Capítulo 68. Yo siempre le he pertenecido
Resplandor entre Tinieblas
Por
WingzemonX
Capítulo 68.
Yo siempre le he pertenecido
Se terminaron las vacaciones antes de que realmente comenzaran. Para cuando llegó la ambulancia, ya no había nada que se pudiera hacer por Mark, más que transportarlo a Kenosha y llamar a las autoridades. Todo el viernes 21, los Thorns la pasaron siendo interrogados, al tiempo que ellos mismos intentaban obtener algún tipo de respuesta sobre qué había ocurrido exactamente con su hijo.
La autopsia concluyó que la causa de la muerte fue una grave hemorragia cerebral, causada por una malformación arteriovenosa en el cerebro. En términos simples, una maraña anormal de vasos, venas y arterias en el cerebro, que simplemente había estallado e inundado su cerebro de sangre. Así de simple. No había un crimen que perseguir, ni siquiera un accidente; sólo una anomalía fisiológica no identificada ni tratada. Y con ello el caso parecía cerrado. Al menos para el resto del mundo, pues no para los Thorns.
Ni Ann, ni Richard, ni Damien lo decían abiertamente, salvo un escueto comentario escéptico por parte de Richard hacia el médico que les había compartido el parte. Pero Ann sabía muy bien que ninguno de los tres estaba convencido de dicha explicación, y todos a menor o mayor medida tenían su propia idea sobre lo que había ocurrido en realidad. Y la idea que tenía Ann le causaba igual fascinación como miedo.
Damien lo había hecho. No sabía cómo, pero había sido así. Siempre le dijeron que conforme creciera sería capaz de hacer cosas extraordinarias. Milagros que parecerían magia, pero que serían en realidad poderes concebidos por fuerzas mayores y externas a ese mundo. Ann ya había visto algo de eso, incluso desde que Damien era pequeño. Él sabía cosas sobre las personas con sólo verlas, y podía a veces influir en ellas sin quererlo. Pero esto que le había ocurrido a Mark era algo mucho más allá. ¿Cómo podría haber provocado que los vasos de su cerebro estallaran con tan sólo quererlo? ¿O acaso no lo había querido?
¿Qué había pasado realmente en ese bosque? Ann deseaba saberlo, pero el único que podía decírselo con seguridad era el propio Damien. Y no podía cuestionarle directamente, pues eso significaría revelar su verdadera identidad ante él, y por consiguiente la suya propia. Ambas cosas eran algo no previsto aún en el plan, hasta dónde ella sabía. Pero, ¿existía acaso aún un plan luego de esa desgracia?, ¿o incluso después de esa carta intrusa que tanto había alterado la mente de Richard?
Ann intentó manejar las cosas con la mayor calma y normalidad posible, pero corría prácticamente a ciegas. Y le dolía sobre todo ver a Damien tan afectado. Él que siempre estaba tan sonriente y animado, que parecía siempre tener una respuesta astuta preparada para cualquier cuestionamiento, en esos momentos permanecía callado, frío, totalmente encerrado en su propia cabeza. Siempre creyó que nada lo alteraría o molestaría, pero al parecer la muerte de Mark lo había logrado de forma genuina. En verdad lo quería, y su muerte, y sobre todo haber sido el culpable de ésta, lo tenía destrozado. Y Ann se sentía frustrada por no poder apoyarlo y reconfortarlo como necesitaba. Sólo podía estar ahí, sólo como una tía, ignorante de la verdad.
No les entregaron el cuerpo hasta el domingo 23 en la mañana. Lo transportaron a Chicago en una carroza para realizar ese mismo día el velorio. La funeraria se llenó de personas, casi la misma cantidad que años antes habían acudido a las nupcias de Richard y Ann. El cuerpo de Mark reposaba en el frente de la capilla, en un fieltro abierto pero con un cristal que cubría su rostro y torso. Sus ojos reposaban cerrados, y su cara ya no tenía esa expresión de miedo y dolor con la cual Richard lo había encontrado. Un niño de apenas trece años, con tantas cosas que le quedaban por vivir. Eso era algo que no debía pasar; un padre no debería enterrar a su hijo, y mucho menos así.
Richard había estado en demasiados funerales los últimos años (sus padres, Rebecca, Robert y Katie), e incluso en las últimas semanas (Marion, Bill, Pasarian). Pero ninguno como ese... ninguno tan doloroso y desgarrador. Cuando la gente se le acercaba a darle el pésame, su actitud era irritable e indiferente. Apenas y respondía un par de palabras o los miraba. Muchos nunca lo habían visto en un estado similar antes, pues casi siempre se mostraba tranquilo y centrado incluso en las peores situaciones. La mayoría intentó no tomarlo a mal, dada la situación. Pero Ann presintió que algo se escondía detrás de su actitud.
El domingo, un poco antes del mediodía, los tres Thorns se encontraban sentados en la banca más próxima al fieltro. Los tres vestían de negro, Richad y Damien de traje y corbata, y Ann con un vestido negro muy discreto. No hablaban entre sí o hacían otra cosa que estar ahí sentados y recibir a quienes los iban a saludar. Ninguno tampoco lloraba, aunque Ann se había forzado a hacerlo anteriormente. No sentía como tal tristeza por Mark, sino más bien algo de pena. En efecto sabía que tendría que morir tarde o temprano, pero no esperaba que fuera tan temprano, y sin haber conocido a unas lindas chicas como le había prometido.
Paul Buher, el nuevo Gerente General de Thorn Industries en remplazo de Bill Atherton, apareció en aquel momento en la capilla y se aproximó discretamente hacia los Thorns. Paul era un hombre alto y en forma, de cabello rubio rizado y piel bronceada. Venía de negro como todos los demás, aunque usaba una corbata de un azul muy hermoso.
—Richard —pronunció Paul al estar justo delante de él—. Cuanto lo siento, enserio. Esto es horrible...
Paul estrechó la mano de Richard, pero similar a cómo había ocurrido con los otros, éste apenas y lo miró, y sólo respondió a sus lamentos con un pequeño asentimiento. Paul mantuvo la serenidad y lo dejó pasar. Avanzó un poco para colocarse ahora delante de Ann.
—Ann, lo siento tanto —pronunció despacio y se inclinó hacia ella para abrazarla.
—Gracias, Paul —pronunció la mujer despacio, correspondiéndole el abrazo.
El rostro de Paul se apoyó sobre su hombro izquierdo, del lado contrario al que se encontraba Richard, y entonces lo escuchó susurrar muy despacio cerca de su oído:
—Lyons está afuera y quiere hablar contigo ahora mismo. Anda, te cubriré con Richard.
Ann no reaccionó de forma alguna a sus palabras, pero había comprendido de inmediato la instrucción. Ella ya sabía dese hace tiempo que Paul era uno de ellos suyos; un Apóstol recién nombrado, de hecho, con una de las Diez Coronas de la Bestia. El hecho de que la muerte de Bill hubiera concluido en su ascenso como Gerente General, era el mayor motivo que tenía Ann para creer que aquello había sido de alguna forma obra de la Hermandad.
Paul dejó de abrazarla, la tomó unos momentos de las manos, y entones se movió hacia Damien.
—Damien, cuánto lo siento —Pronunció el gerente con solemnidad, estrechando su mano. Similar a Richard, el chico le correspondió su apretón, pero apenas y lo miró.
Ann aprovechó ese momento para salir como le habían indicado.
—Enseguida vuelvo —le murmuró a su esposo mientras se ponía de pie. Richard no respondió nada; ni siquiera dio alguna señal de haberla oído.
Caminó entonces hacia la entrada de la capilla, teniendo que saludar y estrechar algunas manos en su camino. Una vez fuera, caminó por enfrente de otras capillas, dos más ocupadas con sus respectivos velorios. Se aproximó a una puerta de cristal que llevaba a un tranquilo jardín exterior dónde la gente solía tomarse un momento para despejarse, y quizás fumar un cigarrillo. Haciendo esto último fue como encontró a Lyons, de pie a unos metros de la puerta, y cerca de un cenicero sobre un bote de basura. En todos los años que llevaba de conocerlo, era la primera vez que lo veía fumando. En aquel momento ya era bastante más similar al Lyons con el que se reuniría en San Patricio años después. Su cabello y barba ya era casi por completo blancos. Aun así, aquella aura de superioridad que siempre lo acompañaba no se había reducido ni un poco.
Ann se le aproximó con cautela. De cierta forma sentía un poco de alivio de verlo ahí, pues toda esa situación estaba a punto de superarla. Un poco de indicación sobre lo que debía hacer sería bien recibido. Lo que sí le molestaba era que, conociéndolo, vería la forma de culparla y reprocharle lo ocurrido. Y lo que menos deseaba en esos momentos era recibir regaños por cosas que estaban mucho más allá de su control.
Cuando Lyons se percató de su presencia y la miró (de una forma bastante intensa y hasta casi agresiva), apagó lo que le quedaba de su cigarrillo en el cenicero y ahí lo dejó con el resto de las colillas usadas.
—Esto es un verdadero desastre —pronunció con seriedad sin siquiera saludarla primero. Comenzó entonces a caminar por el camino de piedra del pequeño jardín, y Ann lo siguió un par de pasos detrás—. La muerte de Mark no estaba prevista en el plan. No en estos momentos, y menos bajo estas circunstancias tan sospechosas. Lo de Marion fue manejable y necesario debido a su amenaza inminente. Pero esto será más complicado de mitigar, y llamará demasiado la atención.
—¿Eso es lo que te preocupa?, ¿la atención? —Soltó Ann, al parecer algo molesta—. Mark era prácticamente un hermano para Damien, su único amigo real. ¿No te das cuenta de lo mucho que esto le está afectando?
—No estoy aquí para preocuparme por los sentimientos del chico —respondió Lyons, flemático—. Para eso estás tú, ¿o no? Lo importante en ese terreno es saber qué pasó realmente. ¿En verdad Damien lo hizo?
Ann bajó su mirada, dudosa.
—Eso creo... Pero, ¿cómo es posible? ¿Fueron sus poderes? ¿Han despertado al fin?
—Baylock ya había informado algo al respecto hace unos años. Mientras lo cuida, indicó haber presenciado señales claras de habilidades inusuales, pero nada a este nivel. —Ann igualmente lo había visto—. Puede que a partir de aquí se vayan presentando más y más sin freno.
—¿Qué más será capaz de hacer? —Cuestionó Ann con genuina curiosidad, casi sin proponérselo.
—Eso nadie lo sabe. Pero creo que lo que le hizo a Mark es sólo el comienzo.
La fascinación y terror de Ann se volvieron aún mayores ante esa enigmática respuesta. ¿Podría hacer cosas como curar a los heridos y revivir a los muertos como lo hizo el Nazareno en los relatos bíblicos? ¿O todo lo que podía hacer iba ligado más a la destrucción y la muerte? Se preguntaba además si acaso esos actos tan perturbadores a simple vista, podrían ser llamados "milagros".
—Hay algo más de lo que tenemos que ocuparnos —indicó Ann, procurando dejar de momento el otro tema de lado—. La noche anterior a que esto ocurriera, Charles Warren, el curador del museo, se presentó en la cabaña y habló a solas con Richard. Al parecer le dio una carta que iba dirigida a él, donde le contaban todo.
Lyons se viró a mirarla, desorientado.
—¿A qué te refieres con todo?
—Me refiero a todo —señaló Ann tajantemente—. En ella decía quién es Damien en realidad, que no es hijo de Robert, que estuvo detrás de la muerte de Katie, y que Robert intentó asesinarlo aquella noche porque estaba convencido de que era el Anticristo.
Lyons se detuvo en seco plantando sus dos pies en la tierra. Sus ojos grandes y pelones, y su rostro de tono un tanto más pálido que de costumbre. Ann se cuestionó si acaso hubiera sido mejor dar aquella información de una forma más cuidadosa. Luego de unos segundos, el color volvió a las mejillas de John, pero no con ella su calma. Miró al rededor para asegurarse de no tener ningún oído curioso cercano. Había dos personas más por el jardín, ambos fumando cerca de la puerta, lo suficientemente lejos para darles privacidad. Reanudó de nuevo su marcha sin advertencia.
—¿Quién demonios escribió esa carta?, ¿de dónde salió? —Cuestionó evidentemente molesto.
—No lo sé con seguridad —respondió Ann, siguiéndolo—. Al parecer fue escrita hace siete años, por un tal Bugenhagen.
—¿Carl Bugenhagen? —Inquirió Lyons, curioso—. ¿El arqueólogo?
—Es creo. ¿Lo conoces?
Lyons se viró hacia el lado contrario, soltando una aparente maldición silenciosa.
—Ese maldito viejo entrometido fue quien le entregó las Dagas de Megido a Thorn en Israel. Tiene sentido que la carta haya sido escrita hace siete años, pues supe que al fin había muerto en un accidente en una excavación. Pero, ¿cómo fue que llegó a manos de este tal Warren?
—Eso aún no lo sé —respondió Ann un tanto distante, pues casi la mayoría de su atención se había quedado en el inicio de su repentina y apresurada explicación—. ¿Qué son las Dagas de Megido?
Ann recordaba que en la carta que había leído se mencionaba en efecto algo sobre unas dagas, que esa persona le había dado a Robert para usarlas con Damien. Recordó también que según lo que le habían contado, Robert había intentado apuñalar a Damien en una iglesia cuando los policías entraron y lo abatieron a tiros antes de pudiera hacerlo. Había relacionado una cosa con la otra sin mucha dificultad. Pero la forma en la que Lyons las había mencionado directamente y de esa forma, le hizo pensar que había una parte dicha historia que se estaba perdiendo. Y ese pensamiento casi se confirmó al notar como él la volteaba a ver un tanto alterado, como si se hubiera dado cuenta de que había dicho algo que no debía.
Lyons vaciló un poco, pera al final pareció calmarse. Respiró lentamente, y buscó con su mirada una banca cercana en la pudieran sentarse y empezó a caminar hacia ella.
—Al parecer tu papel como protectora de Damien va a tener que tomar un peso mayor, así que será mejor que lo sepas de una vez.
El viejo asesor se sentó en un extremo de la banca, dejándole bastante espacio para que ella pudiera sentarse a su lado. Ann se sintió un tanto intimidada por ese cambio tan repentino. Además de nunca haberlo visto fumando en todo ese tiempo que llevaba de conocerlo, tampoco le había tocado que la invitara a sentarse a su lado. Lo que fuera que iba a decirle, al parecer era bastante importante.
Ann caminó hacia la banca y se sentó a su lado, dejando una distancia razonable entre ambos. Lyons comenzó a hablar de nuevo prácticamente de inmediato.
—Como ya has de haberte dado cuenta, no hay nada que pueda dañar al Salvador. Nunca se enferma, y no hay arma alguna en este mundo que pueda lastimarlo... —Lyons hizo una pequeña pausa, quizás intentando acomodar sus ideas—. Excepto estas siete dagas... Su procedencia no está clara. Dicen que alguien las forjó hace mil años en la ciudad de Megido, guiado por un ángel que las bañó con su propia sangre, y no sé qué más estupideces. Lo importante es que, supuestamente, son las únicas armas capaces de hacerle un daño físico real al Anticristo, o incluso matarlo. Y se usan las siete de la forma correcta sobre suelo sagrado, podría matar su espíritu y evitar que rencarne.
—¿Suelo sagrado? —Repitió Ann sorprendida—. ¿Eso es lo que Robert intentaba hacer aquella noche en la iglesia? ¿Él tenía esas mismas dagas?
Lyons asintió.
—Bugenhagen se las dio y le explicó cómo usarlas. Luego él volvió a Londres, mató a Baylock, y se llevó a Damien a esa iglesia para usarlas. Y quizás lo hubiera logrado, si no fuera porque la policía lo mató antes.
Ann enmudeció. En efecto, en esos siete años se había percatado de la increíble salud de Damien. Incluso cuando Mark y todos sus amigos contrajeron la varicela, Damien no tuvo ni un sólo síntoma. Además de que nunca se raspaba o cortaba como otros niños. Supuso efectivamente que aquello no era normal, y que tendría algo que ver con su naturaleza prácticamente "sobrenatural." Aun así, no tenía conocimiento de que era realmente inmune a cualquier daño físico, o que existían siete dagas hechas específicamente para lastimarlo. Otro más de los tantos secretos que los Apóstoles de la Hermandad decidían guardarse para ellos mismos.
—Si lo que dices es cierto, esas dagas representan un gran peligro —concluyó Ann una vez que logró digerirlo—. ¿En dónde están ahora?
—Ojala lo supiera —respondió Lyons, encogiéndose de hombros—. Hasta dónde sé, quedaron en manos de la policía de Londres luego de lo ocurrido con Robert. Con Baylock muerta, tardamos en enterarnos de todo y de reaccionar. Nuestra prioridad, obviamente, fue poner seguro al Salvador. Cuando al fin supimos de las dagas y conocimos su ubicación, movimos nuestras influencias y contactos para sustraerlas. Sin embargo, ya era demasiado tarde. Alguien se las había llevado antes que nosotros.
—¿Alguien? —Susurró Ann despacio, y luego añadió—: ¿El Vaticano?
—No lo descartaría en lo absoluto. Sin embargo, si ellos hubieran tenido pleno conocimiento de la procedencia de esas dagas, y que fueron usadas en un intento de homicidio contra un chiquillo, su atención se hubiera centrado en Damien desde hace mucho tiempo. Cosa que, al menos de momento, no ha pasado. Pero en efecto, son un peligro, ya sea que estén en las manos del Vaticano o de cualquier otro.
A Ann le pareció que hablaba de todo aquello con demasiada ligereza. Mientras esas armas estuvieran desaparecidas, la amenaza latente contra Damien sería constante. ¿Qué descartaba que cualquier individuo en la calle pudiera tener alguna de ellas en sus manos en este momento, acercársele por detrás y apuñalarlo por la espalda? Buscar y resguardar esas cosas debería ser prioridad, o al menos confirmar si el Vaticano en efecto las tenía o no.
Pero Lyons al parecer no pensaba lo mismo de momento. Su mente estaba más ocupada con la crisis actual y real, que con la hipotética.
—Pero olvídate de eso por ahora —le indicó con seriedad, mirándola severamente—. ¿Cuál fue la reacción de Richard al leer esa carta? ¿Lo creyó?
—Al principio no estaba seguro —respondió Ann—. Pero luego de lo ocurrido con Mark, se ha estado portando muy raro. Y las cosas que le dijo a Damien ese día...
"¡¿Qué pasó?! ¡¿Qué le hiciste?!"
"¡Aléjate de él! ¡No lo toques!, ¡no te atrevas a ponerle una mano encima de nuevo!"
Aquellos gritos retumbaron en la cabeza de Ann con total claridad. Pero más que las palabras, era el sentimiento cargado de odio y rencor que las acompañaba, como si fuera a lanzársele encima a golpearlo en cualquier momento. Y desde entonces no le había dirigido la palabra a Damien, o siquiera volteado a verlo. Todo aquello eran muy malas señales.
—Creo que una parte de él lo está creyendo —pronunció Ann como conclusión final.
Lyons suspiró pesadamente, notándosele un gran agobio en su rostro. Con una mano recorrió de nuevo su boca y su barba blanca.
—Qué pesadilla —musitó con molestia, y golpeó con su mano el respaldo de madera la banca—. Deshacernos de Richard tampoco estaba previsto para hacerse en estos momentos. Es una figura pública muy notoria, y Damien aún necesitaba que fungiera como su tutor unos años más. Pero el que más me preocupa es el muchacho. Sus poderes ya han despertado, y querrá respuestas. Las cosas tendrán que acelerarse un poco más de lo que teníamos previsto.
—¿Quieres decir que le diremos la verdad? —Aquello causó aprehensión en Ann. No estaba segura si Damien estaba listo, especialmente luego de lo que había ocurrido con Mark.
—Creo que ya lo sospecha —le indicó Lyons, un tanto más tranquilo que ella—. Me llegó el rumor de que nuestro hombre en la Academia soltó de más la lengua hace poco. Esperemos que lo tome de buena manera cuando le expliquemos todo lo demás. Pero primero tenemos que solucionar todo este desastre.
Ann asintió, despacio.
—Entonces, ¿qué pasará con Richard y Charles?
—Del tal Warren nos ocuparemos, no te preocupes. Sobre Richard...
El hombre de barba calló por un buen rato, pues aquella no era una decisión sencilla. Como él mismo había dicho, Richard era una figura pública importante y aún era necesario para el plan. Pero bajo esas circunstancias, Ann pensaba que era un peligro potencial para Damien, y Lyons de seguro también lo veía de esa forma.
—Hablaré con Adrian hoy mismo para tomar una decisión —dijo cuando al fin volvió a hablar—. Tú mientras tanto vigílalo y cuida todo lo que haga. Es hora de que demuestres a todos que no me equivoqué al darte a ti este papel. ¿Está claro?
Ann no le respondió, pues tal comentario le pareció bastante fuera del lugar, y un regaño disfrazado como bien lo esperaba. Estaba harta de que usará lo ocurrido en Florencia como carta para decir que le debía la vida. La veracidad de tal pensamiento estaba abierto a debate, pues ella sabía muy bien que no hubiera movido ni un dedo por ella por decisión propia. Pero como fuera, ahí estaba en esos momentos dependiendo de él, le gustara o no.
Lyons se paró primero, se acomodó su saco y se dirigió sin decir nada a la puerta, posiblemente para presentarse ante Richard y dale su pésame ahora que tenía toda la información a la mano. Ann esperó un poco más para hacer tiempo. Pero, concluida esa complicada conversación, sólo quedaba volver con su esposo y su sobrino, y seguir con el ritual del velorio hasta donde se necesitara.
— — — —
El funeral ocurrió el lunes 24 en la tarde, la Víspera de Navidad. Ese día deberían haberlo pasado en familia en la cabaña, preparando entre todos la cena de Navidad, jugando algún juego, viendo alguna otra película, o recibiendo la visita de algunos amigos. Incluso quizás podrían patinar en el lago, si amanecía lo suficientemente congelado. Pero en lugar de eso, estaban en el cementerio de Chicago enterrando a Mark.
El cementerio estuvo mucho menos concurrido que la funeraria, posiblemente por la fecha tan complicada que inspiró a varios para acudir al velorio el día anterior y así desocuparse, si era acaso correcto llamarlo de esa forma, para ese día. De todas formas, los amigos más cercanos estuvieron presentes, entre ellos por supuesto Lyons y Buher. Charles Warren no se apareció por ningún lado, y de hecho tampoco había ido al velorio. Ann se preguntó si acaso Lyons ya se había encargado de él, o quizás tras su plática fallida con Richard había decidido alejarse.
Ann, Richard y Damien se encontraban de pie más próximos al ataúd, colocado ya en el agujero y listo para descender en cuanto fuera el momento. Una foto de Mark en su uniforme de la Academia se había colocado a la cabeza del ataúd; Richard y Damien parecían conscientemente evitar mirar dicha foto. El padre Stewart de la Iglesia de San Clemente, que Ann y Richard solían apoyar con frecuencia aunque no fueran muy adeptos a ir todos los domingos, pronunció unas hermosas palabras y oraciones para los presentes. Similar a cuando conoció a Gema en Santa Engracia, Ann se preguntó qué pensaría el buen padre Stewart si supiera que quizás la mitad de la gente con la que rezaba en esos momentos eran Satanistas, e incluso el Anticristo en persona.
—Todo lo que el Padre me dio, vendrá a mí. Y al que viene a mí, de ninguna manera lo echaré fuera. Él que levantó a Jesús de entre los muertos, también dará vida a nuestros cuerpos mortales por medio de su espíritu que habita en nosotros. Con certeza y esperanza en la Resurrección a la vida eterna a través de nuestro Señor Jesucristo, encomendamos al Dios Todopoderoso nuestro hermano Mark, y lo entregamos a la tierra. Tierra a la tierra, cenizas a las cenizas, polvo al polvo. Recemos todos juntos. Dios misericordioso, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, quien es la resurrección y la vida...
Todo fue corto y rápido. Una vez que el ataúd estuvo en el hoyo y los sepultureros comenzaron a cubrirlo de tierra, era tiempo para que los asistentes se retiraran.
Era costumbre que las personas acompañaran a los dolientes un tiempo más en sus casas, para que no estuvieran solos en esos momentos tan complicados. Eso, y además comer y beber un poco, como si de una fiesta se tratase. Era claro que Richard no tenía el menor interés en ello, pero igual Ann se había encargado de preparar todo, al menos para mantener las apariencias. Así que había un pequeño banquete acorde a la ocasión esperándolos en la Mansión Thorn, recientemente reinaugurada de forma forzada. Serviría a la par de banquete de funeral y cena improvisada de Noche Buena.
La gente se dirigió uno a uno a sus vehículos, y los Thorns hicieron de lo mismo. Ann y Damien avanzaron tomados de la mano hacia su auto en dónde su chofer los aguardaba, con Richard andando unos pasos detrás como si no fuera con ellos. Cuando estaban a punto de subirse, sin embargo, Richard pareció reaccionar y los detuvo.
—Murray, lleva a Damien a la casa, por favor —le indicó al conductor, mientras tomaba a una sorprendida Ann del brazo—. Nosotros nos iremos aparte.
Murray lo miró sin entender, y de manera muy similar lo hicieron Damien y Ann.
—¿A dónde van? —cuestionó Damien con seriedad y desconfianza.
Richard no le respondió, y de hecho se giró hacia otro lado sin mirarlo. El primer pensamiento que se le vino a Ann fue que no quería estar en el mismo auto que Damien, o que quizás todo eso ya lo tenía muy cansado y no quería ir a la mansión y tener que atender a toda esa gente. Como fuera, le habían dado la instrucción de vigilarlo, así que era mejor no dejarlo solo.
Ann se soltó delicadamente de su agarre y se dirigió cuidadosamente hacia Damien, agachándose delante de él.
—Descuida —le susurró despacio para que sólo él la escuchara—, tu tío sólo está algo alterado. Todo esto ha sido demasiado para él. Tú adelántate y te alcanzaremos en la mansión dentro de poco, ¿de acuerdo?
Damien la miró inexpresivo, y sólo asintió lentamente. Ann se le acercó, rodeándolo delicadamente con sus brazos.
—Te quiero —le susurró despacio en su oído.
—Y yo a ti...
Richard y Ann se quedaron en su sitio hasta que Damien se subió al vehículo y éste se enfiló hacia la salida. En cuanto esto ocurrió, Richard comenzó a andar sin aviso. Ambos caminaron juntos, pero no hacia la puerta principal del cementerio sino a una secundaria lateral. Ann le preguntó un par de veces porqué hacían eso, pero Richard siguió sin responder. Su intención al parecer era tomar un taxi. Y una vez de pie en la acera, no tuvieron que esperar mucho a que uno amarillo pasara y los subiera.
—Al Museo Thorn, por favor —indicó Richard de inmediato en cuanto se subieron en la parte trasera del vehículo. El chofer asintió y se incorporó de nuevo a la calle.
—¿Al Museo? —Musitó Ann, confundida—. Todos nos están esperando en la casa, ¿por qué quieres ir allá justo ahora? —Él de nuevo permaneció callado—. ¿Richard? Respóndeme, por favor...
—Aquí no —soltó el hombre toscamente—. Hablemos cuando estemos allá...
Ann vaciló, pero al final asintió lentamente y guardó silencio. Comenzó a sentirse verdaderamente preocupada luego de eso. Le parecía que aquello era más que sólo no querer estar con Damien o con las demás personas. ¿Por qué quería ir al museo? ¿Acaso quería hablar con Charles? Si es que acaso él estaba allá realmente. Y además había querido que fuera con él. Quizás quería que Charles le contara lo mismo que le había dicho a él aquella noche, y quizás lograr convencerla también de que todo era cierto. Si era así, entonces de cierta forma era un golpe de suerte que haya decidido llevarla, pero al mismo tiempo la ponía en una situación complicada. Lyons no le había comunicado qué decisión habían tomado con respecto a Richard; quizás esperaba decírselo cuando estuvieran en casa. ¿Qué haría si la situación se ponía difícil? ¿Tendría ella que tomar la decisión por su cuenta así como lo hizo con Marion?, ¿así como estaba dispuesta a hacerlo aquel día cuando salió al frío bosque detrás de él?
El taxi los dejó justo en el frente del edificio. El Museo estaba cerrado al público el 24 y 25 por las fiestas, pero había dos guardias que les permitieron el acceso en cuanto reconocieron a Richard.
—Señor Thorn, bienvenido —le comentó uno de los guardias, un señor mayor de bigote y cabello canoso. El hombre se quitó su boina, pegándola contra su pecho de forma respetuosa—. Lamento lo de su hijo, señor... Es una tragedia...
—Gracias, Jimmy —pronunció Richard apresuradamente, cortando lo que fuera a decir después—. Estoy buscando a Charles. ¿Está en su oficina?
—El Dr. Warren no ha venido en unos días, señor —respondió otro de los guardias, un hombre moreno de estatura baja.
Richard pareció preocuparse por esto y pensar unos momentos su próximo movimiento.
—Entiendo. Hay algo que quería mostrarme. Pasaré a su oficina y veré si me lo dejo ahí, ¿está bien?
—Por supuesto, señor. Pase usted.
Richard agradeció el gesto con un ademán de su cabeza y comenzó entonces a caminar rápidamente por un pasillo lateral sólo para personal autorizado, en dónde se encontraban las oficinas administrativas. Luego comenzaron a bajar por unas escaleras hacia el sótano, en dónde se encontraba la oficina, talleres y bodegas de Charles.
—Richard, ¿ahora sí vas a decirme qué está pasando? —Le cuestionó Ann aprensiva mientras bajaban.
—Todos tenían razón —soltó Richard de pronto como un desvarío—. Robert, Marion, Charles. Me advirtieron y yo no quise escuchar.
—¿De qué estás hablando?
—¡De Damien! —Espetó exaltado, virándose hacia Ann que yacía unos escalones por encima de él—. Es un monstruo que a dónde va esparce sólo la muerte. Robert, Katie, Marion, Bill, ¡Mark! Dios me perdone, pero incluso hasta Rebecca podría... —fue incapaz de terminar esa última afirmación, pero fue bastante claro su punto.
—Escucha —susurró Ann con suavidad, bajando con cuidado hasta estar a su altura—, estás muy alterado por todo lo que ha pasado, y eso es totalmente normal. Pero intenta pensar las cosas con claridad, por favor. —Lo tomó entonces de sus manos y lo miró fijamente a los ojos. La luz en las escaleras era escasa, pero aun así logró ver la rabia contenida en ellos—. Todo eso que dices es una locura, y lo sabes. Eres un hombre sensato, Richard. Tú no crees en supersticiones absurdas como esa...
—No son supersticiones —declaró fervientemente, apartando sus manos de ella—. Todo está bastante claro ahora. Si hubiera hecho algo desde que Marion me lo dijo la primera vez, Mark estaría vivo y ella también. Pero no dejaré que siga lastimando a más personas. Terminaré lo que Robert empezó.
Y dicho eso, bajó rápidamente lo que quedaba de escalones y avanzó apresurado por el pasillo hacia la oficina de Charles.
—¿Qué quieres decir con eso? —Le gritó Ann con preocupación, pero él no le respondió. Se apresuró entonces a alcanzarlo.
Al llegar a la puerta del Dr. Warren, Richard intentó abrirla pero al parecer estaba con llave. Introdujo entonces su mano en el bolsillo de su pantalón, sacando un manojo de llaves de repuesto, entre las que eligió una y la introdujo en la cerradura para abrirla. El hecho de que trajera eso consigo le indicó a Ann que tenía pensado ir ahí incluso desde antes de que salieran temprano de la casa.
El interior de la oficina estaba algo desordenado, con libros, paquetes y algunas piezas de exhibición como estatuas, herramientas o pergaminos esparcidos entre su escritorio, su mesa de trabajo, y los libreros. Olía un poco a encerrado y a polvo, pero no más de lo que se esperaría de la oficina de un curador de museo. Pero no había rastro de Charles, o de que hubiera estado ahí en esos días. Sin embargo, igualmente Richard hizo el intento de llamarlo.
—¡Charles!, ¿estás aquí? —pronunció con fuerza. La explicación de los guardias parece no haberlo satisfecho, o quizás esperaba que Charles se estuviera escondiendo ahí, algo que a Ann en un momento no le pareció tan descabellado. Sin embargo, como era de esperarse, no hubo respuesta alguna a dicho llamado.
—Quizás está en la casa, dónde nosotros deberíamos estar también —señaló Ann—. Todos deben estarnos esperando allá...
Richard sin embargo hizo oídos sordos de las palabras de Ann e ingresó rápidamente a la oficina, revisando de forma poco cuidadosa lo que había encima de la mesa de trabajo y el escritorio, esculcando los papeles e incluso abriendo algunos de los paquetes.
—¿Qué estás buscando? —Le cuestionó Ann, ya algo fastidiada—. Ten cuidado, algunas de estas cosas se ven delicadas...
—Charles dijo que estaban aquí —fue lo único que soltó Richard, aunque quizás no era precisamente una respuesta hacia ella.
Luego de revisar todo lo que estaba sobre el escritorio y, evidentemente, no encontrar lo que buscaba, intentó abrir los cajones pero estos también estaban bajo llave. Volvió a sacar el manojo y luego de tratar con cinco diferentes, la sexta logró entrar y girar a la perfección en la cerradura del escritorio. Abrió rápidamente el cajón superior y lo esculcó sacando todo lo que contenía, sin éxito aparente.
—Charles estará muy molesto cuando vea cómo estás dejando sus cosas —le regañó Ann con los brazos cruzados desde la puerta, desde donde había visto todo lo que hacía. A pesar de su advertencia, en realidad esperaba que Charles en ese momento estuviera muerto y pudriéndose en una zanja y nunca volviera a esa oficina.
Una vez que terminó con el cajón superior, Richard siguió con el inferior, y casi inmediatamente después de haberlo abierto, se quedó quieto, contemplando el interior del cajón que Ann no podía ver desde su posición. Lentamente, introdujo sus manos en el cajón y extrajo algo que colocó sobre la superficie del escritorio, entre todos los papeles revueltos.
Ann se aproximó cautelosa por detrás. Lo que Richard había sacado era una manta gris oscuro, sucia y vieja, que envolvía algo. Richard extendió la manta en lo largo del escritorio, revelando de esa forma lo que escondía.
—Aquí están... —susurró despacio, no con alegría y victoria, sino con un neutral alivio.
Ann se apuró a su lado para poder verlo también. Aunque a simple vista no era claro qué eran, parecían ser en efecto objetos antiguos, como cuchillos ceremoniales o algo parecido. Sus hojas eran de un acero oscuro, delgadas como pequeños floretes que terminaban en punta. Sus empuñaduras parecían ser del mismo metal que las hojas, pero un poco más claro, y tenían un relieve en ellas que resultaba extraño considerando el tipo de objetos que eran. Parecía ser una representación de Jesús en la Cruz, con sus brazos extendidos hacia el pomo y sus pies juntos en dirección a la hoja. Eran varias, siete de hecho, y todas eran en aparentemente idénticas entre sí.
Siete cuchillos... siete dagas.
—Las Dagas... —susurró despacio, incapaz de contener su asombro al comprender lo que veía.
Ann nunca las había visto, y hasta el día anterior ni siquiera sabía de su existencia. Aun así, logró adivinar claramente lo que eran: las siete Dagas de Megido, de las que Lyons le había hablado. Las únicas armas en ese mundo capaces de matar al Anticristo, expuestas delante de ella como si fueran cualquier otra baratija de ese museo.
La respiración de Ann se detuvo por unos instantes. ¿Cómo era eso posible?, ¿por qué Charles las tenía? ¿El tal Bugenhagen no sólo le había escrito esa carta a Richard, también le había enviado las malditas dagas? Si lo hizo, claramente había sido con la intención de que las usara contra Damien, así como se las había dado a Robert siete años atrás con el mismo fin. ¿Fue él quien las había sustraído de la policía de Londres antes que la Hermandad? Era lo más seguro, pero en esos momentos daba igual. Lo importante era que estaban ahí delante de ella justo ahora, y Richard al parecer sabía lo que eran. Y Ann esperaba que su reacción no hubiera dejado en descubierto que en efecto ella también.
Richard, sin embargo, no pareció poner demasiada atención en ella. Su vista estaba fija en las dagas, como si fueran lo más fascinante y extraño que hubiera visto en su vida. Su diseño era de hecho muy rustico y poco estético. Aun así, tenían una presencia atrapante y atrayente, incluso seductora en ellas...
El Thorn, quizás el único Thorn de sangre verdadero que quedaba con vida, acercó su mano lentamente con la intención de tomar una. Esto puso en alerta a Ann, que de inmediato reaccionó, empujándolo hacia un lado y colocándose delante de las dagas para cubrirlas con su cuerpo.
—¡No!, Richard —exclamó Ann con fuerza—. ¿Qué es lo que estás pensado hacer con estas cosas? Por el amor de Dios, ¡Damien es tu sobrino!, el hijo de tu hermano. Los has criado y cuidado durante siete años. Piensa bien las cosas.
—¡No es humano!, ¡es un demonio! —Le gritó Richard, dejando al fin salir por completo su ira escondida, revelando ante Ann los verdaderos sentimientos que lo inundaban—. Mató a todas esas personas, ¡mató a mi hijo! Debe morir, y éstas son las únicas armas que pueden hacerlo.
—Estás perdiendo la razón, igual como le pasó a Robert. ¿Acaso quieres terminar como él?
La mención tan directa a su hermano y su destino pareció quebrar un poco la decisión de Richard. Se apartó un poco, miró pensativo hacia un lado, y se quedó en silencio. Ann aguardó, esperando a ver si acaso algo de lo que había dicho tendría algún efecto, si aún había una oportunidad de salvación temporal para ese hombre.
Pero la espera fue inútil.
En cuanto Richard la miró de nuevo, lo vio claramente en sus ojos. La locura realmente se había apoderado de él, y lo que menos quería era escuchar razones. En su mente la verdad se había arraigado de forma inamovible. Anticristo o no, Damien era la representación física de todas las desgracias de su vida, y de la muerte de cada uno de sus seres queridos. Y lo haría pagar por eso de alguna u otra forma. Y, lo más importante, por encima de cualquiera, incluso ella.
—Dame esas dagas, Ann —ordenó Richard, extendiendo su mano hacia ella—. Esto es una guerra. ¿Estás conmigo o con él?
Ann observó la mano que le estiraba en silencio. Ella también tuvo clara una cosa en ese momento: ahí se había ido volando la última oportunidad de terminar eso de buena forma. Richard se había vuelto una amenaza inminente para Damien, al punto de que era capaz de irse de ahí directo a la mansión y apuñarlo ahí mismo, incluso delante de todas las demás personas. No había tiempo de consultar con Lyons, ni de saber qué habían decidido. Lo importante era sólo una cosa, lo que único que había importado desde siempre. Incluso desde aquella noche en que la llevaron arrastrando a aquel calabozo, incluso desde antes de que conociera por primera vez al muchacho.
Se giró entonces lentamente, dándole la espalda a su hasta entonces esposo. Tomó dos de las dagas, una en cada mano, con la aparente intención de entregárselas como había pedido. Sus manos se aferraron más firmemente a esas empuñaduras, que de hechos se sentían tan incomodas. Detrás de ella, Richard seguía aguardando.
Se giró entonces de golpe con gran rapidez, como había sido entrenada a reaccionar. Antes de que Richard pudiera siquiera parpadear y darse cuenta de esto, Ann jaló con fuerza las dos dagas al frente, perforando el abdomen de Richard completamente con ellas, hasta la empuñadura. Los ojos de Richard se abrieron por completo, llenándose de inmediato de confusión y dolor. Aún incrédulo, llevó sus manos a su vientre, sintiendo las manos de Ann contra él, y el frío acero de las empuñaduras que se perdía en sus ropas.
—¿Ann...? —murmuró perplejo, con debilidad en su voz. La expresión de ella igualmente había cambiado. Ya no se veía atemorizada o preocupada. Por primera vez, Richard veía un rostro más genuino de Ann: uno frío e impúdico, que lo miraba con total indiferencia a los ojos como miraría a cualquier animal rastrero, o incluso como menos que eso.
—Lo siento, cariño... Pero yo siempre le he pertenecido... a él...
Sacó rápidamente las dos dagas, provocándole una fuerte punzada de dolor al hacerlo. Su sangre comenzó a brotar violentamente de sus dos heridas, empapando sus ropas y sus manos. Retrocedió sólo un par de pasos, antes de que Ann volviera a lanzarle dos puñaladas más con las mismas dagas, ahora a la altura el pecho, dejándolas bien enterradas ahí.
—Mal... dita... —Balbuceó Richard arrastrando las letras, y aun así el coraje era palpable en cada una.
En lugar de apartarla de él o intentar agarrarse sus heridas, su siguiente reacción fue de lucha. Extendió sus manos cubiertas de sangre hasta ella y la tomó del cuello con las fuerzas que le quedaban encima. La empujó contra el escritorio, pegando su trasero contra la orilla de éste. Las grandes manos de Richard la presionaron fuertemente, y Ann sintió como le faltaba el aire casi al instante. A tientas, recorrió el escritorio buscando alguna otra de las dagas. En cuanto sintió alguna de las empuñaduras, la tomó firmemente, y sin vacilación la clavó justo en el costado izquierdo del cuello de Richard. La sangre brotó en borbotones de la herida, y luego también de su boca, manchándole la cara a la Satanista.
Richard retrocedió con su mano en su cuello, y sus dedos buscando a tientas el mango para sacarse el puñal. Sangraba abundantemente de todas sus heridas, hasta que su camisa blanca que usaba debajo de su traje negro se volvió totalmente roja. Cayó entonces de rodillas al suelo cuando éstas ya no tuvieron fuerza para sostenerlo, y luego se precipitó al frente. Su cabeza quedó contra el suelo a unos centímetros de las zapatillas de Ann, y ahí se quedó quieto con sus ojos mirando perdidos hacia el muro.
Ann permaneció en su sitio, respirando agitada mientras su corazón retumbaba dolorosamente en su pecho. Con sus manos se frotó su rostro, y sintió la sensación húmeda contra éste que le indicó que se había embarrado de sangre. Bajó su mirada y vio que no era sólo su rostro: sus manos, sus ropas, y de paso todo ese sitio estaba cubiertos de rojo...
FIN DEL CAPÍTULO 68
Notas del Autor:
—Las Dagas de Megido pertenecen al universo de The Omen o La Profecía, haciendo su primera aparición en la película de 1976 y siendo un concepto recurrente en las secuelas posteriores y spin-offs. Como bien se explicó en este capítulo, son siete armas que teóricamente son las únicas que pueden hacerle daño a Damien.
—Similar a los anteriores, mucho de lo visto en este capítulo está inspirado en los sucesos de Damien: Omen II, pero con muchos cambios importantes, siendo el principal el destino final de Ann.
El siguiente será el último capítulo enfocado en este arco sobre la historia de Ann y Damien. Luego de eso volveremos al presente. Gracias a todos por su paciencia, y espero les guste la conclusión de este arco que, siendo honesto, duró mucho más de lo que me esperaba...
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