Capítulo 64. Santa Engracia
Resplandor entre Tinieblas
Por
WingzemonX
Capítulo 64.
Santa Engracia
Todo se llevó a cabo tal y como Lyons se lo había indicado, y Ann no opuso ninguna resistencia o reclamo. Llegó al Hospital de San Engracia en Marsala bajo el nombre de Martina Ricci; esa sería la primera vez que lo usaría, aunque ciertamente no la última. El viejo edificio parecía más un convento que un hospital, atendido principalmente por monjas jóvenes, un par de padres y algunos doctores externos. Aun así, era bastante bonito y bien conservado. Se encontraba sobre una colina con una hermosa vista al azulado mar. El aire se sentía delicioso desde ahí. Si no fuera por las situaciones específicas que la habían llevado a aquel sitio, podría haber sido un buen lugar para pasar unas agradables vacaciones. En su lugar, aquel sitio era casi como una prisión a la que su querida Hermandad la había mandado a pasar una corta sentencia. Al menos era mejor que el calabozo de Baylock.
Por supuesto, aquello no era un hotel ni un spa, así que la posibilidad de tener una habitación privada ni siquiera estaba a discusión. En su lugar, fue instalada en un cuarto largo rectangular con diez camas, cinco de cada lado, y separadas entre ellas sólo por unas cortinas. Cada espacio individual contaba además con un buró con dos cajones, y una silla para visitas (o en su caso para los doctores, pues dudaba recibir algo parecido a lo primero en los meses que le deparaban ahí). Lyons la hizo viajar ligera, por lo que sólo llevó una pequeña maleta con tres o cuatro cambios de ropa, y al menos unos pocos artículos de higiene y belleza.
La Ann de aquel entonces no se había acostumbrado tanto a las cosas finas y cómodas como la de veinte años después. Aun así, aquello tampoco le provocaba por completo indiferencia. Pero debía obedecer. Como Lyons le había dicho, era su única alternativa de al menos poder salvarle la vida a su bebé, y volver en buenos términos a la Hermandad... si es que realmente eso era lo que quería.
Tendría mucho tiempo para pensar al respecto en los meses posteriores. De momento, sin embargo, en cuanto le indicaron cuál sería su cama lo único que hizo fue colocar su maleta a un lado de ésta y recostarse un poco, sin siquiera quitarse los zapatos. Se quedó ahí recostada, sólo mirando el techo. Los golpes de la nefasta vara de Agatha Baylock aún le dolían, pero lo peor era aún seguir escuchando en su cabeza el eco de su voz, y el sonido de la vara cortando el aire un instante antes de tocar su piel. Por confuso que fuera, ni siquiera se sentía enojada con su torturadora, sino consigo misma. Enojada por haberla decepcionado, por haberla hecho hacerle eso con sus acciones egoístas... o, al menos en aquel momento así lo veía. Con el pasar del tiempo se daría cuenta de la verdadera perra que había sido aquella bruja, e incluso sentiría algo de gozo al saber de su horrenda muerte años después.
—Buongiorno, signorina Martina —Escuchó que una risueña voz pronunciaba desde el pie de su cama, sacándola al poco de su auto lamentación.
Ann volteó a ver en aquella dirección sin alzar demasiado el cuerpo, y vio a una mujer joven, posiblemente de su misma edad o un poco menor, vestida con el hábito de monja color blanco, de mangas cortas por las que se asomaban unos flacuchos brazos pálidos. Debajo de su velo blanco se asomaban unos rizos de un muy bonito castaño claro. Su rostro era delgado, de ojos serenos y azules como el cielo, con una pequeña nariz. Sus labios se encontraban curveados en la sonrisa más sincera y natural que Ann había visto en años. Abrazada contra su delgado cuerpo, lleva una tabla de apoyo, posiblemente con papeles con los datos de los pacientes, incluida la propia Ann.
—¿Cómo se encuentra? —Le preguntó la joven con genuino interés, avanzando hasta colocarse a un costado de su cama.
—Bien —respondió Ann con apenas la suficiente dosis de cortesía.
—Espero de corazón que haya tenido un placentero viaje y que no tenga problemas para instalarse. —Echó entonces un vistazo rápido a los papeles que traía consigo—. Por lo que veo nos acompañara por unos meses hasta el final de su embarazo. Muchas felicidades, por cierto.
—Gracias —le respondió Ann, con notoria menos cortesía que antes.
Se sintió tentada a preguntarle a esa risueña hermana si acaso sabía que al término de su embarazo le arrebatarían a ese bebé sin que ella pudiera siquiera decir algo al respecto. O aún mejor, ¿sabría que su adorado hospital religioso en realidad servía de tapadera para una de las Organizaciones Satánicas más grande y poderosa del mundo que había estado planeando por décadas la llegada del Anticristo y el fin del orden establecido? ¿Y qué ella misma hace mucho que le había dado la espalda a su falso Dios?
Pero no, no dijo nada de eso. ¿Qué habría ganado?, sólo perturbar un poco a esa sonriente muchacha. Le esperaba una larga estancia ahí, así que era mejor tomárselo con calma. Como fuera, la monja no pareció captar en lo absoluto el estado de ánimo de la recién llegada, pues le siguió sonriendo con bastante naturalidad.
—Bueno, de mi parte es un placer conocerla, signorina. Mi nombre es Gema, y la madre superiora me pidió directamente que me pusiera a su disposición para lo que ocupe. Intentaré atenderla lo mejor posible en estos meses que vienen de aquí en adelante, así que no dude en acudir a mí para lo que sea.
—¿Cómo mi enfermera religiosa particular? —Musitó Ann con tono jocoso—. ¿Pueden darse ese lujo?
Gema rio divertida por su comentario. Ann comenzó a preguntarse si realmente era una monja, pues no se comportaba como la imagen que tenía de las religiosas. Parecía mucho más... alegre.
—Aquí suelen ser particularmente amables con nuestros principales benefactores —señaló Gema justo después, guiñándole discretamente su ojo derecho.
—Eso suena a favoritismo.
—Me gusta más bien pensar que por algo Dios desea que esté cerca de usted en estos momentos, signorina. Así que sí le puedo ser de utilidad en algo...
—Estoy bien de momento —señaló Ann rápidamente, volviéndose a recostar por completo como estaba antes—. Sólo quisiera descansar un poco.
—Muy bien —asintió Gema, y entonces miró de nuevo sus papeles—. Sólo le notifico que en dos horas servimos el almuerzo, y luego de eso tiene una cita con el Dr. Dal Bianco para su primera revisión. Le preguntará algunas cosas sobre cuánto lleva el embarazo, si a consultado a otro obstetra, y posiblemente le recete algunas vitaminas o medicamentos complementarios, que yo me encargaré de traérselos a la hora indicada y recordarle que los tome. ¿Alguna duda?
—De momento no se me ocurre nada.
—Perfecto. Benvenuta, a Santa Engracia, signorina Martina.
Tras eso último Gema se retiró al fin, aunque no muy lejos. Sólo a la camilla a su lado izquierdo a revisar a su vecina.
Agradable chica, aunque en pequeñas dosis. Luego se volvía un poco fastidiosa. Pero al menos tendría a alguien que velara por ella en ese sitio. Y parecía tan ingenua que en un momento dado podría usarla en su beneficio.
Cuando pensó que al fin tendría un poco de silencio y paz, una risa ronca resonó desde la camilla al lado contrario al que se había ido Gema. Luego de unos segundos, dicha risa fue remplazada por una estridente y dolorosa tos. Ann se sentó en su cama por mero instinto, mirando con algo de preocupación en dicha dirección. A través de la cortina no lograba ver más que una silueta moviéndose del otro lado.
—Eres una mujer de pocas palabras, ¿eh? —pronunció una voz áspera, sintiéndose un tanto lejana—. Eso me gusta. Pero intenta tratar mejor a la pequeña Gema, que es un rayo de sol en este lugar.
Ann permaneció callada, sin saber si responderle o sólo fingir que no la había oído. Sin embargo, su vecina derecha no le dejó esa opción, pues notó como su silueta se sentaba en su cama, soltando algunos quejidos de dolor al hacerlo, y entonces extendió su mano hacia la cortina, corriéndola hacia un lado.
Quien ocupaba la cama era una mujer grande de cuerpo redondo. Su piel era tostada, y su rostro se encontraba marcado con notorias arrugas. Su cabello era una maraña de rizos grises y negros, cortos. Usaba un pijama color beige, y sobre ésta una bata abierta color verdoso, que al parecer le quedaba un poco pequeña. A simple vista parecía una mujer muy anciana, pero al verla con más detenimiento, Ann sintió que no podía tener más de sesenta, o incluso más de cincuentaicinco. Parecía más bien alguien a quien la vida le había pasado encima muy rápido.
Sin embargo, hubo un detalle en esa mujer que resaltaba en todo el resto de su apariencia enfermiza y débil: sus ojos. Eran negros y profundos, muy intensos, y cuando se posaron en Ann se sintió de inmediato intimidada, y tuvo el impulso de retroceder, pese a que estaba sentada.
La extraña volvió a toser, acercándose un pañuelo a la boca para cubrírsela. Ese pequeño ataque sólo duró unos segundos, y luego aspiró profundo por su nariz, recobrando de inmediato su compostura.
—Lo siento —susurró despacio, volviéndola a ver con esos intimidantes ojos y sonriéndole de una forma que no era tampoco mucho más tranquilizadora—. Te prometo que durante las noches no te molestaré, linda. Igual no creo estar mucho más en esta cama como para llegar a importunarte demasiado.
—Descuide —respondió Ann, temerosa de quizás decir algo que pudiera de alguna forma ser incorrecto. Sólo se había sentido de esa forma ante Baylock y los otros altos rangos de la Hermandad. Pero en esa ocasión fue un poco más intenso que aquellas veces, y no lograba comprender por qué.
La mujer se inclinó un poco al frente, mirándola con un poco más de detenimiento.
—Así que, estás embarazadas, ¿cierto? —Soltó de pronto sin más—. No creas que soy una vieja chismosa. Sólo soy alguien a quien... le interesan las personas. Y cuando me dijeron que tendría una nueva compañera, me entró curiosidad y paré un poco la oreja. No te molesta, ¿o sí?
—No, claro que no.
—Me llamo Ingrid Archer, por cierto. Encantada de conocerte... ¿Margarita?
—Martina. Encantada también, señora Archer... ¿Usted no es italiana?
La mujer soltó entonces otra carcajada, de nuevo seguida por un pequeño ataque de tos.
—He sido muchas cosas, en diferentes momentos. En éste, supongo que lo más adecuado es decir que soy de la Gran Isla. De Inglaterra —clarificó—. Pero me vine a pasar los últimos días de esta vida a un lugar hermoso, con personas agradables. Y de momento no me arrepiento.
—¿Qué es lo que tiene? —Soltó Ann de pronto sin proponérselo, como si su curiosidad se hubiera apoderado de su boca por unos segundos. Ingrid Archer, sin embargo, no pareció tomárselo a mal.
—Los doctores lo llaman cáncer —respondió con bastante naturalidad, incluso con ironía—. Yo lo describiría más como un veneno negro que se extiende lentamente, devorándome por dentro como un montón de pirañas.
—Lo siento —murmuró Ann, y por algún motivo en efecto así era.
—No lo hagas, linda —exclamó Ingrid, agitando una mano en el aire con apatía—. Hace mucho, mucho tiempo, que la muerte dejó de tener poder en mí, ¿sabes? Ya no es un final, sino una nueva oportunidad. ¿Me entiendes?
Le guiñó en ese momento su ojo derecho, de una forma un tanto más obscena que como Gema lo había hecho, haciendo que el rostro de Ann se ruborizara. No podía decir que entendía del todo a qué se refería. Supuso que debía estar hablando del asunto religioso, la vida después de la muerte y todo eso. Si eso le daba consuelo, pues bien por ella.
—Además, Dios es muy sabio, ¿no te parece? —Señaló Ingrid, cambiando el tono de sus palabras por uno más solemne—. Porque, cuando una vieja vida se va, una nueva llega a tomar su lugar...
Extendió entonces su mano al frente, señalando hacia el vientre de Ann para ejemplificar su punto. Ésta al notar esto, se rodeó con sus brazos, en un intento inconsciente de protegerse.
—Supongo que es una forma de verlo —respondió la mujer de cabellos negros, algo insegura.
—¿Me permitirías tocar tu vientre un momento?
—¿Disculpe? —Reaccionó Ann, sobresaltada—. Yo... llevo muy poco, aún no se siente nada en lo absoluto
—Oh, te sorprenderías de las cosas que pudiera sentir de tu bebé desde ahora. Anda, no te voy a morder, linda.
Ann vaciló. Tuvo el presentimiento de que no había lugar a que se negara a tal petición, aunque le resultara tan incómoda. No era que creyera que pudiera hacerle algo a ella o a su bebé con tan sólo tocarla. Sin embargo, por algún motivo, presentía que si lo permitía se terminaría arrepintiendo de alguna forma. Aun así, la presencia tan intimidante de esa mujer terminó por obligarla a sólo asentir y así darle el permiso que solicitaba.
Ingrid extendió su mano para tomar su grueso bastón de cuatro patas y así ayudarse a levantarse de la cama. Fue una tarea que a simple vista requirió de mucho esfuerzo de su parte, pero al final lo logró. Se aproximó lentamente hacia ella, arrastrando sus pesados pies. Ann se resistió al inicio a la idea de quitar sus manos de su vientre (su única defensa), pero al final lo hizo. La mujer se inclinó al frente, apoyando casi todo su peso en el bastón de aluminio, y pegó su mano derecha con dedos gruesos contra el vientre. Ann se había imaginado sentir algún tipo de dolor o calor, pero en realidad no sintió nada de eso. En su lugar, la mayor parte de su atención se centró en el hecho de que aquella mujer olía a un perfume de rosas bastante fino que le resultó conocido.
Tras unos segundos de silencio, en los que tuvo toda su palma pegada a ella, Ingrid al fin habló.
—Es una niña —soltó de pronto, tomando por completo por sorpresa a Ann. Y antes de que pudiera preguntarle cómo era que lo sabía, ella prosiguió—. Y siento mucha fuerza emanar de ella. Su padre debe ser un hombre excepcional, ¿o me equivoco?
La lengua de Ann enmudeció por unos instantes.
—Su padre no existe —declaró fervientemente.
—No es la primera vez que lo escucho —bromeó Ingrid, retirando su mano y retrocediendo un poco para poder verla directo a su rostro—. ¿Sabes?, creo que me has dado un motivo para intentar durar un poco más por aquí. Quisiera estar lo suficiente para conocer a la pequeña.
Ann solamente sonrió y asintió a su comentario. De todas formas, posiblemente ni ella misma terminaría por conocer a esa bebé, si realmente era una niña como había predicho.
—¿Qué hace afuera de su cama, signora Archer? —Escucharon de pronto como la risueña voz de Gema pronunciaba con un tono de falso regaño. La joven monja se aproximó a la camilla de Ann, parándose a lado de la mujer mayor—. Le acaban de dar sus medicamentos, y sabe que eso la puede marear un poco. No queremos que ocurra algún accidente, ¿cierto?
—Lo lamento, pequeña —le murmuró Ingrid, incorporándose completamente—. Sólo saludaba a la recién llegada. Es una chica muy agradable, y tendrá una hija muy fuerte.
—Todos esperamos que así sea. Ahora, déjeme ayudarla a recostarse de nuevo. —Gema la tomó entonces de su brazo y la encaminó paso a paso de regreso a la cama—. Si quiere después de la comida saldremos a dar una pequeña caminata por el patio. ¿Eso le gustaría?
—Muchas gracias, encanto. Justo le decía a Martina que eres el rayo de sol de este sitio.
—Usted siempre tan amable conmigo, signora Archer.
—Oh, es que sabes que te quiero mucho. —Ingrid extendió su mano una vez que ya estaba recostada en su cama para acariciarle gentilmente su mejilla a la monja—. Trata bien a mi nueva amiga. Ya le tome cariño, y especialmente a su bebé.
—Descuide, lo haré —señaló Gema, mientras la arropaba—. Ahora duerma un poco y deje que la medicina haga efecto.
Una vez que la mujer estuvo en su sito, Gema recorrió la cortina de nuevo a su sitio, y Ann se sintió mucho más aliviada.
«Qué mujer tan rara», pensó para sí misma. Ella también se volvió a recostar, y esperaba ya no tener más visitas inesperadas hasta la comida. Sus manos se posaron sobre su vientre, y meditó un poco sobre lo que había dicho. «Desvaríos de una mujer moribunda», concluyó sin más. Aunque... le resultaba un tanto preocupante lo que había de alguna forma adivinado sobre el padre de su bebé. En efecto, era un hombre excepcional...
— — — —
Pese a todo, los meses siguientes fueron de los más pacíficos que Ann viviría en mucho tiempo. Su embarazo progresó de forma adecuada, sin ninguna complicación física. Acudió a cada una de sus revisiones, tomó puntalmente sus medicamentos, e hizo cada una de las cosas que los médicos le recomendaron. Su vientre iba creciendo poco a poco con el pasar de los días, lo que le dificultaba el andar. Aun así, no se sentía tan mal como esperaba. Casi no tuvo mareos o dolores, y de hecho se sentía bastante bien.
La parte menos agradable de su estadía empezó un poco antes de que entrara a su último mes de gestación. Ann no hizo mucha amistad con el resto de las pacientes, pero Ingrid y Gema se volvieron sus principales compañeras durante ese tiempo. Aunque su actitud reticente y reservada le impedía ver a alguna como una amiga, ciertamente era un desahogo el tener a alguien con quien hablar y compartir. Sin embargo, en un momento Ingrid pareció tener un intenso ataque durante la madrugada, tanto que la hizo despertarse alarmada. Las monjas y el doctor de guardia se la llevaron en una camilla, y ya no volvió. Cada cierto tiempo le preguntaba a Gema sobre su estado, y ella sólo le decía que estaba en observación en al área de cuidados intensivos, pero no daba más detalle al respecto.
Ese suceso tan repentino tomó bastante por sorpresa a Ann. El estado de salud de Ingrid se había mantenido bastante igual desde su llegada, o al menos eso le había parecido. Pero claro, ella no era nada cercano a un médico, así que bien podrían haber estado pasando cosas dentro de ella que no se exteriorizaban. La propia Ingrid le había dicho que no creía durar mucho tiempo en ese sitio, así que había sido avisada con bastante anticipación de que algo así podría pasar. Le sorprendió sobre todo el darse cuenta de lo mucho que su ausencia le afectó. Supuso que simplemente se había acostumbrado a su presencia, a su voz, y a sus anécdotas, que en realidad eran bastante interesantes. Había viajado por casi todo el mundo, y vivido en varias de las ciudades más importantes. Eso tenía sentido con lo que le había dicho cuando se conocieron, sobre que había sido muchas cosas en diferentes momentos.
Un par de semanas antes de la fecha programada para su parto, Gema también desapareció, aunque de una forma menos dramática. Sólo una mañana la monja que le trajo sus medicamentos resultó ser otra; más regordeta y de menor actitud risueña. Ann le preguntó sobre Gema, pero su nueva enfermera sólo le dijo qwue ahora tenía otras obligaciones, y no pareció estar de humor para responder ninguna otra pregunta; y se mantuvo así por el resto de los días.
Sin Ingrid y sin Gema, esas últimas dos semanas resultaron ser un tanto solitarias. Por suerte, fue un tiempo corto.
Comenzó a sentir los dolores previos al parto desde algunos días antes del gran día, y al menos en un par de ocasiones ella, y algunos de los doctores, pensaron que ya sería el momento. Pero no, el pequeño en su vientre se esperó hasta el último momento.
Su fuente se rompió temprano en la mañana, y fue llevada de inmediato al quirófano. Aunque bien, llamar a aquel sitio quirófano era darle demasiado crédito. Era más un cuarto aislado con una cama más amplia y resistente, y espacio suficiente para que el Dr. Dal Bianco y las enfermas pudieran maniobrar mejor.
Le habían advertido que podría estar un largo tiempo esperando sólo a que tuviera la dilatación correcta para comenzar el parto, pero esa espera resultó ser casi diez horas. Le aplicaron un medicamento para el dolor, y eso lo hizo un tanto más llevadero. Aun así, fueron horas de incomodidad, sudor, una presión en toda la parte baja de su cuerpo como si éste se le fuera a desgarrar, mareos y nauseas. Fue como si todas esas molestias que por suerte no tuvo durante los meses anteriores, se hubieran acumulado para salir todas justo al final.
«El milagro de la vida» se decía a sí misma entre risas, maldiciendo a cualquiera que hubiera dicho tal cosa en el pasado. Y aun así, ninguna de esas molestias se comparó cuando ya fue el momento de la verdad.
Todos decían que los partos eran dolorosos, pero las descripciones y advertencias no le habían sido suficientes. Sentía como si su cuerpo entero se fuera a partir en dos, pero de una forma bastante lenta. En un momento notó al Dr. Dal Bianco con su cara metida entre sus pierna y a las monjas que corrían de un lado a otro, pero llegado un punto dejó de verlos o escucharlos, como si gran parte de su cerebro se hubiera apagado para enfocarse sólo en la pesada labor que estaba llevando a cabo. De vez en cuando le llegaban algunos escuetos remedos de voces que le decían cosas como: "Tú puedes, Martina" o "un poco más, sólo un poco más", y lo único que ella quería gritarles era que se callaran sus putas bocas, y que si les parecía tan sencillo que lo hicieran ellos en su lugar. Pero su cerebro seguía medio apagado, así que no fue capaz de articular palabra alguna.
A la mitad ya se encontraba totalmente agotada y sólo quería desmayarse. Pero siguió un poco más, ese "un poco más" que le decían repetidas veces que faltaba. No pensó que realmente un cuerpo humano fuera capaz de resistir tanto, y de modificar tanto su estructura y aumentar tan exponencialmente sus fuerzas para lograr algo como eso. Ese debía ser el verdadero milagro del que tanto hablaban...
El veinteavo "un poco más" fue al fin el último. Sintió de golpe como toda la presión que tenía acumulada en su parte baja salió de golpe como el corcho de un champagne, sintiendo al fin aunque sea un poco de alivio. Se dejó caer rendida a la cama, con su cabeza dándole vueltas y sintiéndose asfixiada al no poder respirar con normalidad. En su mente no estaba segura si ya había terminado todo o no, pero ya le daba igual. Quería dormirse y no despertar en días, o nunca si era posible. Sus ojos se estaban ya cerrando plácidamente... cuando entonces lo escuchó.
Era un llanto, un sonoro y estridente llanto que retumbó el cuarto. Ese llanto la hizo reaccionar, inyectándole de golpe un gramo de energía adicional que la hizo volver a abrir los ojos y alzarse lo suficiente para ver un poco de lo que ocurría. Todo era borroso y confuso, pero lo que notó fue el manchón blanco de las monjas, todas juntas entorno a un punto, hablando y cuchicheando alrededor de la fuente del llanto. Estaban limpiándolo lo mejor posible, y envolviéndolo con una manta blanca. Se tomaron su tiempo, antes de que una se girara hacia ella, cargando en sus fuertes brazo ese bulto envuelto que seguía chillando con dolor y miedo.
—Felicidades, Martina —pronunció alegre la monja mientras se le aproximaba—. Es una niña.
Aquello terminó por espantar casi por completo el letargo en el que se había sumido.
—¿Una niña...? —musitó despacio. «Justo como Ingrid predijo» pensó fugazmente, aunque no le dio mucha importancia de momento. Su vieja compañera de cortina tenía un cincuenta-cincuenta de posibilidad de acertar, después de todo.
Intentó incorporarse, pero el ardor de su cuerpo la hizo caer de nuevo contra su almohada.
—No te levantes, querida —le indicó la monja, y entonces se agachó a su lado colocando a la bebé en la cama justo a su lado.
Ann se giró sólo un poco hacia ella. De la manta sólo se asomaba su pequeña cabecita enrojecida, coronada con unos disparejos mechones rubios. Seguía llorando, aunque ahora con menos insistencia pues posiblemente se le agotaban las energías. Parecía asustada, y ese era un sentimiento que Ann compartía. Instintivamente colocó su mano sobre su cuerpo cubierto con la manta, acariciándola lentamente.
—Hola... —susurró muy despacio—. Eres tan pequeña... Yo te sentía enorme adentro de mí...
La bebé poco a poco se fue calmando. Sus llantos se apaciguaron hasta apagarse por completo y quedar sólo ahí recostada, con sus ojitos cerrados.
Una vez que el doctor y sus ayudantes terminaron con su labor, dejaron a la nueva mamá y a su bebé a solas. Ann sintió que recuperaba un poco las fuerzas de su cuerpo, por lo que se permitió sentarse y tomar a la pequeña en sus brazos. La pequeña se veía mucho más tranquila. De seguro ya se estaba acostumbrando al mundo exterior.
—¿Qué otra cosa nos queda?, ¿cierto? —Le susurraba despacio mientras con sus dedos apenas rozaba la suave piel de su carita, así como sus cabellos—. Sólo adaptarnos o morir. Pero tú viniste a este mundo a vivir y ser más fuerte de lo que yo fui. ¿De acuerdo?
La bebé, obviamente, no le respondió. Pero Ann se sintió satisfecha con tan sólo tener alguien con quien pudiera hablar tan libremente.
Ese par de horas en la que estuvo a solas con ella la hicieron sentir que toda esa experiencia casi traumática de antes había valido un poco la pena. Era hermosa a su modo. Claro, su cara estaba enrojecida y arrugada, y parecía una especie de criatura alienígena si la miraba de cierto ángulo. Pero aun así, tenía una belleza particular que a Ann tenía fascinada. ¿Cómo algo como eso pudo haber surgido de alguien como ella? Ese sí era un milagro...
Pero ese par horas pasaron, y era momento de volver a la realidad.
Dos personas entraron con paso firme al cuarto. Ann pensó que era el doctor o alguna de las monjas, pero no. En su lugar, vio a un hombre y una mujer, ambos vestidos con atuendos negros bastantes finos. Los dos se aproximaron hacia la cama sin decir nada en un inicio, hasta pararse justo al pie de ésta.
—¿Señorita Ricci? —Pronunció el hombre con voz grave e impasible—. Venimos por la bebé.
—¿Qué? —Exclamó Ann casi horrorizada, e instintivamente abrazó un poco más a la pequeña contra sí—. Pero... es demasiado pronto. Apenas...
—El Sr. Lyons quiere terminar rápido con este asunto —señaló el hombre, con el mismo tono de antes.
Ann miró a cada uno de esos individuos con dureza. Ninguno le daba una buena impresión. Ambos la miraban con tanta frialdad, como si fueran maniquís de un aparador y no personas de verdad. Intentó ver a sus costados y notar si acaso venían armados, pero no logró cerciorarse por completo. Y, aunque no lo estuvieran, ¿qué más daba? No había nada que pudiera evitar que eso pasara. Ya fuera en ese momento, en unas horas o días más, al final de cuentas, todo terminaría de la misma firma. Ese era el trato.
—Lyons me prometió que ella estaría bien —declaró Ann con fiereza—. Que si hacía esto, podía salvar su vida...
—Si eso fue lo que él le prometió, ¿entonces qué es lo que teme? —Respondió el hombre, encogiéndose de hombros. Si acaso intentaba tranquilizarla con esas palabras, estaba haciendo un pésimo trabajo.
La mujer, que hasta ese momento había permanecido en silencio, se aproximó hasta pararse a un lado de la cama. La miró con cierto desdén, y entonces le extendió sus brazos sin más.
—Entréguemela, por favor —pidió con una voz mecánica e insensible, como proveniente de algún robot.
Ann echó un vistazo a la pequeña en sus brazos, y contempló una vez más su pequeña carita, sus cabellos rubios, y sus manitas con dedos que apenas y lograban ejercer un poco de presión entorno a uno suyo. Ann sintió por dentro el inmenso deseo de llorar, pero lo contuvo usando cada milímetro de autocontrol que tenía. No les daría a esos dos robots el gusto de verla así.
Se inclinó cuidadosamente hacia la bebé, besando con delicadeza su cabecita. La pequeña se agitó un poco en el regazo, y luego volvió a quedarse quieta.
—Te encontraré, lo prometo —le susurró muy despacio teniendo aún sus labios cerca de su cabeza, y esperando que los dos robots no la oyeran.
Se enderezó y de mala gana obedeció, extendiendo sus brazos con la pequeña hacia la mujer. La mujer la tomó, sorprendentemente, con bastante cuidado. Y sin decir ni una palabra más, ambos se dirigieron a la salida apresuradamente. Ann los vio salir desde la cama, y desaparecer por el pasillo detrás de la pared, llevándose de esa forma a su bebé.
Pero esa última promesa que le había hecho antes de que se la llevaran no había sido en vano, y tarde o temprano la cumpliría.
— — — —
Ann se quedó en Santa Engracia sólo dos días más para reposar y recuperarse del parto. Su actitud había cambiado drásticamente desde que se llevaron a su bebé. Se volvió incluso más solitaria, más callada, y más indiferente ante las monjas que la atendían. No quería hablar ni ver a nadie. Usó ese tiempo sólo para sumirse en sus propios pensamientos y preocupaciones. Se sintió similar a cómo se había sentido en el parto, retraída en sí misma con su cerebro medio apagado y concentrado sólo en un par de acciones a ña vez. Todo lo demás, había desaparecido para ella.
La mañana del tercer día, sin embargo, era momento de volver, en más de un sentido. Se levantó temprano, se duchó y se puso el mejor de los cambios de ropa que había traído consigo. Se maquilló detenidamente, como lo hacía cada mañana antes de ir a su oficina antes de ese desastre. Y mientras se admiraba a sí misma en su espejo de mano, sus labios rojos dibujaron esa fragante sonrisa que la haría tan reconocida en años posteriores. Lo único que no le encantaba era su cabello; tendría que ir a un buen estilista una vez que volviera a Florencia. Pero ya le habían indicado que no estaría ahí por mucho. En unos días más tendría que volar hacia los Estados Unidos, a empezar un nuevo trabajo y una nueva vida. Y Ann Rutledge estaba más que preparada para ambas cosas.
Arrastrando su maleta con ruedas por el sitio, se despidió amablemente de cada una de las pacientes, monjas y doctores, incluyendo aquellas personas cuyo nombre desconocía, o más bien nunca le interesó en lo más mínimo aprender. Pero la manera en la que les hablaba, los miraba y les sonreía los hacía sentir como si fueran verdaderos amigos de toda la vida.
«Colmena de mentirosos hipócritas» pensaba para sí misma mientras hacía su recorrido de despedida. «Todos fueron cómplices de este ultraje, lo supieran o no. Quisiera poder quemar este sitio con todos ustedes dentro. Y quizás algún día lo haga...»
Mientras iba camino a la salida, con su espalda erguida, su rostro en alto y sus tacones resonando en el empedrado, vio a una joven monja de hábito blanco salir por una puerta delante de ella, cargando en sus brazos un bulto se sábanas blancas. Ann se detuvo como si acabara de ver una repentina aparición, y bien podría llamarla así. Reconoció a la religiosa, y una sensación de genuino gozo le llenó el pecho.
—Gema —pronunció con fuerza, y la mujer de velo blanco se detuvo a mitad del pasillo y la volteó a ver un tanto sorprendida al inicio. Ann se le aproximó más, y entonces pareció al fin reconocerla.
—Ah, signorina Ricci —sonrió modesta la monja.
Si había alguien en ese sitio de quién sí quería despedirse en buenos términos, esa era Gema. Estaba tan emocionada de verla ahí de pie, sana y salva. Había llegado a pensar que le había pasado algo trágico, al igual que a Ingrid.
—Hacía mucho que no te veía —señaló Ann, ya de pie enfrente de ella.
—Sí, lo lamento —asintió Gema—. Me asignaron a otra área, y no tuve siquiera tiempo de despedirme. Pero escuché que todo salió bien con su parto.
Ann sólo sonrió en silencio. Esperaba que le preguntara en dónde estaba su bebé y porque no estaba con ella en ese momento. Sin embargo, ella no lo hizo. Ann pensó si acaso ya sabía lo que había ocurrido. De seguro las mujeres que iban ahí a dar a luz y luego deshacerse de sus hijos por medio de la adopción, eran bastante comunes. Y de seguro debían tener el protocolo de no hacer preguntas de más, algo que Ann definitivamente agradeció.
—¿Ya se va? —Cuestionó Gema de pronto, echándole un vistazo a la maleta detrás de ella.
—Sí, es momento de volver al mundo real.
Hubo una pausa. Ann vaciló mucho entre hacer esa pregunta que le carcomía por dentro, pese a que ya sabía la respuesta. Al final tomó el valor suficiente, pues esa sería en definitiva la última vez que podría saberlo con seguridad.
—¿Sabes algo de Ingrid? —Cuestionó de pronto con tono reservado—. ¿Ella...?
Ann no concluyó su pregunta. Gema permaneció callada, mirándola sonriente y calmada. Ann notó en ese momento que aquella no le parecía la habitual expresión risueña y feliz que tanto le recordaba; no tanto un rayo de luz, como Ingrid la describía. Parecía algo más apagada. Quizás esa era la Gema real, la no tan feliz y radiante. Después de todo, la respuesta que estaba por darle no ameritaba sonreír más de lo que ya lo estaba haciendo.
—Ingrid Archer falleció, hace dos semanas —le indicó con tono serio y directo.
Ann suspiró.
—Eso creí.
—Fue bastante tranquilo, descuide. A ella le hubiera gustado mucho poder conocer a su bebé.
—Sí, lo sé.
Otra pausa silenciosa, que se volvió rápidamente incómoda.
—Bueno, será mejor que me dé prisa —le indicó un tanto más jovial, y entonces pasó a sacarle la vuelta y seguir su camino. Sería complicado darle un abrazo y beso de despedida mientras cargaba esas sabanas, así que esperaba que lo comprendiera—. Cuídate, Gema.
—Tú también cuídate, linda —Le respondió Gema de pronto cuando ya le estaba dando la espalda.
Ann se detuvo de golpe en su camino al sentir un extraño escalofrío recorriéndole la espalda. El tono en el que había dicho eso último... no le pareció normal.
Se giró lentamente de regreso hacia ella para mirarla una vez más. Gema la observaba y le sonreía, más ampliamente que antes. Y al igual que su tono, esa sonrisa y esa mirada le resultaron un tanto inquietantes, aunque no supo identificar por qué exactamente.
Sintió abruptamente aún más deseos de irse de ahí, por lo que no le dio más vueltas. Se giró de regreso a su camino, andando aún más rápido con sus tacones, y saliendo de ese sitio de una vez por todas.
Ann volvería a Santa Engracia varios años después, en busca de información sobre su hija. Gema ya no se encontraría más ahí, y nadie podría darle razón alguna de qué había pasado con ella. De hecho, muchos ni siquiera la recordarían...
FIN DEL CAPÍTULO 64
Notas del Autor:
—Gema e Ingrid Archer ambas son personajes originales que no se encuentran basados directamente en algún personaje ya existente de alguna película o serie.
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