Capítulo 47. Buenas amigas
Resplandor entre Tinieblas
Por
WingzemonX
Capítulo 47.
Buenas amigas
Jeremy, aquel sujeto que había acordado hacerle el pequeño favor a Esther, salió del bar unos minutos después de que las niñas salieran del estacionamiento y se dirigieran al hotel. Había entrado más que nada para invitar una ronda a algunas personas en la barra y celebrar el lucrativo, aunque extraño, negocio que había hecho. Luego de terminar su trago, pagó la cuenta, se despidió de sus nuevos amigos sin nombre, y se dirigió a la salida. Pisó el estacionamiento con su teléfono celular en su oído. Desde antes de salir, y aún con la música en vivo de fondo, hizo una llamada muy especial a Sheila, su prostituta favorita, aunque también la más cara. Jeremy al parecer no había dejado de celebrar por esa noche.
—No creerás cómo fue que me gané estos billetes —murmuró entusiasmado mientras caminaba hacia su vehículo—. Fue la cosa más extraña, en cuanto llegue te lo cuento. Pero como sea, ve preparando esas bonitas piernas, que tengo suficientes verdes para tenerlas abiertas toda la noche; y estoy como roca, mami. Pero depílate un poco para mí, ¿quieres?
Luego de un corto coqueteo por teléfono, Jeremy colgó y siguió andando con el pecho en alto hacia su vehículo. No se le ocurría mejor forma de gastar ese dinero sorpresa que con Sheila. Quizás al día siguiente se arrepentiría un poco, pero lo bailado nadie se lo quitaría.
A lado de su Corolla del año pasado, estaba estacionada una vieja camioneta, pero él no reparó mucho en ella. Al pasar justo detrás de ella, tiró sus llaves al aire en un acto de triunfo; las vio elevarse, girar, comenzar a descender... y luego ya no vio nada. Las llaves siguieron su camino, pero pasaron a un lado de la mano de Jeremy sin tocar sus dedos. El hombre se había quedado totalmente paralizado, con sus ojos alzados mirando al último punto sobre él en el que había visto sus llaves, a pesar de que ya no se encontraban ahí. Su rostro ya no reflejaba emoción, sino puro y absoluto vacío.
La puerta trasera de la camioneta se abrió, y las grandes y fuertes manos de James lo tomaron de su chaqueta y lo jalaron hacia el interior con suma facilidad. Las puertas se cerraron detrás de él, y entonces ese pequeño espacio trasero se convirtió en todo el universo, en el que sólo existían James y Jeremy. El hombre de color lo colocó con fuerza contra el suelo de la camioneta y se colocó sobre él. Apretó con fuerza su mano izquierda contra su boca y nariz, mientras con la otra sujetaba un largo y afilado cuchillo militar, presionando su hoja contra su cuello. Lo liberó y lo dejó ser consciente de dónde estaba justo un instante antes de deslizar de un rápido jalón la hoja de extremo a extremo, abriéndole la garganta en una profunda herida horizontal como si se tratara de una segunda boca, que escupió un chorro de sangre, manchando las ropas y la cara de James; él no se mutó.
Jeremy comenzó a estremecerse, mirando confundido y lleno de terror a la imponente figura sobre él que lo sujetaba. No podía gritar ni respirar por la pesada mano que tenía sobre su rostro. Sólo podía sentir como su propia sangre se le acumulaba en la garganta, siendo incapaz de siquiera toserla para liberar en algo la presión. Sus manos se movieron solas, forcejeando e intentando apartar a su desconocido atacante de encima, pero era inútil. El oxígeno abandono tan rápido su cuerpo como su propia sangre, y poco a poco esos forcejeos se volvieron menores.
James lo miró atentamente, admirando toda la desesperación, miedo y dolor que alumbraron sus ojos durante todo el proceso. Desde la lucha desesperada e inútil por intentar hacer algo, hasta las inevitables convulsiones, el shock, y luego nada... James aspiró profundamente, intentando que sus pulmones se llenaran de aunque sea el más pequeño rastro de aquello que podría brotar de ese engendro. En efecto, fue poco... demasiado poco.
No había valido la pena el riesgo, pero al final de cuentas no lo había hecho por eso. Debía limpiar cualquier desastre que aquella mujer dejara atrás, como si fuera su niñero personal. Y Jeremy era un boca floja; de pura suerte no le había dicho a nadie de adentro del bar lo que pasó, pero no tardaría en hacerlo, de eso estaba seguro. Pero ahora no le diría nada a nadie.
Retiró su mano de su cara. Los ojos desorbitados de Jeremy miraban perplejos hacia el techo de la camioneta, o hacia la nada infinita que había por encima de éste. La sangre siguió saliendo de su cuello en dos pequeños borbotones más, y luego simplemente cesó. James no era un tonto que no sabía lo que hacía; le habían enseñado bien el oficio. Se había puesto guantes, gafas protectoras, además de haber colocado plásticos sobre el suelo y las paredes, pero igual no podía estar seguro de que no se hubiera manchado algo indebido: de entrada sus ropas lo estaban. Sacó el celular del hombre de su bolsillo y envolvió el cuerpo en los plásticos lo mejor que pudo, y puso el bulto contra la pared, cubriéndolo con una manta y unas cajas.
Aún tenía otro encargo que hacer esa noche, y ahora parecía que acababa de salir del set de alguna película de terror; aunque de hecho, la realidad era mucho peor que esa comparación. Se quitó rápidamente sus guantes, sus gafas y cubre bocas, además de sus ropas manchadas y se limpió lo mejor que pudo con toallas húmedas. Al estar prácticamente desnudo, no pudo evitar notar las pequeñas manchas más claras que su piel que se formaban en su pecho y abdomen. Se le dificultó respirar un poco. Estiró entonces su mano hacia el frente de la camioneta, tomando de entre los asientos aquel termo que ese mocoso le había dado, y que había estado evitando siquiera pensar en él. Lo tomó firmemente entre sus manos, y entre un pequeño ataque de tos lo abrió sólo un poco. Un denso y vapor blanquizco se escapó de él, elevándose poco a poco delante de su rostro. El ver aquello resultó ser una imagen casi erótica para él.
Aspiró profundamente lo poco que había dejado escapar pero fue suficiente. Ese sí era vapor de calidad, no las migajas que Jeremy le había soltado. En cuanto aquello ingresó en su cuerpo, se sintió mucho mejor. Con más energía, y la horrible sensación de enfermedad disminuyó. Miró de nuevo a su pecho, y dichas manchas se habían apaciguado, aunque no desaparecido. Suspiró con un poco de alivio, aunque también de frustración. Pasó su mano por su rostro, y apoyó la cabeza contra la pared de la camioneta.
Hacía ya cinco años que vivía así: consumiendo poco a poco lo que podía conseguir, no para permanecer joven y fuerte, sino ahora simplemente para sobrevivir. Como un vagabundo sin rumbo, todo desde que dejó atrás a sus compañeros, a su familia, y a su propia líder con tal de salvar el pellejo. Esa había sido su vida desde que huyó con su amada Mabel y dos de sus amigos más cercanos, dejando atrás al Nudo Verdadero. Y ahora sólo quedaban Mabel y él, y posiblemente eran los últimos de aquella orgullosa estirpe que por tantos años, o más bien siglos, había recorrido las carreteras del nuevo y del viejo continente, consumiendo a los paletos para obtener fuerza y longevidad. Aquella hermosa tradición y hermandad, reducida a ser los perros falderos de un mocoso vaporero que se creía mucho mejor que ellos, con tal de mendigar las migajas que su nuevo amo dejaba caer al suelo.
Patético, era patético. No era mucho mejor que el buen Jeremy, con su garganta rebanada y envuelto en plástico, y todo por sucumbir a su avaricia y lujuria.
Pero no había tiempo para lamentarse por tonterías como esa. Tenía otro encargo de su nuevo "amo", y su dosis de vapor le daba las fuerzas suficientes para hacerlo. Luego de terminar de asearse lo mejor que le fue posible, tomó el celular de Jeremy, pasándole una de las toallas húmedas por si algún rastro podría haberle caído encima, y entonces salió de la camioneta, cerrándola bien con llave. Recogió las llaves de Jeremy que seguían en el suelo tras la atrapada fallida, y se dirigió al vehículo de su última víctima. Salió del estacionamiento conduciendo el Corolla color azul, y cruzó la carretera hacia el Ringland Motel.
— — — —
El programa que Owen Ringland estaba viendo terminó, y aún le quedaba una larga madrugada de guardia hasta al menos las seis de la mañana. Comenzó a cambiar los canales buscando alguna película interesante que pudiera entretenerlo al menos por las próximas dos horas, y no rebajarse a tener que hacer uso de algún juego en Facebook. Ya no creía recibir ningún otro visitante por el resto de la noche, y más que nada sólo le quedaba estar atento por si le surgía alguna necesidad a sus huéspedes actuales, especialmente a aquel hombre que se acababa de registrar hace relativamente poco. Sin embargo, contra toda posibilidad, el sonido que avisaba de la puerta de entrada abriéndose lo tomó abruptamente por sorpresa mientras cambiaba entre canales. Y no era ninguno de sus huéspedes; de hecho, aquel hombre alto y fornido, de piel oscura y cabello negro largo y trenzado, no le pareció para nada familiar.
El hombre usaba una chaqueta verde un poco vieja, y una camiseta blanca sin mangas debajo de ésta que se apretaba contra su torso musculoso. Tenía una mirada bastante dura, y sus labios gruesos dibujaban una mueca de malhumor que a Owen ciertamente puso nervioso. Le daba vergüenza admitirlo, pero a pesar de lo mucho que se lo negaba a sí mismo, quizás sus nervios iban acompañados de cierto prejuicio malogrado; tanto así que su mano casi involuntariamente quiso acercarse al arma que tenía oculta debajo del mostrador, pero se forzó a dejarla sobre éste, aunque cerca de la orilla.
El recién llegado aspiró con un poco de fuerza por su nariz y luego se la talló un poco con sus manos. Se acercó entonces hacia él con una postura un poco más relajada, e incluso le sonrió jovialmente una vez que estuvo ya delante de la barra.
—Buenas noches —le saludó con tono moderado.
—Buenas noches... —respondió Owen, sonando más inseguro de lo que deseaba proyectar. Se aclaró su garganta y entonces se paró con su espalda recta—. ¿Puedo ayudarle?
—No quiero molestar, es sólo que... —el hombre introdujo su mano derecha en el bolsillo de su chaqueta, y una vez más Owen se puso en alerta. Pero, para desgracia de sus pequeños prejuicios, lo único que aquel individuo sacó de su bolsillo fue un Smartphone, mismo que colocó sobre el mostrador delante de él—. Había tres niñas allá afuera hace unos momentos, y creo que a una se le cayó esto. Me pareció que entraron a una de las habitaciones. ¿Podría entregárselos?
Owen respiró con cierto alivio, sintiéndose aún más apenado por sus injustificados pensamientos. Se permitió tomar el teléfono y presionar el botón de encendido para prender la pantalla. El teléfono estaba claramente bloqueado, pero en la pantalla de bloqueo pudo ver que tenía de fondo la foto a primer plano de un hombre, mismo que él reconoció: era el último huésped que se había registrado, y que en efecto había dicho que venía con sus tres hijas. Era el teléfono de aquel hombre, o una de sus hijas tenía una foto de su padre de fondo de pantalla; esa última alternativa le resultó algo tierna.
—Seguro, veré que se lo entreguen —asintió Owen con entusiasmo.
—Gracias —asintió el recién llegado, volviendo a sonreírle—. No le quito más su tiempo...
Así como entró, aquel individuo se giró y comenzó a andar hacia la puerta. Sin embargo, a los dos pasos pareció tambalearse un poco, como si fuera a caerse, pero logrando sostenerse en sus dos pies firmemente antes de que aquello pasara.
—¿Se encuentra bien? —Le preguntó Owen, algo preocupado al ver ello. El extraño se quedó inmóvil unos momentos, antes de enderezarse y volver a caminar como si nada.
—Sí, sólo estoy un poco mareado —le respondió apresurado antes de abrir la puerta—. Pase buena noche.
Antes de recibir cualquier otro cuestionamiento, salió con cierto apuro y cerró la puerta detrás de sí. Owen se quedó viendo extrañado unos momentos la puerta. ¿Acaso venía ebrio?, a él le pareció que se veía bastante normal.
Daba igual, de todas formas ya se había ido. Ahora sólo le quedaba entregar ese teléfono a sus dueños como había prometido. Salió de detrás el mostrador, y dejó la recepción unos momentos para hacer dicha entrega.
— — — —
Esther dejó llenando la tina con agua caliente, y se sentó en la orilla de ésta con su mano colgando hacia adentro, rosando el agua con la punta de los dedos mientras se iba llenando. Ese sólo acto le pareció bastante relajante, pero aún no lo suficiente. Esperaba que realmente ese pequeño baño le ayudara a olvidarse por unos segundos de la locura que habían sido esos últimos días. Y no sólo era la constante caza de la policía sobre su cabeza, o tener que viajar entre estados arrastrando consigo a una déspota y odiosa niña con muletas, o que había tenido que matar a más personas en los últimos días de lo que había hecho en el último par de años, o que llevaba semanas sin una buena o mala cogida, y extrañamente su cuerpo parecía comenzar a resentir ello; quizás era el poder de la costumbre. Además de todo eso, se encontraba la innegable y surrealista realidad que se había ido presentando ante ella a cada momento.
Personas que podían leer tu mente, hacer que vieras y sintieras cosas que no estaban ahí, detener balar con la mente o inmovilizarte, y ahora una niña que era capaz de hacer que otra persona se encajara un bisturí en el cuello sin pestañar, y con la misma normalidad con la que se aplicaría un poco de maquillaje. Y estaba además aquel chico, el tal Damien Thorn; no sabía qué podía hacer él, pero comenzaba a pensar que era algo mucho más horrible aún. Su propia rareza, aquella extraña cualidad que había surgido de la nada en ella tras salir de aquel lago congelado, ya la ponía incómoda y confundida, pero no era nada en comparación. ¿En qué clase de mundo se había metido?, o quizás siempre estuvo en él y no se había dado cuenta.
Su cabeza le dolía un poco, y sus hombros se sentían tensos.
No tenía caso pensar mucho más en ello. En un par de días llegarían a Los Ángeles, le entregaría las dos mocosas a aquel sujeto, y obtendría sus respuestas; todas y cada una de ellas.
Una vez que la tina se llenó, cerró la llave y comenzó a desvestirse. Primero se soltó las dos colas que se había hecho, dejando caer su cabello negro sobre sus hombros. Luego empezó a retirarse sus ropas, dejando en libertad poco a poco su pequeño cuerpo de proporciones infantiles, pero que aun así mantenía la forma y las curvas del cuerpo de una mujer adulta, sin nunca llegar a serlo por completo. Colocó sus manos sobre su pequeño busto, que apenas y sobresalía de su pecho plano. Tanteó sus senos con sus dedos, los exploró un poco y gozó del ligero roce de las yemas contra sus duros pezones. Se estremeció un poco con gusto, y por ese pequeño instante todas sus preocupaciones se desvanecieron.
Se metió a la tina y se sentó por completo en ella. Sus músculos agradecieron de inmediato el cálido abrazo. Sumergió la cabeza por completo para sentir el calor casi maternal en todo su cuerpo, sin importarle si su maquillaje se corría en el proceso. De hecho, se permitió tallarse el rostro entero con el agua para limpiarlo lo mejor posible. Usó poco después el pequeño jabón de hotel que venía de regalo, y lo pasó por sus brazos y piernas para limpiarlas de cualquier rastro de sudor, tierra y, ¿por qué no?, sangre que pudiera haberle quedado encima.
Durante su proceso de enjabonado en sus piernas, su mano se deslizó por la parte interna de su muslo izquierdo y subió hasta llegar a su parte intima. Al principio sólo frotó el jabón por esa zona de manera totalmente normal, como si intentara convencerse a sí mima de que sólo quería limpiarse, pero ella bien sabía que no iba a quedar sólo en eso. Soltó el jabón sin importarle que éste quedara bajo el agua en el piso de la tina, y comenzó a mover sus dedos contra su sexo. Se estremeció de nuevo al sentir ese roce directo y algo brusco. Quizás eso era lo que necesitaba para dejar salir todo aquello de una buena vez.
Colocó su pierna derecha sobre el borde de la tina para darse más espacio y poner maniobrar mejor. Con su otra mano volvió a explorar su pequeño busto. Y de nuevo todo se esfumó. No le importaba en qué punto del mapa se encontraba, las dos niñas al otro lado de la puerta, la policía que la estaba buscando o quién la estuviera esperado en Los Ángeles. Por esos minutos, en ese cuarto de baño, sólo estaban ella y su propia imaginación; la mejor y peor compañía que había tenido durante todos esos años de soledad absoluta, prácticamente desde que llegó a ese mundo.
Pero el universo no quería que se olvidara por mucho de su innegable realidad. Estaba a la mitad de su labor, o quizás un poco más allá, cuando a pesar de tener la puerta del baño cerrada escuchó claramente como unos pesados nudillos golpeaban la puerta del cuarto. Eso la hizo sobresaltarse, algo atónita al ser jalada de golpe a la realidad.
—Mierda —exclamó entre dientes, sumida en una indescriptible frustración.
Se paró casi disparada de la tina y buscó desesperadamente alguna de las batas blancas de baño para cubrirse. ¿Sería la policía?, no lo creía pues se suponía que se habrían anunciado con más claridad. Pero sin importar quién fuera, no podía permitir que alguna de esas dos mocosas se le ocurriera abrir y dijera alguna estupidez.
La bata obviamente le quedaba grande, pero funcionaría de momento. Sin embargo, recordó repentinamente su maquillaje. Se dirigió hacia el espejo y echó un vistazo rápido, intentando detectar qué tan mal se veía y si había algo que pudiera hacer para revertirlo sin tomarse mucho tiempo. Y fue en ese momento, cuando sus ojos se posaron en su reflejo en el espejo, que su mente sencillamente se nubló.
Parte del maquillaje un estaba escurriendo por su cara, pero en su mayoría su rostro real estaba expuesto; o, al menos el que se suponía debía ser su rostro real. Pero en el espejo veía algo sumamente diferente a lo que esperaba. Las arrugas, las marcas de la piel, las patas de gallo, los labios agrietados.... Nada de eso estaba ahí. La piel de su rostro se veía tersa, firme y suave, decorada con sus coquetas pecas, como se veía cuando se aplicaba su maquillaje... o incluso mejor.
Confundida, tomó un largo pedazo de papel higiénico y se lo pasó por toda su cara con insistencia, intentando retirar cualquier rastro de capa de pintura que pudiera quedar en ella, sin pensar que de hecho debería estar haciendo lo contrario. El papel quedó mojado y manchado, pero sólo un poco. Y cuando se volvió a ver al espejo, la imagen que había visto en un inicio seguía ahí: el un rostro joven que podía pasar mucho más fácilmente por el de una niña de entre nueve y trece años, quizás máximo catorce, y sin necesidad de algún aditamento que la hiciera ver de esa forma. Se abrió la bata para echarle un vistazo al resto de su cuerpo. No se había percatado en un inicio, pero ahora se volvió más que evidente para ella: la piel de su cuerpo en general se veía también más firme y tersa, como la tenía hace diez o veinte años atrás. La cicatrices de su cuello y muñeca seguían ahí, siendo difíciles de ignorar, y aquello era quizás lo único que le impedía creer que todo eso era una completa alucinación.
¿Qué rayos había ocurrido? ¿Cómo su cuerpo había cambiado tan repentinamente? ¿Era acaso un efecto secundario de aquella habilidad que le había surgido de la anda? Pero justo antes de entrar a aquel hospital, su rostro seguía igual que siempre; se había visto al espejo mientras se maquillaba. ¿Qué cambió?, nada en lo absoluto. Ni tampoco había ocurrido nada fuera lo común, excepto que ahora viajaba con...
¿Samara? ¿Esa niña?
Por algún motivo su nueva compañera de viaje se le vino a la mente, y se quedó ahí por un buen rato reusándose a partir. ¿Ella había provocado esto? Pero... ¿cómo?
No pudo reflexionar más en toda esa locura, pues oyó como volvieron a tocar a la puerta, ahora con mucha más fuerza. Se cerró rápidamente su bata y salió apresurada del baño. Samara y Lily se encontraban cada una acostada en una cama, viendo en la televisión una extensa persecución de autos que de seguro pertenecía a una película de acción, mientras comían lentamente de sus respectivas hamburguesas y papas; ninguna parecía tener interés en levantarse y atender.
—Alguien está en la puerta —señaló Lily de forma distraída, teniendo al menos dos papas dentro de su boca. La volteó a ver en ese momento y pareció extrañarse un poco al verla—. ¿No te desmaquillaste para bañarte?
Esther se estremeció un poco al oír esa pregunta. ¿Ella también la veía diferente?, ¿entonces no era su imaginación?
No importaba, no de momento.
Se dirigió a su maleta, sacó de ésta su arma, le retiró el seguro y se dirigió apresurada a la puerta.
—Tapa esa pierna —le indicó a Lily tajantemente—. Y ninguna diga nada.
Lily resopló, y entonces se cubrió las piernas con el cobertor rosado de la cama.
Esther se paró delante de la puerta y colocó la cadena. Sostuvo su arma con la mano derecha, ocultándola detrás de la puerta, mientras abría ésta sólo un poco, aquello que la cadena permitía. El hombre parado afuera en el pasillo no era un policía, o al menos no lo parecía. La apariencia de Owen Ringland era de hecho bastante normal y aburrida. El hombre de mediana edad bajó su mirada para encontrarse con el rostro de la aparente niña, que apenas y se asomaba por la pequeña abertura.
—Hola, pequeña —saludó Owen con una sonrisa amistosa, y entonces le extendió el teléfono que traía en su mano derecha—. Un hombre en la recepción dijo que a lo mejor esto podría ser de alguna de ustedes.
—¿Un hombre? —Murmuró Esther sin comprender del todo esa afirmación. Miró sólo un segundo aquel teléfono y de inmediato negó con su cabeza—. No, debe ser un error, lo siento...
Se disponía a cerrar de inmediato la puerta antes de recibir más cuestionamientos, pero Owen se le adelantó a ello.
—¿Segura? Es que dijo que vio a tres niñas afuera, y ustedes son las únicas tres niñas que acaban de llegar. Además, éste es tu papá, ¿no? —Owen se permitió encender la pantalla para que la niña viera la pantalla de bloqueo, con aquella foto de fondo. Esther lo reconoció fácilmente—. ¿Quizás es de él? ¿Podrías llamarlo?
—Fue a buscar hielo —le respondió Esther rápidamente sin pensarlo mucho—. ¿Cómo era ese hombre?
—¿El que lo entregó? Bueno... era alto, afroamericano, cabello en trenzas... Pero, ¿entonces no es de ustedes?
Esther caviló unos momentos. Esa descripción no le dejaba lugar a la duda; era claro de quién se trataba. Pero, ¿por qué había dejado ese teléfono para ellas? ¿Era algún tipo de extraño mensaje? Como fuera, ese teléfono posiblemente era de aquel individuo al que había utilizado, y fuera como fuera no podía dejárselo a ese bobo encargado; sería muy arriesgado.
Los labios de Esther dibujaron una dulce y casi ingenua sonrisa, haciendo que su rostro se tornara dulcemente ingenuo.
—Ah, qué tonta de mí —exclamó risueña, chocando su mano contra su frente—. Por supuesto, es el teléfono de mi hermana Michelle. —Se giró en ese momento hacia Lily sentada en la cama, que era visible desde la abertura de la puerta—. De seguro se te volvió a caer; eres tan torpe.
Ese último comentario lo había hecho con un tono juguetón que a Lily no agradó del todo.
—Lo siento, tengo dedos de mantequilla —respondió la niña en la cama sin mucho entusiasmo.
—Muchas gracias señor —exclamó Esther alegre, y acto seguido tomó el teléfono, casi arrebatándoselo de los dedos a Owen—. Mi padre la hubiera matado de haberse enterado que perdió otro teléfono. Le ha salvado la vida.
—Descuida. Si necesitan cualquier cosa...
—Le llamaremos, muchas gracias. Lo siento, pero mi papá volverá y no quiero que nos vea hablando con un extraño.
Antes de que Owen pudiera decir algo más, Esther se apresuró a cerrar la puerta, casi golpeándolo en la cara con ella. Luego se asomó sutilmente por entre las cortinas de la ventana, observando como el encargado se quedaba unos segundos dudosos frente a la puerta, se rascaba un poco su cabeza casi completamente calva, y entonces se alejó caminando por el pasillo. No estaba segura si lo había convencido por completo o no, pero de nuevo tendría que arriesgarse.
Una vez que ya no era visible desde la ventana, Esther se apresuró a cerrar por completo las cortinas, y a poner el seguro completo a la puerta.
Suspiró despacio intentando calmarse, y sólo entonces le echó un vistazo al teléfono. Intentó encenderlo, pero estaba bloqueado; sólo se podía ver la foto de fondo del mismo hombre que acababa de ver hace no mucho en el estacionamiento de aquel bar, y el teclado numérico para introducir el pin; uno que claramente ella desconocía.
—¿De quién es ese teléfono? —escuchó como Samara preguntaba con curiosidad, pero Esther no tuvo intención alguna de responderle.
Volvió a cuestionarse porque aquel extraño hombre que había intervenido en el Hospital de Eola, le había enviado ese teléfono. Le pareció seguro concluir que su dueño anterior se encontraba muerto. Pero, ¿por qué mandárselo? ¿Sólo para advertirle que había sido demasiado descuidada y que él tuvo que encargarse de eso? Por un lado le agradecía si era así, y por el otro tenía deseos de verlo de frente y preguntarle si acaso él tenía alguna mejor idea de qué demonios debía hacer.
Y en ese momento, el teléfono comenzó a sonar con fuerza, con un tono irritante de los que traía por defecto de seguro. Las tres niñas se sobresaltaron sorprendidas por ese cambio tan repentino, aunque ninguna tenía un motivo consciente para reaccionar de tal forma. El número en la pantalla aparecía como desconocido, por lo que no era ninguno de los contactos que aquel sujeto tenía guardados. Era poco probable, pero no imposible, que se tratara de alguna esposa o novia preguntando porque no había aún llegado a casa. Dudó unos momentos entre contestar o no, pues también cabía la posibilidad de que fuera justamente aquel hombre de color, y su intención final era hablarle por ese teléfono en lugar de hacerlo de frente, y eso le pareció astuto. Pero... ¿y si no era él?
—¿Vas a contestar o no? —Inquirió Lily, mordaz.
Esther la miró de reojo sin decir nada unos momentos, y luego miró de nuevo la pantalla. Si no era quien pensaba, tendrían que destruirlo y salir corriendo de ese sitio lo antes posible. Todo en ese último tramo se había basado en correr riesgos; ¿correría uno más?
Algo resignada a aceptar lo inevitable, contestó la llamada un par de segundos antes de que ésta se cortara por completo y acercó el celular a su oído derecho.
—¿Diga?
—Pudiste haber sido más convincente, Leena —escuchó casi de inmediato que murmuraba una voz en la otra línea, una voz que no identificó como la de aquel hombre, pero que de hecho le pareció bastante familiar.
Los ojos de la mujer se abrieron por completo, y de golpe todo su rostro se tornó bastante serio.
—Tú... —exclamó con cierto tono de recriminación.
Miró de reojo a Lily y Samara, que la miraban fijamente confundidas pero también curiosas. En lugar de que esto la incitara a explicarles quién hablaba, por el contrario, la orilló a dirigirse rápidamente hacia el pequeño balcón de la habitación, salir a éste y cerrar la puerta de cristal detrás de ella. Lily y Samara se miraron la una a la otra con confusión, aunque la de Lily era relativamente menor, ya que había percibido en Esther un rastro de esa emoción que tanto le resultaba conocida.
¿Esther sentía miedo?, quizás no como tal. Pero aun así, ya fuera por los remanentes de lo que estaba haciendo en la bañera antes de ser interrumpida o por la fuerte impresión que le resultó oír repentinamente aquella voz, su corazón se agitó violentamente, y un cosquilleó le recorrió el abdomen. Una vez ya en el balcón, se tranquilizó paulatinamente.
—Fuiste bastante menos silenciosa y discreta de lo que esperaba durante tu camino —susurró aquella voz en el teléfono, aquella que sólo había escuchado en una ocasión pero que de inmediato reconoció como la de aquel muchacho, el de nombre Damien—. Pero de alguna u otra forma casi cumples con tu misión; te felicito.
—Ahórrate tu palabrería, mocoso —espetó Esther, manteniendo lo mejor posible su serenidad—. Ya tengo a tus dos niñas, ahora cumple con tu parte.
Lo escuchó entonces reír soberbiamente.
—El trato era que me las trajeras, y eso aún no ocurre. Pero ya estás cerca, y aquí te sigo esperando.
—¿Y para qué me estás llamando entonces?
—Sólo quería que supieras que estoy más cerca de lo que crees, siempre vigilando.
Esther enmudeció unos momentos. ¿Acaso era una amenaza? Le era difícil suponer que podría significar cualquier otra cosa.
—¿El hombre del hospital era tu espía?
—No lo llamaría de esa forma, pero sí; yo lo envíe.
—Si él está por aquí, ¿por qué no le entrego a las dos rapazas a él y terminamos con esto de una vez? Yo ya me estoy hartando de ser niñera.
—Oh, vamos, no me digas que no te has divertido durante este viaje. Creí que para este punto ya se habrían hecho buenas amigas. —Esther chisteó molesta por la sola insinuación—. Además, tienes que ser tú quien las traiga hasta acá.
—¿Por qué?
—Porqué yo lo digo, y es lo único que te debe de importar.
Los dedos de Esther se apretaron con fuerza contra el teléfono. Sintió como la rabia le subía por la cabeza y se acumulaba en la parte trasera de ésta como un dolor pulsante. Lo único que lo amortiguó un poco, fue una ráfaga de viento helado que la hizo abrazarse con su mano derecha. Recordó en ese momento que se encontraba mojada y sólo cubierta con una bata demasiado grande para ella, y no había pensado mucho en eso antes de salir al exterior de esa forma.
—Ten mucho cuidado con cómo me hablas —le respondió con un tono que no dejaba lugar a duda de que eso sí se trataba de una amenaza—. Es obvio que las dos mocosas son importantes para ti, y yo estoy ahora mucho más cerca de ambas que tú y tu espía, o como quieras llamarlo. ¿Qué me impediría rebanarles sus flacuchos cuellitos a ambas mientras duermen y largarme con el dinero que queda?
Del otro lado de la línea, Damien sonrió, indiferente a sus palabras; ella no lo veía, pero supo que así era.
—Muchas cosas —le respondió el chico con normalidad—. Para empezar, perderías la oportunidad de saber eso que tanto añoras. No habría lugar en este mundo en el que te podrías esconder de mí. Y, lo más importante, ya has visto lo que ambas son capaces de hacer, ¿enserio te quieres arriesgar a hacerle daño a alguna de ellas?
De nuevo, Esther enmudeció. En efecto, había sido testigo, a veces por las malas, de lo que sus dos compañeras, rehenes o lo que fueran, podían hacer si se les acorralaba, y presentía que aún desconocía el alcance completo de dichas habilidades. Lo sabía, y lo supo desde antes de lanzar su amenaza. Pero rabiaba ante la sola idea de que ese mocoso creyera que tenía todo el control sobre ella. El que un hombre, adulto o no, la viera como algo insignificante y sin ningún poder, era algo que simplemente no podía ni quería concebir.
—Vamos, anímate —murmuró el muchacho con más ánimo—. Tu misión casi acaba... o, apenas empieza, dependiendo de cómo lo veas.
—¿Quién eres realmente? —Susurró Esther—. ¿Para qué las quieres exactamente?
De nuevo lo sintió sonreír con prepotencia.
—Tráelas lo antes posible; las estaré esperando ansioso. Y por cierto, si fuera tú destruiría este teléfono y me iría mañana lo más temprano posible. Si necesito contactarte de nuevo, yo me encargaré de así ocurra. Nos vemos.
Y entonces colgó, tan abruptamente como había llamado.
Esther retiró lentamente el teléfono de su oído, y permaneció mirando hacia el oscuro monte que se encontraba a espaldas de aquel motel. Ese sujeto le causaba tantas cosas; enojo, frustración, pero también cierto grado de fascinación, y claro, excitación. ¿Quién era?, ¿qué quería?, ¿qué es lo que haría con ellas tres una vez que llegaran con él? ¿Estaban de hecho en peligro? No tenía respuestas a nada de eso. Y por primera vez desde que comenzó toda esa absurda misión, se preguntó si acaso no se estaba dirigiendo directo a la boca del lobo. ¿Qué le garantizaba que ese muchacho sabía exactamente qué le estaba pasando? ¿Cómo podía saber que no la mataría en cuando estuviera de nuevo delante de él? ¿Y qué haría con Lily y Samara...?
Cuestionarse eso último la tomó inesperadamente por sorpresa. ¿Eso le importaba?, no tendría por qué. Esas niñas no significaban nada para ella en lo absoluto. Eran lo equivalente a paquetes con patas que tenía que entregar, y no más. Aunque sus habilidades parecían útiles y de seguro habría muchas cosas divertidas que podría hacer si las usaba correctamente, al final sólo eran una pesada y molesta carga. Que Damien Thorn, o quien quiera que fuera, hiciera lo que quisiera con ellas. Las llevaría ante él, y que pasara lo que tuviera que pasar, incluso si eso involucraba su propia muerte. De hecho, en más de una ocasión en esos últimos cinco años, había llegado a abrazar la idea de la muerte, si es que aún estaba en sus posibilidades aquello. La idea de que quizás así pudiera terminar todo, y en las manos de aquel individuo cuya presencia le causaba tantas cosas en su interior, le causaba una extraña satisfacción.
Pero sólo lo sabría hasta que llegaran a Los Ángeles.
Se viró hacia la puerta para regresar adentro, y al hacerlo se encontró de frente justo con la cara fría y dura de Lily, que la miraba desde el otro lado de la puerta de cristal. Esther se exaltó, casi asustada. La niña estaba ahí de pie, apoyada en sus muletas, y mirándola fijamente en silencio. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí?, ¿había escuchado algo? Aunque, en realidad eso no importaba; ella no ocupaba oír como tal para saber de qué habían estado hablando.
La niña de diez años se quedó un rato ahí, sólo observándola, y entonces se giró con sus muletas y se dirigió de nuevo a su cama sin decir nada. Esther la observó fijamente mientras se alejaba.
Recordó entonces que la amenaza de Damien Thorn no era la única sobre su cabeza. Realmente, estaba rodeada en todas direcciones, sin muchas posibilidades de salir bien librada de ello. Así que sí, realmente estaba indefensa, y sin poder... y sin ninguna amiga que pudiera tenderle sinceramente la mano.
FIN DEL CAPÍTULO 47
Notas del Autor:
—El Nudo Verdadero, así como los datos revelados de James en este capítulo, son referencias al libro de Doctor Sueño de Stephen King. Aunque James es un personaje original que no aparece ni es mencionado en dicho libro, fue creado bajo el mismo contexto de éste, y usando como base a sus antagonistas siendo James un antiguo miembro de su grupo.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro