Capítulo 50. Bobbi
Resplandor entre Tinieblas
Por
WingzemonX
Capítulo 50.
Bobbi
De vez en cuando, Roberta sentía que quizás ya estaba demasiado grande para estar haciendo ese tipo de cosas. Después de todo, ya casi eran cuarenta años de lucha continúa, de estar en movimiento, de vivir con cierto grado de paranoia constante, y con una rabia que no se apagaba con nada. Cuarenta años de destrucción, muerte, gritos, y fuego... sobre todo, mucho fuego. Y, al final de todo eso, ¿qué había logrado realmente?
Sí, definitivamente en su camino había logrado incomodar a bastantes personas, la mayoría viejos y nuevos enemigos (y algunos amigos). Había logrado revelar verdades que muchos hubieran preferido que se quedaran sepultadas unos cuarenta años más. Y, sobre todo, les había demostrado a los supuestos poderosos que mientras ellos se sentaban cómodamente en sus sillas acolchonadas, en torres de marfil lo suficientemente altas para no tener que ver a los que se arrastraban debajo, ella aún seguía ahí, viéndolos desde las sombras, esperando sólo la menor excusa para hacerles explotar sus pequeñas y vacías cabecitas con tan sólo pensarlo... figurativa y literalmente. Había hecho eso y muchas cosas más. Y, aun así, nada había cambiado; ni en ella, ni en el mundo que la rodeaba.
Por más grande y horrible que fuera la explosión, por más cimientos que sacudiera, por más grietas que provocara en la fachada de esa sociedad, tarde o temprano todo se iba olvidando. Esa era a su pesar el inevitable flujo del tiempo.
¿Toda su lucha había valido la pena de alguna forma? ¿Qué había hecho con su vida en realidad? ¿Era eso lo que esperaban sus padres de ella? ¿Era eso lo que les gustaría que estuviera haciendo a sus cuarentas? ¿Había realmente logrado algo? Aquellos cuestionamientos no solían durarle mucho, y una vez que se sobreponía se sentía más que lista para ponerse de pie y entrar en acción. Esa noche no había sido la excepción, y por ello había ido con bastante arrojo a de una vez por todas terminar con todo ese asunto. Pero las cosas no habían salido como esperaba, pues una vez más no era el sitio que estaban buscando.
Y ahora ahí estaba, a las tres de la mañana o quizás un poco más, conduciendo aquella vieja camioneta por las desoladas calles de ese barrio bajo de New York; con su mejor amiga (quizás su única amiga en realidad) en la parte trasera, apenas consciente, débil y desparramada sobre su silla de ruedas, y con el rostro cubierto de sangre. Y ambas con las manos vacías.
Roberta condujo en silencio hasta la destartalada bodega, casi cubierta por completo de grafitis en la parte exterior. Bajó unos momentos del automóvil para abrir la cortina de hierro pesado y poder introducir la camioneta. El frío de la noche le caló un poco, por lo que se cerró su chaqueta de cuero y se aproximó hasta la cortina. Abrió el candado con las llaves de Kali, y la empujó hacia arriba con fuerza. Volvió rápidamente al vehículo, lo introdujo a la bodega, y lo estacionó debidamente. Apagó el motor, y se bajó de nuevo para cerrar la reja y colocar el pesado candado ahora por dentro. Todo ello lo hizo de forma mecánica, sin prestarle realmente mucha atención a sus acciones.
Sólo hasta que estuvieron al fin seguras y encerradas, se tomó un segundo para respirar, estirarse un poco, y soltar un agudo bostezo que había esperado toda la noche poder salir. Estaba cansada, más de lo que podía aceptar. Se dirigió entonces a las puertas traseras de la camioneta, abriéndolas. Su amiga seguía con su cabeza colgando hacia atrás sobre el respaldo de su silla, con sus ojos cerrados y su boca abierta. Por un segundo, pensó que quizás realmente la había perdido esa ocasión.
—¿Ya te moriste? —le cuestionó con filo en su tono, y escuchó como la mujer de piel oscura, y cabello mitad negro mitad morado, escupía un par de tosidos carrasposos.
—Ya quisieras —le respondió. Al parecer aún le quedaban más noches por delante.
Roberta bajó la rampa que habían improvisado en la parte posterior de la camioneta, y se subió para bajar a Kali con todo y su silla de ruedas. Poco a poco parecía que se iba despejando y se hacía consciente de en dónde estaba. Cuando Roberta pasó cerca de la columna central del sitio, encendió las brillantes luces fluorescentes del techo, y éstas le pegaron fuertemente a la mujer morena en su cara, provocando que en ésta se formara una mueca de incomodidad, y que se la tapara con sus dos brazos. Casi parecía que estuviera ebria o sufriendo de una fuerte resaca; ojala fuera ese el caso.
Los vidrios de la bodega estaban todos pintados de negro para que nada, ni siquiera la luz de sus lámparas, saliera al exterior. Ahí tenían cajas y cajas de suministros, y algunas incluso con armas; un par más de vehículos, varios escritorios con computadoras de amplios monitores en ellos, así como un cuarto y una cocina improvisada, con una vieja cama y refrigerador respectivamente. Roberta no sabía qué tanto tiempo su vieja amiga se quedaría en ese sitio. Conociéndola, quizás en un par de semanas tomaría un nuevo camino, si acaso su estado actual se lo permitía.
Acercó la silla de ruedas a la cama, y entonces se dispuso a cargar a su compañera para colocarla en ella. En otras circunstancias, Kali se hubiera negado y protestado, pero al parecer estaba tan débil que no le quedaban fuerzas para eso. El olor a humo de cigarro que emanaba de sus ropas y cabello, le penetró su nariz y sintió que se quedaría alojado ahí un buen rato. La recostó boca arriba, colocando su cabeza con mucho cuidado sobre la almohada, y ella pareció agradecerlo. Roberta la contempló unos instantes sin darse cuenta. Su rostro se veía tan demacrado y avejentado, con marcadas arugas y bolsas en sus ojos. Además, su figura se había vuelto delgada y de apariencia frágil. Sentía que quedaba ya muy poco de aquella guerrera inquebrantable y fuerte que conoció hace tanto.
Buscó rápidamente un paño y lo remojó en el medio baño ubicado en el fondo de la bodega. Volvió poco después a la cama, y con él comenzó a limpiarle la sangre de su cara. La hemorragia de su nariz parecía haber parado.
—No debiste de haber hecho eso —comentó Roberta, un poco en broma, un poco en crítica.
—Dije que te cubriría —murmuró la mujer en la cama, esbozando una sonrisa burlona, seguida después un par más de tosidos—. Si no lo hubiera hecho, te habrían acribillado ahí mismo.
—Hubiera podido salir de eso sin problema yo sola.
—Sí, volando media fábrica.
Roberta sonrió y se encogió de hombros.
—Era una opción.
Terminó de limpiarle la cara lo mejor que pudo, logrando de esa forma que se viera un poco menos maltrecha.
—Ya no puedes abusar así de tu habilidad —le regañó—. Mientras más lo usas, peor te afecta.
—Es el precio de intentar crear magia en base a un tubo de ensayo —bromeó Kali, abriendo al fin sus parpados y volteándola a ver con sus ojos negros—. O salen máquinas de destrucción masiva como tú... o desperfectos como yo.
—No eres un desperfecto —señaló Roberta, sonando como si aquello la ofendiera a ella—. Sólo eres vieja.
Aquello resultó en un pequeño ataque de carcajadas por parte de la mujer en la cama, intercalado por más tos. Roberta también sonrió, alegre de haberla hecho sonreír... pero también muy preocupada. Quizás lo de ser un desperfecto lo decía medio en broma, pero en más de una ocasión la había oído decir que ya había vivido demasiado más de lo que esa "maldición" que le implantaron a la fuerza debería haberle permitido. Si ella tenía seguido sus dudas existenciales sobre qué había hecho de su vida, no se imaginaba las que la vieja Eight podría tener de vez en cuando. Aunque de seguro ella se dejaba amedrentar mucho menos por ellas.
Roberta se dirigió de regreso al baño para lavar la sangre del trapo. Sin embargo, terminó quedándose más de la cuenta enfrente del agua, tallando el trapo y manchándose sus propias manos de rojo en el proceso. Su mente divagó en el fracaso (que quizás no lo era exactamente, pero así se sentía) de esa noche. Todas las pistas y contactos las habían guiado hasta aquella supuesta fábrica de cosméticos, que era obviamente más de lo que aparentaba. Estaban seguras de que debía ser ahí: ese debía ser el Nido, o al menos les podía dar pistas sobre su localización. Kali le había conseguido un pase para ingresar, logró escabullirse, meterse por los pasadizos más engorrosos y ocultos, y encontrar esos niveles y cuartos que se escondían. Pero no era el sitio, sólo otra base secreta, agujero negro y maldito callejón sin salida como todos los otros con los que se habían cruzado antes.
Y no sólo no era el lugar que buscaban, sino que además la habían descubierto. Tuvo que hacer todo lo posible para escapar de ahí, calcinando a algunos guardias en el proceso, y dejando el lugar en llamas a sus espaldas. Y lo peor era que Kali había tenido que intervenir desde la camioneta para ayudarla, haciendo uso de sus también inusuales habilidades, forzándose de más y terminando en ese estado deplorable.
Estuvo a punto de morir, y Kali igual. Y todo hubiera sido para nada... para absolutamente nada.
Se miró a sí misma en el viejo y sucio espejo frente a ella. Reparó entonces en que su rostro redondo y de pómulos prominentes, se encontraba manchado de algo de hollín, y su cabello rubio ondulado era un verdadero desastre. Ocuparía darse un baño antes de ir a trabajar...
—¡Mierda! —Soltó en voz baja en cuanto el trabajo vino a su mente. Sacó rápidamente su teléfono celular y vio la hora. 3:45 de la mañana... y se suponía que debía entrar a las 7:00, y asistir a la maldita junta matutina de su editor a las 7:30.
Soltó otra pequeña maldición, pero ésta fue inaudible. Lo que menos le interesaba en esos momentos era pensar en ese tedioso periódico. La carrera de periodismo le había siempre interesado principalmente por la investigación, y por tener un medio para divulgar la verdad de las cosas. Y aunque aún le apasionaba, poco a poco se daba cuenta de que aquello que su padre le había comentado sobre las prensas grandes, de circulación nacional, y sin vínculos con el gobierno... se habían quedado atrás en los 80's. Ahora mientras más escandalosa y ruidosa fuera la noticia, pero al mismo tiempo intrascendente para no meterse en problemas ni agredir a nadie, era mejor.
"Genial, ahora hasta me cuestiono mi carrera", pensó para sí misma, cerrando de una vez la llave del agua. Colgó el paño en el lavabo y se dirigió de regreso a la cama de su compañera.
—Dame un cigarrillo —espetó Kali con pesadez, alzando una mano hacia ella. Roberta sonrió divertida; ya se veía mejor.
—¿Enserio? —Le cuestionó con falso tono de regaño—. Lo que necesitas ahora es descansar.
—Eso me ayuda a descansar —le respondió Kali jocosa, aunque su semblante de tornó serio de nuevo rápidamente—. Lo lamento, Bobbi.
—¿Qué lamentas?
—Era mi pista, mi investigación. Estaba tan segura... —fue interrumpida por dos tosidos, y entonces prosiguió—. Creo que perdí mi toque.
Roberta permaneció callada unos momentos, y entonces suspiró con cansancio. Se aproximó a la cama y se sentó en la orilla de ésta a lado de Kali.
—Siempre dices lo mismo —señaló, intentando sonar bromista, y tomó una de las manos de su amiga firmemente—. Descuida, yo también estaba segura. Pero no nos han derrotado, ¿oíste? Encontraremos ese Nido.
—Quizás Jane tenga razón... Quizás ese sitio ni siquiera existe...
—Existe —espetó Roberta tajantemente—, yo sé que es así, y me importa un bledo lo que Jane diga. Lo vamos a encontrar, y lo volaremos en pedazos, como se merecen esos bastardos. ¿Bien? —Kali sólo resopló como respuesta, pero lo tomó como una afirmación.
Roberta se puso en ese momento de pie y se abrochó de nuevo su chaqueta.
—Intenta, dormir.
—¿Ya te vas? —le cuestionó Kali, más como retorica que como una pregunta real.
—Entro a trabajar en cuatro horas y aún debo cruzar toda la ciudad. Volveré más tarde. ¿Estarás bien sola?
—En una hora estaré como nueva. —La mujer de cabellos morados alzó una mano, agitándola con desdén en el aire sin mirarla—. Anda, Bobbi. Vete con calma...
Roberta salió de la bodega por una puerta trasera con todo y su motocicleta BMV color negra, con franjas de llamas a los costados; cliché y poco sutil, en especial siendo ella, pero le gustaban. Se colocó el casco, encendió su vehículo, y recorrió a toda velocidad las desoladas calles hasta Midtown Manhattan.
— — — —
Roberta apenas y pudo llegar a su departamento y darse una ducha rápida sólo para quitarse el olor a humo, pólvora, y de paso cigarrillo, de encima. Se tomó dos tazas de café al tiempo que se arreglaba lo mejor posible, apenas peinándose y maquillándose lo necesario, y luego salió disparada de nuevo hacia su motocicleta. El sueño no empezó a afectarle hasta que estuvo en el elevador del edificio de oficinas en el que trabajaba. Pese al café, comenzó a cabecear un poco y soltar algunos bostezos que intentó disimular.
Llevaba cerca de año y medio trabajando como periodista investigadora en el Main News Post. Había pasado los últimos veinte años saltando de un periódico a otro por todo el país, trabajando a veces de manera independiente, y siempre publicando con diferentes seudónimos. Había hecho en ese tiempo muchas conexiones y entablado relación con todo tipo de personas. Sin embargo, nunca se quedaba demasiado tiempo en un sólo lugar para realmente hacer amigos, mucho menos tener algo remotamente parecido a una familia. Los únicos amigos reales que había tenido fueron durante su juventud, y a la mayoría tuvo que dejarlos atrás mucho tiempo atrás. Y su familia había muerto hace ya casi cuarenta años, y ella misma también se encontraba muerta desde ese entonces.
Para las personas que llegaban a trabajar con ella, era una mujer de temperamento rudo, algo reservada y cautelosa con sus palabras, que siempre rechazaba cualquier invitación a salir a beber, o a asistir a alguna fiesta o reunión social. Casi nadie conocía algo de su vida personal, y ella así lo prefería. Hacía todo mucho más simple.
Como todas las mañanas de lunes, las oficinas del periódico se encontraban movidas, con todos poniéndose al corriente con lo que habían estado trabajando durante el fin de semana, y preparando también su información para la junta de las 7:30 con Harry Pound, el editor en jefe.
—¿Otra vez tarde, Bobbi? —escuchó Roberta como le cuestionaba la voz de Valerie, su vecina de escritorio en cuánto llegó al suyo y colocó su casco sobre éste. Echó entonces un vistazo rápido a la hora marcada en el reloj de manecillas con forma de oso que reposaba a un lado de su monitor. Eran las 7:27.
—No, llego justo a tiempo —respondió Roberta con normalidad, mientras se desabrochaba su chaqueta y se sentaba en su silla para revisar lo que pudiera de su correo electrónico en esos tres minutos. En realidad, llevaba desde la mitad de la semana pasada sin tocar ni una letra de su trabajo. La misión de la noche anterior había captado toda su atención, y en parte aún lo hacía.
—Te ves fatal —exclamó Valerie justo después, haciendo nulo intento de disimular su asombro—. ¿Acaso no dormiste?
Valerie era una joven reportera de veinticinco años, ambiciosa y con muchos sueños para el futuro de su carrera, que iban más allá de las secciones de espectáculos y moda, en donde Harry la había metido desde su primer día. Era agradable y Roberta admiraba su energía y positivismo, pero esas eran dos cosas que no encajaban bien con ella, y menos esa mañana.
—Tal vez no —le respondió de forma un poco cortante, esperando que eso dejara el tema por la paz. Aparentemente no funcionó, pues pareció en su lugar despertar aún más la curiosidad de la joven reportera.
—Oh, cuéntame —exclamó Valerie con emoción, haciendo que su silla rodara hasta ponerse a un lado de la de ella. Roberta resopló despacio—. ¿Acaso hay un hombre en tu vida del que nunca has contado?
"Si lo hubiera, ¿por qué crees que lo hubiera contado?", pensó para sí misma, pero se resistió al impulso de decirlo en voz alta.
—Oh, sí; decenas de ellos —respondió con marcado sarcasmo, mientras miraba fijamente a su monitor—. Suficientes para escribir un libro.
Valerie rio divertida.
—En verdad te admiro, Bobbi. Eres justo el tipo de reportera, y mujer, que aspiro ser algún día.
—Créeme, pequeña —murmuró Roberta con pesadez, volteándola al fin a ver—. Tú no quieres ser cómo yo. No hay nada en mí que me haga digna de ser un modelo a seguir.
—¡Claro que sí! La gente respeta tu trabajo, pues eres una mujer madura e independiente que se mueve con sus propias reglas, y se mete a lugares peligrosos e inhóspitos para conseguir una historia. Tienes locas aventuras nocturnas, y eso sin mencionar que usas chaqueta de piel y te ves genial con ellas... Ah, y conduces una moto. Eres la persona más genial de este lugar, aunque... —miró sutilmente alrededor, y entonces se le acercó lo suficiente para susurrarle despacio—. Si te soy sincera, no es decir mucho, pues aquí la mayoría son hombres viejos y anticuados. Aún hay algunos que creen que soy una pasante o algo así, y me siguen pidiendo que les prepare el café. ¿Puedes creerlo? A puesto que si alguien te dijera algo así a ti, le romperías los dientes, ¿no?
Culminó su comentario con unas pequeñas risillas divertidas. Roberta no pudo evitar sonreír un poco. Entendía lo "genial" que debía parecerle si la veía desde afuera, ignorando todos los fantasmas inimaginables que cargaba dentro. Si aspiraba a ser quien creía que era, entonces estaba bien, pero todo lo que veía o creía no era del todo cierto. Aunque sí le había roto los dientes a un compañero en una ocasión, pero no por haberle pedido un café.
—Manders, Valerie —escucharon que espetaba la carrasposa voz de su editor a sus espaldas, haciéndolas sobresaltarse—. A la sala de juntas. Ahora.
Harry se dirigió con pasos pesados hacia la sala de paredes de vidrio, donde ya algunos se iban de reuniendo. Era un hombre de cincuenta, grande y robusto, de cabeza calva y piel morena. Se le escuchó y miró de mal humor; más que de costumbre.
—De nuevo se peleó con su esposa —señaló Valerie con tono jocoso.
—¿Tú crees? —le respondió Roberta de mala gana. Encima de todo, ahora tendría que lidiar con el mal humor de su jefe.
Las dos mujeres se dirigieron a la sala juntas, Valerie con su tableta y Roberta prefiriendo los clásicos libreta y lápiz; era una vieja reportera un tanto chapada a la antigua. Fueron las últimas en entrar por lo que Valerie cerró la puerta detrás de ella. Ya no había lugar en la larga mesa de madera, por lo que tuvieron que quedarse de pie. Harry estaba sentado en la cabecera de la mesa, con expresión de tener menos ganas de estar ahí que el resto de los presentes.
—Hagamos esto rápido —espetó agitando una mano con desdén en el aire sin siquiera mirar a los otros—. ¿Qué tenemos? Murray.
—Ahm... —balbuceó Murray, un hombre pequeño de cabello negro y anteojos desde una de las sillas—. La oficina del alcalde avisó que realizará un meeting el próximo sábado, en preparación para su campaña de relección...
—Ese viejo hace meetings cada vez que su desayuno le gusta —cortó Harry restándole importancia. No muchos captaron el porqué de la comparación—. Valerie.
La joven se sobresaltó un poco, pues no esperaba que la nombrara tan rápido, o incluso que la nombrara siquiera. Comenzó a revisar rápidamente sus notas en su tableta.
—Yo, pues... Hubo una función especial este sábado en el Beacon, a la que asistieron Mark Wahlberg y su esposa. Quedaron de mandarme las fotos y estoy redactando la nota...
—La quiero lista en una hora —sentenció Harry como un golpe.
—¿Una hora? Ah, sí... señor...
Se notaba duda en el tono de Valerie, y de inmediato comenzó a escribir un correo urgente, posiblemente a quien le iba a facilitar dichas fotos.
Roberta, por su cuenta, no estaba prestando mucha atención a la reunión. Desde que entró a aquella sala, su mente divagó y se distrajo de nuevo en lo ocurrido anoche, y en el estado de Kali. Pensaba en que anoche la habían visto, y que quizás no tardarían mucho en ubicarla pues incluso había tenido que hacer uso de sus habilidades; se preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que descubrieran ese lugar en el que se encontraba en esos momentos e irían a buscarla. ¿Unas semanas?, ¿días?, ¿horas incluso? Pero sobre todo, pensaba en el Nido, en ese sitio que tanta impotencia le causaba pues no era capaz de alcanzarlo.
Harry le preguntó a tres personas más, pero Roberta no escuchó en lo absoluto lo que le respondieron. Y entonces le tocó a ella.
—Manders —espetó Harry, y la mujer rubia se quedó mirando un poco perdida a la pared de vidrio delante de ella sin responder—. Manders —repitió Harry con más fuerza—. ¿Estás aquí?
—¿Qué? —Exclamó Roberta algo pérdida, notando que todos la miraban—. Lo siento... No, no tengo nada nuevo.
Harry le otorgó una mirada dura ante su respuesta, misma que casi provocó que Valerie se apartar de su lado como si temiera que le llegara la onda expansiva de un misil a punto de ser disparado. Roberta, sin embargo, ni siquiera lo miraba.
—"No tengo nada nuevo" es lo que menos espero escuchar de una de mis reporteras investigadoras —soltó Harry con desaire—. ¿Te pago para que vengas y me digas que no tienes nada nuevo? Han sido muchas semanas de sequía ya, ¿no te parece? Me pregunto si no tendrás la cabeza en otro lado...
—Está bien, ya dejaste muy claro tu punto, ¿de acuerdo? —Interrumpió Roberta, alzando un poco de más la voz—. No tienes que seguir siendo tan pedante sólo porque para variar tu mujer te soporta menos que nosotros.
Aquello dejó helados a todos los presentes, incluso al propio Harry que se le quedó mirando, incrédulo de que realmente hubiera escuchado bien. Un instante después, el rostro del editor comenzó a acalorarse, y pareciera que estuviera a punto de salirle fuego de sus orejas. A Roberta de nuevo no le importó, ni hizo nada para cortar el incómodo silencio que se había formado tras su repentino exabrupto.
—Ah... —comentó de pronto otro de los reporteros en la mesa, intentando llamar la atención para aliviar un poco las cosas—. A mí me llegó la noticia de que hubo otro tiroteo en Oregón. En otro hospital, pero esta vez cerca de Salem.
La atención de la mayoría de volcó hacia aquella noticia. Incluso Harry lentamente se viró en su dirección, aun con su rostro enrojecido de coraje.
—¿Otro? —Susurró con interés una mujer sentada delante de él—. ¿Y por la misma...? —No fue capaz de terminar su pregunta, pero quien había dado el aviso pareció entenderle.
—Parece que sí. La información está muy restringida. Al igual que en Portland, los federales llegaron casi de inmediato y sacaron a todos.
Sólo la mención de la palabra "federales" logró captar el interés de Roberta, que rápidamente alzó su mirada curiosa.
—¿Federales? ¿FBI? —cuestionó la mujer rubia.
—Supongo —respondió encogiéndose de hombros el reportero—. Creo que es por esta mujer... Leena Klammer, la asesina con cuerpo de niña. Ya ha de haber sido catalogada como jurisdicción federal, pues ha matado en al menos tres estados.
—¿Con cuerpo de niña? —Espetó Roberta, totalmente confundida. Valerie a su lado, se adelantó a responderle.
—¿No te enteraste de lo que ocurrió en Portland hace unos días? Esta mujer...
—Creo que la señora Manders puede leer ella sola la noticia —señaló Harry cortante—. Oregón está al otro lado del país, y de seguro habrá tiroteos en hospitales cada fin de semana de aquí en adelante, a cómo va este país.
—Pero Harry —señaló el mismo reportero con entusiasmo—, es una mujer asesina que se aprovecha de su condición para hacerse pasar por una niña. Desapareció por años y ahora reaparece para secuestrar a dos niñas, dejando una estela de muerte detrás de ella. Es casi de película...
—Y para ese tipo de cosas, las personas van al cine. Es demasiado amarillista.
—¿Amarillista? —exclamó el reportero, casi ofendido—. Toda la Costa Oeste está hablando del tema, deberíamos intentar al menos...
Antes de que terminara de hablar, Harry pasó de inmediato a preguntarle a otro de los presentes, dejando de lado el tema por completo. Roberta notó que el rostro de su compañero se llenó de desazón, e incluso tiró de manera despectiva su pluma contra su bloc de notas. Harry en verdad estaba más insoportable que de costumbre.
Sin embargo, Roberta sintió una extraña fascinación por el tema que había comentado. ¿Una asesina y secuestradora con cuerpo de niña? Sonaba inusual, muy inusual. Y si alguien sabía de cosas inusuales, era ella. Pero no siempre las cosas que sonaban raras, eran por completo fuera de lo posible o lo normal. A veces la realidad simplemente superaba a la ficción. Y no siempre los "federales" que intervenían en un caso como ese, eran de aquellos que ella buscaba y, en ocasiones, cazaba.
El sonido de un teléfono, acompañado de la vibración contra su pecho, la hizo reaccionar y volver a la realidad. El sonido era estridente y rompió la relativa quietud que se respiraba en la sala. Varios la miraron por mero reflejo, incluso el inquisitivo de Harry. Roberta vaciló; ¿no había puesto su teléfono en silencio? El teléfono convencional, el personal y de trabajo, el que se encontraba en el bolsillo de su pantalón (que tuvo que tocar para asegurarse de que en efecto estaba ahí), ese sí lo había puesto en silencio. Pero el que tenía en el bolsillo interior de su chaqueta no. Ese teléfono ese era...
Se abrió rápidamente el zíper de su chaqueta y sacó el pequeño y anticuado teléfono color azul. En su pequeña pantalla se veía una llamada entrante de un número desconocido, que ni siquiera parecía ser de la ciudad. Alzó su vista y notó que varios la seguían mirando, o quizás les llamaba la atención la cara seria que de seguro había puesto de repente.
—Los siento, debo atender —murmuró rápidamente, antes de salir. Mientras se retiraba, y antes de cerrar la puerta, logró escuchar la voz de Harry gritándole:
—Si esa llamada no es por una maldita exclusiva que te hará ganar el Pulitzer, ni siquiera te molestes en volver a entrar.
Roberta sólo apretó un poco los labios y salió igual sin decir nada. Se alejó unos pasos de la puerta de la sala y sujetó el aparato delante de su rostro. Ese no era cualquier teléfono, era el de emergencias; emergencias que tenían que ver con su otra vida, aquella que se podría decir de cierta forma que era la "real". Kali se lo había dado. Estaba encriptado y, supuestamente, era imposible de rastrear. La única que le llama a ese número era la propia Kali, y sólo algunos contados aliados. Pero el de la pantalla era un número desconocido, y de otro estado que ella no supo identificar. ¿Sería Kali intentando disfrazar la llamada de alguna forma?; nunca había necesitado hacerlo antes. ¿Alguno de sus aliados le habría dado ese número a alguien más?, ¿para pasarle algún tipo de dato, quizás? Ese no era el procedimiento, y todos lo sabían.
Le vino de nuevo aquel pensamiento: ¿y si ya la habían descubierto?, ¿y si después de lo de anoche ya sabían que estaba ahí? Aquella idea le duró poco, pues pensó que si fuera el caso sus enemigos no la llamarían para avisarle... Pero, ¿quizás alguien más sí?
Antes de que pudiera hacerse una teoría sólida en su mente, decidió confiar en su instinto y responder antes de que la llamada se cortara. Acercó el pequeño aparato a su oído y aguardó, pero no escuchó nada del otro lado; absolutamente nada.
—¿Hola? —susurró intentando sonar firme.
—Buenos días —le respondió casi de inmediato una vocecilla suave y muy calmada—. ¿Hablo con la señorita Charleen McGee?
Roberta sintió que el corazón y su respiración se detenían. Sintió que el suelo bajo sus pies se desaparecía, y miró paranoica hacia un lado y hacia el otro, intentando ver si acaso alguien la miraba. Nadie, absolutamente nadie de sus aliados, usaba ese nombre, ni siquiera el pequeño puñado que lo conocía. Aquello le dio muy mala espina de inmediato.
—Estás equivocada... —respondió rápidamente, disponiéndose a colgarle al instante siguiente.
—Disculpe la molestia —prosiguió la misma vocecilla calmada—, hablo de la Fundación Eleven —. Roberta se detuvo de colgar en el último instante al escuchar aquello—. Me llaman Lucy. Necesito hablar urgentemente con la señorita Charleen McGee. ¿Es usted?
Roberta respiró con algo más de tranquilidad, pero no demasiada. Caviló un poco sobre si podía creer que lo que decía esa chica, que casi sonaba como una niña, era cierto o no. Aunque ciertamente, si alguien fuera de sus aliados actuales podía conocer ese nombre, y de alguna manera lograr llamarle a ese número, era definitivamente alguien de la dichosa Fundación Eleven, un nombre que escuchaba seguido como un eco o murmullo lejano, pero rara vez tan presente y directo. Y justo esa mañana, cuando unas horas antes Kali había mencionado a Jane, su líder. ¿Coincidencia?
Miró de nuevo alrededor, esta vez para asegurarse de que nadie estuviera lo suficientemente cerca para escucharla. Entonces se sentó en un escritorio cercano a ella que estaba vacío, y le susurró despacio a la supuesta Lucy.
—¿Tu línea es segura?
—¿Qué? —murmuró la chica al otro lado, confundida.
—Qué si la maldita línea por la que me estás hablando es segura —le respondió Roberta con más agresividad en su voz, pero sin alzarla de más—. ¿Sí o no?
—Sí, es segura.
—Más te vale —le amenazó la reportera. Suspiró entonces con pesar, y sintió deseos de pedirle a algún poder superior que la protegiera en el salto de fe que estaba por dar—. Sí, yo soy Charleen McGee...
Charleen McGeen, o simplemente Charlie para sus padres y los pocos amigos que había hecho en su infancia y adolescencia. A esas alturas de su vida, aquel nombre le resultaba un tanto ajeno, como si le perteneciera a alguien más, un conocido o un viejo amigo que hacía décadas que no veía. Era el vestigio de una vida que ya no le pertenecía; el epitafio de una niña inocente y dulce de siete años, que murió poco después que su padre. Y no a causa de un disparo o herida, sino por el resentimiento y la ira, que fueron cultivándose y creciendo por más de treinta años, hasta convertirla... en eso que era ahora. Oír ese nombre le causaba ansiedad y preocupación, pero... también algo de tristeza.
—¿Qué quiere Jane ahora? —Cuestionó Roberta con exigencia—. ¿Y cómo es que tienen este número?
—Tenemos nuestras fuentes —fue la respuesta sencilla de Lucy—. Llamo para informarle que la señora Wheeler sufrió un ataque anoche, y en estos momentos se encuentra hospitalizada.
—¿Qué? —Exclamó Roberta, incrédula—. ¿Qué quieres decir con un ataque?
—No tengo los detalles, pero fue del tipo psíquico, y anoche cayó en coma. Hasta este momento sigue sin despertar, hasta dónde se nos ha informado.
—¿En coma? —Roberta se paró rápidamente de la silla. Su rostro se cubrió de incertidumbre, como si se cuestionara si aquello era una especie de broma—. ¿Jane está en coma? ¿Cómo pasó?
—No tengo los detalles.
—Bueno, ¿pero cómo está? ¿Se pondrá bien? ¿Está estable?
—No tengo los detalles.
—¿Sabes al menos quién lo hizo?
—No tengo...
—Deja de repetir eso, ¿cuál es tu problema? —Soltó con marcado fastidio—. ¿Para qué me llamas si no sabes nada? O, ¿para qué me llamas al fin y al cabo? ¿Qué quieren de mí?
—Fueron instrucciones de la señora Wheeler —explicó Lucy—. Ella indicó que si algo le ocurría que la dejara de alguna forma incapacitada, debíamos de buscar y contactar lo antes posible a la señorita Charleen McGee.
Roberta permaneció en un atónito silencio, extrañada por aquella afirmación.
—¿A mí? ¿Para qué?
—No tengo... —al parecer al darse cuenta de que iba a repetir lo mismo que antes, Lucy se contuvo y replanteó su respuesta—. No lo sé, no lo dijo con exactitud. Sólo sigo sus instrucciones.
—Y eres muy obediente, ¿cierto? —señaló la reportera con ironía.
Roberta caminó un poco hacia un lado de manera automática, intentando aclarar sus ideas. Jane Wheeler, la inquebrantable Eleven, estaba en coma. ¿Quién habría sido capaz de hacer algo como eso? ¿Alguno de esos monstruos de otros mundos de los que hablaba a veces? ¿Esa pandilla de asesinos de niños que se habían vuelto casi como su ballena blanca en los últimos años? Quién sabe; no estaba al día con su lista de enemigos. No había hablado con ella en años; ni siquiera recordaba cuánto tiempo había pasado con exactitud. Su amistad, si es que realmente hubo algo como eso entre ellas en alguna ocasión, se había disipado por completo, y ambas habían tomado caminos muy diferentes; y ninguna miraba con buenos ojos el elegido por la otra, pese a que buscaban fines muy similares.
Siempre la había visto como alguien tan poderosa e intocable, y daba por hecho que siempre estaría ahí, de alguna forma vigilándola, a ella, a Kali, y a todos los que eran como ellas y se habían cruzado en su camino. "Pero los años no pasaban por nada", meditó para sí misma. Quizás ella misma ya no era lo que fue en sus años más mozos. Aun así, le resultaba difícil de creer que alguien le hubiera hecho un daño tan grande. ¿Quién o qué había sido el culpable?
No sabía si lo que sentía era preocupación o curiosidad; quizás un poco de ambas cosas.
—¿Está en Hawkins? —cuestionó tras un rato, en el que Lucy tampoco dijo nada.
—Sí, de momento.
—¿Ya le avisaron a sus hijos?
—La señorita Sarah y el joven James ya fueron notificados y van en camino. La señorita Terry, por lo que sé, estaba con ella cuando ocurrió el ataque. —Hizo una pequeña pausa, y entonces preguntó—: ¿Piensa ir a verla?
Roberta no respondió. Ni siquiera estaba segura de por qué había hecho esas preguntas. Realmente, los asuntos de Eleven no eran de su incumbencia, así como ella había dejado claro que los suyos no lo eran tampoco para la gran líder de la Fundación Eleven. Sea lo que sea que le haya pasado, de seguro se lo había buscado. Y aun así... se sentía muy inquieta.
—Estate tranquila, Lucy; tú ya cumpliste con avisarme —le respondió tajante—. Y no vuelvan a llamarme a este número, ¿entendiste bien?
Antes de que la joven pudiera responderle algo, Roberta se apresuró a colgar.
Se quedó parada justo en donde estaba por un par de minutos, apretando su teléfono entre sus manos y mirado pensativa al suelo. ¿Qué se suponía que debía hacer con esa información? ¿Para qué Jane había solicitado que si algo le pasaba, la llamaran precisamente a ella? ¿Qué esperaba que hiciera con exactitud?
Soltó entonces una maldición silenciosa hacia su vieja amiga. Aún en coma se las arreglaba para ser molesta. Y justo tenía que hacerlo esa mañana en la que todo se le venía encima; ¿no podría haber elegido otro mejor momento para caer en coma? Sabía que ese pensamiento no tenía sentido, pero en aquellos momentos nada lo tenía en realidad.
Se talló su cara intentando despejarse, y se dispuso a volver rápidamente a la sala de juntas, y dejar todo eso atrás. Pero no lo lograría.
—Bienvenida de regreso, su majestad —exclamó Harry elocuentemente en cuanto entró—. ¿Al fin se digna a acompañarnos?
Roberta no le respondió ni lo miró. Cerró la puerta, y se paró quieta delante de ésta, paseando su mirada por la sala sin mirar nada en especial... hasta que sus ojos se posaron sobre la jarra de vidrio con agua, colocada justo en el centro de la mesa. Se enfocó sólo en la jarra y en nada más, intentando de alguna forma externar todo lo que sentía y depositarlo en ella; como si pudiera verterlo en el agua cristalina.
Y entonces, unas pequeñas burbujas comenzaron a formarse en el agua, acompañadas de unas muy sutiles hileras de vapor. Nadie notó eso; al menos, no de momento.
—Y díganos, ¿cuál es esa nueva exclusiva que nos tiene? —preguntó Harry, cruzando sus dedos sobre su barriga.
—Era un asunto personal —murmuró Roberta secamente, sin quitar sus atención del agua.
—Un asunto personal —espetó Harry receloso—. Sólo eso me faltaba. ¿Para qué te tengo aquí exactamente, Manders? No me traes notas, me faltas al respeto, y ahora te sales de nuestra junta por asuntos personales.
—Harry, no te pases —musitó uno de los reporteros sentado a su lado, intentando calmarlo.
—¿Qué no me pase? ¿No puedo ahora decirles ni reprenderlos sin que quieran culpar a mi esposa por ello? —Harry sacó un pañuelo de su saco y comenzó a pasarlo por su frente, que se fue cubriendo poco a poco de pequeñas perlas de sudor—. Qué calor está haciendo de repente...
Harry no fue el único en sentirlo. El ambiente en el interior de aquella sala se estaba volviendo caluroso, e incluso algo sofocante. Todos comenzaron poco a echarse aire con sus libretas, y a sacudir sus blusas y camisas buscando algo de fresco. Todos, menos Roberta Manders, la intrépida Bobbi, que seguía mirando el agua de la jarra, y como ésta poco a poco comenzaba a hervir.
—¿Sabes qué, Harry? —Espetó de golpe la mujer rubia, sin mirarlo—. Jódete. —El editor y todos los demás la miraron con confusión—. Jódete tú, y tú esposa, ¡y este estúpido periódico! —Alzó de golpe la voz, y su grito fue acompañado por el estallido de la jarra. Pedazos de vidrio se regaron por toda la mesa, junto con el agua. La gente exclamó asustada, sin saber qué era lo que había ocurrido, pero apresurándose a retirar sus libretas y computadoras para que no se mojaran.
Roberta respiró hondo, volteó a ver a su editor que se veía igual de sorprendido y asustado que el resto.
—Renuncio —sentenció por último con dureza, y salió apresurada de la sala, prácticamente azotando la puerta.
—¿Qué cosa? —Alcanzó a escuchar a Harry pronunciar a lo lejos mientras se iba—. ¡Oye...!
Roberta caminó derecho hacia el elevador, sin hablar ni mirar a nadie; incluso algunos le sacaron la vuelta y le abrieron paso, asustados no tanto por la manera agresiva en la que caminaba, o por la mueca de cólera que dibujaba su boca. Lo que más los asustó fueron sus ojos, sus ojos azules tan penetrantes, tan llenos de ira y odio que casi parecían estar hechos de fuego...
FIN DEL CAPÍTULO 50
Notas del Autor:
—Charlie McGee, alias Roberta "Bobbi" Manders, se encuentra basada en la protagonista de la novela Ojos de Fuego de Stephen King, y la respectiva versión cinematográfica de 1984. Su apariencia, historia y personalidad se basan en lo visto en ambas versiones, sin ningún cambio notable en éstas, incluyendo sus poderes. En lo que respecta la localización en el tiempo, se toma como referencia los acontecimientos principales de la novela, ocurridos alrededor de 1981. En su historia original, Charlie tiene alrededor de 7 años, por lo que tendría en estos momentos alrededor de 43 años.
—Kali Prasad, alias Eight, se encuentra basada en el respectivo personaje de la serie de Stranger Things del 2016, haciendo su primera aparición en la Segunda Temporada, basándose su apariencia, personalidad y poderes en lo mostrado en ésta. Originalmente el personaje fue presentado con 20 años, teniendo en los momentos actuales de la historia alrededor de 53 años.
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