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Capítulo 53. Hacia el sur

Resplandor entre Tinieblas

Por
WingzemonX

Capítulo 53.
Hacia el sur

A la mañana siguiente, Matilda siguió adelante con su plan de partida hacia el sur, tal y como lo había decidido la noche anterior. Ya había arreglado entregar su auto de alquiler en una sucursal local de la empresa arrendadora en Salem, y así no tener que volver a Portland; había tenido que pagar una cuota adicional, pero bien valía la pena ahorrarse aquel innecesario viaje. Luego de entregar el vehículo, se dirigiría en Uber a la estación de trenes, y de ahí tomaría el primero derecho hacia Los Ángeles, un viaje que le tomaría un día entero a lo menos. Una vez que bajara en la Union Station en el centro L. A., estaría sólo a unos treinta kilómetros de Arcadia, y de la acogedora casa de su madre.

Aún no le había comunicado a la señorita Honey que iba en camino, mucho menos que le habían disparado. Pensaba hacerlo, pero más adelante, cuando ya estuviera cerca y no se le ocurriera a su madre adoptiva querer tomar el primer vuelo hacia Oregón, alterada por la noticia de lo sucedido. Lo que menos deseaba era importunarla más de lo necesario.

Se levantó temprano para arreglarse y terminar de hacer su equipaje; todo lo mejor que su molesta herida le permitía. Tanto ajetreo no era recomendable para un herida de bala, aunque hubiera pasado limpia y sin tocar nada importante. Esperaba poder reposar lo suficiente ya que estuviera en Arcadia. Aún no eran las ocho de la mañana cuando la psiquiatra salió de su habitación, jalando detrás con el brazo sano su maleta grande ruedas, mientras un muchacho del hotel, que se había presentado por petición suya, le ayudaba con el resto del equipaje.

Una vez que abordaron el elevador, Matilda quedó más cerca del tablero, por lo que fue su responsabilidad elegir su próximo destino. Su mano instintivamente se dirigió al botón de Planta Baja, pero se detuvo unos segundo antes de presionarlo. Miró de reojo unos momentos hacia el botón del Piso 3, en dónde se encontraba la habitación de Cole. ¿Debería pasar rápido a despedirse del joven detective? Técnicamente se habían despedido la noche anterior; quizás él ya ni siquiera se encontraba ahí. Al final, la presión ejercida por la mirada inquisitiva del muchacho que la acompañaba la obligó a elegir rápidamente la Planta Baja, y las puertas se cerraron al instante.

Suspiró, algo decepcionada en realidad. Pero se dijo a sí misma, varias veces, que era mejor así.

Al bajar a la Planta Baja, se dirigió derecho a la recepción. En el camino, sin embargo, vislumbró a Cody, sentado en uno de los sillones de terciopelo rojizo del lobby, mirando su celular de forma distraída. Le indicó al chico que llevara su equipaje, incluyendo su maleta de ruedas, y se dirigió cautelosa hacia su viejo amigo.

—Cody, buenos días —le saludó, sin ser demasiado efusiva. El profesor de biología levantó su mirada de su teléfono hacia ella, y Matilda sintió algo de espanto al ver su rostro: se veía demacrado y cansado—. ¿Estás bien? ¿Tuviste una mala noche?

—En lo absoluto, dormí toda la noche —indicó Cody, esbozando una ligera, y casi forzada, sonrisa—. Pero es un efecto secundario de las pastillas; no tengo sueño, pero me siento tan cansado como si no hubiera dormido nada.

Matilda se dijo a sí misma que un medicamento así difícilmente hubiera salido al mercado, y se cuestionó cómo fue que Cody podría haberlo adquirido. Sin embargo, prefirió dejar esa duda para sí misma.

—Espero que al menos no hayas tenido pesadillas —indicó la psiquiatra, un tanto irónica, esperando no sonar por lo tanto impertinente. Por suerte, si acaso lo fue, Cody pareció tomarlo bien.

—Créeme, de haber sido así te hubieras enterado. ¿Ya te vas?

—Sí, me espera un largo camino. ¿Y tú? ¿Qué harás ahora?

Cody vaciló. No era que no supiera lo que haría; eso ya lo tenía claro. Se preguntaba, sin embargo, cuál sería la mejor forma de expresarlo. Pero quizás lo mejor era no darle tantas vueltas, pues de todas formas era prácticamente lógico.

—Volveré a Seattle —indicó con seriedad—, y arreglaré algunos asuntos que dejé pendientes allá.

—¿Con tu novia? —Cody asintió—. Espero que todo salga bien.

—Igualmente.

El hombre de anteojos se puso de pie, y Matilda se permitió acercársele lo suficiente para darle un cortés abrazo, usando por supuesto sólo su brazo sano. Cody le regresó el abrazo con suma delicadeza, procurando ni lastimarla.

—Buena suerte, Matilda —le susurró despacio mientras aún se abrazaban—. Espero verte pronto, y en mejores circunstancias.

—Lo mismo digo, viejo amigo —le respondió la castaña del mismo modo.

Ambos intentaban ser lo más corteses y, ¿por qué no?, cariñosos con su despedida. Pero lo cierto era que todo lo sucedido el día anterior había dejado marcas en ambos, más profundas incluso que un disparo en el hombro.

Se separaron luego de un rato, y Cody tomó su maletín, que descansaba en el suelo a un lado del sillón, y se lo colgó al hombro.

—Despídeme de Cole si lo ves.

—Sí, por supuesto —respondió Matilda, aunque ella bien sabía que eso no ocurriría.

Cody caminó hacia las puertas corredizas de la entrada del hotel. Matilda se dirigió a la recepción, y unos minutos después, luego de hacer su check-out, lo seguiría también; aunque para ese entonces, Cody ya se habría ido.

— — — —

Mientras Matilda estaba ya por emprender su viaje, en su habitación, Cole acababa de salir de ducharse. Dejó el cuarto de baño con sólo una toalla blanca alrededor de su cintura, mientras con otra más pequeña se secaba sus cabellos rubios. Detrás de él se elevaba una ligera neblina de vapor, resultado de la ducha caliente. Físicamente no se sentía tan mal como esperaba esa mañana; quizás no había tomado tanto como creía. Sin embargo, aunque no hubiera resaca, eso no significaba que estuviera bien.

Dejando ya atrás todo el ajetreo de aquel hospital, las cervezas, las conversaciones, peleas y reconciliaciones, e incluso el sueño... todo lo que quedaba era él, solo con sus pensamientos; y eso era quizás lo peor que le podría ocurrir.

Instintivamente tomó el control remoto y encendió el televisor, sin voltearlo a ver siquiera. No tenía intención realmente de mirar algo; sólo quería tener el ruido de fondo, y que lo distrajera aunque fuera un poco. En un inicio no funcionó. Se dejó caer de sentón en la cama con la segunda toalla alrededor del cuello. Mientras oía de fondo la voz de una periodista hablando, sus ojos estaban fijos en la alfombra y en sus pies desnudos. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Volvería a Filadelfia así nomás?, ¿iría a Indiana a ver a Eleven?, ¿o quizás intentaría averiguar en Portland si alguien tenía pista de hacia dónde podría haber ido Leena Klammer? Ninguna opción le satisfacía; todas se sentían, de alguna forma, incorrectas.

Pasó su mano por sus cabellos húmedos, tomándolos entre sus dedos con algo de frustración.

Si tan sólo Eleven estuviera ahí para darle alguna clase de consejo.

—...la solicitud de la familia Coleman por protección policiaca ha sido al fin atendida —llegó de pronto a sus oídos, proveniente del televisor. «¿Coleman?», pensó un poco aturdido. Ese apellido... él lo conocía—, y serán reubicados en algún sitio sin revelar para su seguridad. Leena Klammer —oír ese nombre bastó para llamar por completo su atención, por lo que de inmediato alzó su mirada hacia la pantalla—, es buscada también por la muerte de dos oficiales de policía, uno en el tiroteo sucedido hace unos días en Portland, y otro que fue encontrado estrangulado en el baño de un mall en Olympia, tras informar que seguía a una niña sospechosa. Se le considera armada y muy peligrosa. —En ese instante una foto de la susodicha mujer con apariencia de niña se hizo presente a lado de la presentadora, en la cual esbozaba una amplia sonrisa delante de un pastel—. Si se le ve, se exhorta a las personas a no confrontarla de frente, y llamar de inmediato a las autoridades.

Luego de ese último punto, la presentadora pasó a otro tema sin la menor espera, dejando atrás el asunto como si se tratara de un simple chisme de fin de semana. Pero no era así; gente inocente había muerto, y seguiría ocurriendo, e incluso quizás con más frecuencia. Pero, ¿por qué la culparía de hacer eso? Ella sólo cumplía con su deber de ser objetiva, y transmitir las noticias justo como y cuando se necesitaban. Ella no tenía nada que ver con ese asunto, ni tampoco había algo que ella pudiera hacer.

Pero... ¿acaso él sí? ¿Acaso aún había algo que estuviera en sus manos?, ¿o sencillamente debía irse de ese sitio justo y como Matilda quiso hacer?

De repente, comenzó a sentir un frío muy característico y, sobre todo, conocido. Dicha sensación se volvió aún más notoria debido a su casi desnudez. Supo de inmediato qué significaba: no estaba solo.

Se giró lentamente hacia su diestra, listo para lo que vería. Estaba tranquilo, pues no sintió amenaza u hostilidad, sino más bien... mucha tristeza, tanta que impregnaba el aire provocando una sensación pesada y agotadora. La figura de gran tamaño de pie a un lado de la cama, resultó ser familiar para Cole, a pesar de ser apenas la segunda vez que lo veía. Se trataba ni más ni menos del oficial Butch, aquel hombre negro de gran tamaño que había muerto hace sólo unos días atrás en Portland; la primera víctima conocida de Leena Klammer desde que comenzó toda esa locura, y la misma que acababa de mencionar la presentadora en su reportaje. El oficial, con sus ojos nublados y aquella grotesca herida de bala adornándole su frente, miraba absorto en dirección a la televisión, aunque quizás no miraba nada en realidad.

Cole sonrió, intentando tomar una postura mucho más relajada, pese a que la presencia repentina de aquel espíritu ciertamente lo inquietaba un poco.

—Hola, Butch —saludó cordialmente—. ¿Cómo has estado?

Butch no lo volteó a ver, ni respondió a su pregunta. Unos diez segundo después, sin embargo, su voz grave y lenta se hizo notar.

—Ella sigue libre... sigue matando personas. Debemos cumplir con nuestro deber...

Cole suspiró. No estaba sorprendido de escucharlo. No era el primer fantasma que se presentaba ante él, prácticamente reclamándole el no haber terminado completamente su asunto pendiente, como un cliente insatisfecho con sus servicios. Lo cierto era que Leena Klammer, su asesina, seguía más que libre.

—Lo intenté, amigo; enserio que sí —se defendió con convicción—. No te dejes agobiar por esto. Ya la atraparán.

—No, no lo harán... —respondió Butch tajantemente, y entonces se giró hacia él, aunque de nuevo era difícil determinar si realmente lo miraba—. Sólo usted puede... Debe cumplir con su deber... Usted lo prometió, detective.

—Prometí que le pasaría tu información a tus compañeros, y eso hice. Y casi me gano unos buenos puñetazos de parte de ese tal Vázquez por eso.

—Vázquez es un buen policía —mencionó Butch al aire tras unos segundos de silencio, como un pensamiento fugaz que se le había venido de pronto y debía exteriorizar con palabras.

Cole suspiró una vez más y volvió a pasar sus dedos por sus cabellos, tallando un poco su cuero cabelludo con la yema de sus dedos, como intentando amortiguar un punzante dolor.

—Lo siento, Butch —se disculpó el detective de Filadelfia—. Ni siquiera sé en dónde está ahora. Y aunque lo supiera, tiene aliados muy poderosos con ella. Yo sólo no podría hacer mucho. Lo siento.

—Lo prometiste...

—Yo sé lo que prometí —exclamó Cole exaltado, parándose tan rápido que la toalla casi se desató de su cintura—. Lo siento, sé que te fallé. Pero... hay fuerzas detrás de esto que no puedo combatir solo, especialmente sin Eleven...

Cabizbajo, se dirigió al ropero de la habitación para tomar algo de ropa limpia y cambiarse. Aún no tenía claro lo que haría a continuación, pero estaba seguro que lo que fuera tendría que hacerlo vestido. Quería de cierta forma fingir que Butch ya no estaba ahí; muchas veces si los ignoraba, solían irse por sí solos sin que él tuviera que empujarlos lejos. Y no quería tener que hacer eso; sentía bastante lastima y empatía por él. Le hubiera gustado por hacer más.

Pero Butch no se fue. Cuando Cole se viró de nuevo hacia él, el enorme policía miraba fijamente a la pared detrás del televisor, muy, muy fijamente, como si intentara comprender una extraña forma dibujada sobre ésta. El frío de la habitación se volvió más intenso, pero no fue eso lo que alertó al detective Sear, sino una incómoda sensación de cosquilleo detrás de sus orejas y nuca.

—Hey, ¿qué haces? —le cuestionó con cierta autoridad, pero Butch no respondió. Unos segundos después, vio como ese espíritu con la herida de bala en la frente caía al suelo de rodillas, como si sus piernas ya no lo pudieran sostener. Aun así, sus ojos seguían fijos en el mismo punto de la pared—. Espera, ¡no! No lo hagas...

Cole tiró su ropa al suelo y se dirigió hacia él, colocándose de cuclillas delante. Sintió el impulso de tomarlo y ayudarlo a pararse, pero se contuvo. Sabía que mientras menos contacto físico tuviera con los muertos, era mejor; en más de una ocasión hacer lo contrario le había traído consecuencias indeseables.

—Es doloroso... —gimoteó Butch, sin dejar de mirar la pared—. ¿Por qué duele tanto?

—No te fuerces de más —le susurró Cole con suavidad. Se daba una idea clara de lo que estaba intentando hacer; después de todo, fue él quien le había ensañado tal truco, e incluso directamente le acababa de decir "ni siquiera sé en dónde está ahora"—. Lo que puedes hacer y ver en este plano es limitado. Ya has intentado ver más allá una vez, no aguantarás una segunda tan pronto.

—Duele... pero debo hacerlo. Necesito ver a dónde va...

El espíritu comenzó a caer hacia un lado, y Cole, un poco inconsciente y un poco por propia decisión, rompió su propia regla y se le aproximó para tomarlo. No a todos era capaz de tocarlos, algunos sencillamente se escapaban de sus dedos como humo. Desconocía que era lo que lo determinaba. En el caso de Butch, él resultó uno de los que sí podía tocar, y logró sujetarlo en sus brazos para evitar que cayera.

—Mi familia... —musitó Butch, como un pensamiento fugaz que se escapaba por sus labios—. Mi hijo siempre pensó que era un héroe.

—Y lo eres, Butch.

—Siempre quise ayudar a las personas.

—Lo hiciste, fuiste un gran oficial. —Cole sonrió afable. Sentía que la esencia del ser ante él se desvanecía—. Todo está bien, ya no hay nada que te ate a este mundo. Tu asesina pagará por lo que hizo, y tu familia estará bien. Puedes irte en paz... puedes ir a descansar. Del otro lado ya no habrá más dolor...

Butch al fin quitó sus ojos de la pared, y los fijó en el detective. Sus ojos realmente parecieron mirarlo, y no sólo mirar a la nada. E incluso, por unos momentos, parecieron reflejar vida en ellos.

—Los Ángeles... —susurró de pronto el oficial muerto, tomando por sorpresa a Cole—. Ella se dirige para allá...

—¿A Los Ángeles? —Repitió Cole; ¿estaba hablando de Leena Klammer?, ¿había podido verlo?—. ¿Por qué a los Ángeles?

Butch ya no pudo seguir diciendo nada más, y a poco su presencia en esa habitación se fue diluyendo, como una vieja fotografía que se iba haciendo amarillenta hasta que su imagen original ya no era más visible.

—No, Butch, espera...

Sus dedos atravesaron el cuerpo del policía como simple neblina, y un parpadeo después su figura había desaparecido por completo, llevándose consigo aquella sensación de frío. Cole se quedó en su sitio por largos segundos, como si esperara que algo cambiara en el entorno, pero todo se quedó tranquilo y en silencio. ¿Sería esa la última vez que vería al oficial Butch?, era difícil preverlo. Pero de momento debía concentrarse y aprovechar la información que le había compartido.

¿Leena Klammer se dirigía a Los Ángeles? ¿Por qué justo ahí de todos los sitios?, ¿no era ahí adónde se dirigía...?

—Matilda... —susurró despacio para sí mismo, una vez que fue consciente de lo más evidente de dicha situación.

Rápidamente se puso de pie y se lanzó hacia a puerta, pero se detuvo justo delante de ésta al recordar que seguía desnudo. Se dirigió, ahora con más apuro, hacia su ropa y comenzó a vestirse lo más rápido que le fue posible.

— — — —

En la habitación 14 del Ringland Motel, tras que Esther tirara el televisor al piso y se encerrara en el baño, sus dos acompañantes tenían que empezar igualmente a moverse. Lily, sin embargo, permaneció un tiempo más en cama, pese a que ya no había televisión que ver. La realidad era que su pequeño arrebato de rebeldía había sido de cierta forma una tapadera, pues su verdadero deseo era, en efecto, no levantarse. La pierna le dolía mucho más de lo que había demostrado ante Samara, y comenzaba a sentir algunos escalofríos leves recorriéndole el cuerpo. Se negaba a sí misma a aceptar lo que aquello podría significar, incluyendo lo realmente débil que quizás era en realidad. "Las personas son tan... frágiles," le había dicho a Esther hace unos días en aquel McDonalds, y al parecer eso igualmente se aplicaba a ella misma.

La niña de Portland respiró hondo. Se retiró de encima el cobertor y echó un vistazo a su muslo, envuelto en los vendajes que, sin embargo, ya no estaban tan blancos; manchas rosadas comenzaban a formarse en un punto específico, como las manchas de un dálmata. Soltó una maldición silenciosa y entonces intentó sentarse en la orilla de la cama, y aquello le provocó un respingo de dolor, aunque tolerable. Sin embargo, al momento de querer pararse, el tener que enderezar la pierna y aplicar peso sobre ella, ya no fue tan tolerable, e irremediablemente se desplomó al suelo justo entre las dos camas.

—¡Aaaaah! —gimió adolorida y enojada, pues además al caer se había terminado golpeando el área herida.

—¿Estás bien? —preguntó Samara genuinamente preocupada, mientras se le aproximaba y se agachaba a su lado.

—¡De maravilla!, ¡¿tú qué crees?! —Le gritó Lily furiosa, y como pudo se sentó en la alfombra. Colocó sus dedos alrededor de su muslo, apretándolo un poco—. Algo está mal... ayúdame a quitarme esto, ¡rápido!

Con algo de desesperación, pero con la moderación suficiente que le provocaba el dolor, comenzó a quitarse el vendaje, mientras Samara intentaba torpemente de ayudarle lo mejor posible. Conforme más retiraban las capas de vendas, más rojas se volvían las manchas de dálmata, hasta que se volvieron una sola, rojiza y bastante nítida, similar a la forma de Australia. Una vez que quitaron por completo la venda y el apósito remojado, lo que descubrieron debajo no tenía buen aspecto. En el apósito no sólo había sangre, sino también algunas manchas amarillentas, que también se encontraban dentro del círculo casi perfecto que dibujaba la entrada de la bala. La piel alrededor de ella e encontraba enrojecida, y le ardía como si le estuviera pegando el sol de verano directamente.

Otra maldición silenciosa se dejó escapar de sus labios.

—Se volvió a abrir, y creo que está infectada... —masculló Lily, respirando con un poco de agitación—. Sabía que esto pasaría...

Samara contemplaba asustada la herida, y también la expresión de sufrimientos que adornaba el rostro de la niña castaña.

—Debes ir a un hospital —señaló con su voz temblando un poco.

—Díselo a nuestra captora. —La voz Lily comenzó a sonar débil y carrasposa—. Pero te lo prometo, si yo muero... me la llevaré conmigo...

Samara se quedó en silencio, contemplando la herida expuesta, de apariencia e incluso olor desagradable. Sintió que el estómago se le revolvía y su aliento se cortaba. Y entonces vino de nuevo: una sensación fría, húmeda y pegajosa, justo a su lado derecho. La niña se puso tensa, y tímidamente se giró en dicha dirección. Lo que vio, quizás unos días atrás la hubiera aterrorizado, pero en esos momentos parecía poco a poco irse acostumbrando. Aquella otra niña, aquella otra Samara, estaba de cuclillas justo a su lado, muy, muy cerca... Sus largos y sucios cabellos negros caían al frente, y sólo se asomaba parte de su rostro arrugado y pálido, y su ojo derecho nublado y muerto. Ese ojo la miraba fijamente, y Samara tuvo el instinto de alejarse, pero no lo hizo.

—No llegará a su destino en ese estado —susurró aquel ser, con su voz resonado como eco—. Tú puedes ayudarla... si me permites hacerlo...

—¿Cómo? —preguntó casi sin proponérselo.

—¿Cómo qué? —respondió Lily, confundida. Ella no veía al ser espectral que estaba prácticamente delante de ella.

—Déjame enseñarte... el alcance de nuestro poder... —musitó la otra Samara, y aproximó lentamente su mano, haciendo el ademán de querer tomar la suya. Samara, sin embargo, apartó su mano rápidamente y retrocedió un poco para hacer distancia entre ambas.

—No, no quiero...

—¿No quieres qué? —soltó Lily, aparentemente algo molesta—. ¿Qué te pasa?

Samara ignoró el cuestionamiento de la niña herida, pues su atención estaba fija en aquel ser que la miraba y prácticamente acosaba. En un parpadeo, casi como si de una película a la que le faltara un pedazo se tratase, el ser cortó de golpe toda la distancia que las separaba, pasando de dónde se encontraba originalmente, a estar justo delante de ella. Samara, asustada, se hizo más para atrás, hasta golpear su cabeza contra el buró entre las camas. El ser avanzó con sus manos y piernas, hasta prácticamente colocarse sobre ella, como un animal acechando a una presa.

—¿Quieres tener una muerte más en tu consciencia? —le susurró despacio, y sintió su aliento pútrido sobre su cara, y de nuevo sintió que el estómago se le revolvía.

—Oye, ¿qué te ocurre a ti? —Insistió Lily, confundida por su extraño actuar. Samara la miró, pero principalmente a su pierna herida. Se veía mal... ¿realmente moriría si no hacía algo? ¿Moriría si ella no la ayudaba? ¿Sería entonces su culpa...?

Y en ese momento pudo sentir como los dedos de la fría y huesuda mano de la otra Samara, rodearon la suya.

Antes de que Lily pudiera moverse, o siquiera hacer alguna otra pregunta, el semblante de Samara cambió abruptamente. De verse asustada y cohibida, pasó a reflejar una sensación más fría, seria, e incluso algo ausente. Pero lo que más confundió a Lily no fue su rostro, sino su mente. No es que estuviera siempre leyendo la mente de las personas, pero casi siempre percibía algo de ellas, aunque fuera tan escaso e incomprensible como el sonido lejano de la estática de un televisor. Pero nunca había percibido lo que percibió en aquella niña en ese momento: absolutamente nada. No percibió nada viniendo de ella, como si en verdad ante ella no estuviera ninguna persona... o ninguna viva.

El saber que siempre ante cualquier amenaza, humana o animal, podía usar sus poderes para confundirlo e incluso acabar con él si lo ocupaba, siempre le provocaba bastante tranquilidad y sensación de poder. Incluso ante Esther, estando atada, herida, o del otro lado del cañón de su pistola, siempre sabía que si lo quería, con tan sólo pensarlo podía reducirla a una baba insignificante que terminaría tragándose su pistola y empanzarse de sus propias balas. Pero al estar ante Samara en ese momento... nunca le había pasado algo como eso antes, pero tuvo el presentimiento inmediato de que si acaso lo intentaba... no podría usar sus poderes en ella en lo absoluto; ¿cómo podría hacerlo ante una persona que era casi como si en verdad no estuviera ahí? Y eso, por primera verdadera vez en su vida, la hizo percibir aquello que tanto disfrutaba hacer que los demás sintieran y tanta satisfacción le provocaba: miedo...

De pronto, Samara se le aproximó rápidamente, casi lanzándosele encima. Lily quiso retroceder, pero el dolor de su pierna no la dejó moverse demasiado. La mano derecha de Samara de aferró de golpe fuertemente a su muslo, tanto que sus dedos casi se encajaron en su piel.

—¡Ah!, ¡¿qué haces?! ¡Suéltame! —Gimoteó Lily con dolor, y comenzó a forcejar, intentando zafarse de su agarre. Samara no respondió, y no la soltó para nada. Sus ojos oscuros estaban fijos en su herida, y un instante después, justo desde el punto en el que sus dedos presionaban su piel, comenzó a dibujarse sobre éste decenas de líneas negras, como venas o ríos negros dibujándose por debajo de la blanca epidermis

—¡¿Qué estás haciendo?! ¡Aaaaaah! —Lily gritó intensamente con dolor, pues sentía como si le estuvieran desgarrando la piel con hierro hirviendo; un dolor aún mayor que cuando casi fue cocinada viva en su propio horno.

Las venas negras comenzaron a congregarse en el área de la herida, comenzando ennegrecer toda esa área poco a poco, y eso provocó que el dolor fuera aún mayor.

La puerta del baño se abrió en ese mismo instante, y Esther salió apresurada de éste.

—¡¿Qué están haciendo?! —les gritó molesta, pero al ver Lily en el suelo retorciéndose de dolor y a Samara agarrándola fuerte de su pierna, se quedó congelada unos instantes.

—¡Me quema!, ¡aaaaaah! —gritaba Lily tan intensamente que sin lugar a duda más de uno ya la había escuchado afuera.

—¡Deja de gritar! —ordenó Esther, pero Lily obviamente no la obedeció. Se acercó hacia Samara, y la tomó de los hombros, y la jaloneó, intentando apartarla de Lily, pero Samara no cedió. El área de la herida de bala ya estaba totalmente negra, y burbujeaba, casi como si estuviera hirviendo—. ¡¿Qué le estás haciendo?! ¡Detente! —Samara siguió en lo suyo, sin mirarla siguiera—. ¡Qué te detengas, dije!

Esther se puso de pie en ese momento y la pateó con fuerza en la cara con la planta de su pie. La fuerza fue tal que el cuerpo de Samara fue empujando hacia atrás y se golpeó de nuevo contra el buró, ahora con tanta fuerza que la lámpara sobre éste se tambaleó cayó hacia un lado. Cuando la mano de Samara al fin se soltó del muslo, el dolor inmediato de Lily desapareció dejando en su lugar un ardor similar a una comezón. La niña de Portland tuvo el tiempo suficiente para mirar su pierna, mirar la mancha oscura que se había formado justo en donde antes estaba su herida, como una grotesca y gigante varice. Y entonces, sus ojos se pusieron en blanco y se desplomó hacia atrás, perdiendo por completo la conciencia.

—No, no, ¡no! —exclamó Esther furiosa, y rápidamente la tomó de sus ropas y la alzó, sacudiéndola. El cuerpo de la niña se agitaba como un muñeco de goma, sin oponer menor resistencia—. ¡Reacciona!, ¡despierta maldita bastarda! —Le gritaba mientras la seguía agitando, e incluso le dio un par de bofetadas, pero la niña no despertó. Revisó rápidamente su pulso, el cual, para su alivio, seguía presente.

Samara comenzó a incorporarse de nuevo tras su golpe. Estaba adolorida y algo confundida, pero Esther no le dio oportunidad alguna de recuperarse por completo, pues de inmediato la tomó de sus ropas nuevas y la alzó de un jalón para obligarla a ponerse de pie.

—¡¿Qué le hiciste?! —le gritó frenética, encarándola.

—Yo... no sé... —tartamudeó Samara, asustada y nerviosa.

—¿Cómo que no sabes? ¡Respóndeme!, ¡¿qué le hiciste?!

—¡No sé!, ella me dijo qué podía ayudarla...

—¿Ella? ¿Ella quién? —Samara no respondió; sólo se le quedó viendo con sus ojos ligeramente llorosos y confundidos.

Esther la soltó abruptamente, y ella estuvo a punto de caer al suelo, pero se sostuvo del buró. Esther dirigió su mano derecha a su espalda, y sacó de su escondite su arma cargada y estiró el brazo hasta casi pegar el cañón de ésta a su frente. Samara contempló en silencio el agujero de salida del cañón, y cerró sus ojos entre pequeños sollozos. Quizás, en el fondo, deseaba que tirara de ese gatillo y acabara con eso de una vez por todas. Sin embargo, Esther no lo hizo. Si realmente tenía intención de dispararle, no tuvo oportunidad de hacerlo, pues en ese momento se escuchó como alguien golpeaba violentamente la puerta del cuarto.

—¿Qué sucede ahí adentro? —Vociferó la voz de Owen Ringland, quien justo antes de al fin irse a su casa tras la larga noche de turno, recibió quejas de los otros pocos huéspedes sobre un escándalo en la habitación 14—. ¿Todo está bien?

El rostro de Esther se puso pálido, y con toda la conmoción que la rodeaba la primera opción de contestación que se le vino a la mente, fue jalar su arma de Samara hacia la puerta y disparar a través de ella al menos unas cinco veces. Sin embargo, logró respirar hondo y contenerse para no hacer tal cosa.

—No pasa nada, gracias —pronunció con fuerza, y en realidad no muy tranquilizadoramente.

—Se escucharon gritos y golpes...

—¡Qué estamos bien! —Exclamó aún más fuerte y agresiva que antes.

—Abriré la puerta —indicó Owen, y rápidamente pasó a su usar su tarjeta maestra para abrir.

—¡No!

Esther se olvidó de Samara y Lily y se lanzó hacia la puerta, colocando todo su peso contra ésta (que en realidad no era mucho), para evitar que Owen la abriera por completo. El hombre de cincuenta años y la mujer de cuarenta uno comenzaron empujar la puerta en direcciones contrarias, mientras esta última intentaba alcanzar la cadena con su mano para ponérsela a la puerta, pero su estatura y la posición en la que estaban no se lo permitía.

—¡Déjenme entrar ahora! —exigió Owen, y entonces retrocedió sólo un poco, para luego golpear por completo la puerta con su hombro, empujando a Esther en el proceso y haciendo que cayera de sentón en la alfombra.

Owen abrió complemente la puerta y se asomó hacia adentro. Lo primero que vio fue a Esther en el suelo justo delante de él, la cabeza de Lily inconsciente asomándose desde atrás de la cama, y a Samara contra el buró, con su cabeza agachada y sus cabellos cubriéndole la cara.

—¡¿Qué está sucediendo aquí?! —cuestionó molesto y confundido, y lo siguiente que notó fue como Esther, aún en el suelo, alzó su pistola intentando apuntarle con ella—. ¡Oh por...!

Había un motivo por el cual el viejo señor Ringland escondía un arma debajo de su mostrador. Había tenido varios trabajos en su vida, pasando por repartidor de pizzas, cajero de tienda de conveniencia, guardia de camión blindado, guardia de banco, y llegando al fin a ser el gerente de su propio motel que administraba con su familia. Y en todo ese recorrido, los asaltos que había sufrido en el trabajo no eran pocos, como igualmente no lo eran las pistolas que lo habían llegado a apuntar a la cara, incluso ahí mismo en su motel. Owen no le temía a las armas, y en sus años como guardia había tomado varias clases sobre cómo defenderse y desarmar a un atacante. Sin embargo, la primera regla era no intentarlo al menos de que la vida estuviera realmente en riesgo, y estuviera a su alcance luchar para salir de esa; esa situación parecía cumplir ambos requisitos.

Antes de que Esther jalara el gatillo, Owen se quitó de su ruta de disparo, se lanzó al frente, y la tomó firmemente de la muñeca, alejando el arma de él al tiempo que intentaba quitársela. Esther se aferró al arma como si tuviera garras. Ambos cayeron al suelo, comenzando a forcejear y a empujarse. Samara, por su lado, continuaba quieta en su lugar.

—¡Suéltala, mocosa! —Ordenó Owen, y mientras sujetaba la muñeca de la pistola en alto con una mano, con la otra empujaba el rostro de Esther lejos de él.

—¡No me toques!, ¡anciano gordo y horrible! —chilló Esther, mientras con sus pies le pateaba en abdomen, quizás en un intento de alcanzar sus partes bajas.

Owen al final se hartó y no tuvo más delicadeza. Cerró su puño, y sin importarle si era una niña, le propinó un fuerte puñetazo directo en la nariz, haciendo que todo el cuarto girara para Esther, y la supuesta niña cayera de espaldas a la alfombra. Owen le quitó la pistola y la tomó con ambas mano, apuntándole en el piso cuando él ya fue capaz de pararse. Esther, aturdida y con su nariz sangrándole y quizás rota (aunque de seguro no por mucho), intentó sentarse, pero la amenaza del arma apuntándole dejó a la mitad su intento. La verdad era que desconocía hasta qué punto su cuerpo podía curarse, pero presentía que una bala bien puesta en su cabeza estaba por encima de dicho límite.

—¡¿Qué está pasando?!, ¡¿qué le ocurrió a ella?! —Gritó Owen, señalando con su cabeza hacia la aún desmayada Lily. Esther, sin embargo, no respondió—. ¡¿Dónde su papá?! —De nuevo, no hubo respuesta. El hombre comenzó a retroceder hacia la puerta. Mientras sujetaba el arma con la mano derecha, con la izquierda intentó sacar su teléfono celular—. Llamaré a la policía...

Esa amenaza puso en alerta a la mujer de Estonia. Se disponía a lanzársele encima y taclearlo, así tuviera que recibir dos o tres disparos, con tal de detenerlo. Sin embargo, no fue necesario.

—No... —escucharon como pronunciaba abruptamente una voz grave, y potente como un rayo, retumbando en el eco del cuarto. La mirada de Owen se centró en la tercera ocupante de la habitación, aquella que se había quedado tan calmada y aparte durante todo el forcejeo. Samara alzó su rostro en su dirección, y a través de la cascada de cabellos negros lograron distinguirse sus ojos, oscuros e intensos, llenos de una furia inhumana que Esther reconoció: eran los mismos que tenía cuando su madre la atacó en aquel pasillo.

Owen, por algún motivo, se sintió aterrado al sentir esos ojos sobre él; tanto que inconscientemente alzó el arma, apuntando a la niña con ella, pero sus dedos se encontraban paralizados y no fue capaz de presionar el gatillo. Samara comenzó a rodear la cama, pasando a un lado de Lily y Esther, y empezó a avanzar hacia Owen sin quitarle los ojos de encima ni un instante. El hombre comenzó a retroceder asustado, intentando huir de ella... intentando que no se le acercara ni un poco.

—Déjanos en paz, cerdo asqueroso... —masculló Samara, y de nuevo su voz sonó tan diferente a la que tendría una niña de su apariencia.

Owen siguió retrocediendo y retrocediendo, cada vez más rápido, hasta que su espalda se encontró con el barandal de seguridad del pasillo. El cuerpo del antiguo repartidor, cajero, guardia y gerente, pasó por completo por encima de dicho barandal, hasta que sus pies señalaron hacia el suelo. Luego se desplomó desde aquel segundo piso, directo hacia el primero, y desapareció por completo de la vista de Samara. En ese momento la niña pareció reaccionar, y su expresión volvió abruptamente a la normalidad. Lo siguiente que escuchó, sin embargo, fue un golpe seco y fuerte, acompañado uno similar a como se rompiera en dos una madera, y unos segundos después un par de gritos ahogados.

—¿Qué fue eso? —preguntó alguien.

—¡Ay, por Dios! —gritó otro más.

Samara, casi en trance, se aproximó lentamente hacia el barandal, aunque en el fondo no deseaba realmente hacerlo. Se paró delante de él y asomó la cabeza hacia abajo. Y ahí vio el cuerpo de Owen Ringland, que había caído de cabeza contra el cemento, justo a un lado de la reja que rodeaba la alberca. Un grupo de personas, un mujer y dos hombres, estaban de pie a su alrededor, mientras otra mujer tomaba a dos niños en sus brazos y los alejaba de la escena.

Aún desde esa distancia, Samara pudo notar que la cabeza entera de Owen se había torcido hacia una posición en la que no debía estar, y su cuello se había rotó el dos como una vara. Y aún tenía los ojos abiertos, perdidos y brillosos. Y a su mente vino de golpe el sueño de aquel mar de cadáveres, y le pareció por un momento que entre todos ellos, podía haber estado el rostro torcido y el cuello roto de Owen Ringland.

Se sintió mareada y enferma. Su estómago se revolvió una vez más, pero esta vez ya no se pudo contener. Se dobló hacia un lado y vomitó con fuerza en el suelo del pasillo, soltando posiblemente lo poco que había cenado la noche anterior. Tosió con fuerza un par de veces, con ese desagradable sabor en su boca, y cayó de sentón en el suelo, aferrándose fuertemente al barandal como si espera que éste evitara que ella misma cayera por ese vacío.

En el cuarto, Esther contempló todo aquello absorta, e incluso algo asustada. Lo había vuelto a hacer. No había sido precisamente lo mismo que con su madre, pero sí parecido. Con un dedo se limpió la sangre de su nariz y se la tocó con cuidado con sus dedos. Aún le dolía y ardía, pero parecía ya haber vuelto a la normalidad.

Escuchó en ese momento como Lily inhalaba con fuerza por su boca, intentando llenar sus pulmones de aire con desesperación, y empezaba a toser. Esther la miró, y notó que estaba recostada sobre su costado, y se agarraba su garganta como si le picara. Gateó rápidamente hacia ella hasta colocarse a su lado.

—Oye, ¿estás bien? —le preguntó con apuro. Lily siguió tosiendo un rato más, pero luego se fue calmando.

—¿Qué me pasó? —Preguntó totalmente aturdida.

—No hay tiempo —le indicó Esther, y de inmediato se paró y tomó la maleta con el dinero, y echó en ella lo poco que vio a la vista que aún seguía afuera. En el baño había dejado algunos de sus maquillajes, pero, como ella misma había dicho, no había tiempo—. Tenemos que irnos, antes de que pase la conmoción. Párate.

La tomó con algo de fuerza de su brazo y la obligó a pararse. Lily lo hizo por mero reflejo, pero al hacerlo, se dio cuenta de algo que la hizo, en parte, terminar de despertarse.

—Mi pierna... —masculló atónita, y con una mano se tocó su muslo, específicamente esa mancha oscura que se había formado en él—. Ya no me duele... —Y, en realidad, no sentía nada en ese punto, como si no estuviera realmente tocando su propia pierna.

Esther miró esto con asombro.

—¿Puedes caminar?

—Eso creo...

Se le veía realmente confundida, pero estaba tan enfocada en ello que dejó sin problema que Esther la guiara hacia la puerta. Afuera, Samara, seguía contra el barandal, desvanecida.

—Ven, tú también —masculló Esther, tomándola de un brazo y obligándola a pararse. Samara, en un estado similar a cuando había dejado en Hospital Psiquiátrico de Eola, se paró y la siguió, sin decir nada.

La gente comenzó a juntarse en torno al desfallecido Owen Ringland, y la pistola en el suelo a un lado de él. Algunos llegarían a ver por el rabillo del ojo a las tres niñas bajando apresuradamente las escaleras y yéndose corriendo, pero ninguno repararía lo suficiente en ello como para detenerlas. Las tres seguirían, al menos por el resto de ese día, tranquilamente su camino hacia el sur.

— — — —

Unos minutos después, descalzo y apenas vestido con unos pantalones y una camisa a medio abotonar, Cole saldría corriendo de su habitación y se dirigiría apresurado al ascensor, presionando el botón repetidas veces en un irracional intento de que llegara más rápido. Subiría sólo un piso más, hasta el cuarto, sólo para dirigirse rápidamente a la misma habitación en la que había estado la noche anterior, bebiendo y charlando con la Dra. Honey. Para su sorpresa, cuando llegó se encontró con la puerta abierta y un carrito de servicio estacionado en el pasillo justo afuera. Se paró alarmado en el marco, y al mirar adentro pudo ver a una mucama retirando las sabanas de la cama, pero ningún rastro de la persona que buscaba.

—¿Dónde está la huésped de esta habitación? —Cuestionó apresurado, tomando por sorpresa a la muchacha que dio un respingo y se volteó asustada hacia él—. ¿Ya se fue? ¿Sigue por aquí?

—No lo sé —respondió confundida la mucama—. Creo que ya hizo su check-out, sólo me dijeron...

Cole no aguardó para escuchar el resto de la explicación, y sin espera se dirigió de regreso al ascensor, repitiendo el mismo ritual de presionar seguido el botón para llamarlo. Cuando el tiempo de espera superó su paciencia, prefirió bajar por las escaleras de servicio; en su desesperación, no consideró que quizás eso terminaría siendo más lento a la larga.

Para cuando llegó al lobby, sus pies descalzos ya le dolían de todo el ajetreo. Su apariencia algo descuidada llamó la atención de más de uno de los que ahí se encontraban, pero en su mayoría pasaron de largo sin mirarlo. Al no ver a Matilda por ningún lado, fue directo a la recepción, casi teniendo que empujar un lado a una mujer de abrigo de piel que se encontraba hablando con el encargado en ese momento.

—La Dra. Matilda Honey —pronunció con notorio apuro—. ¿Ya se fue? ¿Sabe si sigue aquí?

El encargado lo miró de reojo con desagrado, de seguro derivado por su exigencia poco delicada.

—No le puedo dar esa información...

—¡Soy su amigo! —añadió Cole con fuerza, antes de que incluso terminara de hablar—. Es muy importante, necesito hablar con ella. —El encargado lo miró en silencio, sin dar indicios de querer responderle—. Escuche, soy policía, ¿bien? Respóndame, ¿dónde está?

—Muéstreme su placa —le respondió el encargado con tono desafiante, y aquello hizo que la cólera le subiera por la cara al detective de Filadelfia. Por supuesto, no había pensado en lo más mínimo en traer su placa cuando bajó apresurado hasta ahí.

—Escúchame pedazo de... ¡olvídelo!

Se apartó rápidamente del mostrador y se dirigió una vez más a los ascensores. Además de su placa, otra cosa que no había bajado consigo era su teléfono celular, y en retrospectiva intentar llamarla hubiera sido mucho más productivo que aventarse toda esa carrera. La espera y la subida del elevador le parecieron eternas, pero finalmente volvió a su cuarto. Sin molestarse en cerrar la puerta, se dirigió derecho al buró en el que se encontraba su teléfono y lo tomó. Se sentó en la cama, buscó rápidamente entre sus contactos recientes el de Matilda, cuyo número se lo había pasado desde el segundo día que estuvieron ahí en Eola para que tuvieran mejor comunicación; lo encontró, y... su dedo pulgar se quedó paralizado a unos centímetros sobre el teléfono de la psiquiatra, desplegado en la pantalla.

Cole contempló en silencio el número por largo rato, y lentamente bajó el teléfono hasta casi dejarlo caer al suelo. Miró pensativo hacia la pared detrás del televisor (aún encendido en las noticias), la misma pared que Butch había contemplado tan intensamente.

"Esto en lo que te involucraste es más peligroso de lo que crees. Tienes que irte lo más pronto posible, alejarte de todo este asunto. O si no... tú morirás... y ella también..."

"No lo sé, Cole. No creo que haya alguien vivo o muerto que pueda asegurarte tal cosa. No en esta ocasión... no con este enemigo con el que te has involucrado."

"Tuviste suerte esta vez. Pero esa puta ya no podrá protegerte más. Debiste hacerle caso a tu mami cuando podías, guapo. Ahora es tarde; Él ya no te dejará ir, lo siento. Hasta la próxima..."

Apagó de manera automática la pantalla del teléfono, y colocó éste sobre la cama. Se talló su rostro con ambas mano, intentando despejar cualquier sensación que molestia que se hubiera acumulado en su piel. Se paró un rato después, y tranquilamente cerró la puerta del cuarto. Comenzó entonces a alistarse con más calma y cómo era debido.

No supo si había sido algún tipo de iluminación divina, o quizás iluminación de algún otro tipo. Pero de un momento a otro se volvió muy claro lo que debía hacer, o más bien no hacer. Matilda ya se había retirado de ese asunto, y no tenía por qué jalarla de regreso; no con tal sentencia sobre sus cabezas. Pero el peligro se encontraba bastante cerca de ella sin que lo supiera, así que él no podía simplemente irse a Filadelfia y dejar las cosas así. La decisión estaba más que tomada: si seguir en ese caso sería su muerte... mejor la suya que la de ella.

Al parecer, él también iría hacia el sur.

FIN DEL CAPÍTULO 53

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