Capítulo 156. Acción de Gracias (II)
Resplandor entre Tinieblas
Por
WingzemonX
Capítulo 156.
Acción de Gracias (II)
Las rejas automáticas de la Mansión Thorn en Chicago se abrieron esa mañana para cederle el paso a la larga limosina negra, y que ésta saliera de los terrenos para cumplir su encargo. Al volante iba Murray, el leal conductor de la familia Thorn desde los tiempos en los que el Sr. Richard y la Sra. Marion aún vivían. Y, de hecho, fue precisamente tras la muerte de ellos dos, junto con la del joven Mark, que las cosas en la mansión, y en la familia en general, comenzaron a tornarse... extrañas, por decirlo menos. Visitas de personas desconocidas, viajes inesperados, pláticas a puerta cerrada, y conductas de lo más preocupantes por parte de los habitantes de la mansión y sus allegados.
Era bien sabido que toda familia rica tenía sus excentricidades, pero lo que ocurría en ese sitio no daba la impresión de ser sólo eso. Pero si Murray seguía ahí y había sobrevivido, literal y figurativamente, donde otros no lo habían logrado, era porque había aprendido desde temprano las nuevas reglas de oro: ser siempre leal, hacer lo que te digan, mantener la boca cerrada, y no preguntar. Haz esas cuatro cosas, y serás enormemente recompensado. Rompe alguno de esos puntos, y las consecuencias serán desastrosas. Le había tocado ver aquellas consecuencias en primera fila en más de una ocasión, como para atreverse a ponerlas en duda.
Y esa mañana del Día de Acción de Gracias había sido el ejemplo adecuado de eso. El Sr. Paul Buher, gerente general de Thorn Industries, se había presentado temprano y comenzado a dar órdenes a todo el personal, como si fuera el señor de la casa. La de Murray había sido sólo una, y bastante simple, al menos en la teoría: "ve al aeropuerto, a la pista privada Número 6, y recoge a la persona que ahí aterrizará."
Nada más.
Y siguiendo las reglas de oro, Murray no preguntó, y se limitó a sólo obedecer sin más. Y una media hora antes de que el avión privado aterrizara en la pista, Murray ya estaba ahí, listo. Y cuando el avión se detuvo, condujo hasta estacionar la limosina a lado de éste. Salió el vehículo y se paró a un lado, listo para abrirle la puerta a quien fuera su nuevo pasajero. Pensó que podría tratarse de la Sra. Ann Thorn, o algún invitado de ésta. Sin embargo, el asombro de Murray fue inmenso al ver quien se asomó de la puerta del avión privado, y paró en la cima de las escaleras de desembarco.
—Joven Damien —masculló despacio, su voz casi temblando.
Damien Thorn miró por un segundo a su alrededor desde las escaleras, como si intentara vislumbrar si en efecto estaba en Chicago. Cualquiera que fuera su conclusión, justo después comenzó a bajar con paso calmado los escalones hacia la pista. Se encontraba ataviado con un traje nuevo de color negro, una impecable camisa blanca, una bufanda azul alrededor de su cuello, un abrigo café encima del traje, e incluso una boina en la cabeza a juego con su abrigo; una mejora considerable al atuendo de hospital con el que lo habían sacado de aquella base a mitad de la nada.
Murray reaccionó hasta que el muchacho ya tuvo sus pies en tierra, y se apresuró a agachar la cabeza y abrirle la puerta de la parte posterior del vehículo.
—Bienvenido a casa, joven Damien —masculló despacio, intentando parecer mucho más firme.
—Gracias, Murray —le respondió el muchacho con algo de indiferencia, y sin más se subió al vehículo.
Murray cerró la puerta, y se dirigió sin espera de regreso al volante.
—Y... Feliz Acción de Gracias, señor —indicó el conductor una vez que estuvo de vuelta en su asiento.
Damien lo volteó a ver de soslayo, sólo apenas un poco interesado en lo que acababa de decir.
—¿Hoy es Acción de Gracias? —susurró en voz baja. Pero antes de que Murray le respondiera, añadió—. No importa. Vamos a casa, y rápido.
—A la orden.
La limosina se encaminó de inmediato hacia su lugar de procedencia.
La enorme e imponente casa se erguía orgullosa y poderosa a las afueras de la ciudad, elevada como el castillo de un rey por encima de todo su reino. Un castillo silencioso y callado, aguardando el regreso de su señor.
La limosina se estacionó justo delante de las largas escaleras que llevaban a las puertas principales. Al pie de éstas, como si fuera alguna vieja película de época, se encontraban los diferentes sirvientes de la mansión, de pie en fila uno al lado del otro, aguardando. Y cuando Murray abrió la puerta del vehículo, y su único pasajero bajó de éste, todos los sirvientes, incluido Murray, agacharon su cabeza con sumisión.
—Bienvenido a casa, joven Damien —pronunciaron todos al unísono, como un cantico.
El chico observó todo aquel acto con ligero hastío en su expresión, pero no les dijo nada. En su lugar se encaminó derecho hacia las escaleras. Los sirvientes se hicieron hacia los lados para que él pasara, y lo siguieron hacia el interior unos escalones detrás.
Cuando Damien ingresó al largo recibidor de la residencia, se encontró casi de frente con Paul Buher, en un elegante e impecable traje gris oscuro.
—Damien —pronunció el hombre de cabellos rubios, esbozando una de sus carismáticas sonrisas, y extendiendo sus brazos hacia los lados en señal de bienvenida—. Qué gusto verte en una pieza, muchacho. Pero pasa que estás en tu casa.
Damien lo observó con expresión estoica un instante, y luego siguió andando hacia el interior. Miró de reojo como los sirvientes que lo seguían se desperdigaron en todas direcciones, como si temieran tardarse un segundo de más en reanudar sus actividades habituales.
—Te ves bien —indicó Paul, atreviéndose incluso a colocar una mano amistosa sobre su hombro. Damien no le dijo nada para que la apartara. En su lugar, alzó su rostro al aire y preguntó:
—¿Qué es ese aroma?
—Me tomé la libertad de pedirle a las cocineras que te prepararan una cena especial para esta noche —le explicó Paul—. Es Acción de Gracias, por cierto.
—Murray lo mencionó —indicó Damien con algo de apatía.
Avanzó con paso cauteloso en dirección al comedor, y Paul lo siguió de cerca. El olor de la comida era aún más notoria en ese sitio. Al asomarse al interior del comedor, pudo ver que lo estaban decorando y preparando; pero sólo el puesto de la cabeza tenía su plato, cubiertos y copas. Era claramente una mesa para uno.
—¿Y Ann? —preguntó inquisitivo, volteando a ver a Paul sobre su hombro. No sólo el que no hubiera un puesto para ella preparado resultaba extraño, sino que ni siquiera estuviera ahí para recibirlo.
—De viaje —le informó Paul sin muchas vueltas—. Me parece que se dirigía a Los Ángeles para ver cómo está su pasante... Esta chica... ¿Cómo es que se llama?
—¿Verónica? —inquirió Damien, curioso, y además algo sorprendido.
—Ella misma —indicó Paul, chasqueando los dedos.
—¿Sobrevivió?
—Quedó muy malherida, según escuché, pero recuperándose. Creo que Ann va a ir por ella para traerla para acá. Cuánta dedicación por una discípula, ¿no crees?
—No me sorprende, en realidad —respondió Damien, sin exteriorizar en realidad mucho interés en sus palabras. Aunque la verdad era que la noticia sí que lo tomaba por sorpresa.
No había precisamente pensado en Verónica durante todo ese ajetreo de los últimos días, pero inconscientemente había dado por hecho que había muerto aquella noche en el pent-house. La última vez que la vio tenía esa fea herida de bala en el vientre, y justo después se suscitó aquella llamarada de fuego y calor que voló todo en pedazos.
Lo más lógico hubiera sido suponer que había muerto calcinada por el fuego, aplastada por los escombros provocados por la explosión, o desangrada por su herida. Pero bien decían que algunos insectos rastreros resultaban bastante difíciles de matar.
Al menos aquella sería una buena noticia para Ann; así no tendría que remplazar a su mascota.
—Supongo que eso significa que me tocará cenar solo —soltó Damien, como un simple pensamiento al aire.
—Es probable —mencionó Paul, asintiendo—. Me quedaría contigo con mucho gusto, pero tengo un compromiso importante que atender esta noche. Tú me entiendes.
—No me interesa —respondió Damien de forma tajante—. Es sólo otro día tonto cualquiera.
Se giró en ese momento, y ambos se encaminaron en dirección a la sala de estar al otro lado del vestíbulo. Se acercó hacia uno de los sillones y se sentó en él, cruzándose de piernas y apoyándose por completo contra el respaldo. Se veía y sentía cansado, algo que no era habitual en él, pero que podía atribuirse fácilmente a algún remanente de los efectos de las drogas que le habían suministrado, o quizás debido al gran esfuerzo que tuvo que aplicar su cuerpo para curarle todas aquellas horribles quemadura. Lo que fuera, estaba seguro que en un par de días más estaría como nuevo.
—¿Qué pasó con mis cosas? —cuestionó con severidad—. Mi cámara, mi tableta, mi computadora, mi ropa...
—Todo debe estar en tu cuarto —le informó Paul con tono calmado—. Por suerte habían empacado y bajado todo antes de... bueno, de lo ocurrido.
—¿Y cuál es la historia? —preguntó Damien a continuación, sonando incluso divertido al hacerlo—. De lo sucedido en Los Ángeles, me refiero. ¿Qué es lo que la gente cree que pasó?
Paul sonrió, también quizás un poco divertido al pensar en ello. Se abrió un botón de su saco, y se sentó en el sillón justo delante de Damien, para así explicarle con más calma.
—La versión oficial de los medios es que fue un intento de secuestro, orquestado por un grupo terrorista o algo parecido. Combinado con una desafortunada fuga de gas.
—Divertido —indicó Damien con ironía—. ¿Y en serio se lo creyeron?
—Lo suficiente, al menos. Los hechos aún no están del todo claros, pero en general se culpa a ese hombre que ingresó a la fuerza y disparó a la discípula de Ann.
Damien no había olvidado a ese sujeto, y en especial todas las cosas extrañas que había dicho. Claramente no era parte de los soldados que lo habían apresado, ni tampoco parecían venir con la otra mujer.
—¿Qué pasó con él?
—Murió por sus heridas —indicó Paul—. Su identidad aún es desconocida, pero seguimos investigando.
—¿Y la mujer? ¿La que me calcinó vivo?
—De eso no tengo detalles, ni hay información sobre ella en ningún medio. O bien, logró escapar, o fue aprehendida también por el DIC.
Eso no le agradó a Damien ni un poco, y lo dejó ver en la forma en que su mirada se agudizó al instante. Aquello incluso puso un poco nervioso a Paul, pero intentó disimularlo.
La idea de que una persona, fuera quien fuera, que lo hubiera lastimado tanto siguiera por ahí libre y sin consecuencia alguna por lo que había hecho, hacía que la sangre de Damien hirviera de la rabia. Le enojaba incluso más que el hecho de haber sido aprehendido por esos individuos armados. De haber estado por completo en condición, podría haber hecho que todos ellos se mataran entre ellos con tan sólo pensarlo, incluida esa que lo había azotado contra las paredes. Pero fue culpa de lo que esa mujer le hizo, y por supuesto de Abra, que no hubiera podido defenderse por completo.
Pero ya vería ese tema después. Tenía otras preguntas que necesitaban respuestas primero.
—¿Y dónde se supone que estuve todo este tiempo? —preguntó curioso.
Paul se serenó una vez que Damien también pareció hacerlo, y siguió explicando con la misma elocuencia que antes.
—Oficialmente dejaste Los Ángeles antes de que todo ese desastre ocurriera. Ya tenemos preparados los manifiestos que prueban que te subiste a tu avión, y te bajaste aquí en Chicago esa misma noche. Desde entonces has estado aquí en casa, descansando de un resfriado, y recuperándote de la fuerte impresión que te provocó enterarte de lo sucedido. Has dado declaraciones a través de los abogados de Thorn, y te mantienes fuera del ojo público hasta que nos aseguremos que no hay peligro. Pero claro, el que no te muestres en tantos días ya ha dado lugar a un par de teorías conspirativas que no nos favorecen. Así que en cuanto Neff nos diga que el tema con el DIC ha sido finiquitado, sería bueno que hicieras alguna aparición pública. Y claro, que vuelvas a la escuela. El lunes mismo, de ser posible...
—¿Dónde está Neff? —preguntó Damien de golpe, cortándole de forma inesperada.
—En Washington —contestó Paul—, o eso me parece. Se está encargando de dar los últimos toques a tu operación de rescate. Tomar el control absoluto de una poderosa agencia del gobierno, resulta más complicado que disparar un par de balas.
Damien arqueó una ceja en ese momento, al parecer intrigado por esa última explicación.
—¿Tomar el control, dices? ¿Esa fue la intención de todo esto? ¿Matar a todos los dirigentes de esa agencia y sumar sus recursos a la Hermandad?
—En parte, sí. Pero claro, la intención principal era ponerte a salvo.
Damien lo observó fijamente no dejando del todo claro en su expresión si aquello le convencía o no.
—Quiero hablar con Neff, en persona —ordenó con severidad—. Comunícate con él y dile que venga aquí cuanto antes.
—Por supuesto —asintió Paul.
—Y luego de eso, quiero hablar con los Apóstoles. Con los diez.
Aquello sí que tomó por sorpresa a Paul, aunque quizás no demasiado.
—Entenderás que no es posible que todos estén en persona en el mismo sitio.
—No importa, con qué puedan oírme fuerte y claro. Algunas cosas habrán de cambiar de aquí en adelante, y será mejor que todos lo sepan de una vez.
—Claro —susurró Paul despacio—. Yo me encargo de eso, no te preocupes.
El gerente de Thorn revisó rápidamente la hora en su reloj de muñeca, y al instante se puso de pie.
—¿Hay algo más que pueda hacer por ti? —le preguntó con tono quizás demasiado amistoso.
—Sí —respondió Damien—. ¿Qué pasó con Esther, Lily, y Samara? ¿Y James y Mabel?
Paul pareció un poco perdido, incapaz de conectar en un inicio aquellos nombres con algún rostro o asunto concreto. Al final tuvo más que nada intuir de qué estaba hablando.
—Te refieres a las niñas que estaban contigo en Beverly Hills, ¿verdad? Si es así, te recomiendo leas las noticias. Te lo explicarán mejor que yo.
Damien no comprendió qué quería decir con eso, pero Paul parecía demasiado apurado por retirarse; si es que en efecto era en serio que tenía otro compromiso.
—Ahora, si me disculpas, debo retirarme. Si necesitas cualquier cosa...
El muchacho agitó una mano con indiferencia en el aire, indicándole que se largara de una vez. Paul le tomó la palabra, asintió una vez a modo de despedida, y se dirigió sin más a la salida.
Damien permaneció sentado en su sitio unos minutos más; en parte descansando de todo el ajetreado viaje de regreso, pero también reflexionando en todo lo que Paul le había compartido. Miró además a su alrededor, contemplando aquella sala, sus muebles viejos, su tapiz opaco, el cuadro de su tío, Ann, Mark y él colgado sobre la chimenea... Todo le resultaba bastante ajeno, incluso desde días posteriores a la muerte de Mark. Ahora ese sentimiento se había acrecentado tras esas semanas que estuvo fuera.
Muchas cosas habían pasado y cambiado en él en ese lapso de tiempo. Y no sería en vano.
—Joven Damien —pronunció la voz de una de las mucamas desde la entrada de la sala—. La cena se servirá en un par de horas —le informó.
—Estaré en mi recamara —respondió sin más, y se paró en ese momento del sillón y se encaminó a la salida—. Que nadie me moleste hasta que sea hora de comer.
—Sí, señor —respondió la sirvienta, agachando la mirada cuando el joven pasó a su lado.
Damien subió las escaleras hacia la planta superior, y se fue directo y sin escala hacia su cuarto. Aquel sitio le resultaba incluso más ajeno y desconocido que la sala. La cama de cobertor rojo, demasiado amplia para una sola persona; el televisor de cincuenta pulgadas potrado en la pared, con todas sus consolas de videojuegos y reproductor de blu-ray colocados en el mueble justo debajo de ella; la pequeña sala para invitados con muebles minimalistas y prácticos; el lujoso baño con jacuzzi; incluso su cuarto para impresión y revelado de fotos que se había mandado a construir hace un par de años.
Todo eso y más era suyo, y en esos momentos eran insignificantes e inútiles para él. Cosas que bien podría bien pertenecer a cualquier otro imbécil.
Era una sensación extraña, que ciertamente le incomodaba. Esperaba que se le pasara pronto, conforme pasara más tiempo ahí.
Como Paul le había dicho, al pie de la cama encontró su equipaje, incluido su maletín, y la mochila especial para su cámara. Todo había sobrevivido al incendio, gracias en parte a que Verónica había bajado todo en preparación para su partida al aeropuerto. Quizás eso debería agradecérselo, pero dudaba que lo hiciera.
Se dirigió directo a su maletín, y extrajo de éste su tableta. Se tumbó en la cama y encendió el dispositivo. En lugar de perder el tiempo recorriendo sus redes sociales, se fue directo al buscador para navegar entre las noticias recientes.
Lo que Paul le había dicho sobre que leyera las noticias para saber qué había ocurrido con Samara y los demás, aún lo tenía intrigado. Así que buscó notas referentes al incidente de Beverly Hills, y todas decían más o menos las versiones de los hechos que Paul le había compartido, y muy pocas lo mencionaban a él directamente; y ninguna hablaba de tres niñas, o de alguien con la descripción de Mabel o James.
«Por supuesto que no, ninguno estaba en el edificio cuando aquello pasó» se dijo a sí mismo, casi como si se regañara. Pero si no eran noticias sobre el incidente del pent-house, ¿a qué noticias se refería Paul?
Se arriesgó entonces a buscar directamente noticias recientes por los nombres: Samara Morgan, Leena Klammer, y Lilith Sullivan. Y ahí sí que encontró bastantes resultados; bastantes más de los que hubiera querido.
—¿Qué demonios? —exclamó estupefacto tras leer apenas la mitad de la primera noticia, tanto que tuvo que sentarse de nuevo—. No puede ser...
Básicamente reportaban haber "encontrado" a Samara sana y salva, y culpaban de todo el incidente a Esther. Y encima de todo, James y Mabel habían pasado a ser sus cómplices en todo el secuestro. Una elaborada e ingeniosa pantomima, orquestada, si tenía que apostarlo, por ese detective y esa mujer que habían ido por Samara.
No supo si aquello le enojaba o divertía.
Al menos, de nuevo, su nombre no venía mencionado en ninguna nota, lo cual era bueno.
Y ahora sabía que Samara seguía en Los Ángeles, posiblemente bajo custodia de servicios infantiles, y próximamente se reuniría con su padre. Sin embargo, no sabía qué deseaba hacer con esa información. ¿Debía dejarla en paz y olvidar lo ocurrido? ¿O buscarla para saldar ese asunto que tenían sin resolver?
De lo que sí no tenía idea era del paradero de Esther, Lily, James o Mabel. De seguro los cuatro estaban huyendo para esos momentos. Y aunque no sería imposible encontrarlos (aunque sin Mabel resultaría un tanto más complicado), tampoco estaba seguro si valdría la pena el esfuerzo. Pero ya tendría tiempo para decidirlo.
Pero de todos, había una persona en específico que sabía bien no dejaría salir por completo librada de todo eso. Y encabezaba el puesto número uno de sus asuntos por resolver en cuanto estuviera de nuevo en acción. Esa persona, fue justo la de la fotografía que abrió en grande en su tableta, una vez minimizó el navegador y entró a su galería. La hermosa imagen de aquella chica de ojos azules y cabello rubios rizados abarcó toda la pantalla del dispositivo, y Damien no pudo evitar quedarse contemplándola un buen rato, pese a que la había visto ya cientos de veces antes.
—Abra, Abra, Abra —masculló despacio, mientras tocaba sutilmente la pantalla en el área del rostro de la chica—. Espero no te hayas olvidado de mí, porque no he terminado contigo. No aún...
— — — —
Eleven escuchó atentamente el relato entero de Dan y Abra, sobre su encuentro con el mortífero grupo que ellos conocían como el Nudo Verdadero. Y lo que ambos le fueron describiendo y contando, fue tan impactante que apenas fue capaz de expresar opinión alguna al respecto, hasta que el relato terminó.
El se apoyó contra el respaldo del sillón, y aferró firmemente las manos a su bastón, casi como si temiera caerse si no lo hacía, pese a que se encontraba sentada.
—Aún no puedo digerir por completo lo que me acaban de decir —susurró en voz baja, un tanto distante—. En todos estos años he visto muchas cosas; y en serio, muchas. Pero lo que me cuentan... Un grupo de seres que asesinan niños, de maneras brutales, sólo para alimentarse de su Resplandor... Es simplemente horrible.
—Fue horrible —recalcó Abra con firmeza.
Eleven dejó escapar entonces un largo y pesado suspiro.
—Sin embargo, me temo que tampoco me toma del todo por sorpresa —declaró de pronto, tomando un poco desprevenidos a sus dos acompañantes.
—¿Cómo es eso? —preguntó Dan, curioso.
—Hace algunos años, supe de un par de casos de niños resplandecientes que habían desaparecido sin dejar rastro, y fue un patrón que se fue repitiendo en más ocasiones. Hay otras personas que igualmente se habían dado cuenta de esto, y lo estaban investigando también. Pero, hasta donde sé, nunca dieron con alguna pista de quién estaba detrás de todos esos incidentes. Pero ahora creo que este Nudo del que hablaban, podrían ser en efecto los verdaderos responsables.
—Eso no podríamos asegurarlo —comentó Dan, encogiéndose de hombros—. Pero es posible.
—Y esa mujer, la que mató a Kali... ¿es entonces uno de ellos?
De eso Danny no tenía certeza alguna, pues quién había tenido el encuentro con dicha persona, y le había contado al respecto, fue justo su sobrina. Así que dejó que ella respondiera. Y dicha respuesta fue bastante más directa y segura que la de su tío.
—Estoy segura que sí. Lo vi en sus ojos, los mismos ojos de Rose. Además, por las cosas que me dijo, estaba claro que sabía quién era yo, y quería vengarse de lo ocurrido.
—Entonces, ¿algunos miembros de ese grupo pudieron haber sobrevivido? —masculló Eleven, pensativa.
—Era una posibilidad que habíamos considerado, pero nunca comprobado hasta ahora —señaló Danny.
—Pero con lo que hicieron en esa conferencia de prensa, le han pegado donde más le duele —dijo Abra de pronto, y en sus labios se esbozó una singular sonrisa de satisfacción al decirlo—. Ellos siempre se movieron mezclados entre la gente, usando al máximo su anonimato. Pero ahora que todo el mundo ha visto su cara, no podrá seguir escondiéndose. Aunque no la atrapen, tendrá que vivir el resto de su existencia huyendo, hasta que la falta de vapor la consuma y se muera como todos los demás.
Eleven la observó en silencio, con una ligera dosis de suspicacia en su mirada, mientras la jovencita ante ella pronunciaba todo aquello. Y aunque compartía su deseo, en especial por lo ocurrido a Kali, no pasó desapercibido para ella el fuerte sentimiento beligerante, casi agresivo, que había acompañado a sus palabras. Aquello inevitablemente le recordó un poco a la manera de hablar de Charlie, o incluso de la propia Kali. No le extrañaba que las tres se hubieran llevado tan bien.
Sin embargo, mientras que en el caso de Charlie y Kali todo ese fuego se había originado tras años de huir y luchar, de momento Eleven no podía imaginarse qué había provocado tal agresividad en la joven Abra. Y no era por su edad, pues ella misma tuvo que forjarse una actitud parecida desde muy temprano en su vida. Pero no parecía ser del todo su caso; tenía a sus padres, a su tío, amigos, una buena vida... Pero quizás la estaba prejuzgando demasiado pronto.
—Aun así, no podemos estar seguros que no vuelva a intentar atacarnos —intervino Danny tras un rato—. Ni tampoco de todo lo que es capaz, o de cuántos puede haber aún ahí afuera. La sola existencia de uno ya es por sí solo preocupante.
—No se preocupen —señaló Eleven, esbozando una sonrisa confiada—. Estoy segura de que tarde o temprano la atraparán. En especial luego de que proporcione a mi amigo toda esta nueva información que me han dado.
—¿A quién? —preguntó Abra, intrigada.
—Alguien cuyo trabajo es lidiar con este tipo de cosas —señaló Eleven, sonando casi enigmática al hacerlo.
Tanto Dan como Abra presintieron que eso tenía que ver con todo aquel asunto del que no les podía decir mucho, así que no insistieron. Con ese tema no, al menos. Pero había otro que resultaba de aún más interés para Abra.
—Sra. Wheeler —pronunció la jovencita, jalando su atención—. ¿Ha sabido algo de Roberta? ¿Se encuentra bien?
Eleven volvió a suspirar, similar a como hace un rato.
—Sé que está con vida —contestó—. Pero es difícil decir si se encuentra bien. Sólo puedo decirte que está recorriendo el camino que ella misma decidió hace muchos años recorrer.
Abra asintió lentamente, aunque claramente no estaba por completo convencida; ni con esa respuesta, ni con básicamente nada de lo que habían hablado en ese sitio.
—Entonces eso es todo, ¿no? —exclamó con tono cortante—. Ya no hay más que hacer. Sólo irnos y fingir que nada pasó.
—Volver a nuestras vidas, y con nuestras familias —le corrigió El—. Volver a lo que siempre debió ser.
—No siento que sea así —masculló Abra con voz áspera, y se giró hacia un lado, pensativa. Y de nuevo, Eleven se sintió un poco inquieta con su sentir.
Toda esa horrible experiencia había marcado a más de uno de ellos, y en más de una forma. Pero para Abra, parecía que los efectos aún seguían haciendo efervescencia en su interior. Quizás unas cuantas sesiones de terapia con Matilda servirían para calmarla. Sólo tendría que encontrar el momento adecuado para proponerlo.
Antes de que cualquiera dijera algo más, Sarah Wheeler, la hija mayor de El, se asomó hacia ellos desde la puerta principal, jalando su atención. Y aunque al principio creyeron que buscaba a su madre, su mirada se fijó de hecho en la joven Stone.
—Abra, ¿tienes un momento? —comentó Sarah, alzando una mano en la sostenía su teléfono para que ella lo viera—. A Terry le gustaría hablar contigo.
—¿Terry? —exclamó Abra en alto, notablemente exaltada, y se puso de pie rápidamente—. ¿Cómo está?
—Pregúntaselo tú —le respondió Sarah con un tono risueño, extendiéndole el teléfono.
Abra no necesitó que le insistiera dos veces.
—Vuelvo enseguida, tío Dan —dijo con apuro, mientras se dirigía presurosa hacia Sarah.
—Tómate tu tiempo, enana —murmuró Dan con humor, y observó atento como Abra tomaba el teléfono que Sarah le ofrecía, y entraba justo después junto con ella al interior de la casa—. Mi sobrina y su hija se hicieron amigas allá en Hawkins —comentó girándose de nuevo hacia Eleven.
—Algo así escuché —susurró El, asintiendo—. Y sentí también un poco como jugueteaban en mi cabeza.
—Sí, lo siento —masculló Dan, apenado—. Creo que yo también fui partícipe de ello, ahora que lo menciona.
—Todo salió bien al final, y es lo que importa.
Dan adoptó una postura más seria en ese momento. Inclinó su cuerpo hacia adelante, apoyando los codos en sus muslos, y miró a Jane fijamente. Fue claro para ésta que deseaba decir algo.
—Ahora que Abra no está, necesito preguntarle una cosa —susurró despacio, como un secreto sólo para los dos—. Aunque sé que muy seguramente no pueda responderme.
—Lo haré si así puedo —respondió El con calma.
—¿En verdad el tal Damien Thorn no es más una amenaza? ¿Para nosotros... y en especial para Abra? —preguntó Dan con consternación, mirando de reojo hacia la puerta por la que Abra se había ido.
—No puedo garantizar que vaya a ser así para siempre —respondió Jane, negando con la cabeza—. Sólo que, de momento, tenemos que dejar que alguien más se encargue.
—¿Ese amigo suyo que mencionó? —soltó Dan inquisitivo, pero Eleven se mantuvo callada—. Está bien. Le tengo entonces otra pregunta: ¿quién era realmente ese chico? O, más bien, ¿qué era? Lo pude tocar de cerca en aquel momento cuando volqué todas mis energías en él. Y quizás no pude ver lo mismo que Abra percibió, pero sí lo suficiente para saber que no era un simple resplandeciente. Pero tampoco era como los miembros del Nudo Verdadero. Había algo más ahí; algo que me ha tenido inquieto desde entonces.
—Sé de lo que habla —masculló Eleven, agachando la cabeza—. Yo también lo sentí cuando me atacó y me dejó en ese estado. Y me gustaría darle alguna respuesta clara, pero la verdad es que yo tampoco la tengo. Aunque, hace poco, alguien me compartió su idea sobre qué era realmente a lo que nos enfrentamos. Pero...
Dejó la frase a medio empezar, y Dan esperó unos momentos que la complementara, sin obtener lo que esperaba.
—¿Pero qué? —preguntó un poco insistente.
Eleven vaciló. ¿Debía compartirle las cosas que el padre Babatos le había compartido? Por una parte, no sabía si aquello pudiera causar más confusión y miedo del que claramente el Sr. Torrance y su sobrina sentían. Y además, ni siquiera estaba segura de poder darse a explicar de forma clara con todo ese asunto del Anticristo y el Fin del Mundo, pues tampoco era que ella lo entendiera muy bien.
Quien era de hecho más experto en esas cuestiones era Cole, además de que había hablado en más ocasiones con el padre Babatos y sus allegados sobre ese tema. Quizás él pudiera explicarse mejor.
Y como si aquel pensamiento lo hubiera invocado de alguna forma, justo en ese momento los dos notaron como un vehículo entraba en la propiedad por el camino de acceso y giraba en la glorieta de la entrada para quedar estacionado justo frente a la casa. Era un taxi amarillo, del cual unos segundo después se bajó precisamente el Det. Sear. En un brazo cargaba una botella de vino de vidrio opaco, con un moño rojo en él. Vestía un traje formal gris oscuro y camisa azul, sin corbata como era habitual en él.
Antes de dirigirse a la casa, Cole se inclinó sobre la ventanilla para pagarle al conductor, y éste se dirigió rápidamente de nuevo a la calle.
—Hey, buenas tardes —saludó Cole, al tiempo que subía las escaleras del pórtico.
—Buenas tardes, Cole —le respondió Eleven con una sonrisa cordial en los labios—. ¿Recuerdas al Sr. Torrance? —Señaló entonces con una mano al hombre sentado delante de ella.
—Claro, el tío de Abra —indicó Cole, y le extendió entonces la mano—. Un placer.
—Igualmente —contestó Dan, estrechándole la mano con la misma firmeza que Cole—. Abra habla muy bien de usted y de la Dra. Honey.
—Hablando de ella, ¿Matilda ya volvió? —inquirió Cole curioso, girándose hacia Eleven.
—No aún, me temo. ¿Sabes tú acaso a dónde iba?
—Tal vez —respondió el detective con voz enigmática—. Pero te sugiero que mejor le preguntes a ella cuando vuelva. Traje este vino —comentó de pronto, alzando la botella que traía consigo, y por supuesto cambiando el tema—. Espero que quede bien con la comida.
—De seguro Jennifer lo apreciara —indicó Eleven con elocuencia. Le extendió entonces un brazo a su joven protegido—. ¿Te molestaría ayudarme a entrar de nuevo?
—Seguro —respondió Cole, y se acercó de inmediato a ella.
Mientras sostenía la botella con una mano, le extendió su brazo libre para que Eleven pudiera tomarlo y apoyarse en él para alzarse. Ella así lo hizo, pero fue evidente que el esfuerzo no le resultó sencillo.
—Sr. Torrance —musitó El despacio, girándose hacia él una vez más—. Como le dije, lo mejor será que Abra y usted vuelvan a casa y reanuden sus vidas lo más pronto que puedan. No dejen que Damien Thorn se vuelva una obsesión, en especial para su sobrina.
—Lo intentaremos —respondió Dan, aunque no sonando de hecho muy convencido.
Eleven asintió una vez, y comenzó entonces a caminar hacia el interior de la casa, apoyada a cada paso del brazo de Cole.
—¿De qué estaban hablando? —le susurró en voz baja el detective una vez que estuvieron a una distancia prudente.
—De todo un poco —indicó Eleven con tono bromista—. Me temo que será complicado para nuestros nuevos amigos dejar todo este asunto de lado.
—No serán los únicos —musitó Cole con voz casi abatida. La marca negra que seguía adornando el dorso de su mano, terminó irremediablemente jalando su atención.
— — — —
El hospital parecía ligeramente más ajetreado ese día, pero al menos no por malas razones. Era Acción de Gracias, y aunque la gente seguía enfermándose y accidentándose incluso en dicha fiesta, era evidente que eso no impedía que el personal en guardia se tomara un poco más tranquila su jornada.
Por su parte, fuera de su terapia física, que era principalmente salir a caminar un rato en el pasillo lo mejor que su pierna y costado heridos le permitían, Verónica pasaba gran parte del día sola en su habitación. Y su entretenimiento en esos casos se limitaba a leer, ver la televisión, revisar las redes sociales en el teléfono nuevo que los abogados de Thorn le habían conseguido... y espiar a Mabel a la distancia.
Para ese punto aún no se había contactado con la Doncella para darle las siguientes instrucciones de lo que debía de hacer. En parte porque deseaba hacerla sufrir un poco, y en parte también porque había algunas cuestiones que necesitaba afinar antes de marcarle el próximo paso. Y, lamentablemente, desde su posición tan limitada en ese cuarto de hospital no le resultaba sencillo. Pero si todo salía bien, la darían de alta muy pronto, y ya afuera podría moverse con mayor libertad. Aunque bueno, eso de "moverse" con completa libertad era evidente que tomaría algún tiempo. Sus poderes podían ayudar a que esas heridas sanaran, pero sólo hasta cierto punto. Para lo demás, requeriría simple reposo.
«Pero si todo sale como lo deseo, ese dejará también de ser un problema» pensó divertida, mientras presionaba un poco su mano sobre el vendaje de su costado. Pero para eso, aún debía esperar un poco más.
Alguien llamó a la puerta, y casi al instante ingresó al cuarto. Las únicas que hacían eso eran las enfermeras, así que a Verónica no le extrañó ver del otro lado el rostro conocido de la misma que la había atendido en ocho de cada diez ocasiones desde que estaba ahí.
—Buenas tardes —saludó la mujer con tono alegre.
—Buenas tardes —le respondió Verónica, sonriéndose escuetamente de regreso.
La enfermera avanzó hacia la camilla. En una mano cargaba un plato de comida, y en la otra un vaso con alguna bebida.
—¿Cómo te encuentras, querida? —le preguntó al tiempo que colocaba la comida sobre la mesita de la camilla, y la giraba para colocarla delante de la paciente.
—Lista para correr un maratón en cuanto me den de alta —indicó Verónica con tono burlón.
La enfermera presionó entonces un botón lateral de la camilla, que hizo que la parte superior se elevara y así Verónica pudiera sentarse con mayor comodidad.
—Sé que debe ser horrible pasar Acción de Gracias sola, y además hospitalizada. Pero para animarte un poco, te traje algo de pavo y puré de papa que están sirviendo en la cafetería, además de sidra de manzana. No están tan ricos en realidad, pero...
—Huele delicioso —indicó Verónica con amabilidad, inclinándose un poco sobre el plato para olfatearlo—. Muchas gracias. Usted ha sido muy amable conmigo desde que estoy aquí.
—Es mi trabajo. Además...
La enfermera vaciló un momento, y al final pareció optar por no decir lo que tenía en la mente. Aun así, había dejado bastante en evidencia su intención.
—¿Qué? —preguntó Verónica, risueña y divertida.
—No, nada —masculló la enfermera, negando con la cabeza—. Es sólo que me recuerdas tanto a mi pequeña hija. Aunque ya no es tan pequeña. Hace tanto que no la veo, porque se fue a Houston por trabajo. Pero quizás venga para...
Pareció darse cuenta de golpe que quizás estaba hablando de más, lo que la hizo cortar su frase, y soltar en su lugar una pequeña risilla nerviosa.
—Lo siento. No sé por qué empecé a hablar de eso. No es profesional...
—Descuide —indicó Verónica con tono calmado—. Estoy segura que su hija es feliz, y trabaja muy duro... chupándole la verga a su jefe desde debajo de su escritorio, mientras éste gime como cerdo en celo...
La expresión de Verónica se mantuvo inmutable y estoica mientras pronunciaba aquellas palabras, pero algo en su voz se había vuelto más profundo, burlón, incluso algo hiriente. La enfermera la miró confundida, pero bastante más de lo que lo sería en circunstancias normales. Había oído lo que dijo, pero al mismo tiempo no. Casi como si alguien más lo hubiera dicho; alguien incluso en el pasillo, y no en esa habitación.
—¿Qué? —murmuró la mujer, despacio—. ¿Qué dijiste, perdón?
—Que espero que su hija venga para Navidad —indicó Verónica, esbozando una sonrisita dulce.
—Ah, sí —exclamó la enfermera, y de pronto toda la preocupación de hace un momento se esfumó—. Yo también lo espero. Bueno, disfruta tu cena.
—Muchas gracias.
La enfermera se dirigió a la puerta, pero incluso en su manera de caminar se notaba la confusión que le reinaba.
Verónica sonrió complacida una vez que estuvo sola. Su magia tardaría un poco en recuperarse por completo, pero era lo usual cada vez que estrenaba un nuevo nombre. Además de que la debilidad de ese cuerpo en particular tampoco ayudaba. Pero era bueno ver que ya era capaz de hacer algunos trucos para jugar con las mentes más débiles. Sólo debía ser cuidadosa con el cómo y el dónde usarlos.
Tomó los cubiertos de plástico, y se dispuso a probar el pavo. No tenía ninguna expectativa con respecto al sabor, y aun así terminó siendo peor de lo que se esperaba.
«Necesito salir rápido de este sitio y comer algo decente» pensó con fastidio. Pero igual no le quedaban más opciones, así que siguió comiendo de malagana.
Ya iba a la mitad del plato, cuando escuchó que alguien llamaba de nuevo a la puerta, y segundos después entraba. En esa ocasión, sin embargo, la persona que se asomó del otro lado no era otra enfermera, sino un rostro mucho, mucho más familiar; ni más ni menos que Ann Thorn en persona, luciendo un elegante atuendo ejecutivo color negro, un abrigo del mismo color encima y, por supuesto, sus llamativos e hipnotizantes labios pintados de rojo. La mujer se quedó un instante en silencio, mirándola desde la puerta con consternación.
«Vaya sorpresa» pensó Verónica, genuinamente destanteada. Pero se forzó de inmediato a no dejarse llevar por el imprevisto y adoptar el papel. Dejó escapar entonces de su boca un escueto y débil:
—¿Mamá...?
Aquello pareció hacer reaccionar a Ann. Rápidamente cerró la puerta detrás de ella, y se aproximó presurosa hacia la camilla.
—No sabes cuánto deseaba verte, mi pequeña —murmuró con congoja en su voz. Se acercó hacia ella, hasta que pudo rodearla firmemente con sus brazos—. Creí por un momento que te había perdido de nuevo.
—Estoy bien —masculló Verónica despacio—. Sólo un poco adolorida.
—Lo siento —exclamó Ann, apartándose rápidamente temerosa de haberla lastimado. Se acercó entonces la silla para visitantes, y se sentó a un lado de la camilla—. Lamento haber tardado en venir. Estaba...
—Encargándote de asuntos importantes —completó Verónica con tono calmado—. Lo sé, no te preocupes.
Ann extendió una mano, estrechando firmemente una de las de Verónica entre sus dedos.
—Esto es mi culpa —indicó Ann con tono abatido—. Nunca debí haberte pedido que fueras a Los Ángeles. De no haberlo hecho...
—No, mamá, no digas eso —le interrumpió Verónica con firmeza—. De hecho, creo que justo gracias a eso pude estar en el sitio correcto, en el momento correcto. Como si hubiera sido mi destino estar esa noche en ese lugar.
Ann la observó visiblemente confundida por tal afirmación.
—¿Eso crees en verdad?
—Tal vez —respondió Verónica con un dejo enigmático—. Pero de ser así, estas heridas valdrán la pena al final. Sólo espera.
—Quisiera poder ser tan optimista como tú —suspiró Ann, escéptica.
—Lo que tengo es fe, mamá.
Ann asintió. Al parecer no entendía del todo de dónde venían esos pensamientos por parte de su hija, pero al menos parecía de momento estar dispuesta a respetarlos.
—¿Y Damien? —preguntó Verónica, al tiempo que tomaba de nuevo sus cubiertos para seguir comiendo.
—Está a salvo y de vuelta en casa, descansando.
—Me tranquiliza escuchar eso.
—Pero, ¿tú cómo estás? —insistió Ann—. ¿Qué han dicho los doctores?
—Son optimistas. Dicen que tuve bastante suerte, y me pondré bien pronto.
—Eso espero —declaró Ann, ferviente—. En cuánto te den de alta, te llevaré conmigo a casa para que puedas descansar y recuperarte.
Aquello jaló de nuevo la atención absoluta de Verónica, obligándola a olvidarse del pavo por un momento; incluso del pedazo que aún no había terminado de masticar del todo.
—¿A casa? —inquirió confundida—. ¿A cuál casa?
—A la mansión Thorn, por supuesto —indicó Ann con inesperada seguridad—. Te quiero cerca de mí para poder cuidarte, como una madre debe hacer.
Verónica permaneció inmóvil y asombrada por fuera, mientras que por dentro... ciertamente también se sentía sorprendida por tan repentina proposición que no estaba en sus planes. Pero también sonreía satisfecha, pues quizás ni siquiera habiéndolo planeado con anticipación podría haber dado tan perfectamente en el clavo
«Eso podría funcionar» pensó complacida. Pero siguió aun así manteniendo la máscara que cualquiera esperaría que Verónica tuviera en esos momentos.
—Oh, yo... no creo que a Damien le agrade esa idea —masculló despacio con voz nerviosa.
—Pues tendrá que hacerse a ella —declaró Ann con férrea convicción—. Es hora de que deje de una vez sus berrinches.
—¿Y en verdad crees que te hará caso?
—De eso no te preocupes —indicó Ann con mayor dulzura, estrechando de nuevo su mano—. Sólo come y descansa. Yo estaré aquí a tu lado.
Verónica sonrió, y volvió a tomar los cubiertos ante la indicación de su madre.
—¿No lamentas tener que pasar Acción de Gracias en una habitación de hospital sólo conmigo?
—No hay ningún otro sitio en el que quiera estar en estos momentos —indicó Ann, y sonaba sincera; demasiado, para el gusto de la nueva Verónica.
«Ay, Martina, Martina. Tanto potencial, tantas aspiraciones... Pero el amor por tu hija y por Damien siempre ha sido tu punto ciego. Uno esperaría que hubieras aprendido a cerrar mejor tu corazón tras el fiasco con Adrián, pero aquí estás; tropezando de nuevo con la misma piedra. Tendrás que aprender de nuevo por la mala»
Pero, por supuesto, no expresaría en voz alta ninguno de esos pensamientos. En su lugar, expresó un simple:
—Gracias, mamá...
— — — —
Como acordaron, Samara aguardaría en la sala de espera, mientras Matilda era guiada hacia la sala de visitas. La idea de dejar a Samara sola en un sitio así la tenía aún algo intranquila, aunque fuera prácticamente a unos pasos de la entrada. Pero la niña pareció no importarle, y ella misma le indicó que estaría cuidada por todos los guardias que ahí había. Matilda lo aceptó, un poco regañadientes. Le dejó su teléfono para que se entretuviera un poco, pero no esperaba que le tomara demasiado.
No era la primera vez que Matilda visitaba una prisión. Hace un par de años le tocó ir a ver a la madre de una de sus pacientes en una correccional de Ohio, y en otra ocasión un colega le pidió su evaluación de un joven encarcelado, para así determinar si podía ser juzgado como adulto por el homicidio de sus padres. Ambas ocasiones no fueron precisamente muy agradables, pero ninguna se comparaba al hueco que sentía en el estómago mientras caminaba por el pasillo hacia la sala de visitas. Eso sin contar que en esas dos ocasiones su visita había sido meramente profesional; ésta, era personal, y eso lo hacía todo aún peor.
La sala era cuadrada, de paredes y techos blancos, con diferentes ventanillas de cristal grueso a lo largo, a través de las cuales se podía ver hacia el otro lado, en donde los reclusos se sentaban para recibir a sus visitantes. Había otras tres personas sentadas de este lado; un hombre de traje con total apariencia de ser abogado, y dos mujeres que visitaban a su pareja, esposo, o quizás hermano. El guardia que la había guiado le indicó a Matilda dónde sentarse, y así lo hizo. Le dijo además que aguardara un poco, que el recluso que había ido a visitar llegaría en cualquier momento.
Matilda se sentó derecha en su silla y esperó, con su atención fija en el cristal delante de ella. Sabía cómo funcionaba eso; lo había hecho cuando fue a ver a la madre de su paciente, y además lo que mostraban en las películas. El vidrio era insonoro y sólo podrían comunicarse a través del auricular de teléfono colgado a su lado. La persona que había ido a ver se sentaría del otro lado, tendrían de quince a veinte minutos para hablar, y luego cada uno colgaría y volvería por donde había venido.
Lo que no tenía ni idea era qué rumbo tomaría la conversación.
No había estado frente a frente con Harry Wormwood en... sólo Dios sabe cuántos años. No tenía idea de qué opinión tenía él de ella, o siquiera si pensaba en alguna ocasión en esa pequeña niña que dejó atrás hace tantos años. Y, siendo justos, no era como que ella hubiera pensado mucho en él en todo ese tiempo. Y no tenía que ocultar que si no fuera por la visita repentina de Michael, no estaría ahí sentada en ese momento.
Así que se podría decir que ambos se dieron la espalda mutuamente y siguieron con sus vidas. O al menos eso le gustaba creer a Matilda.
La puerta al otro lado del cristal se abrió, y la psiquiatra se puso tensa al instante. Un guardia salió por ella, y detrás de sí venía alguien más. Matilda se quedó lívida en cuanto sus ojos se posaron en él.
En su mente seguía muy vivida la imagen de su padre como aquel hombre grande, robusto, de mirada intimidatoria, indiferente a todo y a todos los que lo rodeaban. La imagen que obviamente quedaría marcada en fuego en la mente de una simple niña de seis años y medio.
Pero el hombre que se asomaba al otro lado del cristal, le resultó casi un desconocido a primera vista. Era pequeño, algo encorvado, de complexión robusta, pero bastante más delgado que como ella lo recordaba. Tenía aún menos cabello, salvo por unos retajos canosos que se asomaban por los costados de su cabeza sin ningún orden claro. Su rostro estaba marcado por las arrugas, y adornado por una barba blanquizca y dispar, producto de algunos días sin afeitarse.
Matilda sintió un extraño nudo en la garganta, que casi la asfixiaba. De aquel hombre que ella recordaba, no parecía quedar más que un simple anciano, de apariencia débil y cansada... salvo por una coa: sus ojos. Esa mirada intensa, condescendiente y altanera, que en ese momento estaba bien clavada en ella, mientras intentaba distinguir quién era en realidad, y si acaso le importaba. Esos ojos sí que no habían cambiado con los años.
Tras unos segundos de quedarse de pie en su sitio, el guardia le insistió que avanzara. Harry se giró hacia él, le dijo algo al tiempo que agitaba una mano despectiva al aire, y prosiguió hacia la silla de su lado. Se dejó caer de sentón en ella, cruzó los brazos sobre la mesita, y volvió a mirarla, torciendo el gesto con marcada desaprobación. Matilda permaneció quieta y en silencio, preguntándose qué tanto estaba pensando. ¿Le sorprendía verla? ¿Le molestaba? ¿Le alegraba aunque fuera un poco?
Harry extendió entonces su mano hacia el auricular de su lado, y lo colocó contra su oído. Matilda al instante hizo exactamente lo mismo.
—Feliz Día de Acción de Gracias, Harry —pronunció con apenas una correcta dosis de gentileza. El hombre al otro lado del cristal, sin embargo, no estaba dispuesto a darle la misma cortesía.
—Ah, ¿es Acción de Gracias? —contestó Harry, sarcástico. Matilda sintió un pequeño estremecimiento al oír su voz. Los años habían caído sobre ella, por supuesto; pero debajo de ello, era también la misma que ella recordaba—. Con razón están sirviendo pavo en la cafetería. Que es donde debería de estar ahora mismo, comiendo y viendo el juego en nuestra lujosa televisión de veinticuatro pulgadas.
Se cruzó entonces de brazos, sin soltar el auricular, y se apoyó por completo contra el respaldo de la silla.
—Cuando me dijeron que mi hija venía a visitarme, dije que eso no podía ser posible, ya que yo no tengo ninguna hija. Mucho menos una que se apellide Honey.
Matilda suspiró con pesadez.
—Aun así aceptaste verme.
—Es época de ser caritativo, ¿no? —respondió Harry, encogiéndose de hombros—. ¿Es por eso que estás aquí? ¿Vienes a hacer un acto de caridad por este pobre anciano?
—Nada de eso —replicó Matilda rápidamente. Se tomó unos segundos para serenarse y poner sus ideas en orden, antes de volver a hablar—. Vi a Michael el otro día, y me contó de tu próxima audiencia de libertad condicional.
La mirada de Harry se volvió un poco más aguda al oír eso; intrigado y curioso, seguramente.
—¿Y para qué hizo tal cosa?
—Quería que asistiera para mostrar mi apoyo ante el juez.
Harry no se contuvo, y dejó escapar al instante una estridente risotada, que por supuesto captó la atención de los demás reos y visitantes. Matilda inevitablemente se sintió incomoda, pero se forzó a mantener la entereza.
—¿Es un chiste? —soltó Harry entre risas—. ¿Y qué le dijiste al pobre tonto?
—Qué tendría que viajar en los próximos días por trabajo, y no estaría en la ciudad para eso.
—Oh, me rompes el corazón —masculló Harry con marcada ironía en su voz, colocando incluso una mano en su pecho como si le doliera—. Por favor, no te he visto en... ¿cuánto? ¿Treinta años? ¿En serio crees que esperaba que te pararas en la corte ahora? ¿A qué viniste en realidad? ¿A burlarte de mí? ¿A regodearte?
—No, nada de eso —aseguró Matilda, ferviente—. Vine porque... Estoy considerando convertirme en madre pronto.
La ceja derecha de Harry se arqueó, curioso.
—¿Estás embarazada? —masculló, y luego echó un no muy discreto vistazo a su torso, lo mejor que aquel cristal le permitía—. Ni se te nota.
—No —negó Matilda—. Quiero adoptar a una pequeña.
—Claro —exclamó Harry, seguido de una risilla burlona—. Dios te libre de dar vida a otro Wormwood, ¿cierto? ¿Y qué? ¿Quieres dinero? Cómo puedes imaginar, geniecito de Harvard, no es como que tenga mucho en estos momentos.
—No quiero tu dinero, Harry.
—¿Entonces qué quieres? —espetó el Sr. Wormwood, irritado—. ¿Por qué me quitas mi valioso tiempo? Aposté un par de cigarrillos en el juego, y me lo estoy perdiendo.
Matilda no supo decir si le preocupaba o alegraba el hecho de que, debajo de toda esa apariencia agotada y decaída, seguía de hecho siendo el mismo sujeto irritable, impaciente, e intolerante de siempre. O al menos eso era lo que podía sacar de esos pocos minutos que habían intercambiado palabras.
Se sintió muy tentada a pararse e irse de una vez. Había una niña esperándola en la sala de espera, y verdadera familia y amigos en su casa para cenar, como para que perdiera el tiempo hablando con ese hombre.
Pero ya había llegado hasta ahí; la parte difícil ya había pasado. Así que sólo quedaba dar el último paso adelante, y no arrepentirse después. Así que respiró hondo, se mantuvo firme, y pronunció sin más dilatación:
—Quería hablar contigo porque, hace poco, un buen amigo me hizo ver que mis sentimientos negativos hacia ti, hacia mi madre, y hacia el propio Michael, podrían ser más dañino de lo que yo misma soy consciente. Y si quiero ser madre, no puedo seguir arrastrando eso conmigo.
Harry la miró con los ojos entrecerrados, claramente perdido.
—¿Y de qué demonios estás hablando ahora? —cuestionó, impaciente.
—He intentado por muchos años huir de esa parte de mi vida que, en el fondo, me hace ser como tú. Fue muy fácil para mí todos estos años culparte, verte como una mala persona, como una representación de todo lo que estaba mal en este mundo. Pero en los últimos años he pasado por varias experiencias que me han hecho ver que las cosas no son tan simples. Qué incluso alguien como tú, no es el terrible monstruo que me he convencido tanto tiempo que eres. Incluso alguien como tú puede sentir amor por su esposa, por su hijo, por su nieto... Y, a tu retorcida manera, tal vez incluso en algún momento sentiste amor por mí.
»Quizás cometiste muchos errores en tu vida, Harry; errores por lo que debes pagar. Pero eso no significa que merezcas quedarte aquí por lo que te resta de vida, olvidado y hecho a un lado. Aún no es muy tarde para cambiar las cosas. Aún tienes una oportunidad de hacer las cosas bien, si en verdad quieres hacerlo. Pero eso no depende de mí, ni de Michael; sólo de ti. De mi lado, sólo me queda... intentar al fin perdonarte.
—¿Disculpa? —espetó Harry en alto, como si le acabara de lanzar el más grande insulto a la cara. Matilda no se amedrentó con ello, y continuó con lo que deseaba decir.
—No me malinterpretes; perdonarte no quiere decir que olvide o ignore todas las cosas que hiciste. Pero sí significa que haré todo lo que esté en mis manos para dejar todo eso atrás, y poder ser para esta niña el padre y madre que siempre quise tener. La madre que la Srta. Honey fue para mí.
El rostro de Harry se tornó duro, casi agresivo, y Matilda pudo ver por un momento justo al mismo hombre que ella recordaba de su infancia, asomándose a través del rostro de aquel anciano.
—¿Terminaste? —espetó en alto, claramente irritado—. Qué bonito. ¿Cuánto le debo por esta reveladora sesión, doctora?
Se cruzó de brazos, y se apoyó por completo hacia atrás, impaciente sin lugar a duda por irse.
—¿Algo más?
—Sí —respondió Matilda con firmeza—. A pesar de todo, Michael aún te quiere; de verdad. Si logras salir de aquí y entrar en su vida, por favor... intenta ser una mejor persona. Si no es por mí o por él, al menos hazlo por Mike. Aún no es tarde para hacer las cosas bien con ese niño, y que tenga un abuelo de verdad en su vida. Pero si no estás dispuesto a hacerlo, aléjate de ellos. Es el acto más noble que hiciste por mí cuando era una niña, y será lo mejor que puedas hacer por Michael y su familia.
—¡¿Tú qué sabes de lo que es mejor para mí o mi hijo?! —exclamó Harry en alto como un grito de furia, incluso parándose de golpe de su silla. El guardia en la puerta se puso en alerta, su mano cerca de su macana en caso de requerirla—. No necesito consejos familiares de una loquera como tú, que le ha dado por tantos años la espalda a su propia familia. Así que no vengas aquí a presumirme tu grandiosa inteligencia y misericordia. Que yo podré haber hecho muchas cosas malas, ¿me oyes? Pero nunca, nunca le he pedido limosna a nadie; ni de dinero, ni de lástima... Y mucho menos le he pedido ayuda o lecciones de moral a sabelotodos santurrones como tú.
Matilda se mantuvo ecuánime en su silla, contemplando en silencio como aquel hombre tan pequeño le gritaba y la señalaba de forma acusadora. Intentaba que todo aquello se le resbalara como las palabras sin importancia que eran, pero no resultaba ser algo sencillo.
El guardia al parecer se impacientó por su arranque, y de inmediato se acercó para tomarlo del brazo. Harry se sacudió con violencia, y antes de que se lo llevará pronunció unas última palabras en el auricular.
—Se acabó esta conversación, Srta. Honey. Y no te atrevas a volver por aquí.
Dicho eso, colgó con fuerza el teléfono de su lado, haciendo que el golpe retumbara en el oído de Matilda. Mientras ella misma colocaba el auricular en su sitio, con mucho más cuidado que en su contraparte en esa conversación, observó en silencio como se lo llevaban por la puerta, desapareciendo del otro lado.
Se quedó sentada unos instantes en su silla, digiriendo y procesando todo lo acontecido, hasta que un guardia le indicó que debía levantarse. Matilda obedeció, y lo siguió hacia la salida, y de regreso a la sala de espera.
En el camino, siguió pensando en lo mismo. Todo había resultado, de hecho, bastante parecido a como se lo había imaginado, o incluso un poco mejor. A pesar de las cosas que Harry le había dicho, al menos la había recibido, y la había escuchado. Y, si tuvo un poco de suerte, quizás algo de lo que hablaron se le quedaría, e incluso lo haría reflexionar esa noche.
Aunque, quizás, estaba siendo muy positiva al respecto. Después de todo, era obvio que seguía siendo el mismo; más viejo y cansado, pero el mismo al final de cuentas.
Aunque entre todo, algo que le sorprendió un poco fue escuchar que Harry supiera que se había convertido en psiquiatra; no lo dijo directamente, pero en un par de sus comentarios hirientes se lo hizo ver. ¿Quién le habría hablado al respecto? ¿Michael? Aunque así fuera, le sorprendía que le interesara tanto como para recordarlo.
Cuando la puerta de la sala de espera se abrió ante ella, no tardó en divisar a Samara sentada en una de las sillas, con su teléfono entre las manos, que observaba atentamente. Aunque al parecer no tan atentamente, como para no percatarse de su presencia, y levantar la mirada en cuanto puso en pie en la sala.
Matilda la miró, le sonrió, y la niña lo hizo de regreso, aunque menos notorio como era habitual en ella. Y en ese instante Matilda tuvo claro que había hecho lo que podía por ese día con respecto a Harry y Michael; ahora debía enfocarse en esa pequeña delante de ella, y en garantizar que tuviera un feliz y tranquilo Día de Acción de Gracias.
Caminó hacia ella con paso más seguro. Samara se paró rápidamente, y se le aproximó también.
—¿Estás bien? —le preguntó la niña con voz consternada.
Matilda le sonrió, y colocó su mano de forma afectuosa sobre su cabeza, pasándola delicadamente por sus cabellos, ahora cortos.
—Esa es una pregunta complicada de responder, pequeña —indicó la psiquiatra con ligero dejo bromista acompañando a sus palabras—. Pero estaré bien, no te preocupes. Ahora vayamos a casa, ¿sí? Todos deben estar esperándonos para comer.
Samara asintió con su cabeza como respuesta. Y sin más espera, ambas salieron de aquel sitio de inmediato.
FIN DEL CAPÍTULO 156
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