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Capítulo 129. Una chica tan bonita como yo

Resplandor entre Tinieblas

Por
WingzemonX

Capítulo 129.
Una chica tan bonita como yo

La mente de Mabel se sentía difusa y pesada, pero la obligó con esfuerzo a reaccionar. Debía de alguna forma hacer el intento de entender qué había ocurrido, en dónde estaba, y qué significaba toda esa escena tan extraña que se dibujaba ante ella.

¿Qué era lo último que recordaba? Era difícil indagar en ello, como escarbar en arena húmeda y pesada sólo con las manos. Pero le parecía recordar el rostro de aquella mujer con apariencia de niña, apuntándole con su arma directo a la cara. Y el dolor; sí que sentía mucho dolor de todos los disparos que le habían dado esa noche. Y luego hubo... ¿voces?, acercándose hasta donde estaban. Y justo después ella cayó hacia atrás.

¿Y luego?

Agua, por supuesto. Ya estaba mojada de antes debido a la lluvia, pero aquel había sido un tremendo chapuzón hacia la corriente, que la llevó arrastrando como una simple bolsa de basura.

¿Y luego?

Nada... Oscuridad, si acaso.

Y luego ese momento preciso, en el que se encontraba recostada en lo que parecía ser una camilla de hospital, con el cadáver de un paleto con la garganta abierta sobre su cuerpo, y su cara y cuerpo empapados en su sangre. Y a su lado, sentada en una silla de ruedas y mirándola con una sonrisa ladina y astuta, estaba...

—Tú —masculló Mabel con voz carrasposa—. Eres la asistente de Thorn...

Verónica rio con fuerza, agitando un poco delante de ella la mano con el bisturí, aún manchado con la sangre de Miguel.

—Es la segunda vez que me reconocen así este día. Es gracioso: toda mi existencia entera reducida únicamente a que soy la "Asistente de Damien Thorn". Y lo peor el caso es que en realidad no lo...

De pronto, y mientras Verónica estaba a mitad de su frase, Mabel se movió a una gran velocidad, como un felino al ataque. Empujó primero el cuerpo inerte de Miguel hacia un lado, tan fácil como se quitaría las sábanas de encima. Luego, se estiró hacia Verónica con un movimiento tan violento que terminó arrancándose el suelo, tomándola firmemente de su muñeca y torciéndosela con brusquedad para que soltara el bisturí lo suficiente para que pudiera arrebatárselo de los dedos. Y sin soltarla de la muñeca, empuñó firmemente el arma con la otra mano, y lo aproximó al cuello de la chica rubia, pegando la punta contra su piel lo suficiente para una pequeña gota rojiza se deslizara por su filo. Verónica, sin embargo, ni siquiera pestañeó. Se quedó calmada en su sitio, sonriendo con una extraña tranquilidad que destanteó a Mabel.

—Veo que ya te sientes mucho mejor —indicó Verónica con una voz que resultaba incluso "alegre"—. Menos mal...

Bajó entonces un poco la mirada, lo más que el bisturí contra su cuello se lo permitía, para ver el cuerpo de Miguel tirado en el piso a un lado de la camilla tras el empujón que Mabel le había dado.

—Pude sentir que este chico tenía un poco más de ese vapor que tanto les gusta a los de tu clase, pero temía que no fuera suficiente para que te despertaras. Al parecer ambas corrimos con suerte, ¡yeih!

Acompañó su exclamación de júbilo con un pequeño movimiento de celebración de sus manos hacia arriba, aunque no el suficiente par que Mabel pensara que intentaría quitarle el arma de encima y se pusiera nerviosa. Lo que menos quería era precisamente poner nerviosa a la loca con el cuchillo en su cuello.

Mabel, sin embargo, estaba más abstraída en darle una forma clara a las palabras que aquella chica acababa de pronunciar. Sabía del vapor, sabía que éste los podía curar, y que lo obtenían de los paletos... Resultaba extraño que una paleta supiera tanto de ellos pero, siendo franca, eso podía no significar nada; quizás Thorn le había contado al respecto en algún momento. Sin embargo, la Doncella no sentía que fuera el caso, y en especial le provoca incertidumbre esa forma en la que había dicho "los de tu tipo". Había algo detrás de eso; un conocimiento y consciencia de lo que hablaba, no sólo algo que le habían contado de segunda mano.

—¿Cómo...? —susurró Mabel, pero no alcanzó a terminar su pregunta.

—¿Cómo sé todo eso? —murmuró Verónica, encogiéndose después de hombros—. Es una larga historia...

Aquella respuesta al parecer no le agradó en lo absoluto, pues al momento Mabel la tomó con mayor firmeza de su muñeca y la jaló, obligándola a pararse de su silla. El tirón provocó un dolor punzante en la herida de su vientre, pero Verónica se forzó para no reflejar dicho dolor en su rostro. El bisturí seguía contra su cuello, en el punto justo para rebanarle de un tajo su yugular.

—Tranquila, tranquila... —susurró Verónica muy despacio, alzando sus manos lentamente, como si intentara calmara a un animal salvaje—. No tienes por qué estar tan nerviosa. Damien no me mandó por ti. De hecho, él no se encuentra disponible en este momento para mandar a nadie a hacer nada. Así que ni siquiera sabe que estás aquí, o que siquiera sigues con vida. Pero esa es una ventaja que no te durará mucho, así que debes ser inteligente.

Mabel vaciló. Miraba a Verónica, la sangre que empapaba sus ropas, y al cuerpo del paramédico Miguel consecutivamente. Aún intentaba hacerse una imagen completa en su cabeza de qué rayos había pasado con exactitud. ¿Había esa chica encontrado a alguien con al menos un poco de vapor para así curarla? ¿Lo había llevado hasta ahí y cortado el cuello para eso? Si eso era lo que había pasado, ¿por qué lo había hecho? Ciertamente para entregarla a Thorn hubiera sido mucho más sencillo hacerlo mientras se encontraba indispuesta.

—¿Qué es lo que quieres? —masculló Mabel, indecisa—. ¿Por qué me ayudaste? Si no fue por tu amo, ¿por qué?

La sonrisa de Verónica se ensanchó más, adoptando una extraña mueca que inquietó a Mabel incluso más de lo que ya estaba.

—Varias cosas están por comenzar —explicó Verónica con calma—, y estoy un poco limitada en estos momentos en lo que puedo y no hacer. Así que necesito a alguien que me haga un par de favores.

—¿Favores? —escupió Mabel como si se tratara de algún insulto—. ¿Por qué te haría yo un favor? ¿Crees que por hacer esto te debo algo, estúpida paleta?

—Alguien con el mínimo sentido de la gratitud lo pensaría —susurró Verónica con tono jocoso—. Pero sé que ese no es tu caso. Así que espero que lo hagas por un simple motivo. —El semblante de Verónica se volvió bastante más serio y severo al instante—. Porque estás completamente sola —pronunció de golpe, tomando por sorpresa a la mujer con el bisturí en su cuello—. Tu querido Nudo Verdadero, tu amado James la Sombra, y la gran Rose la Chistera... Todos se han ido; sólo quedas tú. Y estoy segura de que el fuerte instinto de supervivencia que distingue a los de tu estirpe, te podrá decir sin problema que más que nunca te hace falta una amiga que te cuide. En especial una como yo, que puede darte lo que tanto añoras en estos momentos.

—¿Qué cosa? —cuestionó Mabel por mero reflejo, sin proponérselo del todo consciente.

—Venganza, por supuesto. Y tu libertad.

Mabel permaneció en silencio, pero sin darse cuenta la presión de su arma contra el cuello de su potencial víctima se aflojó, incluso estando a nada de separarse por completo de su piel. Sus ojos miel resplandecieron con un ligero fulgor plateado, mientras prácticamente se perdían en la profundidad de los de aquella muchacha. Y entonces comenzó a volverse poco a poco consciente de qué era lo que le causaba tanta incomodidad de toda esa situación.

Si bien sólo había conocido a esa paleta por un corto de tiempo esa tarde en el pent-house de aquel mocoso, lo cierto era que no había sentido de ella ni de cerca lo que sentía en esos momentos. Era como estar frente a una persona totalmente diferente... Y nunca había conocido a un paleto que pudiera engañarla de esa forma.

—¿Quién eres...? —murmuró despacio, dándole una forma más material al pensamiento que tanto impregnaba su cabeza.

El rostro entero de Verónica se mantuvo inmutable, incluso llegando a sostenerle con bastante facilidad la mirada depredadora de la Doncella sin atisbo de intimidación.

Esa mujer no era una paleta cualquiera, pero tampoco era una vaporera; eso lo podía sentir completamente. Era algo... más.

Ambas estaban tan sumidas en no mostrar vacilación alguna ante la otra, que no escucharon los pasos del técnico de laboratorio Henry hasta que estuvo prácticamente frente a la cortina que rodeaba la camilla. Sin enterarse de lo que ocurría al otro lado, y concentrándose únicamente en ir hasta ahí y tomar la muestra necesaria para cumplir el encargo que le habían hecho, corrió la cortina de un jalón.

Las dos mujeres se viraron al mismo tiempo hacia él, y el técnico las miró a ellas.

Henry tardó bastante en poder procesar la escena que se mostraba ante él. El hecho de que la mujer que hasta hace menos de una hora atrás estaba en un profundo coma, ahora estaba despierta y sentada como si nada, era lo menos inentendible de todo. Estaba además empapada de sangre, tanto que su bata parecía ser enteramente roja, igual que las sábanas. Había además otra chica ahí, y la mujer en la camilla sujetaba un bisturí contra su cuello. Y en el suelo...

—Oh, por Dios —murmuró Henry muy, muy despacio cuando sus ojos se posaron en el charco rojo en el piso, y en el cuerpo con chaqueta de paramédico que yacía en él totalmente quieto.

—¡Auxilio! —exclamó Verónica de golpe de forma desgarradora y aterrada, tomando por sorpresa tanto a Henry como a la propia Mabel. Los ojos de la joven italiana se habían cubierto de lágrimas de golpe, y estiraba una mano suplicante hacia el recién llegado—. ¡Ayúdeme por favor! ¡Está loca!

Aquel grito fue suficiente para que Henry pudiera al fin salir de su ensimismamiento, retrocediera torpemente sobre sus pies, y en cuanto fue capaz de darle la indicación a sus piernas, se giró hacia la puerta, corriendo despavorido, no sin tirar una mesita con instrumento a media huida y haciendo que todos estos tintinearan con el linóleo junto con la charola de aluminio.

Una vez se fue, el semblante de Verónica se transformó de nuevo a aquella expresión despreocupada y tranquila de hace un momento, con una rapidez y facilidad casi irreal.

—Te sugiero que te concentres de momento en escapar de este sitio —señaló volteando a ver de nuevo a Mabel—. Y de preferencia dejando la menor cantidad de testigos posibles; sé lo mucho que al Nudo le gusta mantener su anonimato. Yo te contactaré pronto.

Mabel la miró, claramente perdida, incluso algo mareada. Pero no había tiempo para eso.

—¡Anda! —exclamó Verónica con fuerza, quitándose de encima el bisturí de un manotazo—. ¿Qué esperas?

Mabel por mero reflejo saltó de la camilla, alejándose de ésta un par de pasos, antes de detenerse un segundo para mirar de nuevo a aquella chica. No entendía qué estaba pasando, pero entendía que de momento ella no era un peligro... Y aun así, presentía que se arrepentiría en algún momento de no haberla matado en ese mismo instante.

Sin más espera, comenzó a correr con rapidez en la misma dirección que Henry se había ido, dejando en el piso huellas rojas de sus pies descalzos.

Sólo cuando estuvo de nuevo sola, Verónica pudo relajarse y volvió a sentarse con cuidado en su silla. Le ardía un poco la pequeña herida que el bisturí le había hecho en su cuello, pero en especial lo que le dolía era la herida de su vientre. Se revisó rápidamente; había pequeños rastros de sangre manchado la bata en el área de la herida.

—Grandioso —masculló de mala gana. Igual al menos eso podría justificar cualquier otra mancha de sangre que se le podría haber pegado—. Será mejor que vuelva a mi cuarto rápido.

Comenzó entonces a dirigir su silla fuera del área de la camilla, aunque al mirar hacia el cuerpo de Miguel en el suelo se le ocurrió que no sería buena idea dejarle su teléfono con su número y los mensajes que le había mandado. Resopló un poco, se aproximó con cuidado, inclinándose al frente y cuidando de no pisar la sangre, para alcanzar el bolsillo de su pantalón. Fue una maniobra incómoda y complicada, pero fructífera al final.

—Gracias por el buen rato, Miguel —masculló bromista, incluso dándole un par de palmadas al cadáver en su trasero—. Repítanoslo, ¿sí?

Se montó de nuevo en la silla, y ahora sí se dirigió a la salida de aquella área lo más pronto que le fue posible.

— — — —

Los pasillos se encontraban anormalmente solos cuando Henry comenzó a correr por éste, sin pensar de manera clara hacia dónde iría con exactitud. Quiso gritar algo, pedir ayuda, pero sentía la garganta tan cerrada que le fue imposible pronunciar palabra alguna.

¿Qué había pasado ahí? ¿Cómo se había despertado? ¿Quién era la persona en el suelo?; ¿en verdad estaba muerta?, ¿esa mujer lo había matado? ¿Y quién era esa otra chica? Eso no podía estar pasando; debía ser una maldita pesadilla.

Y entonces lo vio más adelante en el pasillo, como la luz de un faro llamándolo: una alarma de incendios. Sin pensarlo dos veces se lanzó con paso veloz hacia ella, con sus dedos estirados lo más posible hacia adelante para poder accionarla. Sin embargo, notó que su avance se había vuelto de pronto bastante más cortado. Cada paso que daba se sentía que retrocedía en lugar de adelantarse. Y poco a poco comenzó a sentir sus piernas muy, muy pesadas, hasta el punto que le terminó siendo imposible separar los pies del piso. Como pudo se lanzó al frente, estirando su mano hacia la alarma, pero sus dedos pasaron a apenas unos centímetros de ella, sin alcanzar a tocarla, y luego cayó al suelo como piedra al igual que el resto de su cuerpo que se desplomó con fuerza contra el piso, golpeándose la boca y barbilla contra éste.

Se quedó ahí tirado. No podía mover ni un sólo dedo, como si una pesada plancha le presionara el cuerpo entero contra el piso y le impidiera levantarse. ¿Qué era lo que estaba pasando...?

Mientras Henry intentaba de alguna forma hallarle un sentido a esa horrible sensación que lo oprimía, Mabel la Doncella se le aproximaba con paso calmado. Sus ojos resplandecían con un intenso fulgor plateado. Había logrado penetrar fácilmente en la mente de aquel patético individuo, haciendo que ésta misma lo inmovilizara en cuestión de segundos. Con los paletos con poco o nada de vapor, trucos como ese resultaban particularmente sencillos para ella, incluso a pesar de que seguía bastante débil por su estado anterior.

Una vez que lo alcanzó, colocó cada pierna a un costado del técnico de laboratorio, y sin mucho problema se sentó sobre su espalda. Henry pudo sentirla, y supo que era bastante real, a diferencia de aquella fuerza invisible que lo detenía. Como pudo, giró su mirada hacia atrás, sólo alcanzando a ver por el rabillo del ojo la silueta cubierta sangre de su rostro, esos ojos resplandecientes y, por encima de todo, el bisturí en su mano que brillaba al reflejar las luces sobre ellos.

—No... por favor, no... —masculló Henry con la voz entrecortada por el terror. El rostro de Mabel, sin embargo, no se agitó ni un poco ante aquella suplica.

La verdadera extendió su mano libre, pegando su palma entera contra el costado del rostro de Henry, presionándolo fuerte contra el piso.

—Lo que puedo exprimir de un paleto común como tú es prácticamente nada —murmuró Mabel despacio con un tono frío y doloroso—. Y quizás me haga más mal que bien. Pero... en verdad estoy hambrienta...

Dicho eso, tomó el bisturí con su afilada punta hacia abajo, y sin menor miramiento lo encajó enteró en el mero centro de la espalda de Henry. Éste soltó un intenso alarido de dolor al aire que retumbó en el eco del pasillo.

— — — —

Samantha y Arnold acababan de llegar no hace mucho al hospital, y se dirigían ya hacia el área de cuidados intensivos cuando escucharon a lo lejos aquel repentino grito, y todos aquellos que le siguieron justo después. Los dos detectives se detuvieron de golpe, sorprendidos y confundidos, pero su experiencia les ayudó a recobrarse rápidamente. De inmediato dirigieron sus manos a sus armas, las sacaron de sus fundas, les quitaron el seguro y las alzaron al frente; sólo en fracciones de segundos. Se miraron el uno al otro, y sin necesidad de decir nada comprendieron lo que trataban de decirse.

Comenzaron a avanzar por el pasillo, con paso rápido pero cuidadoso, yendo Arnold al frente.

— — — —

Mabel apuñaló a su víctima una y otra vez en su espalda y cuello sin que éste pudiera siquiera intentar defenderse. Con cada oleada de dolor que lo recorría, una pizca de esa esencia que Mabel tanto buscaba brotaba de él. Sin embargo, era tan minúscula que apenas y logró captar un poco de ésta. Además, era de un hombre adulto, muy lejos de la pureza y fuerza que requería para recuperarse plenamente. El de aquel chico que la tal Verónica había matado fue suficiente para curarle sus heridas, pero poco más.

El suelo se cubrió de sangre, al igual que sus manos, e incluso su rostro y ropas se llevaron un poco más. Henry dejó rápidamente de moverse, y Mabel supo que por más que lo exprimiera no podría sacarle más de lo que ya había obtenido.

—Migajas... simples migajas —masculló con hastío, poniéndose al momento de nuevo de pie—. Necesito más...

Sus sentidos agudizados captaron al momento los pasos de los dos policías aproximándose por el pasillo. Aunque no podía saber aún de quiénes se trataba, una sensación fría en su espalda le indicó que representaban peligro. Rápidamente se paró de encima de Henry, y comenzó a moverse en la dirección contraria.

Cuando los dos detectives dieron vuelta en la esquina, apenas alcanzaron ver parte de la silueta de la asesina, ingresando por la puerta abierta de una sala.

—¡Policía!, ¡alto! —gritó la Det. Hills con fuerza, apuntando con su arma al frente, pero no lo suficientemente rápido antes de que aquella escurridiza figura desapareciera de sus vistas.

Ambos avanzaron despacio, apenas dándole indicación a su compañero con discretos movimientos de su cabeza. Se acercaron al cuerpo inmóvil de Henry, tirado en aquel charco rojizo, y con la espalda de su camisa empapada y llena de agujeros. Arnold se agachó a revisarle el pulso en su cuello mientras Samantha lo cubría. Tras unos segundos la miró y sólo negó lentamente con su cabeza, dejando bastante claro que no había nada que hacer por aquel pobre individuo.

Arnold se puso de pie y ambos se aproximaron hacia la sala en la que habían visto a aquella persona se había metido. Las huellas rojas en el suelo de dos pies descalzos dejaban también evidencia de en qué dirección ir.

Sujetando aún su arma con una mano, Samantha aproximó la otra hacia la radio que portaba en el otro lado de su cinturón y lo activó próximo a su rostro.

—Aquí la Det. Samantha Hills de la 98. Atacante desconocido en el Providence Saint John's Health Center. Al menos una víctima letal con arma blanca. Dos oficiales en escena. Solicitamos refuerzos.

Samantha colocó de nuevo la radio en su lugar y volvió a tomar su arma con ambas manos. Tras sólo unos segundos, oyeron que alguien respondió:

—Copiado. Patrulla 233 en la zona. Vamos en camino.

Tenían que moverse con cuidado. No sabían qué ocurría, y si sólo era un atacante o varios. En esas circunstancias, uno no podía ser descuidado. Pero tampoco podía quedarse quietos, pues no sabían qué otras intenciones podrían tener. Y en un hospital, el catálogo de posibles víctimas podía ser variado.

Arnold entró primero en la sala con su arma apuntando al interior. Al parecer se trataba de un cuarto largo, con varias camillas a los lados, todas al parecer vacías a simple vista. Había algunas ventanas en las paredes laterales, pero se veían cerradas. No parecía haber otra salida. Al fondo del cuarto, una figura totalmente blanca de la Virgen María se encontraba potrada en la pared, como vigilante silenciosa de los enfermos que podrían haber estado ahí en algún momento.

Ingresaron lentamente, disponiéndose a revisar debajo de cada camilla, cada uno de un lado.

Arnold se asomó debajo de la primera con pistola en mano. Nada.

Repitió lo mismo con la siguiente. Nada otra vez.

En la tercera, sin embargo, había un bulto justo encima cubierto con las sábanas blancas. Aproximó una mano con cuidado hacia éste, continuando apuntando con su arma en todo momento. Retiró la sábana de un jalón hacia un lado, revelando lo que escondía debajo. Sólo una almohada.

Un brazo se alargó desde debajo de la camilla empuñando el bisturí, haciendo un corte rápido y limpio en su pierna derecha a través del pantalón.

Arnold gritó adolorido, haciéndose hacia atrás hasta chocar con la otra camilla, perdiendo el equilibrio por la herida profunda en su piel. La mujer cubierta de sangre salió de debajo de la camilla como una fiera, tacleándolo con todo su cuerpo, haciendo que empujara la otra camilla hacia un lado y ésta se deslizara. El pesado cuerpo del Det. Stuart se precipitó de espaldas al suelo, con la atacante sobre él. El arma del policía se soltó de sus manos, cayendo al piso y deslizándose por éste un par de metros, mientras que el bisturí en mano de la mujer terminó encajándose contra el brazo derecho de Arnold. El detective sintió al momento como la manga de su camisa y su abrigo comenzaba a empapares con su cálida sangre.

Mabel sacó el bisturí de su brazo, y estando aún a horcajas sobre él, alzó el arma en alto con la clara disposición de ahora encajarlo ya fuera en su pecho, o directo en su rostro. En ese pequeño instante, Arnold pudo tener la suficiente claridad para alzar su mirada y echarle un vistazo más directo a la extraña; solamente que, en realidad, no era una extraña del todo. A pesar de la sangre que la cubría de la cabeza hasta el torso, y de la expresión de fría agresividad que portaba, Arnold logró distinguir el bello rostro de la víctima desconocida del río.

—Tú... —masculló totalmente desconcertado.

Justo cuando la mano armada de Mabel se disponía a dirigirse directo al detective, la voz de su compañera resonó como un trueno en la habitación.

—¡Detente ahora mismo! —gritó la Det. Hills a sus espaldas, sujetando su arma con ambas manos y apuntando ésta justo a la parte trasera de su cabeza. Mabel se detuvo en su sitio, como petrificada en el tiempo—. ¡Suelta el arma y ponte de pie! ¡Hazlo o disparo!

Mabel se mantuvo quieta en su sitio. Aquella situación le trajo recuerdos desagradables, de aquel momento, en esa bodega, cuando ya tenía a la estúpida de Abra sometida en una posición bastante similar a esa, y estaba más que lista para acabar con ella de una vez por todas. Pero igual que en ese momento, alguien había aparecido detrás de ella apuntándole con un arma.

Qué curiosas formas tenía la vida de repetirse.

Aquel momento no había salido bien para ella; y, de hecho, había perdido demasiado más que el hecho de simplemente haber recibido un disparo.

Pero no había vivido tanto tiempo sin aprender de sus errores. Y no permitiría que ese se repitiera.

Lentamente alzó sus manos y se alzó de encima del Det. Stuart, alejándose de él un par de pasos hacia un lado. Sin embargo, el bisturí seguía aún en una de sus manos.

—Suelta el arma —le ordenó Samantha con severidad. La mujer, sin embargo, siguió quieta, dándole la espalda y sin dejar ir el cuchillo—. ¡Dije que lo soltaras!

—¿Por qué? —susurró Mabel despacio, su voz sonando anormalmente dulce, sintiéndose como una brisa fresca que soplaba por la habitación. Comenzó a darse media vuelta lentamente. Samantha se puso tensa, apretando aún más sus dedos contra su arma—. Si tú no me harás daño, ¿o sí?

Cuando se volteó por completo y Samantha pudo verle mejor su rostro, ella también la reconoció. Sin embargo, su mente no pudo pensar demasiado en ello. Los ojos de Mabel resplandecieron de nuevo como antes, como dos brillantes monedas de plata reflejando la luz de la luna.

—No a una chica tan bonita como yo... —susurró de nuevo con el mismo tono de antes, comenzando entonces a dar pequeños pasos hacia la detective.

Samantha la observaba muy fijamente, con su arma arriba. Pero aunque ella estuviera cada vez más cerca, su dedo no presionaba el gatillo. Su cerebro parecía incapaz de dar esa orden; parecía estar más bien totalmente concentrado en el hermoso brillo de esos ojos.

—Sam, ¿qué estás haciendo? —exclamó confundido Arnold en el suelo. Su mano estaba aferrada firmemente a la herida de su brazo que sangraba abundantemente.

Su compañera, sin embargo, era como si no lo escuchara. No lo volteó a ver, ni reaccionó en lo absoluto a sus gritos. Ni siquiera pestañeó mientras aquella figura casi fantasmal cubierta de sangre se le aproximaba, con el filoso bisturí girando entre sus dedos.

—¡Sam...! —gritó Arnold con más fuerza, pero no obteniendo ningún resultado. Intentó pararse, pero la herida de su pierna le recordó al instante que estaba ahí, provocando que cayera de nuevo al suelo sobre su costado.

Mabel se aproximó lo suficiente hasta estar frente a frente a la Det. Hills. Ésta estaba totalmente sumida en esa laguna mental, que la hacía sentir que flotaba, y que todo su cuerpo era ligero como una simple nube de algodón. La Doncella empujó con un dedo el arma de Samantha hacia abajo, y los brazos de la oficial de policía bajaron sin oponer menor resistencia, hasta que el cañón del arma apuntó directo al suelo.

—Sientes compasión por mí, ¿no es cierto? —masculló Mabel con tono juguetón, recorriendo sutilmente los dedos de su mano libre por la frente, sien y mejilla de la mujer detective, en una casi maternal caricia—. Sólo quieres ayudarme, ¿no es cierto?

—Sí —susurró Samantha por mero reflejo, apenas logrando que su voz fuera oída—. Sólo quiero ayudarte...

Los dedos de la Det. Hills se abrieron, soltando el arma y dejando que cayera al suelo, retumbando con fuerza contra éste.

—¡Sam! —gritó Arnold lleno de desesperación, pero su compañera siguió sin reaccionar. Comenzó entonces a arrastrarse hacia el sitio en el que había caído su propia arma.

—Sí, eso es —musitó Mabel despacio, recorriendo sus dedos por el rostro de la oficial. Ésta movía ligeramente su cabeza contra su mano, como añorando sentir más de su tacto—. No hay motivo por el cual tú y yo no podamos ser buenas amigas...

Y al mismo tiempo que le acariciaba su rostro con tal delicadeza y dulzura, su otra mano se dirigió directo al abdomen de la detective, enterrándole el bisturí hasta lo más hondo. Los ojos de la detective se abrieron de par en par, y su cuerpo se dobló hacia el frente por el dolor. Al instante, Mabel jaló con fuerza su letal arma hacia un lado, rasgándola por completo de extremo a extremo, casi como si le dibujara una morbosa segunda boca rojiza en su abdomen, la cual comenzó a vomitar sangre y rastros de sus entrañas por ella.

—¡Sam! —exclamó Arnold, horrorizado.

Las piernas de la detective fallaron y estuvo a punto de derrumbarse, pero Mabel la tomó firmemente de su cuello, sujetándola en alto para mantener su rostro cerca del suyo. Los ojos humedecidos y llenos de terror de Samantha se clavaron de nuevo en aquellas dos gemas plateadas de la verdadera. Pequeños rastros de vapor opaco surgió de la boca de la oficial mientras sollozaba y gemía de miedo y dolor. Mabel aspiró profundo por su nariz, desdibujando casi al instante una mueca bastante similar al asco.

La Doncella soltó a la policía al instante, dejándola caer sin oposición hacia el charco rojizo opaco que se había formado debajo de ellas. Samantha quedó recostada boca arriba, gimoteando e intentando respirar, mientras su mano sin fuerza alguna se presionaba contra su abdomen abierto.

—De nuevo, sólo migajas asquerosas —masculló Mabel con hastío, incluso pasando su mano por su boca, como si intentara quitarse el rastro de algún trago amargo.

Sintió de pronto la misma sensación de peligro de hace un rato, justo a sus espaldas. Por mero reflejo se hizo a un lado, justo un instante antes de que el Det. Stuart diera su primer disparo desesperado desde el suelo. La bala le pasó rosando la cabeza, siguió de largo y perforó una de las ventanas, haciendo pedazos el vidrio al contacto.

Mabel se giró hacia el policía en el suelo, que intentaba sobreponerse al dolor y debilidad para apuntarle con su mano izquierda y dar otro disparo más.

—No —pronunció Mabel con voz tajante, y de golpe Arnold sintió algo similar a lo que había sentido el pobre Henry: que su cuerpo pesaba, en especial su brazo, y que lo empujaba con ímpetu contra el piso.

La Doncella se aproximó cautelosa. A pesar del efecto mental que estaba oponiéndole, el detective parecía de alguna forma sobreponerse lo suficiente para intentar alzar su brazo poco a poco, apuntando con su arma. Mabel se movió juguetona saltando hacia un lado y al otro para no ponérselo tan fácil, hasta que estuvo lo suficientemente cerca para tomarlo firmemente de su muñeca, y desviar el arma hacia un lado el momento justo en el que Arnold dio su segundo disparo, dando esta vez justo en la figura blanca de la Virgen María en la pared, prácticamente volándole la cabeza.

—Pero tú pareces tener un poquito más de lo que necesito —indicó la verdadera con tono jocoso mientras contemplaba con curiosidad el rostro confundido y aperlado por el sudor del detective—. Casi nada —comentó, y justo después aproximó el bisturí a la mejilla de Arnold, dibujando una larga línea rojiza en su piel como si de un pincel se tratase—. Pero me bastará ahora que sólo soy yo...

Fue bajando el bisturí, acercándose peligrosamente hacia su cuello. Al último momento, sin embargo, Arnold logró sobreponerse a ese efecto aletargado en el que se había sumido lo suficiente para presionar el gatillo de su arma repitas veces. Las balas volaron por toda la habitación, pero el estruendo de los disparos, prácticamente a un lado de su oído mientras sujetaba la muñeca del policía, estremecieron y aturdieron lo suficiente a la Doncella para que lo soltara y retrocediera un poco. Arnold cayó al suelo sobre su costado una vez que ella ya no lo sostuvo.

—¿Qué fue eso? —se escuchó que una voz por el pasillo pronunciaba, y el sonido de varios pasos aproximándose se hizo presente.

Mabel sopesó rápidamente que hacer, aferrando sus dedos con fuerza a su bisturí. Podría acabar con un par de enfermeros si se lo proponía. Sin embargo, antes de que las nuevas amenazas llegaran, las luces azules y rojas de una patrulla acercándose fueron visibles desde una de las ventanas. Debían ser los refuerzos que Sam había pedido.

—Genial —exclamó la Doncella con sarcasmo—. Tendrá que ser en otra ocasión...

Dejó caer entonces el bisturí al suelo y corrió con rapidez hacia la ventana que el primer disparo había alcanzado.

—¡Alto! —gritó Arnold con las pocas fuerzas que le quedaban. Volvió a apuntarle como pudo y presionó el gatillo una vez... pero esta vez ninguna bala salió. Se había acabado todo su cartucho en ese arrebato desesperado.

Mabel atravesó la ventana rota, cortándose un poco con los pedazos de vidrio que quedaban en su marco, pero aun así perdiéndose en un instante entre las sombras de la noche que se extendían a lo lejos sin mirar atrás.

Arnold se sentía frustrado y furioso. Le gustaría poder desear que sus compañeros de la patrulla la interceptaran y detuvieran de alguna forma, pero viendo lo que había pasado en ese sitio sabía que eso no pasaría.

Se olvidó de ella de inmediato, y centró su atención en su compañera. Samantha seguía tendida sobre su espalda, empapada en su sangre.

—Sam —pronunció Arnold con debilidad, aproximándosele lentamente, arrastrándose por el suelo. Los ojos de la Det. Hills miraban perdidos al techo. Aún respiraba, pero apenas; y cada respiro parecía ser una dolorosa agonía. Algo de sangre comenzó a escurrirle por la comisura de su labio—. Escúchame, Sam. ¿Me oyes?

Arnold se sentó como pudo a su lado, y presionó sus dados manos con todas sus fuerzas contra su abdomen, provocando que su compañera, y amiga, soltara un agudo sollozo de dolor.

—Tranquila, estarás bien, estarás bien —pronunció el detective, intentando que su voz sonara mucho más firme y segura de lo que realmente se sentía. Los ojos de Samantha se viraron sólo lo suficiente para mirar en su dirección, aunque en realidad no parecían ver nada; se veían nublosos y dispersos—. ¡Ayuda! —gritó Arnold con ahínco—. ¡Ayúdenos por favor!

Dos enfermeros, aquellos que habían oído los disparos, aparecieron de pronto en la puerta del cuarto y se apresuraron hacia ellos. Le dijeron algo, pero Arnold no lo entendió; sus voces eran como zumbidos lejanos. Lo único que sus sentidos podían captar, era sensación de la vida de su compañera escapándosele por entre sus dedos; una sensación cálida, y abrumadoramente fría al mismo tiempo.

FIN DEL CAPÍTULO 129

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