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Capítulo 103. Inconcluso

Resplandor entre Tinieblas

Por
WingzemonX

Capítulo 103.
Inconcluso

Esa mañana Jaime se levantó alrededor de hora y media antes del mediodía; bastante más tarde de lo que acostumbraba. Pero ese cambio de horario había sido necesario para intentar recuperar sus fuerzas, pues apenas había arribado a Los Ángeles durante la madrugada, luego de su viaje exprés a Chicago de tres días. Para su buena suerte, con sólo colocar la cabeza en la almohada, y con la ayuda de un par de tragos de su leal licorera, había logrado dormir plácidamente esas horas. Y si por él fuera quizás hubiera dormido más, pero ese mismo día en la tarde tenía una cita a la que no podía faltar.

En cuanto se despertó, lo primero que hizo fue darse una ducha rápida para refrescarse, e igualmente terminar de despertar. Uno de los padres que vivía en la casa parroquial le hizo el favor de subirle un poco de fruta y yogurt para que pudiera desayunar algo. Y el par de horas siguientes las dedicó casi de lleno a repasar todas sus notas y memorizando todo aquello que le hiciera falta, aunque no era demasiado; todo lo tenía bastante claro. De todos modos, dada la naturaleza de la reunión que tendría, no podía dejar nada a la suerte.

Faltando ya quince minutos para la hora pactada de la reunión, Jaime guardó todas sus notas en un expediente, mismo que guardó bajó llave en el buró a un lado de su cama. Lo que presentaría de todas formas lo tenía ya en su tableta electrónica desde la que realizaría toda la presentación.

Se arregló su túnica y su clériman, pasó un poco sus dedos por su cabello, y salió al fin de su cuarto. Se dirigió con paciencia hacia las escaleras que daban al sótano de la casa, mismo que había sido habilitado hace tiempo como sala de conferencias para diferentes pláticas y grupos de apoyo que la Iglesia local solía dar en ocasiones, pero que ese día serviría para su videoconferencia.

Aquel cuarto era bastante más acogedor de lo que se esperaría un sótano pudiera ser. Estaba bien iluminado, y contaba con mesas que normalmente estaban colocadas en forma de herradura, y suficiente sillas para diez personas, o acomodándolas debidamente incluso hasta quince. Había una pizarra, un proyector, un ordenador, y un equipo para video llamadas que Jeremy, uno de los sacerdotes más jóvenes de la casa, se estaba encargando en esos momentos de conectar.

Además del joven padre Jeremy, Jaime divisó al padre Babato sentado en una de las sillas del extremo derecho de la herradura, que le sonrió jovial en cuanto lo vio pasar por el arco de las escaleras.

—Buenos días, Frederic —saludó Jaime con cordialidad.

—Buenos días, Jaime —le respondió Frederic, asintiendo—. ¿Dormiste bien?

—¿Lo poco que pude? Sí, bastante bien.

Jaime se dirigió a la cabecera de la mesa, sentándose en el puesto de honor. La pantalla había sido colocada justo en el centro, para que tanto Jaime como Frederic pudieran verla con bastante facilidad. A su vez, sobre ésta se encontraba una cámara especial que facilitaría a las personas del otro lado del gran charco el verlos a ellos. Sin embargo, al parecer aún tenían problemas técnicos al respecto.

—¿Ya estamos listo, hermano Jeremy? —Cuestionó Jaime, intentando no sonar exigente. Si lo fue, igual el padre más joven no pareció darse cuenta, pues siguió calmado con su tarea.

—Ya casi, padre. Sólo un minuto más.

Jaime sólo asintió tranquilo, aunque sus dedos tamborileando en la mesa dejaban en evidencia algo de su nerviosismo. Se le antojó de pronto un tranquilizador trago antes de comenzar, pero su sentido común le dijo de inmediato que eso no sería una muy buena idea.

—¿Y tú estás listo, viejo amigo? —Escuchó que Frederic le preguntaba a su diestra, sonando casi un poco irónico en su tono.

—Lo más listo que puedo estar, dadas las circunstancias —respondió Jaime con emoción neutra. Decidió en ese momento aprovechar el tiempo para conectar su tableta al dispositivo de conferencias. Al menos eso sí lo sabía hacer—. Sé que no es tu primera vez, pero es mi deber recordarte que tu presencia en esta reunión es más que nada mera cortesía, y sólo tienes permitido estar como oyente. No puedes intervenir de ninguna forma durante mi exposición.

—Tranquilo, sé bien cómo funciona esto —mencionó Frederic rápidamente, extendiendo una mano frente a él—. Aunque sigo pensando que te estás apresurando. ¿En tan poco días ya has realizado la suficiente investigación para dar tu conclusión?

—Una preliminar, sí. Además, no fue sólo mi decisión, pues hay muchos otros que quieren terminar con esto lo más pronto posible. No por nada esta revisión será presidida justo por el cardenal Erasmus.

Frederic soltó un sonoro y nada disimulado resoplido que dejaba en claro su inconformidad con respecto a ese último dato. Esto pareció ser percibido incluso por el padre Jeremy, que asomó su rostro desde la parte trasera de la pantalla.

—Uno de los mayores opositores de la 13118. Vaya suerte.

—Siendo honestos —añadió Jaime con una pequeña dosis de humor en su tono—, ambos sabemos que sus defensores más fervientes como tú, no son ni cerca mayoría en la Santa Sede.

Frederic sonrió ligeramente y se encogió de hombros, no del todo contento por el comentario, aunque tampoco precisamente molesto.

—Eso es porque muchos de ellos no han visto las mismas cosas que nosotros. Incluido tú, Jaime.

Eso era algo que no podía discutírselo, aunque Jaime lo diría de una forma distinta. Ambos habían visto muchas cosas únicas durante esos años. La diferencia radicaba en que Jaime Alfaro, en su papel de Inspector de Milagros, muy pocas de ellas las había tomado como lo que parecían ser a simple vista; algo en lo que al parecer difería con su colega.

—Como sea, una mirada escéptica y objetiva siempre es prudente —señaló el padre español con solemnidad—. En especial considerando este tema tan... complicado.

Ambos sacerdotes guardaron silencio, cada uno meditando por separado la cuestión.

Tres minutos después, Jeremy salió al fin de detrás del aparato, con una sonrisa triunfal en su rostro.

—Ya está lista la conexión —indicó el padre joven. Tomó entonces el control remoto y colocó la pantalla en la entrada para el dispositivo de conferencias. La aplicación estaba en la espera de iniciar la reunión, e incluso marcaba que ya había alguien aguardando.

—Muchas gracias, Jeremy —pronunció Frederic con amabilidad—. Nos encargaremos desde aquí.

Jeremy asintió complacido, colocó el control remoto ceca de Frederic, y se dirigió entonces a las escaleras. Los dos sacerdotes aguardaron hasta que sus pasos ya no fueron audibles, y en su lugar percibieron la puerta superior cerrándose.

—¿Listo? —murmuró Frederic con complicidad, a lo que Jaime asintió cuidadoso.

—Adelante.

Frederic se encargó de dar por iniciada la reunión. Unos segundos después se pudieron ver a sí mismos en un recuerdo en la esquina inferior derecha, siendo captados por la cámara sobre la pantalla, y una pantalla negra que indicaba que la otra persona, o más bien personas, se estaban conectando.

Tras unos instantes de espera, gran parte de la pantalla fue ocupada por la imagen de tres personas; tres hombres usando túnicas y solideos rojos representativos de los cardenales católicos (puesto que ejercían los tres por igual), sentados uno al lado del otro detrás de una mesa de madera rectangular, con un mantel blanco y rojo que la cruzaba por el centro. A sus espaldas se extendían tres altos ventanales que mostraban del otro lado el cielo nocturno y estrellado de Roma, aunque aún se percibía algo de luz artificial opacándolo.

Los tres hombres miraron con cierta dureza hacia su respectiva pantalla, y por consiguiente a ambos sacerdotes a miles de kilómetros de distancia de ellos.

—Padre Babatos, padre Alfaro —murmuró el cardenal O'Brien, sentado a la derecha, con un tono gentil que destanteaba con su rostro impasible y serio—. Muy buenas noches a ambos.

—Buenas noches, eminencias —respondió Jaime con solemnidad, parándose de su silla con su tableta en mano—. Gracias por aceptar nuestra llamada, aun considerando la diferencia horaria.

—No se disculpe —respondió rápidamente el cardenal Robles, sentado a la izquierda, incluso esbozando una cordial sonrisa a diferencia de sus dos acompañantes—. El tema a tratar es apremiante, padre.

—Para algunos más que para otros —añadió con severidad el cardenal en el centro, un hombre corpulento de piel oscura, e intensos ojos oscuros. Éste era precisamente el cardenal Erasmus, que a tanta inquietud le causaba a Frederic, y el que menos contento parecía de estar participando en dicha reunión—. Como bien dijo, padre Alfaro, es un poco tarde por aquí. Así que si podemos terminar con esto rápido...

—Intentaré que así sea, cardenal —se apresuró Jaime a puntualizar.

Tras dos toques sobre la pantalla de su tableta, la vista de la conferencia cambió. Los recuadros de los cardenales y los suyos propios se hicieron hacia un lado, y en el centro comenzó a proyectarse la presentación que Jaime había preparado, y que lo iría acompañando al ritmo de su narración.

—Bien —empezó con voz firme y clara—, como ya han de estar todos enterados, y obedeciendo los estatutos especificados en la Orden Papal 13118, yo, Jaime Alfaro de la Compañía de Jesús, fui designado como Inquisidor con el fin de realizar la primera etapa de evaluación para este posible sospechoso, identificado por el padre Frederic Babatos del Scisco Dei, aquí presente.

Jaime extendió en ese momento su mano hacia su compañero, que se limitó a simplemente asentir y alzar una mano para hacer notar su presencia. Justo después prosiguió con su introducción, más protocolar que indispensable en realidad.

—El motivo de esta reunión es exponer a este comité de revisión las conclusiones obtenidas sobre dicha evaluación realizada. Repasando un poco las características que se buscan en el individuo señalado por la 13118, estamos hablando de un varón de diecisiete años, cuya fecha de nacimiento sea alrededor de Junio del año 2000. Debió haber sido criado en el seno de una familia rica y de gran poder político, poseer habilidades únicas comprobables que lo distingan de un humano común, y tener en su cuerpo de forma clara la comúnmente conocida como "Marca de Bestia". Igualmente se busca cualquier posible nexo entre el sospechoso y la llamada Hermandad de los Discípulos de la Guardia.

Todos lo escuchaban y observaban atentamente, aunque ya hubieran oído un discurso similar antes, al menos una vez. Jaime se tomó un segundo para recobrar el aliento, y entonces pasó a la siguiente diapositiva, que mostraba la fotografía de un chico, acompañada a un lado por sus datos generales.

—El nombre del sospechoso que evaluaremos hoy es Damien Thorn. De entrada cumple a la perfección los primeros criterios listados. Su fecha de nacimiento oficial es el 6 de junio del 2000, en Roma. Sus presuntos padres fueron Robert y Katherine Thorn, miembros de una de las familias más importantes de los Estados Unidos.

Lo siguiente para Jaime fue dar un repaso bastante detallado de la historia de la familia Thorn, sus negocios, sus influencias, y todos los puestos políticos y empresariales que sus miembros habían tenido a lo largo de su historia, destacando por supuesto el de Robert Thorn como embajador de Estados Unidos en Inglaterra.

—Muy fascinante el trasfondo del joven Thorn —comentó el cardenal O'Brien, aunque no dejando claro si lo decía enserio o con algún atavismo de sarcasmo—. Pero ya hemos conocido antes a otros jóvenes con trasfondos interesantes durante estos diecisiete años.

—Además de su fecha de nacimiento y familia, ¿encontró alguna prueba de los otros criterios en este muchacho, padre Alfaro? —Se apresuró el cardenal Robles a preguntar, antes de que la conversación se desviara a otra dirección.

Era claro que el cardenal latinoamericano era el mejor aliado que tenían en esa revisión, mientras que O'Brien se mantenía neutral, y Erasmus dejaba en evidencia su inconformidad sin siquiera tener que decir mucho.

Jaime se aclaró un poco su garganta, y pasó a responder la pegunta del cardenal. Aunque en un inicio de seguro no fue ni cerca lo que los otros esperaban oír; incluso Frederic.

—Sí, y no... No hay como tal un hecho específico que se pueda adjudicar directamente a una acción o habilidad inusual por parte de este chico. Sin embargo, lo que sí es un hecho comprobable, es que situaciones trágicas y fuera de lo común han ocurrido a su alrededor, prácticamente desde el mismo momento de su nacimiento.

Ninguno de los tres cardenales, ni siquiera Erasmus, pudo ocultar su interés en el momento en que Jaime comenzó a relatar todos esas "situaciones trágicas y fuera de lo común". Éstas se componían en un inicio por el trágico incendio que consumió por completo el hospital en donde nació, apenas unos días después del hecho, pasando por la muerte de sus dos niñeras, la de sus padres, y la de todos sus demás familiares, siendo las más recientes, y de hecho más sospechosas, las de su primo Mark y su tío Richard.

Los cardenales cuestionaron un poco cada hecho para tener más detalles, pero lo cierto era que la mayoría de ellos (o más bien todos) carecían de una mayor explicación.

—Todos me parecen sólo horribles accidentes —pronunció Erasmus con aspereza—. O, en su defecto, horribles tragedias cometidas por individuos perturbados.

—Demasiados accidentes o tragedias para ser meras coincidencias, diría yo —señaló O'Brien, cuya postura neutra parecía ya estar comenzando a oscilar hacia una dirección específica, aunque no lo suficiente aún.

—Ciertamente todos estos hechos que les he narrado, aunque extraños, parecen tener de fondo una explicación lógica —indicó Jaime, tomando un poco por sorpresa a Frederic que rápidamente se viró apremiante hacia él—. Así también, todos cuentan con evidencia sólida que los sustenta hasta donde pude investigar.

Hizo una pausa, volvió a tomar aire, y entonces añadió abruptamente:

—Excepto por dos, que resaltan un poco más que el resto.

Colocó entonces en la pantalla dos fotografías lado a lado; una de un chico rubio, y la otra de un hombre adulto de rostro reacio pero mirada gentil.

—Me refiero a la muerte de su primo, Mark Thorn, y la de su tío, Richard Thorn. Ambas sucedidas en circunstancias no sólo sospechosas y extrañas, sino que además emanan una cierta... irregularidad en ellas.

Jaime comenzó a repasar con bastante más detalle todos los hechos conocidos de ambas muertes. En el caso de Mark no era mucho lo que se sabía, más allá de que había colapsado en el bosque justo cuando estaba a solas con Damien. Y aunque al inicio no se encontró ningún motivo médico, luego salió a la luz una extraña condición médica no diagnosticada y de la que poco o nada de documentación existía en realidad.

En el caso de Richard se sabía mucho más, y a la vez también se sabía casi nada. Sin ningún testigo con vida que pudiera decir con exactitud que pasó esa tarde de 24 de diciembre, lo que más existían eran teorías. Se decía que Richard quizás padecía la misma enfermedad mental de su hermano Robert, y que su mente sucumbió al dolor por la muerte de su hijo, y lo había llevado a decidir suicidarse prendiéndose fuego a sí mismo en el Museo Thorn de Chicago, llevándose consigo a dos inocentes guardias, y una gran cantidad de invaluables piezas exhibidas. El por qué había elegido tan horrible, y a la vez inusual, forma de suicidarse, sólo él lo sabía; claro, esto si realmente las cosas habían ocurrido así.

En su viaje rápido a Chicago, Jaime encontró a mucha gente que hablaba de lo ocurrido. De hecho, aquel horripilante suceso se había convertido casi en una leyenda urbana entre las personas, en especial entre los jóvenes. Pero lo extraño no era que cada persona con la que hablara dijera una historia diferente, que sería casi esperable, sino que casi todos parecían decir la misma, con los mismos detalles y puntos. Casi como si toda la ciudad la hubiera repetido una y otra vez, hasta que a todos se les quedó bien grabada.

—En conclusión —pronunció Jaime tras terminar su explicación del hecho—, ambas muertes parecen simplemente fuera del lugar. Y, de cierta forma, dejan más a la vista la posibilidad de una mano encubridora que los otros hechos anteriores.

—¿Insinúa acaso la presencia de la Hermandad detrás de estos encubrimientos? —Cuestionó Robles, bastante interesado. Jaime, sin embargo, negó discretamente con su cabeza.

—No podría asegurar que se trate específicamente de la Hermandad. Pero sí considero factible la posibilidad de que exista más en estos dos asuntos de lo que se sabe, y también que alguien deliberadamente pudo haber decidido sepultarlos.

Los cardenales se miraron entre ellos, pensativos, y algunos se murmuraron cosas al oído que ni Jaime ni Frederic lograron captar. Aun así, éste último sonreía complacido. Desde el inicio a él también le habían resultado sospechosas las muertes de Mark y Richard Thorn; de hecho fueron los puntos principales que llamaron su atención hacia Damien Thorn en un inicio, adicional a la carta de Carl Bugenhagen. Y el hecho de que a Jaime igualmente le hubieran parecido resaltantes, y llamado la atención de los cardenales, incluido Erasmus, le daba al padre italiano cierta sensación de éxito que no lograba disimular en su rostro.

Por otro lado, con respecto a la carta de Carl Bugenhagen, Jaime también tenía algo que agregar en ese punto; cosas que incluso Frederic aún ignoraba.

—Adicional a todo esto —prosiguió Jaime—, creo que es relevante que este comité sepa que ésta no es la primera vez que Damien Thorn es acusado de ser el Anticristo.

—¿Cómo dice? —Exclamó Robles, sorprendido, pero también curioso.

—De hecho, ha habido tres acusaciones anteriores por escrito, de tres personas diferentes —aclaró Jaime, de nuevo jalando la mirada inquisidora de Frederic hacia él. ¿Tres acusaciones? Él conocía de una pero, ¿cuáles eran las otras dos?—. La más reciente es de hace sólo un par de años atrás. Sin embargo, la primera fue de hace un poco más de diez años; una carta escrita por el teólogo y arqueólogo Carl Bugenhagen a la Santa Sede.

—¿Bugenhagen? —Espetó Erasmus, seguido de una pequeña risa sarcástica—. ¿Enserio?

—Por favor, Giorgio —murmuró Robles rozando casi en una reprimenda a su compañero cardenal—. Escuchemos primero lo que el padre Alfaro tiene que decir antes de levantar conclusiones.

El cardenal de Sudáfrica resopló con cierta molestia, pero con un ademán de su mano le indicó a Jaime que podía proseguir. Jaime tomó la oportunidad y comenzó a leer directamente la misma carta que Frederic le había proporcionado en su primer día en Los Ángeles, y que Jaime había solicitado que se cotejara con la original guardada en los Archivos del Vaticano para revisar su autenticidad; esto, y lo que descubrió poco después por su cuenta, parecieron sustentarlo.

La carta decía muchas cosas, pero podía resumirse en que señalaba directamente y sin la menor duda al en aquel entonces niño de seis años como el Anticristo. Decía además que no era hijo de sangre de Robert Thorn, y describía como éste se había presentado con él en compañía de un reportero, y les había entregado personalmente las infames Dagas de Megido, y le había dado instrucciones específicas al señor Thorn de cómo usarlas en un ritual para asesinar al niño; tanto su cuerpo como su alma. Mencionaba también la muerte de Robert Thorn a manos de la policía en la iglesia de Inglaterra para prevenir que apuñalara a su hijo, justo como Jaime había descrito anteriormente. Pero claro, esta carta ahora revelaba cuales, según Bugenhagen, habían sido las intenciones reales del embajador aquella fatídica noche, y cuál era el arma que empuñaba en su mano al momento de morir. Por último, exhortaba al Vaticano a aplicar de inmediato la 13118, y realizar acciones inmediatas en contra este chico, antes de que fuera demasiado tarde.

Aunque los tres cardenales escucharon palabra por palabra el contenido de la carta con atención, sus expresiones dejaban en evidencia su profundo recelo.

—Esa carta lo único que me dice es que Bugenhagen confiesa haber sido cómplice del intento de homicidio de un niño —indicó Erasmus con sequedad, cruzándose de brazos.

—Al igual que el cardenal Erasmus, yo también tengo mis reservas en confiar en una declaración como ésta, viniendo precisamente de Bugenhagen —añadió O'Brien justo después, con voz más calmada pero igual sin ocultar su suspicacia—. Todos los aquí presentes sabemos bien que el hombre no tenía precisamente una buena reputación, especialmente desde que empezó a... profesar sobre el Anticristo con tanto fervor, y sin el permiso de la Santa Sede. Y no olvidemos que fue también el culpable de difundir ese... cuento sobre esas dagas, que como vemos incluso orilló a un hombre a intentar asesinar a su hijo.

Robles en esa ocasión decidió guardar silencio. Evidentemente compartía parte de la opinión de los otros dos cardenales, pero no parecía tan dispuesto a expresarla abiertamente como estos. Frederic los observó con reticencia. Estaba ya acostumbrado a que hablaran mal de su viejo amigo, cuya sospechosa muerte él mismo consideraba como otro hecho extraño ocurrido en torno a Damien Thorn, aunque Jaime no le hubiera hecho alusión. Pero no le agradaba que fueran a descartar sus palabras sólo por sus opiniones personales sobre él. ¿Esa era la mirada objetiva que Jaime esperaba obtener?

—Sin embargo, usted dijo que había otras dos acusaciones, ¿cierto? —señaló O'Brien, al parecer curioso por saber qué más tenía Jaime que ofrecer.

El padre español asintió, y en su tableta deslizó la carta de Bugenhagen a un lado, para abrir paso a la siguiente, que más que carta era de hecho el contenido de un correo electrónico de hace cinco años atrás. De éste ni siquiera Frederic había oído antes. En el remitente del correo, proyectado en la pantalla delante de ellos, logró ver que venía de un tal Charles Warren.

—La segunda está de hecho muy relacionada con la primera —indicó Jaime—. Pertenece a un hombre llamado Charles Warren, que por largo tiempo trabajó como curador del Museo Thorn en Chicago; el mismo que Richard Thorn supuestamente incendió durante su suicidio. El señor Warren se encuentra actualmente catalogado como desparecido, pues se desconoce su paradero desde las muertes sospechosas de Mark y Richard Thorn. Pero un hecho al parecer desconocido hasta ahora, es que antes de desaparecer envió este correo electrónico a un amigo suyo, periodista del Daily Herald.

Así como la carta de Bugenhagen, Jaime pasó a leer textualmente el correo de Charles Warren. Era bastante menos extenso y detallado que la carta del arqueólogo, pero lo que decía era igual de relevante para el caso que estaban revisando. Lo principal era su declaración, casi desesperada, de que si algo le ocurría en los días siguientes al envío de dicho correo, el culpable no sería otro más que Damien Thorn, aunque en aquel entonces tuviera apenas doce años. Al igual que Bugenhagen, señalaba también al joven directamente como el Anticristo, e incluso hacía mención a otra carta que el mismo Bugenhagen le había envido a Richard Thorn tras la muerte de su hermano, muy similar a la que envió al Vaticano y posiblemente escrita en el mismo tiempo. Pero un dato adicional a este punto, y lo que impresionó tanto a Frederic que se paró abruptamente al oírlo, fue la indicación de que junto con dicha carta... Bugenhagen le había enviado también a Richard una caja que contenía las Siete Dagas de Megido.

—¿Qué? —Exclamó atónito el padre italiano, aproximándose unos pasos más hacia la pantalla, como si el leer de más cerca aquel texto pudiera darle más claridad o pistas que no hubiera visto antes—. ¿Las Dagas de Megido están aquí? ¿En los Estados Unidos?

—Frederic, por favor —exclamó Jaime con cierta agresividad.

Al mirarlo sobre su hombro, Frederic notó como su colega lo observaba con desaprobación pro su exabrupto, y señalaba con su mano hacia su silla para indicarle que volviera a sentarse. Notó además que los tres cardenales en la pantalla lo observaban con extrañeza, y quizás un poco de preocupación. El padre Babato se forzó a recuperar su compostura lo mejor posible, y entonces retrocedió de regreso a su silla.

Una vez que Frederic se sentó, Jaime prosiguió, aunque no terminó de leer el correo como tal sino que prefirió explicar esa última parte con respecto a las dagas, que igualmente pareció captar la atención de los cardenales.

—El correo es de hace cinco años, como pueden ver, y no menciona mucho más sobre las dagas, más allá de que en su carta Bugenhagen al parecer reafirma que se las dio a Robert Thorn para usarlas contra su hijo. De momento no pude encontrar nada más sobre esta carta original que menciona. Quizás estaba en posesión del Sr. Warren o de Richard Thorn, pero por obvias razones ninguno de los dos podría dar fe de su existencia.

»Sea como sea, pese a la desaparición del Sr. Warren, su amigo periodista no se atrevió a publicar nada sobre esto, por lo inverosímil que le resultaba todo y por la acusación tan absurda hacia una familia como los Thorn, con los que, en palabras de este hombre, el Sr. Warren siempre tuvo una cercana y cordial amistad. Cuando hablé con él, sin embargo, accedió a reenviármelo para que yo lo juzgara por mi cuenta. Podrán verlo por completo en el archivo que les haré llegar terminada esta llamada.

Un silencio casi incomodo se ciñó sobre la sala; tanto en la de Los Ángeles como a su paralela en la Ciudad del Vaticano. Jaime aguardó un poco a que todas las emociones se asentaran, y entones prosiguió con la tercera y última carta. Ésta en efecto sí era una carta escrita en puño y letra como la primera, aunque era relativamente más corta. Jaime prefirió no leerla directamente como las otras sino sólo explicarla a grandes rasgos con el fin de poder proseguir un poco más rápido. Además de que, por encima de lo que decía la carta, era su trasfondo lo que llamaba más la atención.

—La tercera acusación es quizás la más extraña. Ésta viene de un viejo sacerdote que vivió por quince años en el Monasterio de San Benedetto, en Subiaco. Este hombre respondía al nombre de Spiletto y, según los residentes, fue en algún momento el sacerdote a cargo del mismo hospital religioso en Roma en el que Damien Thorn nació, y que como les mencioné fue reducido a cenizas en un incendio. Este hombre terminó con horribles quemaduras a raíz de dicho incidente, y su capacidad de movimiento y comunicación quedó gravemente reducida. Murió en invierno del 2015, pero antes de hacerlo confesó arrepentido a uno de sus cuidadores el haber sido parte de un complot para remplazar al hijo biológico de Robert y Katherine Thorn por, y cito: el hijo del Diablo y de una chacal.

—Santo Dios —exclamó Robles horrorizado, e incluso su mano por impulso dibujó rápidamente la señal de cruz de su frente a su pecho y hombros.

Erasmus y O'Brien no reaccionaron de forma tan notoria, aunque igualmente la sugerente idea les causaba repulsión, y claro bastante desconfianza.

—En su confesión, Spiletto señala al chico que conocemos actualmente como Damien Thorn como el bebé fruto de esta unión profana —informó Jaime a continuación—, e igualmente como el Anticristo. La carta que les muestro en pantalla es una supuesta transcripción hecha por uno de sus cuidadores, resumiendo dicha confesión previa al momento de su muerte, y que igualmente hizo llegar a la Santa Sede hace dos años. Pero al igual que la carta de Bugenhagen, quedó archivada y no se le dio seguimiento.

Los ojos de Frederic estaban totalmente abiertos y fijos en la carta mostrada en la pantalla. Él no tenía ni idea de la existencia de ésta, y no podía evitar cuestionarse como su colega había dado con ella, en especial con tan poco tiempo. Pero eso en realidad no importaba mucho, pues lo que más le interesaba al padre Babato es que esa carta era como la pieza del rompecabezas que hacía falta.

Este intercambio de bebés descrito por el tal Spiletto lo confirmaba. La Hermandad había introducido deliberadamente al Anticristo en la familia Thorn, y lo había estado siguiendo y cuidado durante todos esos años. Y todos los demás sucesos que le siguieron con Robert Thorn y Bugenhagen, tomaban mucho más sentido.

Sin embargo, para su asombro y decepción, Jaime no compartía del todo el mismo pensamiento.

—Pese a todo lo que acabo de decir, es importante señalar que la veracidad de esta declaración tendría que ponerse en duda —indicó Jaime con dureza—. Según testimonios de otros sacerdotes de San Benedetto, que fueron incluidos como anexos a esta carta, la identidad real del hombre que ellos conocían como Spiletto no estaba del todo confirmada, debido a las fuertes deformaciones que había sufrido su rostro por el fuego, y a sus dificultades de comunicación. Además, según la opinión de varios de ellos, su mente había estado delirante durante sus últimos años, y al momento de hacer esta confesión divagaba demasiado, y hasta para él mismo parecía difícil identificar qué de lo que decía era real y que no. He de suponer que fue justo debido a estas declaraciones que a la carta no se le dio mayor seguimiento en su momento.

»Por último, quiero comentar que yo mismo me contacté a Subiaco para intentar verificar que en efecto la procedencia de esta carta fue real. Y no sólo logré hablar con un sacerdote que estuvo presente al momento de la declaración final del padre Spiletto, sino que además recordaba otro hecho importante. Me contó que en el 2006, Spiletto recibió la visita de dos hombres americanos, de los cuales uno de ellos se presentó directamente con el nombre de Robert Thorn, y su descripción concuerda con la del difunto embajador. Por aquellas fechas suponemos que también fue cuándo el señor Thorn se reunió con Bugenhagen, pero desconocemos si este encuentro con el padre Spiletto ocurrió antes o después de eso.

—¿Y eso qué significa? —Cuestionó Robles, un tanto perdido sobre ese último dato.

Jaime bajó en ese momento su tableta y alzó su mirada para posarla fijamente en la cámara sobre la pantalla, como si estuviera viendo a los ojos a las tres personas del otro lado de la llamada.

—Significa que no hay forma de saber si esta confesión fue real, o bien podría haber sido delirios implantados por Robert Thorn, e indirectamente por Bugenhagen —declaró Jaime con firmeza, destanteando un poco a Frederic, e igual a sus demás oyentes—. De hecho, como pueden darse cuenta, las tres acusaciones presentadas de alguna forma se originan de Bugenhagen: la carta que él mismo escribió, el correo electrónico de Charles Warren originado por otra carta del arqueólogo, y esta confesión de un hombre con su mente confundida al que Robert Thorn pudo haber presionado en busca de información, alentado por las mismas ideas que Bugenhagen le compartió. Pareciera ser que fue este hombre el primero en difundir la idea de que Damien Thorn es el Anticristo, de una forma un tanto obsesiva a mi parecer. Incluso el padre Babato comenzó a poner su atención en este chico precisamente por la declaración de Bugenhagen.

Frederic reaccionó incomodó a la mención tan directa a su persona, que incluso rozaba un poco en una acusación; como si su intención fuera ponerlo de cabeza frente a los superiores.

—Es también bastante resaltante que los tres acusadores se encuentren en estos momentos muertos o desaparecidos —señaló O'Brien, reflexivo—. Es sospechoso, pero también impide que alguno pueda dar fe o sustento real a alguna de ellas.

—Coincido —señaló Erasmus con sequedad.

Robles prefirió permanecer callado.

Jaime tomó de nuevo su tableta, y pasó a una de las últimas diapositivas, compuesta principalmente por varias fotos del joven Thorn de los últimos años. Varias de cuerpo completo, un par en traje de baño en la alberca o en la playa.

—Para concluir, como saben el criterio de la marca de la bestia es el más complicado de probar sin tener contacto directo con el acusado o algún testigo que pudiera dar fe de la presencia de ésta. Busqué algunas fotografías, por ejemplo ésta de una competencia de nado en la que estuvo, sin ninguna marca visible como pueden ver. Por lo que es imposible, de momento, verificar o negar su presencia.

La única forma factible de verificar la presencia de la marca, era una revisión directa con el acusado. Había formas más sutiles de lograrlo, como arreglar alguna revisión médica, y otras un tanto menos ortodoxas... Pero cualquier método implicaría cruzar una línea que el Vaticano no aprobaría, al menos que encontraran pruebas suficientes para proceder. Y justo para ello se realizaba dicha revisión. A raíz de lo expuesto ahí, los cardenales deliberarían y decidirían cómo proceder con este acusado. Pero antes de que pasaran a eso, y una vez expuesta toda la información, quedaba una última pregunta importante que debía ser contestada.

—Entonces, ¿cuál es su conclusión, padre Alfaro? —Inquirió Robles con solemnidad—. ¿Cree que existe suficiente información para proceder a la siguiente fase con este sospechoso?

—Ciertamente ha dado muchos datos a favor y en contra de la acusación —secundó O'Brien—. Pero, ¿cuál es su opinión final al respecto?

Pese a que la última palabra la tenían ellos tres, una conclusión por parte del Inquisidor era importante para el proceso. Les daría un punto de partida para comenzar sus deliberaciones, que casi siempre concluían con la misma opinión del Inquisidor. Así que ese era el momento que más expectativa le causaba a Frederic, y por consiguiente a todos en esa reunión.

Jaime respiró hondo y se paró firme en su sitio. Le hubiera gustado en esa ocasión decir algo diferente a las otras revisiones de la 13118 en las que había participado, pero lamentablemente su conclusión era bastante parecida a éstas.

—Mi opinión final está inconclusa, eminencias —murmuró despacio pero claro—. Ciertamente hay evidencias para suponer que Damien Thorn, o quizás la gente que lo rodean, han cometido actos sospechosos e indebidos a lo largo de estos años. Pero si tuviera que formular una teoría, me inclinaría más a pensar que estamos hablando de intentos de ocultar actos ilegales más mundanos, y que todos estos encubrimientos han sido perpetrados por los miembros aún con vida de la familia Thorn con el fin de obtener ganancia económica o personal. No encontré nada que pudiera apuntar directamente a la Hermandad o alguno de sus miembros conocidos en ninguno de estos actos.

—Entonces, para quedar claros —musitó Erasmus con gravedad—. ¿Usted no cree que Damien Thorn sea el sujeto que se está buscando? ¿Pese a las tres acusaciones que mencionó o a todos estos actos sospechosos entorno a él?

Jaime guardó silencio unos segundos, dubitativo. Pero una vez que tuvo bien estructurada en su cabeza su respuesta final, la soltó sin más.

—Si algo es casi seguro en todo esto, es que Damien Thorn necesita ser investigado y seguido más a fondo. Sin embargo, no creo que sea un asunto en el que el Scisco Dei o la Santa Sede deban inmiscuirse. Creo que hay otras organizaciones que pudieran hacerse cargo, si fuera necesario.

Y eso era todo: Damien Thorn y su familia eran sospechosos y potencialmente peligrosos, pero no había nada concluyente que lo señalara como el Anticristo que buscaban. Por lo que la recomendación era que el Vaticano se retirara del asunto hasta que surgiera más evidencia. Esa era la conclusión de todo eso, y sería exactamente la misma a la que llegarían los cardenales. Frederic lo veía tan claro que no necesitaba en lo absoluto recibir la notificación oficial, o siquiera seguir oyendo. Por esto mismo, y sin disimular ni un poco su inconformidad, el padre italiano se paró, se apoyó en su bastón y comenzó a avanzar hacia la salida sin pronunciar palabra alguna de despedida.

La partida abrupta de Frederic destanteó un poco a Jaime, pero no le impidió cerrar la reunión por su cuenta. Lo siguiente que hizo fue enviar un correo electrónico, que ya tenía redactado y listo, con toda la información que había presentado en esa llamada, y más.

—Les estoy haciendo llegar ahora mismo el expediente completo con toda mi investigación. Dejo a su criterio el siguiente paso a realizar, eminencias.

—Muy bien, padre Alfaro —asintió Erasmus—. Mañana por la mañana revisaremos todo lo que nos ha compartido, deliberaremos, y tendrán nuestra respuesta a más tardar cuarenta y ocho horas. Comuníqueles al padre Babato y a su equipo que hasta entonces, no tienen permitido acercársele más a Damien Thorn.

—Así lo haré.

—Estaremos en contacto.

—Buenas noches, eminencias.

Y la llamada se cortó en ese momento de forma abrupta, dejando todo el sótano sumido a en un sepulcral silencio, adicionado con una abrumadora sensación de soledad.

Jaime se tomó unos momentos para intentar calmar su mente y sus ánimos. Por un lado, todo había salido justo como lo había esperado. Dio su informe de manera completa, se hicieron las preguntas pertinentes, y las conclusiones quedaron plasmadas de forma clara. Y, aun así, no se sentía tranquilo ni feliz. Y en parte esto se debía a la conversación incómoda con la que tendría que enfrentarse al subir esas escaleras.

Era inútil postergarlo demasiado. Además, estaba cansado, quería recostarse, y (lo más importante) ocupaba un trago con urgencia. Así que tomó su tableta, apagó los equipos así como las luces, y subió a la planta baja de la casa parroquial. No le sorprendió ni un poco encontrarse con Frederic, de pie a un lado del marco de la puerta, apoyado con sus manos en el bastón y su espalda contra la pared. Era evidente que lo estaba esperando.

—No tenía conocimiento alguno de esas otras dos cartas —musitó Frederic despacio, casi como si fuera un simple comentario al aire y no dirigido hacia él. Aunque quedó claro que no era el caso cuando en ese momento se viró hacia el padre español y le cuestionó sin rodeos—: ¿Cómo es que diste con ellas?

—Tengo facilidad para descubrir cosas —respondió Jaime con estoicidad—. Creí que lo sabías.

Frederic bufó, más molesto que divertido por el comentario.

—Y a pesar de todo lo que descubriste, ¿aun así tu conclusión final fue inconclusa? ¿Aun así les dijiste que el chico no era nuestro asunto?

—Di la conclusión que tenía que dar —declaró Jaime con suma firmeza—. Lo acepto, Frederic; el chico es sospechoso, quizás incluso un peligro para quienes lo rodean. Pero se necesita más que cosas sospechosas para acusar de alguien de ser el Anticristo, y más para sugerirle a la Santa Sede que activamente realice una acción en su contra. Y más allá de esas tres acusaciones, que como bien dije las tres de alguna u otra forma podrían provenir de la misma fuente, no hay nada concreto que ligue a este chico con la persona que buscamos, ni tampoco con la Hermandad.

—En eso te equivocas —indicó Frederic con apuro, señalándolo con un dedo casi de forma acusadora—. Porque tú bien sabes qué si hay una conexión con la Hermandad en todo esto: Gema Calabresi.

La sola mención de ese nombre hizo mellas en la inmutable templanza del padre Alfaro, dejando en evidencia una irritabilidad en ascenso. Y aunque de seguro Frederic lo notó, eso no lo detuvo.

—Sabías de antemano que Gema estaba de alguna forma involucrada en esto, y aun así deliberadamente les ocultaste a los cardenales...

—¿Les oculté qué exactamente? —Exclamó Jaime con tono ya rozando lo hostil—. ¿Le oculté que te reuniste con un detective que podría o no hablar con fantasmas, y que te dijo que vio a uno que podría o no ser Gema, y que podría o no estar de alguna forma no específica relacionada con una niña, que podría o no haber venido a Los Ángeles para reunirse con Thorn?

A pesar de su molestia, Jaime no pudo evitar soltar una marcada risilla irónica, por lo ridículo que a él mismo le resultaba lo que acababa de decir.

—Por favor, Frederic. ¿En verdad creíste que informaría tal tontería al comité? Lo creas o no, te hice un favor al no mencionar en lo absoluto al detective Sear o tus teorías. Te habrían retirado de esta misión en un chasquido. Y comienzo a pensar que quizás habría sido mejor...

Dicho eso, y por su parte dada por terminada esa discusión, Jaime le sacó la vuelta a su compañero y comenzó a avanzar en dirección a su cuarto. Frederic, sin embargo, no tenía intención de dejar todo así, y avanzó sin vacilación detrás de él.

—Si realmente querías hacerme un favor, podrías haberme informado de esas otras dos cartas antes de presentárselas al comité. Podrías haberme dado oportunidad de investigar más por mi cuenta al respecto, y quizás presentar evidencia más sólida...

—No tenía ninguna obligación de hacer tal cosa —contestó Jaime con ahínco, deteniéndose y girándose hacia él para encararlo. Frederic se vio forzado a frenar de golpe, y un pequeño resbalón de su bastón casi lo hizo tropezar, pero se sostuvo—. Hice mi trabajo, justo cómo debía de hacerlo —prosiguió el padre español, defensivo—. Si te hacía falta información, debiste de haberla reunido antes de pedir que un Inquisidor viniera a revisar a tu sospechoso, no después. ¿O es que acaso creíste que vendría, mencionarías el nombre de Gema, y de inmediato me creería todo lo que me dijeras y no haría mi labor?

Los ojos de Frederic se abrieron por completo, espantados por tal acusación. Aunque, en la opinión de Jaime, se veían también bastante culpables.

—Por supuesto que no —respondió el padre italiano con voz apagada, agachando su mirada un poco—. Esa jamás fue mi intención...

—En verdad quiero creerte, amigo mío —mencionó Jaime con cierta amargura.

Jaime se giró de nuevo sobre sí mismo en la dirección que iba originalmente. Se sobresaltó un poco al ver de pie unos pasos más adelante por el pasillo a Karina, que miraba quieta en su dirección. Jaime no sabía qué tanto tiempo llevaba ahí o cuánto había escuchado, pero por su cara de desconcierto podía intuir que había sido suficiente.

Se paró entonces derecho y se acomodó su traje, intentando recuperar rápidamente su compostura.

—Si me disculpan, estoy un poco agotado, y quiero ir a descansar —indicó al tiempo que avanzaba un par de pasos, aunque se detuvo un poco después y se viró de regreso a Frederic una última vez—. Una cosa más. Los cardenales me pidieron que te recordara que hasta que no den su veredicto final, tu equipo y tú no tienen permitido acercarse a Thorn.

—Lo tengo claro —respondió Frederic con sequedad, como si aquello no tuviera en realidad nada que ver con él—. Gracias.

Jaime ya no esperó más y comenzó a caminar con más prisa hacia su cuarto. Karina se hizo rápidamente a un lado para dejarlo pasar; ni siquiera la volteó a ver cuándo la pasó. Una vez que el padre español dio la vuelta en la esquina, ella se apresuró preocupada hacia el padre Babato.

—¿Todo está bien, padre? —Musitó Karina despacio. Aun así, Frederic no hizo caso de su pregunta, y en su lugar se enfocó en uno de los tantos asuntos que le preocupaban mucho más.

—No podemos acercarnos a Thorn, pero eso no implica que no podamos investigar otras cosas —le indicó despacio, mirándola fijamente a los ojos.

—¿Qué otras cosas? —cuestionó la mujer, confundida.

—Durante la llamada con los cardenales, surgió una pista importante: las Dagas de Megido podrían haber estado hace cinco años aquí en los Estados Unidos, en poder de Richard Thorn, el tío de Damien.

—¿Las Dagas? —Exclamó Karina con asombro—. ¿Las siete?

—Eso parece. Contacta de inmediato a nuestros contactos en Chicago, para ver si alguien sabe algo al respecto. Quizás se encontraron entre los escombros del museo, quizás se confundieron con piezas de éste, se vendieron a alguien, o están sepultadas en una vieja caja de evidencias de algún recinto. Esas dagas son las únicas armas seguras que pueden darle muerte definitiva al Anticristo. Si están en poder de Thorn, o de quién sea... tenemos que recuperarlas.

Karina sólo respondió a su instrucción con un discreto asentimiento de su cabeza. Sacó entonces su teléfono de su bolsillo y se alejó caminando por el pasillo mientras comenzaba a marcar un número.

Frederic la observó alejarse, quedándose en su lugar un rato más, intentando acomodar sus ideas. Sin importar lo que el Vaticano dijera, no soltaría a Thorn. Estaba totalmente seguro de que él era a quien buscaban. Y aunque tuviera que ir en contra de las órdenes dadas, no permitiría que se volviera una amenaza mucho mayor de lo que ya era.

— — — —

Tal y como se lo propuso, Jaime se fue directo a su cuarto, cerrando la puerta con algo de ímpetu detrás de él. El sonido estridente de ésta hizo que él mismo se diera cuenta de qué tanto había perdido los estribos, lo que lo orilló a intentar calmarse con un pequeño ejercicio de respiración. Mientras hacía esto, se retiró con cuidado su cuello clerical y se abrió un poco su camisa para mitigar la sensación de sofoco que lo había aprisionado.

Avanzó hacia el buró a la derecha de la cama y dejó el clériman sobre éste. El siguiente paso lógico hubiera sido recostarse en la cama y dejarse llevar por todo ese profundo cansancio, y que lo condujera directo a un reconfortante sueño que tanta falta le hacía. Sin embargo, Jaime tenía otras prioridades, y en lugar de ello avanzó hacia su maleta, colocada horizontalmente sobre una silla, y la abrió con cuidado, aunque con un ligero temblor ansioso en su mano. Esculcó entre sus ropas, hasta que dio con lo buscaba con tanta ansiedad: una botella de Jack Daniels, aún quizás con la mitad de su contenido, que había comprado durante su viaje a Chicago. Reposaba ahí entre las prendas, esperándolo, con su líquido opaco meciéndose lentamente en su interior como un pequeño vaivén sugerente e hipnótico.

Permaneció de pie unos instantes, sólo mirándola en silencio, como si intentara convencerse a sí mismo de que no la tomaría; que quizás sólo le bastaba con echarle un vistazo, saber qué estaba ahí. Pero aquello era una mentira, y él lo sabía bien. Así que una vez que dejó de auto engañarse, tomó la botella con firmeza, desenroscó apresurado la tapa, y dio un largo trago directo de la boquilla, sin siquiera plantearse mejor rellenar su licorera. El líquido penetró caliente por su garganta, llevándose consigo gran parte de su preocupación y estrés. Cuando retiró la botella de su boca, soltó un profundo suspiro de alivio, de liberación y, ¿por qué no?, de paz.

Volvió a cerrar la botella, aunque sabía bien que no estaría así por mucho tiempo. Mientras lo hacía, su mirada estaba fija en la pared delante de él, contemplando aún en su mente sin embargo la pantalla con la imagen de los tres cardenales, su propia presentación, y la mirada de enojo y decepción de Frederic. También recordó el rostro de la novicia Loren, preguntándole con tono irónico: "¿Para recibir su aviso de que fue otra vez inconcluso?" Y a pesar de que le había dicho que quizás en esa ocasión no sería así, en efecto todo había sido igual que las veces anteriores: inconcluso...

Jaime se sentía seguro de lo que había hecho y dicho. Su posición era firme, las evidencias y su investigación lo respaldaban. Y aun así él...

—Hola, guapo —escuchó pronunciar detrás de él de pronto, como un sugerente ronroneo.

Jaime se estremeció al escuchar aquella voz, sintiendo un horrible escalofrío que le recorrió la espalda entera. Se viró rápidamente con aprehensión, encontrándose casi de frente con esa inusual figura tan fuera del lugar, sentada en la orilla de la cama, envuelta en ese hábito blanco y túnica negra, que le cubría casi todo el cuerpo, a excepción de su rostro afilado. Lo miraba atentamente con sus ojos curiosos, con sus manos apoyadas hacia atrás sobre las sábanas de la cama, mientras sus labios rosados se curvaban en una pequeña sonrisa astuta.

El rostro de Jaime perdió enteramente su color ante la espectral aparición. Sus manos se abrieron por sí solas, dejando libre la botella de Jack Daniels que se precipitó al suelo, rompiéndose en varios pedazos y regando lo que quedaba de su contenido por el suelo, sus zapatos y pantalón. Pero ni siquiera el estridente sonido del vidrio rompiéndose logró sacar a Jaime de su profundo estupor.

—¿Qué? —Susurró despacio, apenas siendo capaz de emitir algo cercano a un sonido—. ¿Gema...?

—¿A quién esperabas? ¿A la virgen María? —Respondió con tono burlón aquella imagen femenina, y justo después se paró abruptamente de la cama. Ese sólo movimiento provocó que Jaime retrocediera por mero instinto hacia atrás, chocando contra su maleta y haciendo que ésta cayera al suelo y parte de sus ropas se esparcieran por el suelo.

—¿Qué es esto? —Murmuró aturdido. Gema, o lo que fuera esa visión que se veía como ella, rio divertida por su reacción.

—Inconcluso, siempre con tus resultados inconclusos —murmuró Gema despacio, avanzando aunque no directamente hacia él, sino más bien a un lado como queriendo rodearlo por su flanco derecho. Jaime, aún paralizado en su sitio, sólo la siguió con la mirada, expectante y nervioso—. Cualquiera diría que se te dificulta comprometerte con una conclusión definitiva. Pero tiene sentido, viniendo de alguien que es sólo mitad sacerdote, mitad hombre, sin decidirse por uno o por el otro...

Aquella visión dio entonces un par pasos repentinos hacia Jaime, acortando la distancia que los separaba. Jaime retrocedió apresurado, reaccionando al fin.

—No, esto no es real —pronunció con fuerza, desviando su mirada hacia otro lado para no mirar directo a aquella... cosa. Esculcó con apuro el interior del bolsillo de su pantalón, hasta dar con su crucifijo, al cual se aferró con fuerza cerrando sus dedos entorno a él—. Dios te salve María, llena eres de gracia. El Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres...

—Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús —secundó Gema, alzando con ímpetu la voz. Jaime no pudo evitar volver la vista de nuevo hacia ella, mirando sorprendido como juntaba sus manos delante y alzaba su rostro al techo, en una jubilosa posición de rezo bastante exagerada—. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén, Amén, ¡¡Amén!!

Aquello último lo pronunció como un fuerte grito al aire, incluso alzando sus manos al cielo, adoptando una apariencia armoniosa, casi bella pese a todo. Se quedó en esa posición por unos segundos, y luego dejó caer abruptamente sus brazos hacia sus costados, y una sonora risilla punzante se escapó de sus labios sin más; sonando de hecho mucho más sincera que la oración que acababa de articular.

—¿No te da vergüenza? —cuestionó con tono acusador, dando pasos lentos y cautelosos hacia él—. ¿Pronunciar las palabras santas con esa boca que me susurró tantas palabras de amor al oído? ¿Qué me besó aquí...? —Colocó en ese momento su dedo índice sobre sus propios labios—. ¿Y aquí? —Bajó su dedo por su barbilla y su cuello, deteniéndose justo en el centro de su pecho—. ¿Y aquí...? —Su dedo fue bajando en línea recta por su torso, deslizándose por la tela oscura de su túnica, cruzando su vientre por el centro, pasando su ombligo, y bajando más...

Jaime se dio cuenta sólo hasta entonces, con profundo horror, que se había quedado casi embelesado, siguiendo el provocador movimiento de su mano por su cuerpo, hasta que éste llegó muy lejos.

—No, ¡basta! —Espetó con furia el sacerdote, y alzó rápidamente su mano al frente, colocando su crucifijo justo delante de la cara de aquella mujer—. Aléjate de mí, criatura impía...

—¿Qué pasa?, ¿no le gusta oír la verdad, padre? —Murmuró Gema risueña, sin mutarse ni un poco por el objeto sagrado que le plantaba de frente.

Incluso, para asombro y espanto de Jaime, sintió como las manos de aquel ser lo tomaban dulcemente de su mano, y hacía que la acercara más hacia su rostro, comenzando incluso a frotar éste contra los dedos que sujetaban el crucifijo. Jaime podía sentir su piel, su calor, incluso comenzó a percibir su olor, sobresaliendo incluso por encima del penetrante aroma a alcohol que comenzó a impregnar el cuarto. Todo se sentía tan real... como si en verdad ella estuviera ahí...

—Yo era sólo una mujer joven y pura que deseaba dedicarse a servir a su Dios —pronunció Gema, con un muy fingido gesto de malestar—. Yo te admira, Jaime. Confíe en ti, creí en ti... y tú te aprovechaste de mi ingenuidad...

—No, no fue así... —murmuró Jaime por mero reflejo. Su voz le temblaba cada vez más.

—¿Ah no? —Pronunció Gema contenta, inclinando su rostro hacia un lado—. ¿Entonces me amaste? ¿Es eso? ¿Me amaste más de lo que amas a tu Señor? —acercó en ese momento su dedo al pecho del hombre, haciendo pequeños círculos en el centro de éste de forma juguetona—. ¿Por eso ocultaste información a los cardenales? Porque la mentira por omisión sigue siendo mentira, ¿o no?

—¿Qué? —Exclamó Jaime azorado. Rápidamente se apartó de ella, le sacó la vuelta y retrocedió apresurado, tambaleándose un poco pues sentía que sus piernas le pesaban—. No, yo no hice tal cosa...

Sus piernas chocaron contra la cama y se doblaron, haciendo que cayera sentado en la orilla de la cama. Al virarse de nuevo hacia donde se suponía aquel ser debía estar, sintió una mezcla de confusión y alivio al ya no verla en lo absoluto...

La botella y la maleta estaban en el suelo, pero no había ni rastro de ella; como si nunca hubiera estado ahí, y quizás así había sido. ¿No tendría eso muchísimo más sentido?

Jaime sollozó un poco, y respiró profundo, intentando tranquilizarse. Todo debió haber sido una mala jugada de su cabeza. Debía agachar la cabeza, rezar y pedir perdón, sin importar cuántas veces lo haya hecho antes; debía seguir haciéndolo sin descanso...

De pronto, sintió como lo tomaban con fuerza de su cabeza dese atrás, y antes de que pudiera reacción su cuerpo enteró fue jalado hacia la cama, quedando de espaldas contra ésta. Y en lugar de ver el techo, lo que miró suspendido sobre él fue el rostro de Gema, mirándolo desde arriba, con el hábito blanco cayendo por un costado de su cabeza. Sus ojos estaban bien muy abiertos, y parecían brillosos y enloquecidos.

—Claro que lo hiciste —musitó Gema con complicidad en su voz—. No tiene caso que me mientras, Jaime. Yo sé muy bien que hace dos años, después de que supiste de mi muerte, realizaste tu propia investigación sobre qué estuve haciendo todo este tiempo. Y con esa "facilidad para descubrir cosas" tuya, descubriste que en un momento estuve yendo y viniendo de Chicago. Pero, ¿a qué? ¿De paseo? ¿De vacaciones? ¿Quizás fui a recorrer los Grandes Lagos? ¿O fui a reunirme con alguien...? ¿Con Damien Thorn, quizás?

—¿Damen Thorn? —Pronunció Jaime, con incredulidad sobreponiéndose a su terror—. ¿Te fuiste a reunir con él? ¿Él tuvo que ver con...?

—¿Con lo que pasó? —Completó Gema, seguida de una risa satírica, y luego por unas pequeñas e inofensivas caricias por su rostro usando apenas las yemas de sus dedos—. Jaime Alfaro, el gran y famoso Inspector de Milagros, es un ciego ante lo que se alza justo delante de él...

Las manos del espectro se apretaron abruptamente contra la cara de Jaime, haciendo que sus uñas incluso se encajaran un poco en su piel. Jaime gruñó con dolor, y se zarandeó intentando librarse de su agarre, sin ningún éxito. No era capaz de siquiera de desviar su mirada hacia otro lado, y tuvo que contemplar atónito como la sonrisa se Gema se ensanchaba tanto que casi parecía salirse de su cara, y sus ojos se agrandaban e inyectaban de sangre. Todo en ella comenzó a deformarse poco a poco, hasta alejarse casi por completo de lo que Jaime podría llegar a considerar un rostro humano.

—Yo nací justo y para servirle a él —musitó Gema, su voz sonando grave y gutural, pero aun dejando lo suficiente para que reconociera la voz de la mujer que alguna vez conoció—. Incluso cuando estaba contigo, incluso cuando me hiciste pecar y traicionar mis votos a favor de complacerte, mi destino siempre fue estar a su lado... E incluso ahora lo sigo haciendo... Yo siempre le he pertenecido... Y tú se lo permitiste, Jaime... Nunca viniste a salvarme...

Abrió entonces por completo su boca, soltando una estridente carcajada, y además dejando a la vista del sacerdote la hilera de afilados colmillos que se habían formado en el interior de la oscura caverna de su boca.

—¡No! —Gritó Jaime con todas sus fuerzas—. ¡Aléjate de mí, ser de las Profundidades!

Sacando fuerzas más allá de las que pensó sería capaz, empujó con frenesí a aquel ser lejos de él, y éste se hizo hacia atrás, cayendo de la cama. Sus uñas rasgaron su carne al apartarse de él, dejándole marcadas líneas rojizas a cada costado de su cara.

Jaime se paró de un salto, se apartó de la cama y extendió su crucifijo al frente, de forma protectora. Contempló entonces como aquella criatura surgía de detrás de la cama, apoyada en sus manos y pies contra el suelo, como un animal arrastrándose con su pecho casi pegado a tierra, y se aproximaba lento y cauteloso hacia él.

—San Miguel Arcángel, defiéndenos en la lucha —pronunció el sacerdote con ímpetu, sin bajar ni un poco su brazo, aunque sí fue retrocediendo por impulso al mismo ritmo que aquella criatura avanzaba—. Sé nuestro amparo contra la perversidad y las amenazas del Demonio. Qué Dios manifieste sobre ti su poder, es nuestra humilde súplica. Y tú, oh Príncipe de la Milicia Celestial, con el poder que Dios te ha conferido, ¡arroja al infierno a Satanás y a los demás espíritus malignos que vagan por el mundo para la perdición de las almas...!

En un parpadeo, aquella criatura pasó de estar arrastrándose en el piso, a estar de pie a menos de un metro, y al siguiente instante estaba justo delante de él, con sus narices a milímetros de tocarse. Lo tomó entonces de su cuello con una mano, y con una fuerza insólita pegó la espalda del sacerdote contra la puerta del cuarto, sujetándolo firme para que no pudiera moverse. El crucifijo de Jaime se zafó de su mano, cayendo en el suelo lo suficientemente lejos.

—¿Por qué Dios o sus Arcángeles ayudarían a un hombre sucio y repugnante como tú? —Rio Gema, mostrando de nuevo todos sus amarillentos y largos colmillos—. Eres tan patético, Jaime Alfaro; siempre gateando a ocultarse en las faldas de Dios cuando te es conveniente...

Acercó entonces su mano libre hacia su rostro. El reflejo de Jaime fue intentar apartarse hacia un lado, lo poco que la mano que lo sujetaba le podía permitir moverse, esperando que lo lastimara de alguna forma. En su lugar, sin embargo, Gema volvió a acariciarlo de esa forma dulce como hace rato.

—Pero aun así me gustas un poco, ¿sabes? —Murmuró esa voz tan grotesca, y aun así humana, que emanaba de algún lugar profundo de aquel ser—. ¿Por qué no me das un besito como en los viejos tiempos...?

Una larga y viscosa lengua se asomó desde lo profundo de la cavernosa y oscura boca de Gema, asomándose a través de sus colmillos como una ponzoñosa serpiente, y aproximándose hacia el rostro de Jaime con amenaza en su postura al colocarse justo enfrente de sus ojos para que pudiera contemplarla directo.

—¡No! —Exclamó Jaime exaltado, intentando pegarse lo más posible contra la puerta, y moviéndose para esquivar el contacto de aquella asquerosa lengua. Sus intentos parecieron inútiles, y al final, la húmeda punta se presionó contra su mejilla, recorriéndola de abajo hacia arriba. Jaime sintió como le quemaba la piel como ácido, y no pudo evitar soltar un estridente grito de dolor.

La puerta a sus espaldas intentó abrirse en ese momento, aunque su cuerpo se encontraba oprimida contra ésta ofreciendo resistencia. Jaime fue prácticamente empujado al frente, y ya no sintió ni la mano de Gema sujetándolo del cuello, ni tampoco aquella lengua recorriéndole la cara. Avanzó tambaleándose al frente, cayendo de rodillas en el suelo, y luego apoyándose en sus manos contra éste para no desplomarse por completo.

Jaime levantó su mirada alerta, buscando desesperado a Gema en algún rincón escondido del cuarto. Sin embargo, de nuevo había desaparecido, y una vez más se encontraba solo...

O, quizás no por completo.

—Jaime —escuchó la voz de Frederic a sus espaldas, un instante antes de que el padre italiano colocara su pesada mano sobre su hombro.

Jaime saltó asustado por aquel repentino toque, y rápidamente agitó su brazo derecho, apartando la mano de su colega. Luego retrocedió asustado por el piso para alejarse de él, hasta que su mano irremediablemente se encontró con uno de los pedazos rotos de la botella de whiskey, lastimándose la palma. El dolor provocado por dicha herida pareció hacerlo despertar, aunque fuera un poco.

—¿Qué es lo que te pasa? —inquirió Frederic con preocupación, colocándose de rodillas delante de él. Detrás de él se encontraba Karina, que observaba todo desde el marco de la puerta. Los gritos de Jaime habían alertado a toda la casa, pero ellos habían sido los primeros en arribar hasta ahí—. ¿Estás bien? Jaime, ¿me oyes?

Jaime lo oía, en efecto, pero su mente se encontraba demasiado dispersa como para detenerse a procesar lo que le decía, mucho menos en pensar en algún tipo de respuesta. Su mirada se turnaba de su mano herida al resto del cuarto, aun esperando ver algún rastro de la horrible criatura, asomándose desde algún rincón. Apenas y reparaba en la presencia de Frederic y Karina.

—¿Dónde está? —Cuestionó de golpe en voz alta, sonando más como una exigencia, aunque no era claro hacia quién.

—¿Dónde está quién? —Le preguntó Frederic con confusión, pero Jaime en ese momento se paró como pudo, ignorando su pregunta.

—No, no es cierto... no es cierto... —Repitió varias veces, mientras se aproximaba apresurado al espejo de la pared, pegado a un lado de la cómoda.

Jaime se inclinó sobre el espejo, observando detenidamente su propio rostro en el reflejo. Esperaba ver en su piel las marcas claras de las uñas de Gema, o la quemadura que le había provocado con su lengua. No había nada de eso... Y de hecho, salvo por su mano, ya no sentía ningún otro dolor; no físico, al menos.

—¿Qué pasa, Jaime? —Cuestionó Frederic detrás de él, y justo después desvió su mirada hacia el charco de alcohol en el suelo, y los pedazos de vidrio regados sobre éste—. ¿Acaso... viste algo?

El padre Alfaro se giró rápidamente hacia él, con sus ojos pelones llenos de asombro y miedo por tal pregunta. Permaneció en silencio, observando tanto a Frederic como a Karina, que lo observaban expectantes y, desde la perspectiva de Jaime, juzgadores.

Aquello no pudo haber sido causado por su mente; no pudo simplemente haber imaginado todo eso... no podía ser...

Sin embargo, la alternativa le resultaba muchísimo más difícil de aceptar.

Sin responder nada, Jaime les sacó la vuelta a ambos y se dirigió con paso apresurado al baño compartido al final del pasillo; de seguro con la intención de lavarse su herida.

—Jaime, espera —espetó Frederic con aprensión, y de inmediato apuró el paso detrás de él, aunque con velocidad bastante reducida debido a su cojera y su bastón. Karina igual lo siguió, en silencio.

Ambos notaron desde el pasillo a Jaime a través de la puerta abierta del baño, inclinado sobre el lavabo y dejando que el chorro de agua le cayera directo en la palma. El pedazo de vidrio, manchado con su sangre, reposaba a un lado de la llave.

—Padre Babato —escucharon que la reconocible voz de Carl pronunciaba detrás de ellos. Karina se detuvo y se viró hacia atrás, notando a su compañero que se acercaba apresurado hacia ellos. Frederic, sin embargo, no se detuvo.

—Ahora no, Carl —le indicó Frederic con aspereza, mientras proseguía hacia el baño con el fin de encarar a Jaime.

—Es importante —recalcó Carl—. Recibimos información de que algo ocurrió en el Edificio Monarch.

Aquello no sólo hizo que Frederic se detuviera, apenas a medio metro de la puerta del baño, y se virara por completo hacia su ayudante; sino que además incluso Jaime alzó su mirada hacia el hombre alto y fornido, con sumo interés.

—¿En dónde se hospeda Thorn? —Cuestionó el padre Alfaro, saliendo del baño al tiempo que amarraba un pañuelo blanco alrededor de su mano.

Carl asintió con afirmación.

—Al parecer una o dos personas irrumpieron en el pent-house. La policía está allá cubriendo todo el sitio.

—¿Quiénes? —Cuestionó Frederic, alarmado—. ¿Acaso fueron por Thorn?

—No lo sabemos; en estos momentos parece que nadie sabe mucho. ¿Qué hacemos, padre?

Frederic apretó sus labios en una mueca reflexiva, e inspeccionó con la mirada sus propios zapatos mientras repasaba todo lo que acababa de averiguar ese día, antes de dar una respuesta a esa última pregunta.

¿Quién podría haberse metido de esa forma al departamento de Thorn? ¿Y con qué propósito? ¿Podría ser un hecho no relacionado con el asunto que les concernía? Después de todo, era un chico rico quedándose solo en Los Ángeles. Y además de ellos, ¿quién más podría saber quién o qué era realmente ese chico? Además claro de...

Y de pronto una idea le cruzó con fuerza por la mente, o tal vez una posibilidad era la mejor forma de describirlo. Y dicha posibilidad, o lo que fuera, lo hizo jalar su mirada lentamente justo hacia Karina. Ésta pareció casi percibir en la mirada de Frederic la acusación que le estaba cruzando por la mente en esos precisos momentos, e incluso desvió su cara hacia otro lado con cierta vergüenza.

«Karina, ¿qué hiciste?» pensó Frederic, deseando pronunciar dicha pregunta en voz alta, pero prefiriendo no hacerlo; no frente a Carl y Jaime, al menos.

—Nada, no haremos nada —respondió con pesar el sacerdote tras unos instantes—. Tenemos instrucciones de no acercarnos...

—Vayamos a ver —interrumpió Jaime de golpe, interviniendo en la conversación, y por consiguiente tomando por sorpresa a todos.

—¿Qué? —Exclamó Frederic, confundido.

—No pueden acercarse a Thorn, pero eso no significa que yo no pueda seguir con mi investigación —aclaró Jaime, con una casi irreal frialdad en su voz, considerando el estado delirante en que se encontraba hace sólo unos segundos—. Carl, Karina, llévenme allá, por favor.

Karina y Carl se miraron entre ellos con vacilación en sus rostros, y luego se viraron hacia Frederic en busca de alguna instrucción. Éste, sin embargo, estaba igual o más perplejo que ellos.

—¿Estás seguro, Jaime...?

—Por completo —respondió rápidamente, comenzando incluso a caminar por el pasillo con apuro—. Andando.

—Jaime, espera...

Frederic se apresuró a tomarlo de su brazo con fuerza para detenerlo, casi perdiendo el equilibrio por el movimiento tan brusco, pero su leal tercera pierna de madera lo sostuvo lo suficiente.

—¿Seguro que estás bien?

—¿Quieres que cambie mi decisión o no? —Exclamó Jaime desafiante, zafándose de un tirón del agarre del otro sacerdote. Cuando lo volteó a ver, Frederic notó también en su mirada una inusual rabia—. ¿Quieres que considere seriamente la posibilidad de que este chico es a quién buscamos? Entonces no interfieras y déjame hacer mi trabajo.

Aquello desconcertó a Frederic, pero casi en igual medida lo irritó bastante por la forma en qué le hablaba. Lo soltó en ese mismo momento, dejándolo simbólicamente libre para que hiciera lo que quisiera.

—Hagan lo que dice —les indicó con sequedad a Carl y Karina—. Al parecer el padre Alfaro sabe lo que hace... o eso espero.

Jaime no dijo nada, ni agradeció con ninguna palabra o ademán. Simplemente se viró de nuevo al camino y comenzó a avanzar igual que antes.

—Antes de irnos pasaré un segundo a mi habitación —les indicó con seriedad, y los tres contemplaron como su figura se perdía detrás de la puerta cerrada del cuarto.

El padre español no había ido ahí a recoger su crucifijo, ni su biblia, ni tampoco su cuello clerical. No, lo que lo había llevado de regreso ahí era mucho más... mundano.

Se agachó sobre su maleta, aún tirada en el piso, y esculcó entre sus ropas con más desesperación de la que había tenido al momento de buscar su botella. Sacó tras un rato de entre las prendas un estuche rectangular negro, que colocó sobre la silla a un lado para poder abrir sus seguros con combinación, y revelar lo que ahí guardaba: una pistola cargada color metálico, de apariencia casi nueva...

Jaime contempló el arma en su estuche unos segundos; de nuevo, engañándose a sí mismo con la posibilidad de que no la tomaría, cuando estaba totalmente seguro que sí en cuanto comenzó a buscar. Así que sin esperar demasiado, la tomó con una mano, se paró y se la metió en el pantalón en su espalda. La sensación fría le caló, incluso a través de su camisa.

Se miró un último instante al espejo, y por un segundo le pareció percibir los arañazos y la quemadura, aunque al parpadeo siguiente se esfumaron de nuevo.

Sin perder más tiempo, se dirigió a la puerta y salió directo a enfrentar lo que, según Gema le dijo, había estado evitando...

FIN DEL CAPÍTULO 103

Notas del Autor:

En estas últimas semanas han estado pasando muchas cosas en mi vida. La mayoría buenas, cabe mencionar, pero que de una u otra forma me han mantenido lejos del teclado, salvo por las horas de trabajo. Así que eso me ha atrasado mucho en mi escritura. Pero bueno, aun así he intentado ir avanzando poco a poco; cada día un poco más.

En la tardanza de lograr terminar este capítulo también influyó que éste en particular fuera algo complicado, como bien pudieron ver. Muchos diálogos, pero también algunas revelaciones importantes. Gema vuelve a hacer de las suyas con intenciones desconocidas. ¿Qué es lo que realmente quiere este misterioso ser? Quizás dentro de poco lo descubramos... Mientras tanto, lo siguiente será volver con Matilda, Cole, Samara y los otros. Y claro, aquellos que les van pisando los talones. Estén al pendiente, que este tormentoso día en Los Ángeles aún no termina...

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