Capítulo 09. Mátala
Resplandor entre Tinieblas
Por
WingzemonX
Capítulo 09.
Mátala
Había sido una semana bastantes silenciosa en los momentos de sesión entre Matilda y Samara. El día siguiente de lo ocurrido en el jardín, y de la plática sobre Carrie, Samara no había querido verla, alegando sin embargo que "quizás mañana"; al menos así le había pasado el mensaje el Dr. Scott.
Matilda llegó a pensar que quizás el incidente había sido mucho más serio para Samara de lo que había previsto. Para su suerte, al día siguiente Samara sí aceptó verla, tal y como había prometido. Pero dicho día, y los dos que le siguieron, la apertura de la niña se vio bastante mermada, por no decir que era prácticamente inexistente. Casi no respondía a sus preguntas, y la mayor parte del tiempo se mantenía callada en su lugar. Cuando Matilda le pedía hacer algo en especial sobre el papel, sin embargo, aceptaba hacerlo en silencio, pero no más. Intentó un par de veces hablar con ella directamente de lo sucedido, pero se mantuvo renuente.
En ese cuarto día, a media sesión, Matilda le mencionó de Cody; de cómo le gustaría que lo conociera, y que ambos platicaran un poco. Le dijo que eso podría ayudarle mucho. Samara, sin embargo, sólo la miró de reojo en silencio, pero no le respondió absolutamente nada.
Al quinto día, la actitud de Samara mejoró un poco. Ya se encontraba más receptiva, aunque algo ausente. Le respondía más, y ya no se veía molesta... pero sí algo más. Matilda no lo identificó de inmediato, pero le pareció que podría haber sido pena. Casi terminando la sesión, le preguntó de nuevo si quería hablar de lo ocurrido el otro día, pero ella sólo negó con su cabeza.
El sexto día parecía que sería un poco igual al anterior. Se encontraban en la misma habitación con temática infantil, sentadas en esa pequeña mesa para la que ambas resultaban ser relativamente grandes. Samara trazaba imágenes en el papel, cada vez de una forma mucho más controlada y rápida, aunque cada una seguía transmitiendo una sensación bastante fría y oscura.
Matilda se encontraba en su silla, observándola, y de vez en cuando anotando em su libreta dichas observaciones. Se encontraba realmente ensimismada en sus propios pensamientos, que se situaban entre el momento presente, pero en su mayoría en toda la situación en general que las había venido acompañando durante ya casi una semana.
De pronto, algo cambió abruptamente.
—Lo siento —escuchó que Samara pronunciaba de la nada; despacio, pero claro, después de casi media hora de absoluto silencio.
Matilda alzó su mirada, casi alarmada. Samara la miraba por el rabillo del ojo desde el otro extremo de la pequeña mesa, con sus largos cabellos cayéndole al frente.
—¿Cómo dices, querida?
Samara agachó su mirada, apenada. Sus dedos se apretaban entre ellos sobre la mesa, de forma nerviosa.
—Lamento lo que dije el otro día en el jardín —Susurró despacio, sin atreverse a verla directamente—. Y lamento cómo me he comportado contigo estos días. ¿Estás molesta conmigo?
Matilda se sintió realmente confundida por tan repentino cambio. No esperaba que se fuera a disculpar tan abruptamente, o que pensara en disculparse siquiera. La había tomado desprevenida, pero no podía dejar que dicha situación se le escapara de las manos.
—No, claro que no, pequeña; descuida —le respondió rápidamente, sonriéndole con toda la amabilidad que le era posible, pues no le era muy sencillo fingir que lo ocurrido no le afectaba en lo absoluto—. Yo lamento si te hice sentir mal de alguna manera. Pero lo que te he dicho desde la primera vez que nos vimos, es la pura verdad.
Extendió entonces su mano por encima de la mesa, muy despacio, hasta colocarla sobre las de ella. Creyó por un momento que las apartaría, pero no lo hizo. Las dejó ahí; y al fin la volteó a verla, y pudo notar cierto brillo de esperanza en su mirada.
—Estoy aquí para ayudarte a salir de aquí y volver con tus padres. Y te vuelvo a prometer que haré todo, todo lo posible para que eso ocurra. ¿Confías en mí?
Samara no respondió de inmediato, pero al final asintió con su cabeza; al principio despacio, pero luego con un poco más efusividad.
—Confío en ti, Matilda. Por eso no quiero que estés molesta conmigo. Tú me agradas; no eres como los otros doctores, o como los otros adultos. A ti no te doy miedo.
—¿Por qué me daría miedo una niña con dulce y linda como tú? —Comentó con un tono ligeramente juguetón, y por primera vez en todo el tiempo que llevaba en Eola, notó como las mejillas de la pequeña se sonrojaban, resaltando considerablemente en su pálida piel.
Samara apartó en ese momento su mirada, al igual que sus manos; más por pena que por molestia, según su perspectiva.
—Y no tienes que preocuparte —continuó Matilda—. No estoy molesta en lo absoluto. De hecho, me alegra que podamos hablar de esto y arreglarlo.
Samara asintió levemente.
—Lamento haber reaccionado así —declaró con firmeza—. No conocí a Carrie, pero estoy segura de que a ella también debiste de haberle agradado mucho.
Matilda sintió una mezcla de emociones en ese momento. Por un lado, un pinchazo en el estómago por la mención de Carrie, y por el otro orgullo y felicidad por ver a Samara en un estado tan expresivo y maduro en su forma de hablar, más apegado a su edad.
—Eso no lo sé. Sólo sé que podría haber hecho mucho más por ella, pero no tuve el tiempo o la oportunidad suficiente. Pero, sería mejor si ya no hablamos de ello... al menos por ahora, si estás de acuerdo.
—Sí —afirmó la niña con cautela—. No volveré a hacerlo.
—Gracias, Samara.
Matilda sintió un ligero alivio en el corazón. Sin embargo, no era completo. Si algo había aprendido en sus años tratando a personas, sobre todo a niños, es que difícilmente podían soltar un tema tan denso y profundo como ese. Sabía que tarde o temprano tendrían que tocarlo de nuevo, y esperaba estar mejor preparada para ello en ese momento.
—Sobre tu amigo que me dijiste que querías presentarme —comentó de pronto, como queriendo cambiar el tema. Esto volvió a sorprender a Matilda. Estaba segura que hablaba de Cody, pero creía que ni siquiera le había puesto atención cuando se lo dijo—. ¿Él también hace cosas como nosotras?
—Hace otro tipo cosas, mucho más singulares —le respondió con un aro de misterio rodeando sus palabras—. Pero si tu pregunta es si también Resplandece, sí. Te agradaría; es profesor de primaria y secundaria. Es un experto en mariposas, y es muy inteligente.
—¿Cómo tú?
—No tanto —respondió Matilda con falso orgullo, lo que hizo que Samara sonriera jovial.
¿Sonrisa y sonrojo?; eso era demasiado bueno para ser cierto. ¿Qué había causado exactamente dicho cambio? ¿En qué tanto había estado pensando esos días en los que no le dirigía la palabra? Le hubiera gustado preguntárselo, pero no considero que fuera el momento adecuado.
—Si tú piensas que me podría ayudar... quisiera conocerlo.
—¿De verdad?
Samara asintió de nuevo.
—Pero antes de eso... hay algo que... creo que debo contarte.
Su semblante volvió a perder su color, su sonrisa desapareció, y sus largos cabellos negros volvieron a caer sobre su rostro, ocultando gran parte de él cuando agachó la mirada hacia la imagen que se encontraba creando en esos momentos.
—No se lo he dicho a los otros doctores, ni a mis padres.
—¿De qué se trata? —Cuestionó Matilda, intrigada por el extraño aire que empezó a rodearla de pronto.
—Es sobre mis pesadillas, de las que te conté antes. —Guardó silencio unos segundos. Tenía las manos sobre sus muslos, debajo de la mesa, pero a Matilda igual le pareció que estaba apretando la tela de su bata entre sus dedos. ¿Señal de nervios? ¿De... miedo quizás?—. Hay algo que no te dije, algo que siempre aparece en ellas.
Su voz complementaba su primera suposición. Lo que sea que estuviera por decirle, parecía que le afectaba, a un nivel bastante profundo. Matilda se inclinó un poco hacia ella, intentando colocar su rostro a la misma altura del suyo, y poder verla a los ojos.
—¿Qué cosa es?
Samara negó lentamente con su cabeza.
—No lo sé... es...
De pronto, se escuchó con fuerza como alguien llamaba a la puerta de pronto, interrumpiendo las palabras de la niña.
—Un segundo —exclamó Matilda para que la escuchara quién quiera que estuviera afuera, pues no era para nada el momento para que le interrumpieran. Sin embargo, volvieron a insistir—. ¡Dije un segundo! —Exclamó de nuevo, ahora con más fuerza, pero el resultado fue el mismo.
Matilda soltó una pequeña maldición. Guardó su libreta en su bolso, y se paró apresurada.
—Espérame sólo un segundo, ¿está bien?
Samara asintió, y miró en silencio como salía del cuarto.
Del otro lado de la puerta, Matilda se encontró de frente con la complaciente cara del Dr. Scott, quien le sonrió amistosamente al verla salir.
—Dr. Scott, siempre tan oportuno —señaló Matilda con un nada sutil sarcasmo.
—Me agradecerá que la interrumpa, doctora. De ahora en adelante nunca podrá decir que no le hago favores.
Matilda arqueó una ceja, confundida.
—¿De qué está hablando ahora?
—Conseguí convencer a la señora Morgan de que hable con usted.
Aunque enojada en un inicio, la siguiente reacción de Matilda fue de absoluta sorpresa tras escucharlo decir esas simples palabras.
—¿La madre de Samara? ¿Enserio?
Le había solicitado hablar con Anna Morgan, también internada en ese mismo sitio, desde su tercer día en Eola. Pero la renuencia del Dr. Scott había sido tan grande, y éste no lo volvió a mencionar de nuevo, así que ella había creído que sencillamente la había tirado por loca e ignorado su petición. Ella además, tras la plática con Eleven, su viaje a Seattle, Moesko y Silverdale, y luego el incidente en el jardín, prácticamente lo había olvidado también.
Pero seguía siendo un tema que no se podía ignorar.
—Eso es excelente... ¿cuándo puede ser?
—Ahora mismo.
—¿Ahora? —Exclamó Matilda con fuerza, pasmada.
Scott asintió, bastante expresivo en su acto.
—En estos momentos se encuentra considerablemente tranquila, y parece receptiva. Le recomiendo que aproveche, porque no sabría decirle cuánto durará así.
Matilda titubeó unos instantes. Era importante que pudiera hablar con la señora Morgan, en efecto; la relación con ella era bastante primordial para el correcto desarrollo de Samara. Pero igualmente la conversación que estaban por tener parecía bastante importante.
Al final, tuvo que tomar una decisión rápida. Siempre podría hablar con Samara mañana, si ella estaba de acuerdo, pero Anna Morgan era un tema bastante distinto.
—Está bien. Sólo deme un minuto.
—No hay prisa —murmuró Scott con tranquilidad.
Matilda entró de nuevo al cuarto, no sin antes dar un pequeño respiro para intentar calmarse, y así poder hablar con Samara de mejor forma. Al ingresar, la niña se le quedó viendo, expectante. Ella le sonrió, de nuevo, de la forma más sincera que le era posible.
—Samara, te tengo una buena noticia —exclamó entusiasmada, antes de sentarse de regreso en la misma silla de antes—. El Dr. Scott me acaba de decir que podré hablar con tu madre, ahora mismo.
Los ojos de la pelinegra se iluminaron ampliamente al escuchar eso, y sin decir palabra alguna, se podía notar que intentaba decirle: "¿Enserio?".
—Por eso tengo que terminar temprano nuestra sesión. Pero volveré mañana a primera hora para que continuemos con esta plática, ¿está bien?
Samara transmitió una mezcla de sentimientos en su rostro, entre emoción y decepción por la noticia. Al igual que Matilda, de seguro se debatía entre la importancia de ambas situaciones. Todo lo que involucraba a su madre era sin duda importante para ella, pero igual lo era lo que quería decirle.
—¿Pero sí volverás mañana? —Le cuestionó, algo insegura.
—Claro que sí. Te lo prometo.
Extendió entonces su mano hacia ella a modo de saludo. Samara la miró unos momentos, confundida, pero luego accedió a estrecharle la mano. Matilda hizo que las bajaran y subieran repetidamente de una manera un tanto exagerada y cómica, que hizo que de nuevo Samara sonriera divertida.
—Gracias —murmuró la pequeña, con un tono bastante más suave y dulce.
—No tienes que agradecerme nada. ¿Quieres que le diga algo a tu madre de tu parte?
Samara asintió lentamente de nuevo.
—Dile que la quiero.
— — — —
Scott guío a Matilda por una serie de pasillos, hasta la habitación de Anna Morgan. Dicha habitación se encontraba prácticamente al otro lado del hospital; en la punta contraria al cuarto de Samara, de hecho. Se preguntó si eso habría sido apropósito.
Había estudiado con anterioridad todo lo que pudo sobre ella. Era una mujer de familia acomodada, criada siempre rodeada de caballos, los cuales eran su más grande pasión. La única cosa que quizás podría haber añorado más que sus caballos, criados y cuidados por ella misma, era el ser madre. Lo intentó sin existo varias veces, y fue ahí en dónde entró el proceso de adopción; estos dos últimos, sin embargo, no los conoció hasta que habló directamente con su esposo.
Según lo que decían, al igual que pasó con los caballos, Samara la había, a reserva da una mejor palabra, "atacado" con sus habilidades. No existía constancia de cómo o porqué había sucedido dicho "ataque", pero fuera como fuera había dejado deteriorada su personalidad. Se suscitaron ataques de ira y delirantes en los días siguientes, sumados a tendencias suicidas, que culminaron en al menos un intento fallido. Luego de ello, había sido internada ahí junto con Samara.
En las descripciones de qué fue lo que Samara le hizo exactamente, y de dónde se deriva la teoría de que eso mismo les hizo a los caballos de su rancho, Anna afirmó la hizo ver imágenes. Imágenes horribles, que volvían a ella de vez en cuando, y era incapaz de sacar de su cabeza, causándole una fuerte obsesión. Las descripciones de dichas imágenes en los reportes que el Dr. Scott le pasó, eran bastante imprecisas. Los elementos recurrentes parecían ser oscuridad, agua, frío, muerte; no siempre visualmente, pero sí al menos en la sensación que transmitían. Matilda no podía evitar pensar que ocurría lo mismo con las imágenes que había visto crear a Samara sobre el papel.
Afuera de la puerta del cuarto, los esperaba un enfermero, que se encargó de abrir con sus llaves en cuanto se acercaron.
—Toda suya —exclamó Scott, dejándole el paso libre para que pasara.
—¿No entrará conmigo? —Le cuestionó Matilda, algo extrañada.
—Creí que le gustaba la privacidad, doctora Honey —murmuró con un tono irónico, que a Matilda no le provocó nada de gracia—. Además, ella pidió expresamente hablar a solas con usted. Así que, adelante.
Volvió a extender su mano para indicarle que pasara, y por un momento Matilda sintió como si estuviera caminando a algún tipo de trampa.
Caminó cautelosa delante de Scott y el enfermero, e ingresó a la habitación. Apenas y colocó un pie dentro, cuando sintió que cerraban la puerta detrás de ella. Se le vino a la mente un pequeño Déjà vu de su primera noche en ese sitio.
La habitación en tamaño y apariencia era bastante parecida a la de Samara. Según había leído en su expediente, la tenían en una habitación así, no por ser peligrosa, sino más bien por el riesgo de que se hiciera daño a sí misma. Aunque, evidentemente, eso no había vuelto a ocurrir en las últimas semanas, al parecer al Dr. Scott aún no le parecía suficiente como para cambiarla a otro dormitorio más accesible.
En parte era comprensible, considerando las circunstancias. Cuando a alguien se le introduce esa idea en la mente, era muy difícil dejarla ir, y menos en sólo un par de meses; con más razón si lo que Cody y ella pensaban de la verdadera naturaleza del Resplandor de Samara era cierto.
Sin embargo, el cuarto tenía algo que el de Samara no: una ventana en la pared del fondo, que si no se equivocaba debía de dar de seguro al patio trasero. Por ésta entraba abundante luz del sol; de hecho, la luz de la habitación estaba apagada, y la que entraba por la ventana era la única iluminación. Parecía poco, pero ese sólo detalle cambiaba bastante la sensación de encierro. De hecho, ahí mismo fue donde vislumbró a la ocupante de dicho cuarto: de pie frente a la ventana, con sus brazos cruzados, mirando fijamente por ella hacia el bosque del otro lado de la barda que rodeaba al hospital.
Anna Morgan era una mujer alta; definitivamente más alta que ella, aunque eso no era decir mucho. Tenía cabello negro, muy largo y suelto como el de Samara, aunque el de ella era bastante menos lacio y se veía un poco descuidado. Usaba también una bata blanca de hospital, pero encima de ésta llevaba un suéter color café claro.
No la volteó a ver al entrar, ni cuando cerraron la puerta detrás de ella, casi como si no se hubiera dado cuenta de su presencia.
—¿Señora Morgan? —Murmuró Matilda despacio, pero siguió sin percibir alguna reacción de su parte—. Señora Morgan, son Matilda Honey. Su esposo...
—Sé quién eres —Interrumpió la mujer ante ella con una voz grave e irónica—. Eres la doctora milagrosa, que vino a... curar a esa niña.
Se giró lentamente hacia ella, y entonces logró ver al fin su rostro; éste, sin embargo, dejó a Matilda algo impresionada. Se veía algo mayor para la edad que tenía, con varias arrugas alrededor de su boca y ojos. Estos, precisamente, se encontraban enrojecidos, y tenían dos grandes ojeras marcadas debajo. Sonreía, pero el resto de su rostro parecía demasiado inexpresivo... aterradoramente inexpresivo.
No dejó que eso la intimidara, y en su lugar se mantuvo tan firme como había entrado.
—Señora Morgan, su hija...
—¿Mi hija? —Exclamó con una exagerada sorpresa, seguida de una aguda risa... y luego una completa expresión de frialdad—. Esa cosa no es mi hija...
La forma en que había dicho eso estaba tan cargada de odio y enojo, que a Matilda le heló la sangre. Era casi como si hubiera estado hablando de algún animal o insecto... o incluso algo menos que eso.
—Se ve que eres una chica inteligente —añadió—; de seguro ya lo descubriste, ¿cierto?
Matilda se negó a responderle, aunque su silencio posiblemente fue suficiente respuesta. En su lugar, prefirió terminar lo que iba decir antes de ser interrumpida.
—Samara no tiene ninguna enfermedad que amerite ser curada.
—Dile eso a mis caballos —arremetió la señora Morgan, comenzando a avanzar hacia la cama—. Mis hermosos caballos. Seres tan nobles, tan leales, tan puros... hasta que ese demonio se metió en sus cabezas, y las sacudió hasta el punto en el que prefirieron terminar con sus vidas antes de pasar otro segundo con esas horribles imágenes. Yo los entiendo, porque pasé por lo mismo...
Luego de rodear la cama, terminó prácticamente frente a Matilda, y aprovechó la posición para mostrarle sus muñecas; o, más bien, las heridas de cortes en ellas, cicatrizadas recientemente. La psiquiatra enmudeció; era realmente una imagen impactante de ver, no importaba las veces o las personas que fueran.
Anna retrocedió, se abrazó a sí misma, y se sentó en la orilla de la cama. Volvió a sonreírle de esa misma forma incómoda de antes.
—Debí mejor de haber usado la navaja en ella.
—Señora Morgan...
—Anna —cortó abruptamente, con un tono de falsa cordialidad bastante marcado—. Llámame Anna. De seguro has leído tanto de nuestras vidas en tus expedientes y análisis psicológicos, que ya te has de sentir como parte de nuestra dulce familia. ¿O no? Ese fue mi pecado, ¿sabes? Querer tanto una familia; anhelar tanto ser madre. Debí haber entendido que no era mi destino. Pero no, no... fui arrogante, egoísta. Lo quería todo. Un esposo amoroso, una linda casa, un amplio rancho, y mis hermosos caballos; nada de eso era suficiente para Anna Morgan. Tenía que traer la oscuridad y la destrucción a su vida para sentirse plena. Y miré en dónde he terminado por eso.
Miró a su alrededor, señalando con su mirada al cuarto en el que se encontraban.
A Matilda le era un poco difícil mantener su mirada de póker. La noticia de que podría hablar al fin con la Señora Morgan le llegó tan imprevisto y de sorpresa, que no había podido prepararse con anticipación para esa plática; especialmente mentalmente. Sabía que la situación era difícil, pero la actitud que ahora veía en esta mujer le demostraba que no tenía ni idea.
Fuera como fuera, tenía que intentar mantenerse calmada. Se acercó a ella, parándose delante. Le hubiera gustado tener alguna silla para sentarse, pero evidentemente era de esas cosas muy peligrosas para tener en la habitación de esa paciente.
—Anna, sé que en estos momentos se siente confundida, molesta y asustada, y eso es normal —comenzó a decirle con suavidad; ella la miraba atentamente en silencio—. Pero tiene que entender que todo lo que Samara ha hecho, jamás lo ha hecho con mala intención. Ni contra usted o su esposo, o sus caballos. Ella aún no domina lo que puede hacer, pero lo hará; para eso estoy aquí. Y una vez que lo logre, podrá tener una vida normal, como cualquier otra niña. Usted y ella podrán volver a casa, y todo podrá volver a ser como era antes.
—¿Cómo antes? —Exclamó Anna con hastío—. No pondré ni un pie en esa isla, si esa niña está siquiera cerca de ella. En comparación, estoy mucho más segura aquí.
Matilda sintió un pequeño nudo en la garganta al escucharla decir eso.
—Esa ya será su decisión. No puedo obligarla a aceptarla de nuevo en su vida. Pero debe de intentar al menos perdonarla y olvidar esto. Independientemente de quien la haya dado a luz, para ella usted es su madre, su única madre.
Se puso de cuclillas delante de ella, intentando poner su rostro a su mismo nivel. Anna la seguía mirando en silencio y con frialdad, sin mutarse ante sus palabras.
—Ella se arrepiente de todo lo que ha hecho, y quiere arreglar las cosas. Se ha esforzado, y ha progresado. Pero no podrá librarse por completo de todo esto, si usted no se lo permite. Ambas se necesitan mutuamente para sanar, y yo estoy aquí para ayudarlas; a las dos.
Matilda le sonrió ligeramente, pero Anna no le correspondió. La miró en silencio largamente, pero luego comenzó a reír de la nada, tomando por sorpresa a la joven castaña.
—Eres tan ingenua como el Dr. Scott me dijo.
—¿Disculpe? —Exclamó Matilda, confundida.
Anna inclinó de golpe su cuerpo hacia ella, y la tomó abruptamente de su muñeca derecha con fuerza, como si quisiera asegurarse de que no intentara apartarse.
—¿Crees que le pedí hablar contigo para que me dieras un sermón como ese? —Exclamó con su rostro cerca del suyo; su voz se tornó ronca y amenazante—. No... nada de perdón, nada de sanar. Al diablo no se le sana, Dra. Honey: se le atraviesa el corazón con una espada.
—¿Qué?
Matilda se encontraba desconcertada. La mirada de Anna se había vuelto perdida y ausente. Los dedos de su mano se apretaron con más fuerza alrededor de su muñeca, y le temblaban ligeramente. Incluso pudo ver además las venas de sus sienes palpitar, como si estuviera haciendo un esfuerzo intenso.
—Scott dice que te has ganado la confianza de ese monstruo —continuó—. Que deja que te le acerques, que baja la guardia ante ti. Por eso tienes que hacer lo que yo no pude.
Su respiración se agitó, sus ojos se abrieron más de lo que Matilda hubiera imaginado que era posible. Estos se veían inyectados de sangre, y las venas de sus sienes palpitaron aún más.
—Mátala... —soltó de golpe casi como un alarido de dolor—. Mata a esa niña antes de que sea tarde. Tienes que hacerlo. El agua es lo único que puede acabar con ella; es la única forma.
—Suélteme, no sabe lo que está diciendo —espetó Matilda, intentando zafarse del fuerte agarre, pero ella no la dejaba ir.
—No has visto lo que yo. No has visto lo que se oculta detrás de ese rostro. ¡No has visto los horrores que desatará en este mundo si no la acabas aquí y ahora!
Su voz se llenó de golpe de una gran desesperación, y al tiempo que empezaba a agitarla con cada palabra que pronunciaba. Matilda siguió peleando, intentando hacer que soltara su muñeca, pero su agarre tenía demasiada fuerza, casi inhumana. En la ansiedad que todo aquello le provocaba, se sintió tentada a usar su telequinesis y apartarla con violencia. Sin embargo, debía resistirse. No debía usar su habilidad contra las personas, salvo que fuera rotundamente necesario. Por suerte, en esa ocasión no lo fue.
Escuchó de pronto como la puerta detrás de ella se abría. Alertado de seguro por los gritos de Anna, el enfermero que había visto afuera, acompañado de un segundo, ingresaron al cuarto, tomaron a Anna de sus brazos, y entre los dos lograron apartarla de ella. En cuanto estuvo libre, retrocedió varios pasos y se tomó la muñeca con la otra mano.
Los enfermeros la sometieron contra la cama. Ella pataleaba y gritaba con desesperación, e incluso intentó arañarle el rostro a uno de los hombres con sus largas uñas.
—¡Mátala! ¡Mátala! —Siguió gritando una y otra vez, antes de que uno de los enfermeros le pusiera una inyección en el brazo. Tardó unos segundos, quizás un minuto, pero poco a poco sus gritos se fueron convirtiendo en pequeños alaridos, luego murmullos, y por último en silencio.
Anna cerró los ojos, y se quedó, aparentemente, dormida. Sólo entonces Matilda volvió a respirar, y sus pies le respondieron para poder salir del cuarto. Afuera se encontraba Scott, con sus manos en los bolsillos de su bata blanca, y una sonrisa burlona en los labios.
—Supongo que no salió tan bien como esperaba —señaló divertido, acomodándose sus anteojos con una mano.
—¡Me dijo que estaba tranquila y receptiva! —Le reclamó molesta, mientras se tallaba su muñeca, la cual le había quedado algo roja tras ser sujetada de esa forma. Scott, por su parte, se encogió de hombros.
—Lo estaba, o eso me pareció. Quizás usted dijo algo que la molestó.
Le volvió de pronto el mal pensamiento que le había cruzado antes de entrar: ¿había sido eso en realidad una trampa?, ¿alguna venganza por alguno de su comentarios previos fuera del lugar? No, aún a pesar de todo, se rehusaba a creer en ello. John Scott podía ser lo más pedante y molesto que un doctor de su posición podría ser; pero al menos esperaba que tuviera la suficiente ética profesional para no poner en riesgo la salud de un paciente, y de una colega, a expensas de una broma de mal gusto.
Lo más seguro era que el estado de Anna Morgan era aún peor de lo que sus evaluaciones habían arrojado hasta ese entonces. Aún peor de lo que el buen doctor, o incluso su esposo, se habían percatado. Aún pero de lo que Matilda había previsto.
¿Qué había sido todo eso que le gritó? ¿Era consciente de lo que decía? Le hubiera gustado pensar que nadie era capaz de pensar ese tipo de cosas de una niña inocente... pero sabía muy bien que no era así. Ella había visto como reaccionaba la gente ante algo que no entendían; especialmente, cuando ese algo les causaba algún daño.
Había implicaciones bastante serias que no había previsto, y que en retrospectiva se daba cuenta que debió haber preparado, al menos desde que supo que Samara era adoptada. ¿Cómo solucionaría un error así a esas alturas?
—Bien, terminó más rápido de lo que me esperaba —escuchó que Scott señalaba, haciendo que lo volteara a ver de nuevo—. ¿Quiere seguir hablando con Samara, doctora?
Matilda vaciló. Quizás era lo correcto, considerando que habían dejado una plática importante pendiente. Sin embargo, luego de lo ocurrido, luego de ver el verdadero estado de su madre y su posición ante ella... ¿cómo podría verla? ¿Qué le iba a decir? ¿Cuál era el rumbo que tenía que tomar de ahí en adelante?
Lo mejor era tomarse unos momentos a pensar en cuál debía de ser su nueva estrategia, y los pasos que seguir. La situación se había tornado demasiado más delicada, y debía de tratarla como tal.
—No, volveré mañana temprano para hablar con ella —Respondió la psiquiatra, y se dispuso a irse de una vez a su hotel para descansar y meditar un poco.
—Y quizás entonces ya podamos sentarnos a hablar con calma de lo que me debe, Doctora —oyó a Scott pronunciar con moderada fuerza detrás de ella.
Matilda frenó abruptamente sus pasos, y se giró hacia él, totalmente confundida.
—¿Disculpe?
El doctor volvió a meter sus manos en su bata, y se le acercó con paso seguro, hasta pararse justo delante de ella.
—He hecho y permitido todo lo que usted ha querido —le explicó—. Ha sido como una niña pidiéndole regalos a Santa Claus, y yo he sacado todo lo que ha querido de mi saco mágico. Pero no es Navidad, y esto se suponía que debía ser un dar y recibir, y yo no he recibido nada aún. Creo que ya ha pasado suficiente tiempo con el Sujeto como para que pueda compartir conmigo algo. ¿O es que en todo este tiempo sólo han estado hablando de muñecas y aún no tiene nada digno de ser compartido? ¿Enserio espera que crea eso?
Lo que le faltaba; eso definitivamente era lo que menos necesitaba en esos momentos.
Matilda respiró hondo, aunque discretamente. Debía aceptar que en parte el buen doctor tenía razón en su reclamo. Le dijo el primer día que llegó ahí que le compartiría todo lo que sintiera pertinente a su investigación, y de momento no lo había hecho. Para bien o para mal, tendría que cumplir su palabra, aunque tenía que tener cuidado sobre qué contarle y qué no.
—Bien. Mañana, después de terminar de hablar con Samara, le compartiré lo que considero digno de su interés; como habíamos acordado.
Dicho eso, y sin esperar respuesta, se dio media vuelta y siguió caminando, aunque ahora con más rapidez.
—¿Tengo su palabra? —Le escuchó exclamar con fuerza mientras se alejaba.
—No presione, Scott —respondió con ímpetu, aunque en realidad no estaba segura si lo había dicho en voz alta, voz baja, o quizás sólo lo había pensado.
Entre tanto alboroto, había sido incapaz de pasarle a Anna el mensaje que Samara quería decirle. Sin embargo, viendo la situación, posiblemente no hubiera servido de nada.
FIN DEL CAPÍTULO 09
Notas del Autor:
- Anna Morgan está basada en el respectivo personaje de The Ring del 2002 y The Ring 2 del 2005. En dichas películas no se le vio mucho, por lo que gran parte de su personalidad, forma de actuar y de pensar en este momento, se basa más en una interpretación personal del personaje. Además de ello, al igual que Richard, Samara y los demás personajes correspondientes a la franquicia de The Ring, igualmente es influenciada por el cambio temporal mencionado en las Notas del Capítulo 01, que coloca los hechos ocurridos entre Samara, sus padres, y el Psiquiátrico de Eola, en una época más actual.
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