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Capítulo 113. Terminar con este sueño

Resplandor entre Tinieblas

Por
WingzemonX

Capítulo 113.
Terminar con este sueño

Los detectives Arnold y Samantha de la policía de Los Angeles habían tenido un día peculiar, incluso para los estándares de su trabajo. Y lo peor era que éste parecía no querer terminar, pues ya entrada la noche los llamaron de emergencia para presentarse en una nueva escena del crimen. No les habían dado muchos detalles, pero se requería la presencia de un detective y, por azares del destino, ambos se encontraban cerca.

La noticia de lo más reciente ocurrido en el edificio Monarch, el mismo sitio en el que ambos habían ido esa tarde, les había llegado un poco más temprano. Arnold logró obtener los últimos detalles tras una llamada a medio camino a su escena del crimen, aunque seguía sin ser mucho más de lo que los medios ya habían informado.

Arnold tenía ya veinte años de experiencia como detective, y era desconfiado de la gente por naturaleza. Pero todo ese asunto lo tenía aún más suspicaz que de costumbre.

—Justo unas horas después de hablar con ese chico, algo mágicamente explota en su pent-house —pronunciaba con cierta molestia a su compañera desde el asiento del pasajero, mientras ésta estacionaba el vehículo entre la ambulancia y las patrullas a un lado del camino—. ¿Y quieren que creamos que es sólo una coincidencia?

—Aún no quieren que creamos nada —le respondió la detective Samantha mientras miraba por el retrovisor—. No se ha dado ninguna declaración oficial de los hechos todavía.

—Da igual. Cuando lo hagan, dirán que fue una fuga de gas o un desperfecto eléctrico, como siempre.

—La mayoría de las veces la explicación más simple es la correcta, ¿no?

Una vez estacionados, Samantha apagó el motor del vehículo y ambos bajaron rápidamente. Un uniformado se encontraba de pie cuidando el paso de la gente, pero al mostrarle sus placas ambos pudieron seguir sin problema. Comenzaron entonces a bajar con cuidado por una pequeña pendiente de lodo y maleza, bastante resbaladiza debido a la reciente lluvia. Ninguno traía zapatos adecuados para la ocasión, pero ese tipo de cosas eran siempre parte del oficio.

—No lo sé —mascullaba Arnold, aún reticente a dejar el tema por la paz—. Sólo piénsalo, Sam. Entran dos extraños por la fuerza, el muchacho Thorn cuenta una historia bastante ambigua de lo sucedido, y de repente llega Andy Woodhouse en persona para sacarnos de ahí. ¿Y ahora ocurre una extraña explosión unas horas después? Y ni siquiera nos saben decir si el chico seguía o no en el departamento cuando esto ocurrió. Te lo digo, algo muy, muy extraño está pasando aquí. Dime conspiranoico si quieres.

—No lo haré —le respondió su compañera con seriedad—. Estoy de acuerdo en que todo es muy extraño. Pero Los Angeles siempre ha sido una ciudad extraña. Si no me crees, sólo ve esto.

Al bajar la pendiente, terminaron de pie justo a la orilla de un canal artificial, cuya corriente en esos momentos era abundante debido a todo lo que había estado lloviendo esa noche. Los paramédicos estaban colocando en una camilla a la persona que habían encontrado en la orilla; la misma que les habían informado por radio. Ya para esos momentos habían logrado estabilizarla, vendarla y la tenían conectada por goteo intravenoso. La habían encontrado inconsciente, y al parecer seguía totalmente sumida en dicho estado.

—¿Qué tenemos, chicos? —preguntó Samantha, parándose a un lado de la camilla. Uno de los uniformados presentes pasó rápidamente a responderle mientras los paramédicos seguían preparando a la paciente para el traslado.

—Mujer caucásica, cuatro heridas de bala en el hombro, brazo, muslo y torso. Además de un fuerte golpe en la cabeza, posiblemente provocado al caer al canal. Aún respira, aunque no sé cómo. La corriente debió haberla arrastrado un largo tramo antes de quedar estancada en la orilla.

—¿Alguna identificación? —preguntó Arnold, mientras observaba pensativo a la persona en la camilla.

—Nada, sólo la ropa que trae puesta. Ni bolso, teléfono o cartera. Quizás todo se lo llevó el agua.

—¿Alguna señal de ataque sexual? —preguntó Samantha a continuación directamente a uno de los paramédicos.

—No a simple vista —le respondió uno de ellos—. En el hospital podrán hacerle el examen completo. Pero francamente no sé cómo pudo mantenerse a flote y evitar ahogarse con esas heridas y con la corriente cómo está.

—Debe ser más fuerte de lo que parece —señaló Arnold de forma pensativa.

Ambos detectives observaron fijamente a la mujer, con sus ojos cerrados y rostro apacible, a pesar de su estado tan delicado. Piel pálida con unos visibles lunares en el rostro, cuello y pecho. Cabello castaño rojizo, totalmente húmedo, al igual que la tela de su vestido ligero, bastante veraniego para mediados de noviembre.

—Qué chica tan linda —indicó Samantha de pronto—. ¿Qué monstruo la habrá tomado de tiro al blanco y tirado de esa forma?

Arnold no tenía una respuesta a eso; no aún.

—Tenemos que irnos —indicó uno de los paramédicos. Y entre ambos, y con la ayuda de un par de oficiales, comenzaron a cargar la camilla por la pendiente en dirección a la ambulancia.

Los detectives debían irse con ellos al hospital para seguir su investigación. Pero antes de retirarse, Arnold se aproximó a la orilla, contemplando atento el paso del agua.

—Más arriba por este mismo canal se llega a la zona industrial, ¿correcto? —indicó el detective, señalando con un dedo hacia el noreste—. El sitio donde reportaron hace unas horas por la radio un tiroteo en una bodega, y donde encontraron a una mujer muerta de un disparo.

—¿Crees que está de alguna forma involucrada con ese incidente? —inquirió Samantha, un poco escéptica—. Vaya noche. Y eso que no es luna llena.

—Tú misma lo dijiste: Los Angeles es una ciudad extraña. Pero esperemos nos pueda decir más cuando recupere la conciencia.

Se apresuraron entonces a volver a su vehículo para encaminarse al hospital junto con la ambulancia. Ninguno sospecharía de momento qué tan involucrada estaba en aquel tiroteo la mujer que transportaban, y mucho menos que de hecho no era precisamente la víctima del hecho.

— — — —

Justo como el padre Babatos le había indicado, Karina se encargó de llevar a la Dra. Honey a casa. Abra pasaría la noche en la clínica para observación, y Cole igual, a pesar de su curación milagrosa, así que sólo serían Matilda y la pequeña Samara.

—Vamos a mi casa, Samara —le había indicado la psiquiatra a la niña—. Ahí estarás a salvo, y te presentaré a mi madre.

Un notable rastro de júbilo y emoción floreció en el rostro de Samara, aunque también le acompañaba un poco de miedo. Pero, por supuesto, se fue con Matilda sin vacilar demasiado; tampoco era que le quedaran muchas otras opciones.

Así ambas se montaron en el auto de Karina, uno diferente al que los había llevado. Matilda iba al frente como copiloto, mientras que Samara se colocó en el asiento trasero. Matilda se viró a verla por encima de su asiento, y le sonrió con dulzura. La niña, sorprendentemente, le sonrió de regreso. Era una pequeña y apenas notable sonrisa, pero bastante sincera.

—Ponte el cinturón —le indicó Matilda a la pequeña, y Samara de inmediato lo hizo.

Ya había dejado de llover al fin en ese momento, así que el viaje fue relativamente tranquilo. Tuvieron que sortear un par de calles congestionadas, pero lograron arribar a Arcadia un poco antes de la medianoche. Karina condujo su vehículo por la entrada de la propiedad, giró en la rotonda y se estacionó justo delante de las escaleras del porche.

—¿Es aquí? —preguntó Samara con curiosidad, casi pegando su rostro contra vidrio de la ventanilla.

—Es aquí —murmuró Matilda como respuesta, mirando también al exterior. Todas las luces parecían estar encendidas, así que lo más seguro era que su madre aún estuviera despierta, con el alma en un hilo a la espera de alguna noticia de su parte—. Ésta es la casa de mi madre. Es bonita, ¿verdad? —le preguntó a Samara volviéndose de nuevo hacia ella en el asiento trasero. Samara sólo asintió como respuesta.

Matilda se acomodó de nuevo en su asiento, y ahora centró su atención en la mujer al volante.

—Gracias por traernos.

—No hay de qué —respondió Karina, intentando al parecer sonar amable, aunque se le notaba bastante incomodidad al hacerlo—. Me... alegra que estén bien. Y también el detective Sear. ¿Qué es lo que harán ahora?

La psiquiatra suspiró con pesadez, y sobre todo cansancio. Aquella era una buena pregunta, en la que por supuesto no se había podido detener demasiado a pensar al respecto.

—Por hoy descansar —respondió con algo de amargura—. Mañana... Mañana ya veremos.

Hubo un par de segundos de silencio, y luego Matilda volvió a girarse hacia los asientos traseros de repente.

—Samara, ¿puedes ir bajando? Te alcanzo en un segundo.

La niña la observó con evidente suspicacia en sus ojos, pero no opuso objeción. Se retiró el cinturón, abrió su puerta y se bajó del vehículo. De hecho, avanzó un poco por el jardín, llamándole principalmente la atención el columpio colgando de un árbol al frente, alumbrado por un viejo farol. Matilda la observó atenta desde su asiento. Sabía que con las habilidades y la suspicacia de Samara sería un poco imposible evitar que se enterara de lo que diría, pero al menos debía intentarlo.

—Gracias de nuevo... Karina, ¿cierto? —murmuró con seriedad, virándose una vez más a la mujer al volante—. ¿Fuiste tú quién le dijo a Cole dónde encontrar a Samara?

—¿Él se lo dijo? —respondió Karina con brusquedad.

—No. Pero llámalo un presentimiento. ¿Puedo preguntar por qué lo hiciste? Tengo otro presentimiento de que tu jefe no deseaba del todo que esto pasara. No de esta forma.

—El padre Babatos no es mi jefe, él... —Karina calló de golpe, conteniéndose de decir algo de más. Y tras respirar profundo una vez, respondió con más soltura—: Tuve mis motivos, así de simple.

—Como haya sido, estoy en deuda con ustedes —señaló Matilda—. Sin su ayuda, no sé qué nos habría pasado allá. Así que si en alguna ocasión necesitas algo...

—No me agradezca tan pronto, doctora —le cortó Karina de golpe, un tanto tajante—. Le recuerdo que hay una conversación pendiente entre el padre Babatos y usted, que podría no resultar del todo cómoda.

Matilda guardó silencio, y alzó discretamente su mirada de nuevo hacia afuera, y hacia la pequeña que se había animado a sentarse en el columpio y a mecerse levemente con sus pies en la tierra. Y en efecto era ese el tema real que la tenía preocupada, y que deseaba lo más posible que Samara no escuchara directamente.

—Lo sé —le respondió con bastante seguridad. Y mirándola de nuevo, con una expresión dura que rozaba casi lo agresivo, añadió justo después—: Pero quiero que tengan muy claro que sin importar qué, no dejaré que le hagan ningún daño a esa niña. Y no me quieren tener como enemiga, se los aseguro.

El rostro de Karina se mantuvo inmutable y sereno a pesar de la evidente amenaza. Matilda llevaba muy poco de conocer a esa mujer, pero podía darse cuenta de inmediato que no era fácil de intimidar o convencer. Muy seguramente se había enfrentado a personas mucho más grandes y amenazantes que una flacucha psiquiatra de Boston. Pero, así como se veía tan consciente de todo, muy seguramente sabía que en realidad ella era mucho más que eso.

—Usted tampoco nos quiere tener a nosotros de sus enemigos, doctora —le respondió tras un rato, con su misma firmeza—. Pero... lo crea o no, estoy de su lado en ese sentido. Si le dije al detective Sear donde estaba la niña, fue justamente por qué no quería que saliera lastimada. Pero no creí que fuera a ser tan estúpido para ir allá él solo.

A pesar de lo tenso del momento, Matilda no pudo evitar soltar una pequeña risilla divertida por ese último comentario.

—Sí, es un poco estúpido, ¿verdad? —murmuró esbozando una media sonrisa—. Pero creo que eso también es parte de lo que lo hace... único.

Matilda se ruborizó un poco al darse cuenta de lo que acababa de decir, y en especial al ver como Karina la miraba de regreso, con aún más suspicacia que antes. Miró hacia otro lado un poco avergonzada. Aquella conversación se había ido por otra dirección que ella no deseaba, así que sería mejor cortarla de una vez. Igualmente, el mensaje que había querido dar estaba bastante claro.

—Buenas noches, Karina —murmuró despacio, abriendo rápidamente la puerta de su lado para salir.

—Buenas noches, Dra. Honey —le respondió la asistente desde el interior del vehículo, escuetamente.

Una vez que Matilda estuvo afuera y cerró la puerta del copiloto, casi de inmediato el vehículo se puso en marcha y se alejó por el camino que salía de la propiedad. Matilda lo observó un rato hasta que sus luces traseras se perdieron. Avanzó entonces hacia el columpio, desde el cuál Samara la miraba fijamente, y expectante.

—Estaban hablando de mí, ¿no es cierto? —le preguntó la niña sin muchos rodeos. Matilda sabía que mentirle sería inútil, pero tampoco era un tema para tratar esa noche.

—Nada de eso debe preocuparte, ¿está bien? —le respondió con armonía en su voz, colocándose de cuclillas delante de ella—. Ahora estás a salvo, conmigo. Y no dejaré que nada malo te pase. ¿Confías en mí?

Samara la observó fijamente a sus ojos, y luego asintió levemente con su cabeza. Matilda pensó que de nuevo sólo haría eso, pero antes de poder incorporarse la pequeña se estiró hacia ella desde el columpio, rodeando su cuello con sus brazos para darle un fuerte y repentino abrazo.

—Gracias, Matilda —le susurró despacio cerca de su oído, su voz desbordando en sincera gratitud y alegría.

Aunque el abrazo la tomó un poco por sorpresa al inicio, Matilda no tardó mucho en correspondérselo y rodearla firmemente con sus brazos.

—No tienes que agradecerme nada, cariño —le susurró en voz baja, apoyando un poco su cabeza contra la suya.

Una vez que ambas se separaron, Matilda la tomó de la mano y ambas comenzaron a caminar hacia la casa. Cuando ya estaban al pie de los escalones del porche, la puerta principal se abrió de golpe, y del otro lado Jennifer Honey asomó su cara consternada y ansiosa.

—¡Matilda! —exclamó la profesora, aproximándose rápidamente hacia ella—. ¿Dónde te habías metido todo el día...?

La Srta. Honey calló de golpe cuando sus ojos bien abiertos se fijaron en la niña que Matilda traía consigo de la mano. Ésta pareció ponerse algo nerviosa por su mirada, pues inconscientemente se pegó más contra Matilda, en busca de un poco más de seguridad.

—Lo siento —respondió la psiquiatra con voz nerviosa—. Es una larga historia, y no tengo idea de dónde quedó mi teléfono.

Miró un momento hacia Samara, y con cuidado se las arregló para colocarse detrás de ella, de tal forma que la niña quedara justo enfrente de Jennifer.

—Quiero presentarte a alguien —indicó con más calma, colocando sus manos en los hombros de la niña—. Ella es Samara Morgan. Samara, ella es la Srta. Honey; mi madre.

El sólo escuchar su nombre fue bastante revelador para Jennifer. Miró a Matilda, dibujando en su mirada claramente la pregunta: "¿Es ella?" Matilda le respondió asintiendo. Tras unos segundos recuperó lo más posible su compostura, y le sonrió a la pequeña de esa forma tan dulce y cariñosa como sólo Jennifer Honey era capaz de hacer.

—Encantada de conocerte, Samara —murmuró con delicadeza, extendiendo su mano hacia ella.

—Mucho gusto —contestó la pequeña con miramiento, estrechando la mano de la mujer.

—Pasen, que está haciendo mucho frío aquí afuera, y quizás empiece a llover otra vez. Les prepararé algo caliente. ¿Te gustaría un chocolate, Samara?

—¿Chocolate? —exclamó en alto, con sus ojos azorados bien abiertos—. Me... encantaría...

—Un chocolate será, entonces.

Las tres comenzaron a avanzar hacia la casa. Jennifer caminaba a un lado de Matilda, con un brazo alrededor de sus hombros. Inclinó entonces un poco su rostro hacia ella, y le susurró despacio:

—Dime, ¿quiero que me cuentes esa larga historia?

—Yo creo que no —respondió Matilda entre dientes.

—Pues aun así me la contarás, jovencita —señaló con ligero regaño en su voz, y Matilda supo que hablaba bastante en serio. Pero tendría que ver la forma de suavizarla lo más posible. No creía que el corazón de la Srta. Honey pudiera soportar una historia con tantos disparos, sangre, muerte e incluso algunos fantasmas.

Las tres ingresaron a la casa, y al cerrar la puerta detrás de ellas Matilda y Samara pudieron, al fin, relajarse un poco luego de ese largo, largo día.

— — — —

Dan Torrance había estado de pie ante muchas playas durante los años que estuvo vagabundeando por el país, huyendo de sí mismo, de sus demonios internos, y de algunos demonios reales. Sin embargo, frente a la que se encontraba en esos momentos no le resultaba en lo absoluto conocida. Sus aguas eran de un azul que le resultaba casi irreal, como si hubiera sido pintado con un brochazo sobre un lienzo. El oleaje era tranquilo, pero constante. El sonido de las olas chocando contra la arena resultaba enormemente relajante, al igual que ese distintivo aroma salado, o la brisa fresca que le acariciaba el rostro.

No podría asegurar cuánto tiempo llevaba ahí parado, con sus pies descalzos sobre la arena cálida, y su atención fija en el horizonte azulado que se extendía hasta el infinito. Pero si acaso habían sido diez años, sentía que con gusto se pasaría diez más. No recordaba haber sentido una paz tan profunda y real en mucho, mucho tiempo, o quizás nunca la había sentido en realidad. Era un sitio tranquilo, sin los horrores de su niñez, sin las cadenas del alcohol, o el temor constante de la recaída.

Un sitio lejos de la deprimente y oscura realidad que era la vida...

—¿Disfrutando de la vista, Doc? —escuchó pronunciar una voz a sus espaldas; una que resultaba más que conocida para él.

Al virarse, no había sorpresa alguna en el rostro de Danny cuando reconoció a su viejo amigo, el cocinero Dick Hallorann, aproximándose andando por la arena. Lo único que se reflejó en el rostro del Doctor Sueño, de hecho, fue una pequeña sonrisa de júbilo. Su amigo se veía casi como una fotografía del día en que lo conoció, con sus pantalones blancos, aquel saco azul oscuro, su cabeza completamente rapada y esa sonrisa confiada y amistosa.

—Creo que nunca había visto un cielo o un mar tan azules —respondió Dan, virándose de nuevo al agua—. A mi madre le encantaría esta vista.

—Estoy seguro que sí —señaló Dick, una vez que estuvo ya de pie a su lado. Introdujo sus manos en los bolsillos de su pantalón, y permaneció ahí en silencio, mirando igualmente hacia el hermoso océano delante de ambos.

—Me preguntaba cuando asomarías tu cara, Dick —comentó Danny con un moderado tono vivaz—. Así que al fin estamos aquí, ¿eh? Algunos dirían que me tomé mi tiempo. Cómo sea, me da mucho gusto verte de nuevo.

—A mí igual, Doc —respondió el viejo cocinero, colocando de forma reconfortante una mano sobre el hombro de Danny. Aquel hombre ya adulto apenas asemejaba al niño que había sentado alguna vez en su cocina del Overlook—. Pero creo que has malentendido las cosas. Aún no es tu momento de descansar. Y no por qué no te lo hayas ganado, sino porque aún queda trabajo por hacer.

Dan se viró a mirarlo, visiblemente perplejo por lo que decía. ¿Acaso estaba diciendo que aún no estaba...?

Dick señaló entonces con la mirada y el rostro hacia la diestra de Dan, y éste instintivamente se giró en dicha dirección. Hasta donde alcanzaba su vista, sólo se apreciaba más mar y playa, totalmente desolados... excepto por una persona. Sentada en la arena a varios metros de ellos, distinguió en ese momento a una chica, joven, de abundante cabello castaño rizado, y luciendo un vestido ligero color blanco y azul. Abrazaba firmemente sus piernas contra su pecho, e igual como él hasta hace un momento miraba perdida hacia el mar.

¿Siempre había estado ahí? Dan no recordaba haberse percatado de su presencia en todo el rato que llevaba ahí parado.

—¿Quién es? —preguntó con curiosidad, a lo que Dick respondió simplemente:

—Creo que lo sabes.

Tan enigmático como siempre. Dan al inicio no creyó que esa aseveración fuera cierta. Pero al observar con más detenimiento a aquella joven, y a pesar de estar tan lejos, en efecto comenzó a parecerle familiar. Aunque no precisamente su apariencia actual, sino la que tendría muchos años después, inconsciente y recostada en una camilla de hospital.

—¿La Sra. Wheeler? —cuestionó sorprendido, girándose de nuevo hacia Dick. Éste asintió.

—Ha estado rondando por aquí, escondiéndose de la sombra que la ha estado persiguiendo; a ambos. Pero la sombra ya se ha apartado. Al parecer alguien se encargó de ponerlo a dormir un rato, y los dejó llegar hasta aquí.

Dan arrugó un poco su entrecejo y miró pensativo hacia el mar. No lo recordaba con claridad en ese momento, pero en efecto tenía la sensación de que hasta hace poco había estado hundido en completa oscuridad, y luego había despertado ahí, ante ese hermoso paisaje. Y claro, no tardó mucho en saber a qué se refería con esa "sombra"; o, más bien, a quién.

¿Alguien le había dado al fin su merecido a ese chiquillo imbécil? ¿Había sido Abra?, ¿o aquella mujer que se presentó como Roberta?

—Pero regresará, y pronto —advirtió Dick, tajante—. Así que el momento para que ambos vuelvan es ahora, o quizás no puedan hacerlo otra vez. Su familia la necesita, y la tuya a ti, Doc.

—¿Abra está bien?

—Es una chica fuerte, igual que su tío. Pero aún no está libre de peligro. Nadie lo está.

Dan ya no necesitó preguntar nada más; la situación era en realidad bastante clara. Aunque en efecto sentía que podría quedarse en esa playa por siempre, no podía hacerlo. Era hora de despertar y enfrentar lo que lo esperaba allá afuera.

—¿Qué es ese chico en realidad? —inquirió repentinamente—. No es como nada que haya enfrentado antes; ni como el Overlook, ni como el Nudo Verdadero.

—Detrás de él se encuentra una fuerza mucho más oscura y antigua —respondió Dick, sonando casi agotado al hacerlo—. Lo mejor hubiera sido que nunca se cruzaran en su camino con algo así. Pero ahora que lo han hecho, no los soltará. No sin pelear.

—¿No es siempre así? —señaló Dan con humor, aun a pesar de la situación. Se viró entonces de regreso a la (joven) Sra. Wheeler; ésta seguía aún sentada en el mismo sitio, inmóvil como una estatua—. Me dijeron que ella fue quien les habló a los demás sobre el Resplandor. Tú eres la única persona que he conocido que lo llama de esa forma. ¿Fuiste tú quien le contó al respecto? ¿La conociste, así como a mí?

Dick soltó una marcada risa irónica, como si lo que acabara de escuchar fuera algún tipo de chiste. Aun así, le respondió con la suficiente dosis de seriedad.

—No precisamente como a ti. Pero, así como el Resplandor hizo de las suyas para que tú y yo nos conociéramos, hizo lo mismo con otros tantos niños, casi tan extraordinarios como tú. Lo hizo también años después para que encontraras a Abra, y lo ha vuelto hacer ahora, colocando todo en su lugar para ustedes dos se conocieran. Supongo que no tengo que decirte que nada de esto ha sido al azar, ¿o sí?

No, no era necesario; Dan ya se lo había imaginado desde antes. Con el tiempo había comenzado a darse cuenta de que el Resplandor era casi como un hilo invisible que de una u otra forma te lleva al sitio y momento en el que debes estar. Lo había llevado al Overlook, lo había llevado a Abra, y lo había llevado también a estar en ese hospital en Indiana. E incluso era probable que lo hubiera llevado justo a esa playa, fuera lo que fuera, para estar ahí presente, encontrar a la Sra. Wheeler y llevarla a casa; justo como Abra lo deseaba.

—Es hora, Doc —le indicó Dick con cierta severidad—. Es momento de terminar con este sueño.

Danny asintió, conforme y quizás un poco resignado.

—Supongo que no te veré otra vez pronto, ¿verdad?

—Francamente, espero que no —murmuró Dick, sonriendo con franqueza. Volvió entonces a colocar una vez más su mano en su hombro, apretándolo un poco entre sus dedos—. Te has convertido en un hombre excepcional, Daniel. Estoy muy orgulloso de ti, hijo. Y tus padres también.

—¿Los dos?

Dick no respondió con palabras, sólo ensanchó un poco más su radiante sonrisa.

—Buena suerte —pronunció despacio, retirando la mano de su hombro. Y casi al mismo tiempo que Dan dejó de percibir dicho tacto contra él, dejó también de percibir por completo la presencia de su viejo amigo. Y al girarse por completo en su dirección, no le sorprendió tampoco ya no verlo más; ni siquiera quedaban sus huellas en la arena.

Caminó sin más espera en dirección a la única otra persona en la playa. La chica joven mantuvo su vista fija en el horizonte, como si no se percatara en lo absoluto de su presencia.

—Hola —masculló Danny estando ya de pie justo a su lado—. Jane, ¿cierto?

La joven permaneció en silencio. Viéndola de más cerca, se dio cuenta no sólo del parecido con la mujer ya más cercana a su edad que había visto en el hospital, sino también a aquella jovencita con la que Abra había entablado una fugaz amistad. No había duda de que eran madre e hija

—¿Puedo sentarme? —preguntó Dan a continuación, y en esa ocasión recibió al fin una respuesta, aunque fuera sólo un ligero asentimiento de su cabeza. Igual tomó su confirmación y se sentó a su lado en la arena—. ¿Esta playa es obra suya?

—Me tranquiliza —pronunció al fin la versión más joven de la Sra. Wheeler, con su voz sonando un poco ausente—. Me trae buenos recuerdos, y algunos malos.

—Al llegar a nuestra edad, eso ocurre con casi cualquier sitio, ¿no es así? —añadió Dan con cierto humor, aunque de nuevo no recibió una reacción de parte de su oyente—. Creo que conoce a mi sobrina, Abra. Ella quiso venir a ayudarla, aunque no sabía realmente en lo que se estaba metiendo.

—Lo sé. La vi con mi hija, y sé que la salvó de ese chico. Estoy en deuda con ella, y no sólo por eso. Aunque ninguna de las dos debió meterse aquí en primer lugar.

—Sí, bueno... meterse en problemas ajenos es lo que los Torrance hacemos mejor.

—También los Wheeler, al parecer —comentó Jane de golpe, y por primera vez se notaba algo de chispa en su voz y en su mirada. Ambos incluso compartieron una pequeña risilla.

—¿Está lista para volver?

—Sí, creo que sí. Es ahora o nunca, ¿verdad?

Pronunciada aquella declaración. Jane Wheeler se puso se puso de pie, y pasó sus manos por su vestido, arreglándoselo y limpiándolo de cualquier rastro de arena. Se dio media vuelta y comenzó a andar en la dirección contraria al mar. Danny hasta ese momento no se había atrevido a mirar hacia atrás, así que no sabía en realidad qué lo esperaba. Y en lugar de pararse y seguirla, permaneció sentado observando el hermoso océano por un instante más.

—¿Viene, Sr. Torrance? —escuchó que le preguntaba a sus espaldas, aunque ya no era la voz apagada de una jovencita, sino la voz firme y segura de una mujer adulta.

Y cuando al fin se animó a voltear hacia atrás por encima de su hombro, pudo verificar que en efecto la versión adolescente se había ido, y ahora quien estaba de pie a unos cuantos metros de él era una versión más cercana a la mujer que había visto en el hospital, de cabello castaño corto hasta los hombros, unos anteojos cuadrados, y un traje de pantalón y blazer azules.

Dan sonrió, miró una última vez hacia el mar, y justo después se puso también de pie. La Sra. Wheeler volvió a caminar con paso firme en la arena, y Danny la siguió de cerca hasta que ambos se sumergieron por completo en una brillante y enceguecedora luz blanca.

— — — —

Los ojos de Eleven se abrieron al fin por su propia cuenta, y la borrosa imagen del techo de su cuarto de hospital se volvió cada vez más clara. Al inicio le resultó un tanto confuso identificar dónde se encontraba, pero rápidamente el distintivo aroma y el pitido de las máquinas a las que la tenían conectada lo dejaron bastante en evidencia.

Su cabeza le dolía, al igual que sus ojos. Y el resto de su cuerpo se sentía entumido, pero al menos aún lo sentía todo; desde la punta de los pies hasta sus orejas.

Un pequeño pero notable ronquido la hizo respingar un poco, y la ayudó además a salir de tajo de su somnolencia. Se viró entonces lentamente hacia un lado de su cama, en dónde sentado en una silla con sus brazos cruzados y su barbilla apoyada contra su pecho, su esposo Mike parecía estar dormitando. Aunque por poco no lo reconoció. Su cabello era una maleja sin forma, la barba en su rostro dejaba bastante en evidencia que no se había rasurado en al menos una semana y media, y sus ropas arrugadas y un poco manchadas igualmente delataban que no se había cambiado en varios días.

En lugar de sentirse espantada o confundida, una sonrisa divertida se asomó en el rostro aún adormilado de la mujer en la camilla. Así era Mike Wheeler. A pesar de los años, nunca había dejado de ser el mismo chico enamorado que no se separaba de su lado mientras se lo permitieran. Y era evidente por lo que veía que se había portado lo suficientemente terco como para que nadie pudiera impedírselo.

—Oh, Mike... —murmuró de pronto, y el sonido de su voz provocó que el hombre en la silla se estremeciera, al principio un poco asustado al salir de su pequeño momento de sueño. Y cuando posó sus ojos en el rostro de su esposa, ésta lo miró de regreso con una amplia y hermosa sonrisa—. ¿No te has viso en un espejo últimamente?, estás espantoso —masculló Eleven con un tono burlón.

Mike apenas y logró procesar las palabras que oía, pues su mente estaba más concentrada en intentar entender la realidad de que en efecto la estaba escuchando. Incluso se retiró sus anteojos por mero reflejo, temiendo por un momento que estos le estuvieran jugando alguna mala broma. Pero no, incluso sin ellos, seguía logrando ver el rostro de su amada Jane, mirándolo de regreso tan radiante como si se acabara simplemente de despertar de una pequeña siesta.

—El... —pronunció Mike despacio, su voz casi temblándole—. Oh, Dios, ¡El! —exclamó de golpe, y logró entonces al fin reaccionar. Se paró apresurado de su silla, y casi se lanzó en contra de la mujer en la camilla, pero se contuvo lo suficiente para simplemente ponerse de rodillas a su lado y apretar su mano entre las suya con fuerza—. Dime por favor que no estoy soñando...

—Espero que no —rio Eleven como respuesta, y extendió entonces su otra mano hacia el rostro de su esposo, pasando delicadamente sus dedos por su frente, sus cabellos y sus mejillas. El tacto de sus dedos contra su rostro hizo que todo se volviera mucho más real—. Ya estoy aquí, cariño...

Mike soltó en ese momento una risa, nerviosa e involuntaria. Y sin contenerse más, se inclinó hacia ella abrazándola lo mejor que la camilla le permitía, y comenzando a llenarle su rostro entero de besos. Cada uno de estos iba acompañado de una plegaria de gratitud al cielo.

—Por favor, rasúrate esa barba, ¿quieres? —musitó Eleven con tono de broma, sintiendo sus largos vellos rozándole su rostro con cada beso. Pero no lo apartó en lo absoluto, sino que incluso alzó sus débiles brazos para intentar abrazarlo lo mejor que pudo.

A lo largo de su vida, ambos habían pasado por esa situación más veces de las que ninguno hubiera querido. Algo o alguien terminaba separándolos, ambos sufrían por ello a su modo, y al final terminaban reuniéndose desbordantes de felicidad. Era agradable para el corazón de Eleven saber que algunas cosas no cambiaban, y que por más veces que había sido engullida por la oscuridad, al emerger a la luz Mike siempre estaba ahí listo para recibirla.

Pero también sabía que tarde o temprano, llegaría una última vez en la que alguno de ellos ya no volvería. Y esa ocasión se había sentido bastante más cerca de ello que las anteriores.

La puerta del cuarto se abrió en ese momento, y Mike y Jane tuvieron que separarse lo suficiente para girarse hacia ésta. Los tres jóvenes Wheeler que iban entrando se quedaron como piedra en su sitio al contemplar la escena ante ellos, cada uno tardando su respectivo tiempo en terminar de procesarlo.

—¿Mamá? —murmuró Terry totalmente desorientada. Y sólo hasta que Eleven le sonrió y asintió, ella y sus dos hermanos mayores lograron reaccionar por igual—. ¡Mamá!

Rápidamente Terry se aproximó a la camilla, seguida de cerca (con un poco más de prudencia) por Jim y Sarah. A pesar de que una parte de él no lo quería, Mike se hizo a un lado para dejarles el camino libre a sus tres hijos. Terry prácticamente se subió a la camilla, aferrándose fuertemente a su madre y comenzando a sollozar contra su pecho. Jim y Sarah igualmente se las arreglaron para rodear a su madre en sus brazos, los tres al mismo tiempo.

—Ah, mis pequeños... —murmuró Eleven, desbordante de alegría, rodeando a los tres con sus brazos como le fue posible.

—Mamá, Dios santo —masculló Sarah con lágrimas en los ojos—. Nos tenías tan preocupados, maldita sea. —En su voz se percibía tanto felicidad como recriminación.

—Lo sé, lo sé, y lo siento —susurró despacio la mujer del momento, y tomó la cabeza de su hija mayor para darle un fuerte beso en la corona de ésta—. Sé que los debí de tener muertos del miedo todo este tiempo. Y quisiera en verdad quedarme justo aquí en la cama con todos ustedes... Pero me temo que esto no ha terminado, y tengo trabajo que hacer.

Los tres chicos, y también Mike, alzaron sus miradas al mismo tiempo hacia ella, totalmente confundidos de escucharla decir eso. Y antes de que alguno pudiera siquiera darle forma en su cabeza a alguna pregunta, la Sra. Wheeler se adelantó a dar su siguiente instrucción.

—Jimmy, acércame la silla de ruedas, por favor —indicó, señalando con su mano hacia la silla colocada en un rincón de la habitación.

Un tanto vacilante sobre qué hacer, Jim se viró hacia su padre en busca de algún tipo de confirmación. Éste, por supuesto, no se veía para nada contento.

—Estás bromeando, ¿cierto? —exclamó Mike, sonando bastante cerca de ser un regaño—. ¿A dónde crees que vas? El, estuviste en coma varias semanas.

—Créeme que no se me ha olvidado —murmuró Eleven, aunque bien parecía estarle restando importancia al asunto—. Pero necesito ir a hacer algo lo antes posible.

—Lo único que necesitas es que Max y los doctores te revisen.

—Y dejaré que lo hagan, lo prometo. Pero primero necesito hacer esto. Lo entiendes, ¿verdad? —Sus ojos se fijaron casi amenazantes en Mike, y dejó claro en la firmeza reflejada en estos que no daría su brazo a torcer al respecto; casi nunca lo hacía—. Descuida, el lugar al que quiero ir es aquí mismo en el hospital, por lo que entiendo. Así que bueno, ¿alguien me va a ayudar a levantarme o no?

Los tres hijos Wheeler se miraron entre ellos un poco dudosos, aunque al igual que Mike sabían que no había precisamente mucho lugar a negociación cuando su madre se ponía en ese plan. Aunque, de cierta manera, eso les daba a los cuatro cierta tranquilidad, pues significaba que en verdad había vuelto; completamente.

—Es imposible decirte que no, ¿cierto? —masculló Sarah con una media sonrisa, parándose de la camilla—. Trae la silla, Jimmy.

El hijo de en medio sólo esperaba el visto de alguien más para poder cumplir el encargo, así que ante la indicación de su hermana mayor se apresuró al rincón para traer la silla de ruedas.

Mientras le traían su transporte, Eleven fijó su atención en Terry. Ésta seguía recostada sobre ella, y tenía su rostro oculto contra su regazo. Eleven sintió que había más que sólo alegría por verla despierta; una parte de ella sentía también cierta vergüenza...

—Terry, mírame —indicó El con un poco de severidad. La joven alzó su mirada lentamente hacia ella, casi de inmediato desviándola hacia otro lado en cuanto se encontró con los profundos y serios ojos de su madre.

—Mamá, yo... —masculló despacio, dubitativa. No fue capaz de completar lo que quería decir, pero Eleven la comprendió.

—Lo sé, Terry —susurró despacio, pasando su mano lentamente por sus cabellos—. Gracias por lo que intentaste hacer, pero te arriesgaste demasiado y sin motivo.

Y aunque sus palabras sonaban claramente como un fuerte regaño, el punto final de éstas fue de hecho una cordial sonrisa, y un pequeño beso en la frente de su hija.

—Me pregunto de quién lo heredaste —comentó con un pequeño rastro de humor, que terminó sacándole a Terry una pequeña risa más relajada.

Jim se aproximó entonces con la silla de ruedas y la colocó justo a un lado de la cama.

—Aquí tienes, mamá.

—Gracias, querido.

Eleven hizo el intento de levantarse por su cuenta, pero fue evidente casi al instante de que la debilidad de su cuerpo en general era mayor de la que había percibido al momento de despertar. Su primer reflejo fue virarse hacia Mike para pedir que el ayudara. Sin embargo, éste se encontraba cruzado de brazos, mirando hacia la pared, y prácticamente dándole la espalda. Esa debía ser su poco sutil forma de decir que no sólo estaba en desacuerdo, sino que encima le enojaba su decisión...

El ver así a su esposo, quien hasta hace unos minutos la abrazaba y besaba lleno de alegría por verla de nuevo, le causó una pequeña punzada de dolor en el pecho. Pero no podía recriminárselo. Para él no debió ser nada sencillo verla en ese estado, cuidarla todos esos días, sin saber si volvería a despertar o no. Lo entendía, y si pudiera haría cualquier cosa para reconfortarlo y hacerlo sentir mejor. Pero no en ese momento...

—Ayúdenme, por favor —le pidió a sus hijos en su lugar, extendiéndoles sus brazos. Sarah, Jim y Terry comenzaron a levantarla entre los tres para colocarla en la silla de ruedas.

El no estaba tan acostumbrada a depender de otros. En verdad esperaba que esa debilidad no fuera a durarle demasiado. Después de todo, era muy probable que tuviera que viajar dentro de poco.

— — — —

Dan Torrance tardó un poco más, pero al final sus ojos también se abrieron. Aunque en su caso no se encontraba en un cuarto privado, sino en una camilla más en el área de observación, separado del resto de los pacientes por unas cortinas azuladas. Aunque claro, él no percibió con tal detalle su alrededor hasta quizás un par de minutos después, conforme su mente fue dejando detrás lo que Dick bien había llamado como un "sueño", aunque fuera algo bastante más complicado que eso.

Y a diferencia de Eleven, tampoco tuvo a alguien con él al despertar, y a lado de su camilla sólo había una silla vacía. No sabía con exactitud cuánto tiempo había pasado, pero la ausencia de Abra lo inquietó bastante.

Hizo el intento por reflejo de sentarse, pero cayó casi de inmediato de regreso a la camilla. Y no sólo porque sentía los brazos como espagueti, sino que de golpe comenzó a sentir un tremendo dolor de cabeza, como si se la estuvieran martillando por dentro. Una sensación que, tristemente, le resultaba un poco familiar.

Su audaz movida al parecer fue suficiente para llamar la atención de una enfermera, que rápidamente se acercó a él.

—Hey, tranquilo —murmuró con voz suave la mujer de uniforme blanco, colocando una mano sobre su pecho para que se recostara de nuevo—. Yo no intentaría levantarme aún, Sr. Torrance. Bienvenido sea de regreso al mundo de los vivos. ¿Cómo se siente?

—Como si tuviera la peor resaca de mi vida, y eso es decir mucho —respondió con voz carrasposa, aunque sin amargura.

—Descuide, de seguro se le pasará —indicó la enfermera con dulzura—. Y si no, tenemos muy buenos analgésicos para eso.

—Preferiría dejar las drogas a las mínimas necesarias, por favor.

—Cómo prefiera. Le avisaré a la Dra. Mayfield que ya está despierto, ¿de acuerdo?

Dan asintió lentamente, apenas logrando mover su cabeza lo suficiente para ser apreciable. La enfermera comenzó entonces a alejarse de su camilla en busca de su médico.

—Y su familia también está aquí —señaló la mujer antes de retirarse del todo—. De seguro se alegrarán mucho de saber que ya está con nosotros de nuevo.

—¿Mi familia? —masculló Dan, un tanto perplejo. Pero antes de que pudiera preguntarle más, la mujer se esfumó de su vista detrás de la cortina.

Quizás Abra sí estaba ahí después de todo. Si era así, sería una preocupación menos, y podría relajarse un poco. De hecho, quizás terminó relajándose de más, pues cuando menos se dio cuenta sus ojos terminaron cerrándose de nuevo. Y su mente dormitó un poco, siendo jalada de golpe a la realidad cuando la presencia de alguien al otro lado de la cortina se hizo evidente.

Dan se giró en esa dirección, y por la figura pequeña y delgada que se percibía del otro lado, esperaba ver a su querida sobrina asomando su rostro risueño. Sin embargo, cuando la cortina se corrió hacia un lado, quien apareció era en efecto alguien muy parecida a Abra: su madre, Lucy Stone. Y en sus ojos no se reflejaba precisamente mucha felicidad como la enfermera había predicho... sino todo lo contrario.

—Oh, no... —pronunció Dan despacio, más con frustración que preocupación. Que ella estuviera ahí en Indiana no era para nada una buena señal.

Detrás de Lucy apareció unos segundos después su esposo, David. Éste se veía más contento de verlo, o al menos no tan molesto como su esposa.

—Dan, qué bueno que despertaste al fin —pronunció el Sr. Stone con voz templada—. Nosotros...

—¿Dónde está mi hija? —espetó Lucy de golpe, avanzando apresurada hacia la camilla.

—¿Qué? —exclamó Danny, totalmente confundido.

—¡¿Dónde está Abra, Daniel?! —pronunció Lucy con más fuerza, incluso azotando un poco su mano contra el colchón de la camilla. Su voz alta y chillante no ayudó en lo absoluto a que su dolor de cabeza mermara.

—Lucy... No tengo ni la menor idea. Acabo de despertar, y ni siquiera sé qué día es. ¿Quieres bajar la voz?

La Sra. Stone en efecto bajó el volumen de su voz, pero no por ello la molestia refulgente que envolvía.

—Confíe que estaría a salvo contigo, ¡y terminas así! ¡Dejándola sola! ¡Y ni siquiera sabes dónde está! No me contesta su teléfono, y nadie en este pueblo a mitad de la nada sabe algo. ¡¿Dónde está mi bebé?!

Dan permaneció apacible ante sus intensos reclamos. Había enojo en ella, claro, pero podía percibir también mucha angustia. Y ésta resultaba ser contagiosa, pues eso indicaba que efectivamente, Abra no estaba ahí.

—Lucy, Lucy —masculló David despacio, tomando a su esposa de los hombros para apartarla sólo un poco de la camilla—. Discúlpala, Daniel; por favor. Han sido unos días muy difíciles...

—Lo sé, y lo entiendo —respondió Daniel con mesura—. Pero escuchen, les prometo que, dónde quiera que se encuentre, Abra está bien.

Aquello era casi una promesa vacía, pues no le constaba nada en realidad. Como bien había dicho, ni siquiera estaba seguro de en qué día se encontraba, y el estado actual de su sobrina era un caso similar. Aun así, estaba bastante convencido de que sus palabras de una u otra forma eran correctas; lo sabía.

Alguien se aproximó en esos momentos a la camilla, y Dan pensó que era la enfermera de regreso con la doctora que dijo iría a buscar. Aquello le pareció improbable cuando se dio cuenta que la persona en cuestión venía en una silla ruedas.

—Esté tranquila, Sra. Stone —escucharon los padres de Abra que pronunciaban a sus espaldas, haciéndolos girarse de inmediato.

Detrás de ellos, visualizaron a una ya también despierta Jane Wheeler, de rostro cansado y ojeroso, pero bastante más respuesta. Detrás de ella, su hija Sarah empujaba la silla en la que iba sentada.

—Lo que dice su hermano es cierto —indicó Eleven con prudencia—. Mi instinto me dice que su hija no sólo está bien, sino que a ella le debemos en parte el poder estar despiertos de nuevo. Así que debe sentirse muy orgullosa como madre.

—¿Quién es usted? —cuestionó Lucy, notándose un tanto desconfiada.

—Ella es la mujer que Abra vino a ayudar —se adelantó Danny a responderle. Lucy miró de nuevo a aquella persona, y en efecto le pareció un poco conocida de la foto que Abra les había mostrado fugazmente.

Jane sonrió, y con un ademán de su mano le indicó a su hija que la aproximara más, y Sarah empujó la silla más cerca de la camilla. Lucy y David instintivamente se hicieron hacia un lado para dejarle el área libre, justo a un lado del lugar de reposo.

—Sra. Wheeler —pronunció Danny, asintiendo levemente como saludo.

—Sr. Torrance —le respondió ésta a su vez del mismo modo—. Es un gusto conocerlo al fin en persona. Creo que tenemos mucho de qué hablar, ¿no es cierto?

—Me parece que sí.

— — — —

Varias horas después de toda esta serie de sucesos, un lujoso vehículo color blanco salió a mitad de la tarde por una de las puertas traseras, y más discretas, del Vaticano. En sus costados o placas no llevaba escudo o emblema alguno que lo relacionara con su lugar de procedencia. Tampoco llevaba ninguna escolta, más allá del conductor y un hombre más, ambos miembros de la Guardia Suiza. Se movió de forma disimulada por las estrechas calles, dando algunos giros de más antes de tomar el camino directo a su destino: el antiguo Convento de Santa María de los Ángeles.

Mientras que en Estados Unidos se hacía de madrugada y ese largo día llegaba a su fin, en Roma el día había apenas comenzando. De hecho, las cosas en la Santa Sede no tardaron en movilizarse tras el llamado matutino del padre Babatos. Los miembros del Scisco Dei se apresuraron de inmediato a intentar recaudar la mayor cantidad de información posible para tener la imagen completa, lo cual resultaba complicado pues no había nadie que supiera de momento todo lo que había pasado en realidad en Los Angeles. Y la historia parecía estar cambiando de un momento a otro conforme se comunicaban con su gente allá.

Para el mediodía de Roma, Frederic dio un último y triste reporte a sus colegas, que terminó conmocionándolos aún más. Aquella última noticia cambiaba todo para algunos, mientras que para otros era un motivo de mayor peso para proseguir con el camino marcado. Pero en lo que la mayoría estaba de acuerdo era en que no se podía tomar una decisión final bajo esas circunstancias; no hasta que supieran más, y pudieran presentar el caso ante un comité de cardenales, o incluso ante su Santidad en persona. Aunque algunos pensaban que toda esa burocracia sólo les quitaría valioso tiempo; ya habían esperado diecisiete años, después de todo. Era necesario comenzar a moverse de inmediato, antes de que fuera demasiado tarde y sus enemigos les tomaran ventaja.

Y a una de esas acciones necesarias era a la que obedecía esa cautelosa visita al Convento de Santa María de los Ángeles.

El vehículo blanco se estacionó justo enfrente de la vieja casona de ladrillo rojo. Uno de los hombres de la Guardia Suiza, ataviado con un discreto traje negro y corbata, se apresuró a abrir la puerta del vehículo, mientras su compañero vigilaba atento a su alrededor. De la parte trasera se bajó un hombre alto y de hombros anchos, piel oscura y rostro rígido con notables marcas de la edad, con un atuendo mucho menos discreto que sus acompañantes: una sotana negra con un fajín rojo rodeándole el área de la cintura, y en su cabeza, de cabello grisáceo y muy corto, un solideo al juego con el color del fajín, además de un llamativo crucifijo dorado que le colgaba del cuello y reposaba sobre su pecho. Vestimentas claramente reconocibles como las de un cardenal de la iglesia.

El hombre de sotana negra se paró frente a la alta puerta del convento, y uno de sus acompañantes se encargó de jalar la cuerda a un lado para hacer sonar la campana que avisaría de su presencia. Esperaron cerca de dos minutos, antes de que el otro lado se escuchara como alguien retiraba los candados y seguros. Del otro lado de la puerta se asomó el rostro malhumorado de una monja en hábito blanco y café. Sin embargo, su expresión entera cambió cuando sus ojos se posaron en el hombre de piel oscura ante ella.

—¿Su Eminencia? —murmuró un tanto perpleja, llevando una mano a su pecho por la impresión—. ¿Qué hace aquí?

—Hermana —saludó despacio el hombre en ropas de cardenal con tono respetuoso—. Disculpe que la importune sin aviso alguno, pero necesito ver a la chica cuánto antes.

Los ojos de la monja en la puerta se abrieron por completo, totalmente azorados.

—Ella... bueno, discúlpeme, Eminencia —murmuró un tanto vacilante la religiosa—. En estos momentos está en su tiempo de oración en la capilla, y no debería ser interrumpida...

—Lo entiendo —respondió el cardenal con voz calmada—. Pero lo que debo hablar con ella es muy importante. Usted lo entiende, ¿no es cierto?

—Sí, por supuesto... Pase, por favor.

Rápidamente la hermana abrió por completo la puerta a su visitante, que agradeció el gesto con un pequeño asentimiento de su cabeza hacia la mujer. Antes de entrar les indicó a sus dos hombres que aguardaran afuera; era mucho mejor que hablara con dicha persona él solo.

La monja dirigió al cardenal hacia la capilla, no sin que la presencia del hombre de negro llamara visiblemente la atención de algunas de las otras hermanas en su camino, además de algunos cuchicheos discretos entre ellas. A la mayoría sólo le sorprendía la presencia de un cardenal en el convento, mientras que unas pocas no tuvieron problema en de hecho reconocerlo. Era el Cardenal Phil Montgomery, jefe de la Oficina de Exorcistas del Vaticano. Y su presencia ahí resultaba no sólo inusual, sino incluso un poco inquietante.

Su guía lo llevó directo a las puertas cerradas de la capilla, pero ella sólo llegó hasta ahí. Al igual que con los hombres que lo acompañaban, el cardenal le pidió a la monja que lo esperara afuera para poder hablar a solas con la única persona dentro, y ésta obedeció.

La puerta de madera rechinó notablemente en el eco de la capilla cuando el cardenal ingresó. Sus pasos contra el suelo igualmente resonaron bastante mientras avanzaba cauteloso por el camino entre las filas de bancas de madera, todas vacías. Aun así, la novicia de pulcro atuendo blanco de rodillas frente al altar, no pareció percatarse en lo absoluto de su presencia. Su mente y corazón parecían totalmente sumidos en su oración, o quizás en algún sitio o tiempo distante; sólo ella y Dios lo sabrían.

El cardenal se paró justo detrás de la joven mujer, y la contempló en silencio unos momentos. Tenía su cabeza agachada, sus ojos cerrados, y sus manos bien juntas delante de su pecho. La luz que entraba por el vitral superior de la capilla la bañaba directamente, como la estrella principal en un escenario. Su figura parecía un tanto pequeña y delgada, incluso un poco frágil. A su vez se veía un poco fuera del lugar en comparación con el escenario que la rodeaba, casi como si no estuviera ahí y fuera más algún tipo de ilusión que se evaporaría si acaso se atreviera a acercarse un poco más de donde estaba.

—Loren —pronunció el cardenal de pronto, con prudencia, pero con la suficiente fuerza para que la joven lo escuchara.

La chica en hábito blanco se sobresaltó en cuanto su presencia le resultó evidente, y rápidamente se viró sobre su hombro a mirarlo con sus grandes ojos azul grisáceo. Ella era en efecto de las habitantes de ese convento que reconocería a aquella persona sin ningún problema, pero el reconocerlo no hizo que su repentina presencia le resultara menos sorpresiva.

—Cardenal Montgomery —murmuró Loren despacio, parándose del suelo y virándose por completo hacia él—. No esperaba su visita, Eminencia.

—Disculpa que haya venido así, sin avisar —se excusó el cardenal, permitiéndose dar un paso más hacia ella—. Y en serio me gustaría que nos hubiéramos vuelto a ver en otras circunstancias, pero me temo que he venido a traerte muy tristes noticias. Nos han informado que el padre Jaime Alfaro falleció hace unas horas, durante su misión en los Estados Unidos.

El cuerpo entero de la novicia se estremeció al oír aquellas palabras, e incluso su rostro pareció palidecer un poco. Sus ojos se abrieron grandes, casi desorbitados, y sus labios se separaron levemente con la intención de decir algo, aunque al final lo único que pudo salir por ellos fue un escueto:

—¿Qué...?

—Su muerte es una gran pérdida para todos —añadió el Cardenal Montgomery, extendiendo sus manos al frente en forma de plegaria—, pero debemos consolarnos en saber que ahora está al lado del Señor, como el valiente soldado de Dios que siempre fue.

Las palabras del cardenal eran elocuentes, y quizás esperaba que la joven delante de él las complementara con un respectivo "Amén". Sin embargo, Loren no dijo nada. Su mirada estupefacta se viró lentamente hacia un lado, mientras intentaba de alguna forma terminar de entender lo que acababan de decirle.

¿El padre Jaime estaba muerto? Pero si acababa de verlo ahí mismo, hace sólo unos días. Habían estado sentados el jardín comiendo un pandoro y conversando casualmente sobre su próxima misión, incluso burlándose un poco que de seguro sería de nuevo un "inconcluso". Y antes de irse él le había pedido que le diera su bendición, y ella se le había dado...

"Qué la bendición de Dios Omnipotente, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, descienda sobre usted, lo acompañe en su viaje y lo traiga de regreso con bienestar a casa. Vaya sin miedo, soldado del Señor."

¿Y ahora le decían que estaba... muerto? ¿Él también?, ¿al igual que todas las personas que habían significado algo importante en su vida? ¿De qué había servido su bendición? ¿De qué servía las cosas que podía hacer si no era capaz de proteger siquiera a una persona...?

Sintió que sus piernas flaqueaban, y se apresuró rápidamente a sostenerse con ambas manos de una banca cercana para evitar caerse. El cardenal Montgomery hizo el ademán de querer aproximarse a ella para auxiliarla, pero Loren rápidamente alzó una mano en su dirección, indicándole que se detuviera; que estaba bien. El cardenal en efecto permaneció en su sitio, recuperando rápidamente su posición firme.

—Entiendo tu fuerte impresión, Loren —murmuró el Montgomery con recato—. Sin embargo, debes saber que su muerte no ha sido en vano.

Al oír aquello, la joven logró serenarse lo suficiente para mirarlo de nuevo. El cardenal agregó de inmediato:

—Se nos ha notificado que el padre Alfaro tuvo éxito en el encargo que le fue dado. Y antes de morir, declaró al padre Babatos del Scisco Dei la identidad del sujeto que hemos estado buscando. Lo hemos encontrado, Loren. Luego de tantos años, al fin lo encontramos. En cuanto expongamos el caso y convenzamos a Su Santidad y los demás cardenales, la Orden Papal 13118 será ejecutada.

Loren pareció de nuevo sorprendida por la nueva noticia, aunque por motivos diferentes. Sintió que las fuerzas le volvían al cuerpo, y logró de nuevo pararse derecha como hasta hace un rato.

¿El padre Jaime lo había encontrado? ¿El sospechoso que había ido a ver a los Estados Unidos resultó no ser un "inconcluso"? ¿Resultó ser el candidato real esta vez...?

"¿Qué opinas?", le había preguntado el sacerdote español al mostrarle la fotografía de aquel muchacho. "Su nombre es Damien Thorn."

—Damien Thorn —repitió con voz baja, de una forma muy similar a cómo lo había hecho también aquel día. Pero en esa ocasión, aquel nombre tomaba un sentido totalmente distinto a ese entonces. Parecía al fin significar algo más...

"Es como si sus ojos fueran dos profundos agujeros, y a través de ellos no viera nada más que oscuridad absoluta. No buena o mala... sólo oscuridad."

Esas eran las palabras que ella misma había usado para describir a aquel muchacho la primera vez que vio su foto. Entonces era él... todo este tiempo había sido él. Desde ese momento debió haberlo sabido. Pero eso no importaba porque ahora lo sabía.

—Entiendo —murmuró despacio, virándose lentamente de regreso al altar. Alzó entonces su vista por completo hacia la figura de Jesús en la Cruz que se posaba sobre todo lo demás, y cuya sombra proyectada por la luz del sol que entraba por el vitral comenzaba a alargarse sobre ella—. Entonces al fin ha llegado el momento de que cumpla con mi destino. Debo destruir al Anticristo...

FIN DEL CAPÍTULO 113

Notas del Autor:

Como dije en alguna ocasión, si esta historia fuera una serie, este capítulo sería el final de la Segunda Temporada. Y como ven, se siembran las bases de lo que sería la Tercera, y quizás Última, Temporada. ¿Cuántos capítulos serán esos? Ni idea. Pero pueden intuir sin duda que hay mucho que contar todavía, algunos personajes nuevos por conocer, y algunas tramas que desarrollar. Así que aún tenemos Resplandor entre Tinieblas para un rato más. Espero estén disfrutando este largo, largo viaje, y que sigan disfrutando lo que vendrá a continuación.

De momento nos tomaremos un pequeño receso antes de seguir con el siguiente capítulo, para asentar las ideas, terminar de planear algunas cosas, y también dedicarle un poco de tiempo a otras historias. Y también sería un buen momento si alguien desea darle una repasada a los capítulos anteriores, por si siente que algo se le pudo haber escapado. Pero no se preocupen, que volveremos más pronto de lo que creen. Así que nos vemos en el siguiente capítulo.

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