Capítulo 44. No estoy bien
Resplandor entre Tinieblas
Por
WingzemonX
Capítulo 44.
No estoy bien
Esther no se calmó o respiró tranquila hasta que ya estuvieron a varios kilómetros de Eola, y conducían hacia el sur por la 99W. Una vez que Lily se subió, la camioneta conducida por Esther salió disparada de su escondite detrás del hospital psiquiátrico, dirigiéndose hacia la carretera, tomando la ruta hacia al oeste en dirección a Rickreall. No escuchaba aún las sirenas de policía venir desde Salem, pero estaba segura de que no tardarían mucho más. No pararían en Rickreall, ni en ningún otro sitio por las siguientes dos horas al menos. Aunque el próximo paso en su misión era entregar a ambas niñas en Los Angeles, de momento no tenían un destino inmediato fijo. Sólo conducirían hacia el sur hasta que sintiera que estaban a salvo, o se cansara de conducir y necesitaran descansar. Todo había salido relativamente bien, pero no deseaba tentar de más su aparente buena suerte.
Lily estaba sentada en el asiento del copiloto, mientras Samara se había sentado atrás. Ésta última no había dicho palabra alguna desde que salieron de Eola. De hecho, ni siquiera se movía. Estaba sentada, con su cabeza apoyada contra la ventanilla, y todo su cuerpo flojo como si durmiera, aunque sus ojos estaban abiertos, fijos en la oscuridad que envolvía el suelo de la camioneta bajo sus pies, sólo alumbrado de vez en cuando por la luz de algún otro vehículo que pasaba a su lado. Esther le había improvisado un vendaje rápido en su mano y un curita en su mejilla del botiquín que usaba para tratar la pierna de herida.
—¿Y qué le pasa a nuestra nueva compañera de viaje? —Cuestionó Lily con curiosidad, mirando por encima de su asiento hacia atrás.
—Déjala en paz —le reprendió Esther sin quitar sus ojos del camino—. Creo que acaba de matar a su madre.
—¿Enserio? —Lily echó un vistazo más cuidadoso a la niña en el asiento trasero. Se veía algo escuálida y no sentía gran amenaza brotar de ella. De hecho, no sentía nada de ella: ni miedo, ni tristeza... nada. Como si fuera un simple cadáver, y en verdad casi se veía como uno. Como fuera, de momento no era su problema. Se encogió de hombros y se acomodó de nuevo en su asiento—. Gran cosa. Yo maté a mi padre y no me ves lloriqueando.
Esther la miró sutilmente por el rabillo del ojo unos momentos, pero casi de inmediato se volvió de nuevo al camino.
—Yo maté a ambos —susurró despacio, como si no tuviera genuino interés en que su acompañante la oyera—. A mi madre y a mi padre... más de una vez.
— — — —
A lo largo de su vida, Matilda había sufrido varios tipos de heridas, pero nunca la de una bala atravesándole el cuerpo, pese a que no había sido la primera vez que le disparaban (la misma mujer acababa hace sólo unos días de hacerlo en circunstancias bastantes similares). No le había resultado tan doloroso en el momento, más como un ardor molesto. Sin embargo, pasado el tiempo y la adrenalina, dicho ardor fue incrementándose hasta volverse insoportable. En comparación, la mordida en su tobillo que le había hecho aquel perro en el hospital de Portland se sentía insignificante.
La habían encontrado sentada en un pasillo cuando ya le fue imposible caminar; apenas estaba consciente. Se había aplicado algo de alcohol que había encontrado en una de los consultorios, y luego se hizo un vendaje lo mejor que pudo usando sólo su mano izquierda. Dos enfermeras la trataron lo más rápido posible, limpiándole la herida y vendándosela de forma más apropiada. Mientras lo hacían, repitieron con insistencia lo afortunada que era, pues la bala había entrada y salido, y no parecía haber nada importante herido. Matilda difícilmente podía creer que pudiera haber algo de buena suerte en todo eso.
Luego de tratarla, la recostaron en una camilla y le inyectaron un tranquilizante para que se relajara. No quería que lo hicieran, pues lo que menos deseaba en esos momentos era dormir. Pero al final cayó rendida. Mientras lo hacía, le pareció haber visto a Cole de pie a un lado de su camilla hablándole, y no estaba segura si acaso ella le respondió algo o no. Como fuera, el sueño le había servido, pues horas después despertó y se sentía de cierta forma mejor. Le habían vendado el hombro entero y le habían colocado un cabestrillo para que no moviera de más el brazo. Aún le dolía un poco, pero con los antinflamatorios, analgésicos y los antibióticos, todo debía estar bien en unos días.
Se sentó con cuidado en la camilla, sujetándose un poco su cabeza; sentía que ésta le daba un poco de vueltas.
Sintió que alguien se le acercaba por un lado. Su primer pensamiento fue que era una enfermera que venía a reprenderla y decirle que permaneciera acostada, y ella estaba más que dispuesta a decirle que se ocupara de sus asuntos. Dicen que un doctor era siempre un pésimo paciente, y al menos en su caso eso parecía ser cierto. Pero no se trató de una enfermera, sino de Cody, que se le aproximó cauteloso.
Cody era un desastre en esos momentos. Su cabello estaba despeinado, se había quitado su corbata y su camisa estaba desalineada y manchada. No traía puestos sus anteojos, y también parecía como si se acabara de despertar no hace mucho.
—Matilda, ¿estás...? —murmuró Cody dudoso, mirando discretamente su cabestrillo.
—Me dispararon —respondió la psiquiatra, aunque casi de inmediato supuso que él ya debía de saberlo—. No se lo digas a mi madre; enloquecerá en cuanto se entere...
Llevó los dedos de su mano libre a su frente y se la talló fuertemente.
—Samara se fue. Esa... mujer se la llevó, o más bien quiso irse con ella. Su madre está muerta... no pude evitarlo...
—Lo sé —le respondió Cody con voz apagada, y entonces se permitió sentarse en la camilla a su lado—. Yo tampoco pude hacerlo. Lily Sullivan —Matilda se sobresaltó al escucharla pronunciar ese nombre—, ella estaba aquí. Se metió en mi cabeza, pero no como otros lo han hecho antes. La protección que Eleven nos dio no sólo no sirvió de nada, pudo entrar aún más profundo, y sacar a la luz terrores que creía haber olvidado. —Hizo una pausa y respiró profundamente, como intentando recobrar las energías que había perdido al decir todo eso—. Estas niñas... no son como los otros niños que hemos ayudado antes, Matilda.
—¿Estas niñas? —Repitió Matilda con duda—. ¿Hablas de Lily Sullivan...?
Cody permaneció callado unos momentos, y luego se giró lentamente hacia ella, casi como si tuviera miedo de mirarla directamente.
—Y Samara —respondió al fin, dejando a Matilda sin palabras—. Eleven tenía razón. Hay algo... que no está bien con ellas... Quizás debimos hacerle caso y hacernos a un lado... dejarle este asunto a Cole.
Matilda no tuvo nada que responderle. Hace unos días ese comentario le hubiera enojado bastante y hubiera derivado en una marcada actitud a la defensiva. Pero, justo en ese momento, tras todo lo ocurrido, no tenía fuerzas ni armas para afirmar lo contrario. Quizás era cierto: quizás debió haberse ido de ahí en cuanto Eleven se lo advirtió.
—¿Dónde está él ahora? —Preguntó Matilda abruptamente.
—¿Cole?, él está bien —respondió Cody—. Tiene unos golpes, pero nada grave. Al parecer se peleó con otro individuo que también estaba ayudando a Leena Klammer. Y creo que también tenía... habilidades —eso último lo susurró, como si temiera que alguien más lo escuchara a pesar de que estaban solos en esos momentos—. Está con la policía, dando su declaración e intentando de nuevo que no nos retengan mucho aquí, supongo...
—Lo siento —musitó Matilda de pronto, tomándolo por sorpresa—. Yo fui la que te involucró en esto.
—No era lo que quería decir. No te estaba culpando.
—Pero yo sí. —Matilda bajó su mirada con cierta melancolía—. Le fallé a Samara, como le fallé a...
La puerta del consultorio en el que estaban se abrió sin aviso, poniendo a ambos un poco tensos como si hubieran sido sorprendidos a mitad de una travesura. Esa vez tampoco fue una enfermera, ni un policía. Era el Dr. Johnson, no en un mejor estado que el de ellos.
—Dra. Honey, ya despertó —mencionó Johnson, señalando lo evidente.
—Dr. Jhonson, ¿se encuentra bien? —le cuestionó Matilda con sincera preocupación. Johnson asintió como respuesta. Pareció vacilar unos momentos, y entonces habló.
—El señor Morgan acaba de llegar —murmuró con voz apagada, tomando totalmente desprevenida a Matilda que abruptamente sintió que su cabeza le daba vueltas de nuevo—. Pidió hablar con usted. Le dije que estaba herida y quizás indispuesta, pero... él insistió mucho. —Intentaba justificarse con demasiada insistencia, tanto que comenzaba a rozar en lo falso—. Puedo decirle que sigue dormida...
—No, está bien —declaró la psiquiatra con firmeza y comenzó a ponerse de pie con el cuidado que ameritaba su estado—. Iré a verlo.
—Matilda, quizás no sea buena idea —señaló Cody con marcada preocupación. No sólo por su hombro, sino porque ya sabía de antemano porque ese hombre quería hablar con ella: no sólo su hija había desaparecido... su esposa estaba muerta.
Matilda también lo sabía, y con bastante claridad. Lo que menos deseaba era enfrentarlo, escuchar lo que iba a decirle o recriminarle. Pero no podía esconderse de ello; tarde o temprano tendría que tener esa conversación incómoda, por llamarla de alguna forma.
—Debo hacerlo —fue lo único que logró responderle a Cody, y entonces caminó con cuidado a la puerta. El ritmo de sus pasos se volvió más confiado conforme su estado letárgico se fue disipando, aunque no por ello ocurrió lo mismo con su anhelo por el encuentro que estaba por tener.
— — — —
La policía llegó lo más rápido que pudo, seguidos de cerca por bomberos y paramédicos. No había fuego que apagar, pero si personas que tratar. Había más de veinte heridos entre personal, pacientes y visitantes, siendo la más grave Matilda y su herida de bala. Pero además, en total había siete muertos: un intendente, un enfermero y dos guardias de seguridad, asesinados los cuatro por arma de fuego presumiblemente por Leena Klammer; además, un enfermero más que sufrió un fuerte golpe en la cabeza a ser atacado por un frenético paciente; una paciente, Anna Morgan, que todo parecía indicar que se había auto infligido varias puñaladas en su propio cuello; y por último, el Dr. Scott que saltó desde el techo del edificio antes de que toda aquella locura comenzara, y cuya relación con ésta aún era imprecisa.
La prensa vino volando dese Salem, y quizás más lejos, y en menos de una hora comenzaron a congregarse afuera del hospital.
Todo era de cierta forma una repetición de lo sucedido en Portland: dos ataques similares, perpetrados con unos cuantos días de diferencia y por la misma persona. Si el nombre de Leena Klammer no era conocido, poco a poco comenzaría a serlo. De cierta forma eso era algo bueno, pues eso reducía los lugares en los que podría ocultarse sin ser reconocida. Sin embargo, considerando quién la acompañaba y ayudaba, Cole Sear estaba convencido de que terminaría esfumándose en el aire, y pasaría un buen tiempo antes de que la policía pudiera dar con ella. Por supuesto, no les dijo eso directamente a los oficiales que lo interrogaron. Como oficial de la ley que era, cooperó con ellos y les dijo todo lo que consideró apropiado que supieran. La mayoría del relato se enfocó en aquel hombre que lo había atacado cuando intentaba aprehender a Leena Klammer. Les dio la descripción más detallada que pudo, y les proporcionó el arma que había tomado y dejado atrás al huir para que buscaran sus huellas, aunque sospechaba que no encontrarían ninguna o no encajarían con nadie en lo absoluto.
Omitió la parte de las personas enloquecidas viendo cosas que no estaban ahí, o que el mismo hombre que lo había atacado lograba de alguna forma apagar su cerebro unos momentos como si jalara la cadena de una lámpara de techo. Y por supuesto, fue bastante cuidadoso intentando explicar qué hacía en ese sitio en realidad, quiénes eran Matilda y Cody, y fingió ignorancia cuando le preguntaron porque esta mujer Leena querría llevarse a Lily Sullivan y Samara Morgan; y la fingió bastante bien, cabía decir. Pero aquello fue sencillo, pues en realidad no era como que tuviera del todo muy claro qué motivo podría tener Leena o quién estaba detrás de ella. Aunque, tenía su teorías...
Al principio los oficiales de Oregón se prestaron algo renuentes a confiar del todo en su palabra. Les parecía sobre todo muy sospechoso que los tres (Matilda, Cody y él) hubieran estado en ambas escenas del crimen sólo por mera casualidad. Cole debía darles crédito en eso; sería algo que a él también le parecería bastante extraño. Insistieron mucho usando eso como principal base de su interrogatorio, pero conforme pasaron las horas, y sucedió la llegada de un muchachito de traje oscuro que Cole supuso debía ser algún asistente del fiscal, no les quedó más que aceptar que no tenían nada para relacionarlo a él o alguno de sus amigos en alguno de los dos sucesos, y dejarlos ir por ahora.
El sitio era un caos de forenses, oficiales y personal médico. Viendo un poco el lado cínico de todo, Cole pensó que si tenías a más de veinte personas heridas, era de cierta forma buena suerte que fuera justo en un hospital, aunque fuera uno psiquiátrico; quizás gracias a eso Matilda estaba bien. De todo lo horrible que había ocurrido esa noche, enterarse que a Matilda le habían disparado fue quizás lo que más afectó al detective de Filadelfia. No le importó si los otros oficiales lo querían detener, él se abrió paso hasta el consultorio en el que ésta se encontraba reposando, sólo para ver que en verdad estuviera bien. Y en efecto lo estaba, o algo así. Al parecer estaba tan confundida por lo que le habían inyectado, que era probable que no se hubiera dado cuenta de su presencia. Y una vez que ya lo dejaron ir, sólo pensaba en ir de nuevo a verla.
Se decía a sí mismo que era una preocupación normal de colegas, y en especial ahora que al parecer habían comenzado a hacerse amigos (o eso creía él). Pero él sabía que no era precisamente eso; era tan obvio en sus intenciones que se sentía avergonzado.
Antes de poder llegar a donde estaba Matilda, Cole pasó por una de las salas de espera. Y ahí vio a Vázquez, sentado en una de las sillas, mirando con expresión desorbitada hacia la absoluta nada, como si a él también le hubieran inyectado una buena dosis de tranquilizantes. Tenía algunos golpes en la cara, un par hechos por el propio Cole, y de seguro tuvieron que revisarle de nuevo las heridas de su brazo y tobillo. Pero seguía en una pieza. Debía reconocérselo: era un hombre rudo.
Cole decidió tomarse un pequeño desvío y se acercó hacia él; igual, debía devolverle algo. Vázquez no lo notó hasta que ya estuvo a su lado. Cole se sentó en la silla a un lado de él sin decir nada en un inicio. Luego introdujo su mano en el bolsillo interno de su saco, extrayendo de éste la pistola que había tomado prestada, y se le extendió.
—Creo que esto es suyo —señaló con simpleza.
Vázquez tomó el arma con su mano libre, y la examinó unos momentos en silencio como si fuera la primera vez que la veía. No le preguntó por qué la tenía, no le reprendió por tomarla, ni le gritó diciéndole lo irresponsable que era tomar el arma de otro oficial y los problemas en los que podría haberlo metido; dicho sea de paso, tampoco pareció interesado en darle las gracias. Sólo la guardó de regreso en su funda, y volvió al mismo estado casi letárgico de hace unos momentos.
Cole sacó algo más de su bolsillo: una cajetilla de cigarros. Era un hospital y ya lo habían reprendido por ello demasiado en los últimos días, pero no creyó que con tanto alboroto a alguien le importaría. Se colocó uno en los labios y luego extendió la cajetilla hacia Vázquez. Él la miró de reojo y sólo negó con su cabeza lentamente. Guardó de nuevo la cajetilla y prendó el cigarrillo con su encendedor. Pensó que se sentiría mejor después de algunas bocanadas, pero parecía que la nicotina no era suficientemente en esa ocasión.
—¿Qué es lo que ocurrió aquí? —soltó Vázquez de pronto sin provocación aparente. Ocurrieron muchas cosas, pero Cole supuso que se refería en específico a lo que le había pasado a él y a los otros.
—Lily Sullivan, eso ocurrió —le respondió sin vacilación. Vázquez lo volteó a ver con asombro en sus ojos—. Creo que mis amigos intentaron explicárselo lo mejor posible el otro día. ¿Hay algo que yo le pudiera decir para que ahora sí lo crea?
—Poderes psíquicos, ilusiones, telepatía... ¿Todo esto es real? —Exclamó Vázquez, aun aferrándose a un frágil escepticismo.
—Más de lo que me gustaría. Y me temo que todo es incluso mucho peor de lo que se imagina. Ni siquiera yo, que he visto tantas cosas antes, puedo entender del todo lo que ocurrió aquí. Así que no se sienta mal si está un poco confundido: todos aquí lo estarán por un buen rato. No hay manera de que oficiales convencionales entiendan o puedan lidiar con todo esto. No te entrenan para esto en la Academia, se lo aseguro.
Lo último al parecer había intentado decirlo con algo de humor, pero no creía haber sonado gracioso.
—¿Y quién sí puede lidiar con algo como esto? —Cuestionó Vázquez con voz de interrogación, mirando tajantemente a Cole con cierta desconfianza—. ¿Ustedes y su Fundación?
Cole permaneció en silencio. Aspiró un poco de su cigarrillo, exhalando el humo unos segundos después por su boca con un pequeño resoplido.
—Lo mismo me pregunto —susurró con voz apagada.
Volvieron a quedarse en silencio unos segundos. Un par de oficiales pasaron caminando delante de ellos, entrando por una puerta y saliendo por otra sin prestarles atención. Un bostezo se le escapó de pronto a Cole. Ya habían pasado varias horas, y aún antes de esto el día había sido bastante agotador por ir y venir de Silverdale. Se sentía cansado, pero no creía poder dormir.
—Necesito... salir de aquí... —Murmuró Vázquez, de nuevo de la nada y sin provocación, parándose de su asiento lo más rápido que sus muletas le permitieron.
—¿Seguro? No se ve en buen estado. Además, disparó su arma dos veces en el interior de un hospital. Si asuntos internos de Portland es como en Filadelfia, eso deberá traducirse en mucho papeleo.
—Al carajo con eso —espetó el detective con bastante convicción, y Cole podía aplaudir eso. Se alejó unos cuantos pasos con sus muletas, pero luego se detuvo de golpe y se giró de nuevo hacia él—. Hay más detrás de todo esto de lo que incluso ustedes creen. Luego del incidente en el hospital, se presentó gente del gobierno a hacer preguntas, reclamar pruebas... y sólo Dios sabe qué cosas más.
Cole lo miró confundido. ¿Gente del gobierno?, ese era un término bastante ambiguo.
—¿Federales?
—No sé qué mierda sean. Pero creo que estarán aquí muy pronto también. Será mejor que tus amigos y tú no estén en los alrededores cuando eso pase.
No supo cómo interpretar esa extraña advertencia. No le parecería raro que personas de oficinas más arriba se presentaran en una escena de crimen como esa, especialmente una que involucraba a una asesina como Leena Klammer, que según había leído sus crímenes no sólo habían cruzado líneas estatales sino fronteras de países. Era algo con lo que Cole ya había tenido que lidiar, a pesar de que su carrera aún no era tan larga, y supuso que Vázquez debía de estar más acostumbrado a ello. Pero, aun así, se veía especialmente perturbado por eso. ¿Sería acaso que estas personas de las que hablaba no eran como las agencias habituales que solían meter sus narices cada cierto tiempo cuando olfateaban la publicidad y el reconocimiento? ¿De quiénes estarían hablando realmente?
—¿Por qué me dice esto? —Le preguntó curioso, partiendo de la idea de que hace unas horas bien parecía dispuesto a agarrarse a golpes con él, o incluso con Matilda si era necesario.
Vázquez vaciló.
—No lo sé... Está noche no sé nada...
Se giró de nuevo apoyado en sus muletas y ahora sí se alejó sin voltearse de regreso, y Cole tampoco hizo algo para detenerlo.
Permaneció sentado unos momentos y siguió fumando un rato más, meditando sobre ese pedazo de información que acababa de recibir. Aunque realmente tenía demasiadas preocupaciones como para sumarle lo que podría o no estar haciendo alguna extraña agencia del gobierno. Quienes fueran, esperaba que no quisieran meterse de más en ese asunto, pues no podría terminar nada bien.
Su teléfono sonó de pronto, haciendo que diera un brinco de sorpresa en su silla. Lo buscó a tientas en cada uno de sus bolsillos, hasta localizarlo en el delantero izquierdo de su pantalón. El número en la pantalla era desconocido; la lada no era de Pensilvania ni de Oregón, y de momento no pudo identificar de dónde era con exactitud. No era el mejor momento para responder llamadas extrañas, o quizás era el momento justo dependiendo de cómo lo viera; una llamada extraña fue justo el comienzo de toda su intromisión en ese asunto en el que se encontraba metido.
Decidió atender.
—Detective Se... —comenzó a presentarse ya con el teléfono en su oído, pero no alcanzó a terminar de pronunciar su apellido.
—¡Hasta que logró contactar a uno de ustedes! —Escuchó como una voz femenina gritaba con bastante ahínco, y quizás enojo, en el otro lado de la línea. Cole tuvo incluso el acto reflejo de apartar un poco el aparato de él por el volumen tan alto de aquella voz—. ¡¿Qué les pasa a todos?! ¡¿Necesito llamarlos telepáticamente para que atiendan?!
—Hey, más despacio —respondió Cole a la defensiva—. ¿Quién eres?, ¿Mónica?
—¿Quién eres?, ¿Mónica? —Repitió la mujer en el teléfono, usando un tono de voz más que despectivo—. Sí, ¿quién más? No tengo tiempo para estupideces, Sear. ¿Qué rayos pasó?
No era que Cole estuviera del mejor humor del mundo antes, pero definitivamente esa abrupta llamada tampoco hizo mucho para mejorarlo. Mónica era una las rastreadoras de la Fundación, y una de las mejores según decían algunos. Un par de veces había pedido permiso para que lo ayudara a investigar algún dato para uno de sus casos, y lo había hecho... con actitud bastante antipática de por medio; al parecer ayudar a la ley no era de sus actividades favoritas, y por consiguiente él no era de sus personas favoritas tampoco.
—Mira, hemos tenido una noche muy ocupada por aquí —suspiró Cole con cansancio, pasando su mano por su rostro—, así que tendrás que ser mucho más específica. ¿A qué de todo lo que pasó te refieres?
Luego de un comentario hiriente que Cole intentó ignorar, Mónica fue directo al punto, revelándole la verdadera intención de su llamada. Lo que escuchó lo dejó tan sorprendido, que el cigarrillo que sostenía entre sus dedos se le resbaló al suelo.
Cole pensó que esa noche no podían darle más malas noticias de las que ya tenía encima. Estaba muy equivocado...
— — — —
A Matilda no le sorprendió saber en dónde se encontraba el señor Morgan, pero la falta de sorpresa no evitó que se le formara un nudo en el estómago ante la idea de ir a aquel sitio. El Dr. Johnson le hizo el favor de guiarla hasta el pasillo sobre el que se encontraban las puertas dobles, pero no avanzó más allá, y no lo culpó. Un doctor con experiencia había aprendido a lidiar con los familiares de un paciente fallecido... pero esa ocasión era diferente.
Se quedó unos momentos contemplando en silencio las puertas cerradas, y el letrero sobre éstas que rezaba: morgue.
Respiró hondo para intentar tomar fuerzas e intentar que lo poco del mareo provocado por sus medicinas que aún le quedaba desapareciera. Abrió con cuidado una de las puertas y se asomó sutilmente al interior de aquella habitación oscura y fría. Lo primero que vio fue la espalda amplia del señor Morgan, y su cabello oscuro con algunas canas. Se encontraba justo enfrente de una de las planchas, alumbrada por una brillante luz suspendida sobre ésta. El cuerpo del señor Morgan le tapa la vista del rostro, pero ella supo sin problema que el cuerpo sobre la plancha debía de ser el de su esposa. Él la miraba en silencio, de seguro contemplando su rostro sereno.
Matilda dio un par de pasos hacia el interior y dejó entonces que la puerta se cerrara sola detrás de ella. Richard Morgan no parecía haberse percatado de su presencia, o si lo hizo no parecía importarle lo suficiente como para voltear a verla. Matilda tuvo en ese momento un pensamiento un poco fuera del lugar, sobre cuánto tiempo había dormido realmente para que él estuviera ahí, pues el viaje desde Moesko hasta ahí no debía ser corto.
—Señor Morgan —pronunció despacio la psiquiatra, intentando de esa forma anunciar su presencia. Él siguió sin mirarla.
—Dijeron que estaba herida —pronunció el hombre con un tono alarmantemente tranquilo—. ¿Se encuentra bien?
—Me recupero —fue lo único que se le ocurrió responder, arrepintiéndose un poco después sin ningún motivo.
Se atrevió entonces a acercarse un poco más, hasta que pudo ver, queriendo o no, el rostro de la mujer recostada sobre la plancha. Su piel se veía aún más pálida que antes, y algunas de las venas se marcaban por debajo de ésta. Tenía los ojos cerrados, y la herida su cuello había sido cerrada de forma un tanto apresurada. La expresión, a veces pronunciada en un inútil intento de reconfortar, "parece sólo estar durmiendo", no aplicaba en lo absoluto en ese caso.
Sólo su rostro era visible; el resto de su cuerpo se encontraba cubierto con una delgada sábana blanca. Matilda miró sutilmente hacia el resto del cuarto. Había otras planchas y camillas ocupadas, todas ellas tapadas por completo con una sábana similar a la que cubría el cuerpo de Anna Morgan.
—La amé desde la primera vez que hablé con ella, ¿sabe? —Comentó el Señor Morgan de pronto, jalando de nuevo su atención hacia él. El hombre acercó su gran mano hacia la caballera oscura del cuerpo delante de él, acariciándola muy suavemente, como si temiera romperla—. La pasión con la que hablaba los caballos, y todos los sueños que tenía a futuro. Y fui testigo de cómo los cumplía todos, uno tras otro... excepto uno. Yo le decía que no necesitábamos hijos, que nosotros, nuestro rancho y nuestros caballos eran suficientes; pero creo que para ella no lo eran. Yo sólo quería que fuera feliz, completamente feliz. Y por un momento usted me hizo pensar que eso aún podría ser posible. Que superaríamos esto, ella volvería a casa, compraríamos nuevos potrillos, y podríamos empezar de nuevo. Seguir cumpliendo sus sueños, y construir algunos nuevos. Que podríamos ser felices sólo los dos, después de que ella saliera de este sitio, y nos deshiciéramos de ese demonio. —Hizo una pequeña pausa, antes de concluir—. La esperanza es la cosa más cruel de este mundo, ¿no es así? Y usted al parecer es una experta en ese tipo de crueldad.
No había tristeza o recriminación aparente en sus palabras, sólo una sombría y fría tranquilidad que para el caso podría ser incluso peor. Matilda se sintió totalmente desarmada en esos momentos, incapaz de poder reaccionar de alguna forma sensata. Su mente se había quedado divagando principalmente en eso último que había dicho: "La esperanza es la cosa más cruel de este mundo." No tenía forma de negar tan afirmación... Ella había pensado lo mismo no hace mucho al recordar a Carrie White...
—Samara estaba mejorando, señor Morgan —murmuró Matilda con toda la firmeza que le era posible, que en realidad no era mucha—. Nuestras sesiones la estaban ayudando, estoy convencida de que con el cuidado correcto podría haberla...
—¡¿Cree que me importa un comino lo que podría o no haber hecho con esa niña?! —Espetó Richard con fuerza, volteándola a ver sólo un poco por encima de su hombro. Su voz repicó en el eco del cuarto, y por primera vez se sintió un rasgo de llanto asomándose en ella—. Mi esposa está muerta, recostada en esta plancha fría, y su asesina sigue respirando. La niña que se suponía sería su hija, que la haría más feliz de lo que yo podía hacerla.
El señor Morgan se inclinó entonces al frente, soltando unos pequeños sollozos que ya no era capaz de contener. Siguió pasando su mano por los cabellos del cuerpo, mientras la miraba melancólico.
Matilda intentó hablar, pero su voz se entrecortó.
—Lo que ocurrió... no fue culpa de Samara...
—¿Y de quién es entonces?, ¿suya? —Volvió a mirarla sobre su hombro y Matilda tuvo el deseo de decirle que sí, que todo era su culpa, pero nada salió de sus labios. Richard se giró casi de inmediato hacia el frente una vez más, sin darle importancia—. Quizás fue mía, por a pesar de todo haberme dejado engañar por su carita de ángel, y no haber visto por completo lo que era cuando Anna me lo dijo. No sólo la interné aquí por haber intentado suicidarse, ¿sabe? Ella quería matar a esa niña... —Ese dato revelado tan repentinamente dejó helada a Matilda—. Debí habérselo permitido... Ahora está libre en el mundo, y sólo Dios sabe qué clase de horrores está por desatar sobre nosotros.
— — — —
No se dijeron mucho más después de eso, y en realidad no había nada más que decir. El mensaje que el señor Morgan intentaba transmitirle era demasiado claro: había fallado, y eso era algo con lo que ella difícilmente podía discutir. Lo dejó entonces solo cuando pensó que era oportuno. Caminó lentamente por el pasillo sin ningún rumbo fijo, pero en realidad sólo avanzó un par de metros antes de tener que detenerse y sostenerse de la pared con una mano para no caer. Pero en realidad aquello había sido más un acto reflejo, pues en realidad sí deseaba caer. Pegó su hombro contra la pared, luego su espalda, y dejó que ésta se deslizara por la superficie hasta caer sentada en el piso. Sus ojos azules apuntaban perdidos a la pared opuesta, sin mirar nada específico en ella.
Su puño libre se apretó con fuerza, y en un vago intento de liberar toda la frustración y enojo que tenía dentro, lo azotó contra al suelo con fuerza. Lo hizo una vez, luego dos y tres veces. Pero no era golpear el suelo lo que realmente quería hacer: tenía ganas de gritar, de patalear, de hacer que todo ese edificio volara por los aires, de que todo y todos se fueran muy lejos. Quería deshacerse de esa agobiante y asfixiante angustia que no la dejaba respirar. Quería hacer muchas cosas, pero no hizo ninguna... solo golpear el suelo, y dejar que unas pocas lágrimas se deslizaran por sus mejillas, sin permitirse soltar el llanto por completo.
"Me dijiste que me ayudarías Matilda... ¡Me dijiste que me ayudarías a controlar mis poderes! ¡Me dijiste que ya no lastimaría a nadie más! ¡Y mira lo que hice! ¡Maté a mi mamá! ¡La maté!"
"Lo siento," repetía la psiquiatra en su mente una y otra vez. "Lo siento, lo siento, lo siento, siento..."
—Matilda, oye... —oyó de pronto que la llamaban, pero no fue suficiente para sacarla por completo del estado en el que había caído. Dicha persona se le aproximó y se agachó a su lado. Sólo hasta entonces se viró y se encontró con el rostro preocupado de Cole, y detrás de él venía Cody—. ¿Estás bien?
—No, no estoy bien —le respondió con severidad—. ¡Nada en todo esto está bien!
Inclino su cuerpo al frente, y pegó su mano contra sus ojos, como si quisiera calmar algún punzante dolor. Se mantuvo en esa posición sólo unos segundos, antes de virarse de nuevo hacia sus dos compañeros. Ambos la miraban con seriedad... demasiada seriedad. Al principio se dijo a sí misma que era una reacción normal que la situación ameritaba, especialmente si la encontraban en ese estado tan deplorable. Sin embargo, mientras más observaba sus caras, más le parecía que no era precisamente eso. Ambos parecían dudosos, cómo si buscaran la forma y momento de decir o a hacer algo.
—¿Qué? —Les cuestionó sin rodeos—. ¿Qué sucede? ¿Ahora qué?
Cole se viró hacia Cody y ambos se miraron el uno al otro, aún más dudosos que antes. El oficial la miró de nuevo, al parecer teniendo que ejercer un gran esfuerzo en ello, y la seriedad de su mirada se volvió aún más profunda.
—Es Eleven... —le respondió al fin con tono solemne.
Matilda lo miró confundida, aunque una parte de ella lo supo desde antes de que Cole se explicara: entre todo ese montón de desgracias, había ocurrido algo aún más horrible...
FIN DEL CAPÍTULO 44
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