuencia, de soberbia... de poder...

—En fin, levántate de una buena vez —le dijo bromista, y con una mano le indicó que se para. Ann lo hizo de inmediato—. Lávate un poco, ¿quieres? No vayas a bajar así.

Ann sólo asintió sin decir nada. El chico el sacó la vuelta y comenzó a caminar hacia las escaleras con sus manos en sus bolsillos. Ann supo en ese momento que algo había cambiado en Damien, y por consiguiente podría decirse que había igualmente cambiado en el mundo entero. Si tenía que describirlo de alguna forma, para Ann era como un gran cronometro que había comenzado a andar hacia atrás, sobre las cabezas de todas y cada una de las personas vivas...

Y algo había también cambiado en ella, algo que no se volvería claro hasta mucho tiempo después. Mientras Damien se retiraba, ella se quedó quieta en su lugar sin mirarlo. Y presionó de nuevo su mano derecha contra ese bulto que ocultaba debajo de su gabardina...

* * * *

Ann contempló con dureza la caja fuerte aún cerrada delante de ella, con sus manos colocadas sobre su superficie metálica y fría. Había estado esperando a recibir algún tipo de señal que le dijera que no la abriera, o que se le ocurriese alguna justificación coherente para no hacerlo. Pero no hubo ninguna de las dos. Todo lo ocurrido los últimos meses, y especialmente esas últimas semanas, le dejaban claro que era la jugada más arriesgada que tenía a su disposición, pero también la mejor.

Y entonces la abrió al fin, levantando la tapa superior hacia atrás para revelar ante ella lo que ahí se guardaba. Tomó con sumo cuidado la manta beige (mucho más nueva y limpia que aquella gris que había tenido prácticamente que quemar en cuanto tuvo oportunidad) que envolvía aquellos objetos y la colocó en la mesa. La distendió por completo a lo largo para asegurarse de que estaban todas y las colocó una a lado de la otra. En efecto, estabas todas; las siete de ellas...

Las siete Dagas de Megido se veían exactamente iguales a cómo eran aquella Noche Buena en el Museo Thorn, y hace cinco años cuando ella mismas las metió en esa caja. Las había limpiado una a una de cualquier rastro de sangre con mucho detenimiento, pero estaba segura de que observando lo suficiente aún encontraría el algún rastro de Richard o del guardia en algunas de ellas. Pero a simple vista lucían limpias e impecables, aunque poco estéticas que siempre.

La Hermandad y el Vaticano habían estado buscándolas desde aquella noche en que Robert Thorn intentó usarlas en Damien, y de seguro ambas organizaciones ya las daban por perdidas. Pero no lo estaban; ella las tenía, y las había tenido guardadas todo ese tiempo a espaldas de Lyons, de Adrian, de Damien, e incluso de Verónica. Las únicas armas en el mundo que podían lastimar, e incluso matar, al Anticristo, estaban en manos de quien había sido una huérfana pordiosera mendigado en las calles de Roma, como siempre se encargaban de recordarle. Ella a quien habían encerrado, torturado, y usado a su antojo menospreciándola y mirándola sobre el hombro.

Tener ese pequeño secreto a espaldas de todos aquellos que siempre se habían creído superiores a ella, ciertamente le causaba una gran satisfacción. Pero ese no había sido el motivo principal por el que había decidido guardarlas.

Luego de que todo el asunto del museo fue aparentemente aclarado y olvidado, había pensado en arrojarlas al río Chicago, o incluso intentar destruirla. Pero al final su decisión fue esconderlas en un lugar seguro, para que nunca nadie le pusiera las manos encima; y eso incluía a las propia Hermandad. Ella sería la única que las sacaría dada la necesidad, o si moría antes se perderían para siempre. Siempre pensó que ocurriría primero lo segundo, pero lamentablemente la otra opción se había presentado primero, y mucho más pronto de lo que se esperaba.

¿Qué tenía pensado hacer con ellas? Eso aún no lo tenía completamente claro, pero tenía algunas ideas en mente. Sabía muy bien que sacar esas cosas de la caja y llevárselas consigo traería un grave peligro, pero era un riesgo que correría. Haría lo que fuera necesario con tal de sobrevivir, como siempre lo había hecho.

Envolvió las dagas de nuevo en la manta y las introdujo en la maleta que traía consigo, escondiéndolas bien. Se colocó de nuevo la maleta al hombro, se puso de pie, y salió apresurada del Banco Cantonal para dirigirse a su siguiente vuelo. Con ese acto, daba comienzo a su propia guerra personal, aunque sus enemigos aún no lo supieran.

FIN DEL CAPÍTULO 69

Notas del Autor:

¿Me creerían si les dijera que en la primera proyección que hice esta historia, este arco del pasado de Ann abarcaba un sólo capítulo? De hecho, cuando comencé a escribirlo, pensé que serían tres... Y terminaron siendo siete.

Entiendo que quizás a algunos estos capítulos les pudieron haber resultado algo pesados, en especial porque estaban 100% dedicados a un personaje que no había sido hasta el momento muy protagónico. Sin embargo, realmente no me arrepiento de haber contado todo esto en este momento, pues muchas de las cosas que vimos en estos capítulos serán muy importantes para lo que vendrá de aquí en adelante. Así que espero que hayan leído con atención, pues las cosas se van a poner realmente complicadas a partir de este punto, y mucho de lo que ocurrirá tendrá su raíz en todo esto.

En fin, sólo me queda darles las gracias por su paciencia, y espero hayan disfrutado de estos flashbacks, especialmente aquellos que sean fans de The Omen. Ahora es momento de volver al presente y enfocarnos al fin en otros personajes. Estén al pendiente al siguiente capítulo, que espero sea de su agrado.

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