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Capítulo 19. Ojos Muertos

Resplandor entre Tinieblas

Por
WingzemonX

Capítulo 19.
Ojos Muertos

Una vez que los tres salieron de la sala de monitores, comenzaron a caminar apresurados por el pasillo sin mirar atrás. Su intención era ir de vuelta a la sala de espera, en dónde habían prometido esperar esos diez minutos adicionales; además, era también el lugar en el que Cole había dejado su equipaje, y esperaba realmente que con tantos policías rondando en torno al hospital, nadie se haya atrevido a tomarlo.

—Eso fue increíble —exclamó Cody, incapaz de ocultar su asombro mientras seguían andando. Cole caminaba al frente como si fuera el guía de una pequeña excursión, mientras Cody y Matilda lo seguían por detrás; ésta última más detrás que su amigo—. ¿Cómo averiguaste todo eso?

—No merezco tanto crédito —respondió Cole con un tono de falsa modestia bastante evidente—. Sólo averigüe un nombre y el resto fue sencillo.

—¿Y cómo averiguaste ese nombre exactamente? —inquirió Matilda, sonando más que una petición como una exigencia.

—Tiene que ver con tu resplandor, ¿cierto? —señaló Cody, pese a que sabía de antemano que estaba diciendo algo tan lógico que no tenía sentido querer aclararlo.

Cole sonrió divertido por el interés que ambos ponían en él de pronto.

—Prometo explicarles todo mientras comemos algo...

—Oigan, esperen —escucharon que alguien espetaba detrás de ellos, y los tres supusieron, o quizás más bien supieron con toda seguridad, que les hablaban a ellos.

Detuvieron su andar y se voltearon casi en sintonía. Caminando apresurado por el pasillo en su dirección, Matilda y Cody reconocieron de inmediato a Adrian Wayne, el hombre que habían ido a ver originalmente a ese sitio. Cole, por su lado, sólo lo reconocería como otro de los hombres que se encontraban en esa sala de seguridad, y a quien no se le ocurrió cuestionarle su identidad pues supuso que se trataba de otro detective. Sin embargo, al verlo ya a la luz del pasillo y no en esa habitación casi a oscuras, le pareció de inmediato evidente que no se trataba de ello.

Wayne se detuvo a unos pasos de ellos y los miró con clara duda, e incluso miedo. Sus manos temblaban un poco, señal de nerviosismo. Era como si esas tres personas ante él de alguna forma infundieran cierta presencia pesada en él. Algo, quizás más inconsciente que otra cosa, capaz de intimidarlo a un nivel casi primario.

—Todo esto que pasó... —comenzó a murmurar, dificultándosele expresarse con claridad—. Lo que dijeron en la mañana sobre Lily... ¿todo esto es real?

Matilda y Cody se miraron de reojo el uno al otro, pero ninguno le respondió absolutamente nada. Eso creó aún más incomodidad en Wayne.

—¿Quiénes son ustedes realmente? —Soltó el supervisor de trabajo social con cierta presencia de consternación en su voz.

Matilda respiró lentamente por la nariz y se mantuvo totalmente serena. Quizás aquel hombre no había visto lo mismo que aquel Detective, y quizás no tenía más cosas imposibles en su cabeza que ocupaban una explicación. Pero era evidente que había tenido una de las peores mañanas de su vida, y esto tenía ciertos efectos negativos en él. A ella le hubiera gustado quedarse, ayudarlo y explicarle mejor todo lo ocurrido. Existía un discurso casi prefabricado que los miembros de la Fundación acostumbraban usar con las personas que no resplandecían y que repentinamente se encontraban con incidentes como ese, y en su mayoría lograba hacer que dichas personas se tranquilizarán y siguieran en paz con sus vidas cotidianas. Hubiera usado ese mismo discurso con Vázquez, si éste no se hubiera puesto tan renuente a escuchar otra cosa diferente a su confesión de complicidad en el secuestro de una niña y el asesinato de un oficial de policía. Pero en ese momento le era imposible hacer tal cosa. Habían estado demasiado tiempo atorados en ese sitio, y algo grave estaba ocurriendo afuera. Tenían que salir de ahí lo antes posible, especialmente antes de que Vázquez o cualquiera de sus amigos presentes decidieran inventarse algún cargo para retenerlos.

Lo único que le quedaba hacer por él, era darle una advertencia que realmente esperaba tomara en cuenta.

—Cuídese, señor Wayne —declaró Matilda con tono estoico—. Esto no ha terminado todavía.

Wayne se quedó perplejo ante esas simples palabras, que quizás indirectamente respondían sus preguntas de alguna forma. Matilda se viró de nuevo en su dirección original y comenzó a caminar, rebasando a Cody y Cole, y tomando ahora el liderazgo de su expedición. Cole se encogió de hombros y se apresuró a alcanzarla, y Cody hizo lo mismo. Wayne, por su lado, se quedó mirando fijamente como se alejaban por el pasillo y se perdían de su vista. Y mientras esto pasaba, no podía evitar intentar darle en su cabeza un orden a todo aquello; y principalmente, a qué es lo que debía hacer de ahora en adelante.

— — — —

"Tengo trabajo que hacer", es lo que le había dicho el Dr. Scott a su compañero antes de irse directo a su oficina y encerrarse en ella. La afirmación no era precisamente mentira, pero "trabajo" no parecía ser la palabra adecuada para describir lo que hacía. No sabía cuánto tiempo llevaba con exactitud, y realmente tampoco se detuvo a siquiera preguntárselo. Pero era posible que llevara cerca de una hora entera con su dedo presionado sobre la tecla "n" del teclado de su computadora, mientras veía casi hipnotizado las miles de letras iguales recorriendo las hojas en blanco del procesador de texto como si en conjunto formaran algún tipo de animal rastrero abriéndose paso.

Era incapaz de concentrarse en ninguno de los tantos reportes que tenía que hacer, o de presentarse a alguna de las terapias o sesiones que tenía programadas para ese día, o hacer sus rondas habituales por las salas de recreo y esparcimiento de los pacientes. Incluso el distraerse en sus redes sociales o ver algún video por Internet, le parecían tareas demasiado extenuantes. Su enorme archivo de texto de cientos de páginas llenas de puras letras n, parecía haber sido la mejor opción que fue capaz de cavilar, y no tenía arrepentimiento alguno con ello. Sin embargo, eso no lo entretuvo por siempre.

Cuando quitó al fin su dedo de la tecla, lo sintió entumido, y no era para menos. Agitó su mano esperando que con ello circulara mejor la sangre. Sí, eso era lo que necesitaba, que su sangre fluyera con libertad... esa sangre roja, cálida, brillante...

Se recargó hacia atrás por completo en su silla y miró pensativo al techo. Se quedó ahí unos minutos más, sin contemplar nada. Un ovni podría haber pasado justo sobre él en ese momento, y es probable que no se hubiera percatado. Ahora su mente sólo podía pensar en esa imagen, de la sangre fluyendo por su cuerpo como pequeños ríos de agua dulce, siempre en movimiento constante. Mientras pensaba en ello, más comenzaba a sentir resequedad en su boca. La sed no tardó en ser insoportable.

Se pasó su gran mano por la cara, tallándola de arriba hacia abajo. Se paró y se dirigió hacia el dispensador de agua y se sirvió un chorro de agua fría en su taza. Se tomó una... dos... tres... hasta cinco tazas de agua y la sed simplemente no se aplacaba ni un poco; de hecho, la sentía aún peor. Cada trago que daba y no tenía el menor efecto en él, lo desesperaba más y más. A la mitad de la sexta taza, la desesperación y frustración fue tanta que arrojó sin miramiento la taza contra el escritorio. Ésta chocó con un costado de éste, aboyando un poco la superficie barnizada, rebotando y cayendo al suelo para volverse varios pedazos grandes de porcelana.

—Mierda —soltó el Psiquiatra despacio, y volvió a tallarse la cara ahora con sus dos manos. Se dirigió entonces hacia los restos de la taza y comenzó a recoger uno por uno. Tomaba los pedazos con la mano derecha y los depositaba sobre la palma izquierda. Un pedazo, dos pedazos, tres pedazos... el cuarto pedazo no llegó a su palma. Scott lo tomó y lo contempló fascinado delante de su rostro. Era quizás el más grande, incluso aún tenía parte de la base circular. Sin embargo, en la punta había quedado delgado y puntiagudo, como si alguien deliberadamente le hubiera sacado filo.

Scott pensó en un antiguo cuchillo, hecho por los primeros humanos a bases de simples piedras. Ese pedazo de porcelana roto al azar, de seguro tenía mejor apariencia que aquellos cuchillos hechos intencionalmente. Y de seguro cortaría mejor. Ese costado delgado y rugoso, pero con la forma exacta. Las ideas que se le vinieron a la mente en ese momento sobre todo lo que podría hacer con ese simple pedazo de porcelana, asustarían a cualquier persona cuerda, y quizás harían arquear una ceja hasta el más trastornado de sus pacientes. Por ejemplo, por un buen rato meditó sobre el hecho de que era lo suficientemente pequeño como para tenerlo en el interior del bolsillo de su bata, y nadie tendría porque cuestionarle al respecto. Se cruzaría con algún paciente en el pasillo, el más patético y asustadizo que se encontrara, y comenzaría a hablar amistosamente con él, como siempre hacía. "¿Cómo has estado?", "¿Has estado tomando tus medicamentos?", "Tú progreso ha sido notable, sigue así", "Estoy muy orgulloso de ti". Mientras hablaba, metería sus manos en los bolsillos, como siempre acostumbraba hacer; nada raro. Y entonces cuando el infeliz se distrajera, cando sonriera enseñando esos dientes que de seguro no cuidaba como era debido y que nadie tenía el deseo de mirar, ni siquiera la puta de su madre, sacaría rápidamente su mano de su bolsillo y clavaría ese mismo pedazo hondo en su cuello, empujándolo hasta meterlo lo más posible en su piel, mientras lo sujetaba del lado contrario de su cabeza con la otra mano. Y ahí se quedaría, sosteniéndolo mientras contemplaba la sangre brotar de su cuello como chorros de fuente. Esa sangre de seguro sí le calmaría la sed; abriría su boca y dejaría que todas las gotas posibles cayeran en ella.

Pero eran sólo ideas, pensamientos furtivos y sin lógica que cualquiera podía tener a lo largo del día y que no significaban nada, ¿no? Esa imagen era una simple invención de su cabeza, pero su sed era muy real.

No sabría decir en qué momento su atención se viró hacia su mano izquierda, o más bien hacia la palma de ésta en donde aún sostenía los pedazos de porcelana de la taza. Ladeó su mano y dejó caer de nuevo los pedazos. Algunos rebotaron, uno más rodó debajo de su escritorio, pero daba igual. Contempló su palma con detenimiento, cada línea en ella y cada arruga. Su mano era tan grande, pero su palma era blanca y suave; las manos de alguien que no había tenido que trabajar exhaustivamente con ellas, y por ello no tenía ninguna cicatriz en ella que tuviera alguna historia interesante que contar o trajera consigo alguna memoria que provocara nostalgia. Ninguna marca que se hubiera hecho al caerse de la bicicleta de niño, o durante alguna pelea, o al intentar abrir su auto luego de que se le quedaran las llaves adentro. Eran manos comunes y aburridas... Eso era realmente triste, pero fácil de solucionar.

Con esa excusa como base de razonamiento, tomó firme el pedazo de porcelana con la mano derecha, y acercó ese coqueto filo a la palma izquierda. No hubo titubeos, ni dudas, ni siquiera quejidos de dolor. Sólo presionó ese cuchillo improvisado contra su piel, lo más que le fue posible, y luego lo recorrió por todo el ancho de su palma de lado a lado. No sintió dolor, sino de hecho bastante fascinación al ver como su piel se abría y ese brillante liquido color pasión comenzaba a brotar de él, a recorrerle la palma y a chorrear por su antebrazo hasta incluso empapar la manga blanca de su bata y teñirla del mismo tono. La imagen le pareció aún más hipnóticas que las páginas y páginas de letras n. La sangre seguía saliendo y saliendo... y él tenía tanta sed.

Estaba tan concentrado en su palma, en la sangre, en el cuchillo de porcelana ansioso por cortar un poco más, que no escuchó como alguien llamaba a su puerta. Tampoco escuchó como ésta terminaba por abrirse, un instante antes de que se animara a acercar su rostro a su palma y dar una larga lamida por todo el largo de su herida auto infligida.

—¡John! —Escuchó exclamar con rotundo espanto a sus espaldas—. ¡¿Qué estás haciendo?!

Scott se quedó paralizado en su sitio. No acercaba su rostro a la mano, pero tampoco dejaba de verla. Johnson se abalanzó apresurado hacia él, y le arrebató de un manotazo el arma que había usado para lastimarse. Luego tomó su muñeca izquierda y revisó su palma, sobre todo esa fea herida profunda que con tan sólo verla podía saber que ocuparía puntos sí o sí.

Miró entonces a John. Sus ojos desorbitados miraban a través de sus gruesos anteojos, pero no miraban absolutamente nada.

—John, ¿me escuchas? —Johnson pasó su mano frente a su rostro en un intento de hacerlo reaccionar—. Háblame, vamos. ¿Qué te ocurre?

Antes de que optara por abofetearlo, Scott por sí sólo pareció reaccionar, si es que así se le podía llamar a ello.

—Estoy bien... —exclamó despacio, y entonces se puso de pie lentamente.

—¿Estás bien? —Espetó Johnson con notoria incredulidad, al tiempo que se paraba igualmente—. Te estabas cortando tu propia mano.

—No, fue sólo un accidente —respondió Scott con voz monótona, y se dirigió entonces hacia su baño privado—. Sólo me lavaré y vendaré.

—Deja que te revise una enfermera, esa herida se ve terrible —insistió Johnson, pero no recibió reacción alguna de Scott. Él entró a su baño, prendió la luz, y se inclinó sobre su lavabo para lavarse la mano izquierda—. Eso no fue un accidente, John. Fue Samara, te hizo algo y te está afectando. Debes dejar que te revisemos minuciosamente.

Johnson se aproximó cauteloso hacia la puerta abierta del baño mientras hablaba. Sin embargo, tuvo que detenerse en seco a un metro de ésta cuando, tras dar su última sugerencia, Scott se girara de golpe a él tan rápido que dicho movimiento pasó desapercibido por el doctor más joven. Pero lo que realmente lo detuvo no fue aquello, sino la forma tan dura, áspera e intimidante con la que lo miraba. En todo el tiempo que llevaba de trabajar con él, nunca lo había visto así, tan... ni siquiera sabría con qué emoción etiquetar dicha expresión.

—¿Qué me revisen? —Inquirió Scott, y se apartó entonces del lavabo, dejando éste aún abierto. Johnson retrocedió instintivamente al verlo acercársele—. ¿Quieres decir que me encierren? ¿Cómo a su madre? No, no lo voy a permitir. Estoy bien, ¿está claro?

Scott no esperó a que diera alguna respuesta. Regresó de inmediato al lavabo y se siguió lavando la herida con sumo cuidado.

—¿Cómo está ella? —cuestionó de pronto con un tono mucho más normal, que a Johnson más que tranquilizarlo, lo puso más a la defensiva.

—¿Samara? La dormimos y hasta dónde sé no ha despertado. Sigue dormida y tranquila, y prefiero que se quede así, la verdad.

—¿Y la Dra. Honey? ¿Ya volvió?

—No, no se ha reportado para nada.

—Si viene y la ve sedada, puede que haga un escándalo.

Johnson bufó, sarcástico.

—No me importa mucho lo que esa mujer diga a estas alturas. ¿Desde cuándo a ti sí?

Notó en ese momento que Scott veía fijamente al espejo, y seguía con su mano puesta en el chorro de agua mas ya no estaba haciendo algo más; parecía haberse quedado paralizado, con mirada embobada en su propio reflejo.

—¿John? —exclamó Johnson con fuerza, y ya fuera por coincidencia o porque realmente logró escucharlo, Scott cerró la llave de agua, tomó un par de toallas de papel, se secó y luego se dirigió a un cajón de su escritorio donde tenía un pequeño botiquín.

—Tengo trabajo que hacer —fue lo único que surgió de sus labios en esos momentos, haciendo casi una remembranza a lo que había dicho esa mañana luego de lo ocurrido con Samara.

Johnson notó que estaba sacando algodones, alcohol, gaza, aguja e hilo del botiquín.

—¿No quieres que algún enfermero te ayude con eso? —le cuestionó bastante preocupado.

—Tú también tienes mucho trabajo, así que ve a hacerlo —le respondió Scott con un tono bastante tajante y hasta un poco agresivo—. Y ni una palabra de esto a nadie. Estamos por lograr algo importante aquí, y si quieres ser parte de ello tendrás que aprender a ser un buen niño y obedecer.

—¿Un buen niño? —Inquirió Johnson, confundido. Scott comenzó a limpiarse su herida con alcohol y ya no hizo el menor ademán de querer seguir hablando con él. Esa fue su señal de salida—. Con permiso, entonces...

Cuando Johnson cerró la puerta y vio al Dr. Scott por última vez en lo que restaba del día, éste seguía curándose su herida, pero no sabría con seguridad si lo había hecho por completo. Se cuestionó a sí mismo si decirle de todo ello a alguien, pero, ¿a quién con exactitud? ¿Valía la pena arriesgarse con perder su puesto de planta que tantos años le tomó alcanzar? Decidió, quizás siendo un poco egoísta, que esperaría un par de días para ver si ese extraño comportamiento se corregía. Sino... ya vería qué hacer.

Por lo pronto, en efecto tenía trabajo y era mejor que se pusiera a hacerlo.

— — — —

Samara en efecto dormía, pero no tan tranquila como el Dr. Johnson afirmaba. Por fuera, la niña se encontraba recostada en su camilla, amarrada de pies y muñecas con las correas de cuero que estaban adheridas a ella. Pero tal y como su apenas apreciable movimiento ocular podía dar a entender, se encontraba soñando, profunda y vívidamente. Pero para Samara, estar soñando era estar sumida en la absoluta oscuridad, y una de la que no era capaz de despertar por más que se esforzara por el veneno que le habían inyectado para mantenerla dormida. Estaba atrapada, atrapada sin salida alguna en su propia mente... y no estaba sola...

Al inicio todo era en efecto oscuridad, y mucho frío. Por un buen rato, pensó que si se quedaba ahí, de cuclillas y abrazándose a sí misma en las sombras, sin llamar la atención y sin hacer ruido, entonces estaría a salvo. Tenía los ojos cerrados con fuerza, se tallaba sus brazos repetidamente con sus manos para darse calor, y tarareaba muy despacio esa vieja canción a tono de canción de cuna que a su madre tanto desesperaba que repitiera una y otra vez cuando se sentía asustada, y que ninguna de las dos tenía claro dónde la había escuchado en primer lugar pues no había sido de parte de ella.

Mil... vueltas... damos... —murmuraba despacio entre tartamudeos, haciendo gran énfasis en cada pausa que la tonada tomaba—. El mundo... está... girando... Y al detenerse... Sólo... estará empezando

Todo estaba muy silencioso, y eso era bueno. Cuando eso se encontraba cerca, normalmente venía acompañado de horribles sonidos rastreros y dolorosos. Pero el silencio estaba bien; en el silencio se sentía segura.

El... sol... saldrá... Vivimos... y lloramos —algo comenzó a sonar a lo lejos. Aunque no lograba distinguir con claridad que era, sabía que no era uno de los sonidos que siempre acompañaban a eso—. El... sol... caerá... Y todos... morimos...

El sonido se volvió más y más presente, más y más constante, hasta que Samara reconoció al fin que era: el sonido de las olas, las olas del mar.

Abrió sus ojos por mero instinto y eso terminó siendo un grave error. Ya no se encontraba de cuclillas en la oscuridad, ya no se encontraba rodeada de silencio. El escenario entero había cambiado. Ahora se encontraba de pie. Sobre su cabeza, sólo había un cielo gris, totalmente cerrado como si estuviera a punto e azotarse una intensa tormenta, como esas que a veces golpeaban su isla, pero ésta parecía sencillamente negarse a comenzar. Y a su alrededor, por donde quiera que mirara, sólo había agua... a su derecha, a su izquierda, detrás de ella o al frente; agua, sólo agua hasta el horizonte oscuro, como si estuviera literalmente parada en mar abierto a kilómetros de tierra. Aun así, sus pies descalzos podían sentir la arena agitándose entre sus dedos, y el agua le llegaba a unos centímetros por arriba de su cintura.

Comenzó a respirar agitadamente, presa del pánico. "Agua... siempre hay agua", en todas sus pesadillas siempre estaba presente.

—Sólo es un sueño... sólo es un sueño... —Se repetía a sí misma entre gemido y gemido de terror. Comenzó entonces a comenzar a andar al frente, dificultándosele un poco el avanzar. El agua estaba helada, tanto que hacía que su piel y sus huesos le dolieran. Todos decían que en los sueños nada podía lastimarte; para ella, eso era una sarta de mentiras. Ella podía siempre sentirlo todo, y siempre le dolía.

Siguió cantando su canción muy despacio, con la esperanza de que la calmara, pero no lo lograba. Su corazón latía con violencia en su pecho, y lo sentía incluso en su cuello ahogándola un poco y dificultando que la letra de su corta melodía saliera de manera natural. No sabía qué encontraría si seguía avanzando, pero sí tenía el fuerte presentimiento de que si se quedaba demasiado tiempo parada en un solo lugar... eso apareciera, la tomaría de los pies y la hundiría. Y una vez ahí... no tenía idea de qué pasaría con ella.

Por un largo tiempo no se encontró con nada más que ese enorme mar oscuro y frío. Pero de repente, algo se distinguió a lo lejos. No sabía qué era, pero sobresalía del agua, y flotaba sobre ésta. Samara, por mero instinto, comenzó a andar con más rapidez hacia eso, casi corriendo como el agua le permitía. Corrió, corrió, intentando alcanzar aquello como si fuera algún tipo de salida de todo ese lúgubre escenario; un salvavidas, una puerta... pero fue todo menos aquello.

Samara se detuvo de golpe en cuanto logró distinguir qué era eso que intentaba perseguir. Sin embargo, cuando fue capaz de hacerlo, estaba a menos de un metro, y la marea terminó por empujarlo hacia ella. La cabeza de aquel cadáver, frío y pálido chocó directo contra su vientre. Sus ojos estaban desorbitados e hinchados, totalmente blancos como si una capa lechosa se hubiera formado sobre a ellos. Su boca estaba totalmente abierta y torcida en un gesto asqueroso e irreal, con su lengua abultada y azulada. Su cuerpo estaba rígido y petrificado; sus brazos estaban torcidos y sus dedos contraídos. Aun así, flotaba en el agua como si fuera una enorme tabla de naufragio.

Samara soltó un fuerte chillido y rápidamente se hizo a un lado, agitándose y pisando en falso. Su pie derecho terminó torciéndose y creyó que caería pero logró sostenerse; su tobillo quedó adolorido, sin embargo. Miró más adelante, de la dirección en la que aquel cuerpo venía. Detrás de él, venían varios bultos parecidos, empujados por la marea. Samara se dio media vuelta intentando alejarse de eso, pero fue inútil; al virarse, vio más de esos cuerpos. Ahora estaban en todas direcciones, en todos lados, rodeándola como lobos al acecho. Todos tenían esa horrible expresión en su rostro, esos ojos grisáceos y vacíos, y sus cuerpos contraídos en sí mismos...

Su respiración se volvió más agitada y agobiante. Tenía miedo, tanto miedo...

—Es sólo un sueño... es sólo un sueño... es sólo un sueño... —Repitió una y otra vez, apretando sus ojos con fuerza y dándose varios golpes en su cabeza con sus puños cerrados. Quería despertar, quería salir de esa espantosa pesadilla. Pero no podía, simplemente no podía despertar.

En su desesperación, comenzó a correr, a moverse ente todo ese mar de cadáveres, entre todo ese mar de muertos que parecían estarla viendo con esos ojos muertos mientras avanzaba. Tenía que hacer varios a un lado, y el sólo tocar sus pieles frías y viscosas le revolvía el estómago. Avanzaba y avanzaba, pero no terminaban. Hasta donde alcanzaba su vista, hasta donde podía ver... había más y más de ellos...

Se terminó agotando; ya no podía más. Se detuvo, y comenzó a gritar al cielo con todas sus fuerzas. Gritaba y gritaba, pero no tenía idea si su voz lograba salir realmente.

—¡Sáquenme de aquí! ¡Sáquenme! —Sollozó con desesperación, con miedo, con ira, frustración—. ¡Seré buena!, ¡seré buena! ¡Sólo déjenme salir...!

Comenzó a llorar desconsoladamente. Se puso de rodillas en el suelo de arena, y el agua le llegó hasta los hombros. Los cadáveres la seguían rodeando, y avanzando a su alrededor, tocándola en su espalda, en sus brazos, en su torso... Y entonces, uno de ellos pasó justo delante de ella, y se quedó ahí, como si la marea se hubiera detenido. Samara lo miró, y sintió que ella la miraba... Era una mujer, de cabello negro y un largo vestido del mismo tonto. Su cara tenía la misma expresión que todos los demás, pero había algo diferente... Samara conocía.

—¿Ma... mamá....? —Exclamó entre profundos sollozos—. No... mamá... no...

Tocó su rostro con sus pequeñas manos. Su sensación era la misma que todos los demás. Era su madre, de eso estaba segura. Aún a pesar de su horrible y asquerosa expresión, sabía que era ella. Sus llantos se volvieron más agudos. ¿Por qué le mostraban eso?, ¿por qué hacían que viera algo tan horrible? ¿Quién le estaba haciendo eso...?

Los ojos de su madre se movieron, y pudo ver que se enfocaban directo en ella. Samara se sobresaltó y se alejó del cuerpo.

—¿Ma... má...? —susurró, arrastrando las silabas con un nudo en la garganta. El cadáver extendió de pronto su mano petrificada hacia ella, y la tomó fuertemente de su brazo, rodeándolo con sus dedos y lastimándola. De su boca torcida surgió una voz, la voz de su madre, esa voz que ella había escuchado toda su vida...

—¡Yo no soy tu puta mamá...! —Gritó la voz de su madre llena de una ira incontrolable.

El cuerpo de su madre comenzó a intentar tomarla con sus dos manos para sujetarla. Samara intentó alejarse de ella lo más posible, intentando quitarse sus manos de encima con total desesperación. Las uñas sucias de aquel cuerpo le arañaba sus brazos, sus cara, su cuello. Creía que no podría zafarse, que sus dedos momificados no la soltarían, pero lo logró. Se quitó las manos de encima y se liberó de su agarre. En cuanto lo hizo, comenzó a correr en la dirección contraria, abriéndose paso entre todos los demás cuerpos. Corría por su vida, corría presa del pánico. No sabía si aquel cuerpo con la apariencia de su madre la perseguía, ni tampoco se detuvo para verificarlo.

Y entonces, de nuevo paró...

El agua se calmó y la marea se detuvo. Ya no parecía ser el agua del mar, sino el agua tranquila y estática de un lago. Todo se volvió silencioso de nuevo. Los cuerpos se habían abierto hacia los lados, dejando un área circular delante de ella libre. Pero ese pequeño oasis en el desierto de agua era todo menos tranquilizador.

Un punto negro se formó en el agua justo delante de ella, y se fue haciendo más y más grande. Algo estaba surgiendo de las profundidades. Esa mancha negra se expandió a todos lados, hasta cubrir gran parte de la superficie como una mancha oscura de petróleo. Y entonces aquello comenzó a erguirse y Samara supo qué era exactamente esa mancha: cabello, largo cabello negro y lacio. Lo que emergía del agua era una figura humanoide, de cabellos largos totalmente empapados y que caían a todos lados cubriéndole la cara, el frente y la espalda. A los lados se asomaban dos brazos delgados y largos, cubiertos con una tela blanca húmeda y con manchas oscuras. Samara supo quién era... o qué era.

La niña tuvo el impulso inmediato de huir, de darse la vuelta y no mirarla cómo se las había arreglado para hacer siempre. Pero sintió entonces como dos manos la sujetaban con fuerza de sus tobillos, evitando que se pudiera mover. Dos más la tomaron de las muñecas, otras más de los hombros, del cuello. Varios de esos cadáveres que flotaban a su alrededor comenzaron a lanzársele encima, colocando sus manos por todo su cuerpo para sujetarle firmemente en su sitio. No podía moverse, no podía girarse, no podía correr. Y frente a ella, esa cosa comenzaba a acercársele lentamente, arrastrando sus pesados pies por la arena.

Samara cerró fuertemente sus ojos y comenzó a cantar de nuevo, ahora con mucha más fuerza, pero le era muy difícil poder hacerlo entre sus fuertes llantos de miedo.

—Mil vueltas damos... El mundo está girando... Y al detenerse... Sólo estará empezando... El sol saldrá... Vivimos y lloramos... El sol caerá... Y todos morimos... Mil vueltas damos... El mundo está girando... Y al detenerse... Sólo estará empezando... ¡El sol saldrá!, ¡vivimos y lloramos! ¡El sol caerá...!

—Y todos morimos... —terminó aquel ser ante ella, soltando de sus labios secos, arrugados y callosos una voz que Samara reconoció de inmediato.

Sintió como eso colocaba sus manos gélidas sobre sus mejillas con fuerza. Sus ojos se abrieron por sí solos y se encontraron de frente con aquello. Entre sus cabellos largos que caían sobre su rostro, vio esos ojos profundos, grises, vacíos de cualquier rastro de vida o humanidad, más allá del latente y tangible sentimiento del odio y la rabia total. Los ojos muertos de la propia muerte...

— — — —

—¡¡Aaaaaaaaaaah!! —Gritó Samara al despertar al fin con todas las fuerzas que su pequeño cuerpo tenía, hasta casi desgarrarse la garganta.

Su grito de terror resonó por todo el hospital, y todo doctor, enfermera o paciente fue capaz de oírlo directamente en sus cabezas. Las luces tintinearon y todo el edificio se estremeció como si un terremoto lo hubiera sacudido.

El primero en notar algo raro fue un guardia que apenas logró ver en el monitor de seguridad unos segundos a Samara intentando zafarse desesperadamente de sus correas mientras gritaba, y luego la cámara de seguridad simplemente explotó y la imagen se esfumó por completo.

Al guardia le siguieron dos enfermeros que estuvieron más cerca del cuarto de Samara en el momento en el que todo comenzó. Las paredes del pasillo comenzaron a rasgarse, y la pintura en ellas comenzó a desaparecer como si el fuego las consumiera, dejando en su lugar sólo paredes viejas, llenas de humedad y moho que comenzaba a carcomerlo todo ante sus ojos. Los vidrios de las ventanas se rompieron, y los focos de las lámparas explotaron. La puerta del cuarto de Samara se oxidó por completo hasta volverse totalmente oscura. Las bisagras que la sostenían sencillamente cedieron al igual que su seguro, y la puerta simplemente se desplomó al suelo provocando un sonido pesado y estruendoso.

—Santo Dios... —Exclamó uno de ellos, aterrado.

Desde su perspectiva, pudieron ver que el interior del cuarto de Samara estaba en un estado igual o peor. Y lo último que vieron, antes de que ambos salieran corriendo lo más rápido que pudieron intentando dejar los gritos de la niña atrás pero eso simplemente pareció imposible, fue agua, agua sucia de color oscuro que comenzaba a salir del cuarto y luego se extendía por el pasillo creando un largo y denso charco.

En unos cuantos segundos, todo el pasillo parecía pertenecer a un edificio abandonado desde hace décadas y afectado extenuantemente por la naturaleza; un sitio donde sencillamente, ningún ser humano debería o podía vivir. Los gritos y llantos de Samara duraron por horas después de eso, pero nadie se atrevió a acercarse siquiera a esa ala del hospital.

Todo el personal buscó desesperadamente al Dr. Scott luego de aquello, pero él ya no estaba en su oficina. Nadie pudo encontrarlo. Quedaba en responsabilidad del Dr. Johnson decidir qué hacer con su paciente, pero al momento de ver él mismo lo que había ocurrido en aquel pasillo, el joven doctor simplemente quedó en shock. Sólo le quedaba una cosa por hacer, aunque no le gustara...

FIN DEL CAPÍTULO 19

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