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Capítulo 02. Vengo aquí para ayudarte

Resplandor entre Tinieblas

Por
WingzemonX

Capítulo 02.
Vengo aquí para ayudarte

Samara Morgan, de doce años de edad, era la hija de Richard y Anna Morgan, dos galardonados criadores de caballos con un rancho en la Isla Moesko, en la costa del estado de Washington. Llevaba internada en Eola por ya casi un mes, debido a los extraños acontecimientos que habían empezado a ocurrir un año atrás en su hogar. Aunque, más bien, todo parecía indicar que dichos acontecimientos llevaban mucho más tiempo ocurriendo, pero sólo hasta entonces habían comenzado a volverse tan notorios; e iban en aumento, según los testimonios.

Anna Morgan fue internada en ese mismo sitio, prácticamente al mismo tiempo que su hija, afectada de gravedad por todo lo ocurrido. Desde entonces, los doctores de dicha institución, incluido sobre todo el Dr. John Scott, habían intentado de mil y una formas entender qué era lo que ocurría, y especialmente cómo tratarlo para darle tranquilidad de los padres de la niña; y, de paso, a los pocos habitantes de su isla.

Estaba de más decir que en todo ese tiempo, no habían logrado mucho progreso, por no decir que ninguno. Pero esto no era a causa de su ineptitud o falta de hospitalidad, por más que Matilda tuviera el deseo inconsciente de achacarlo a ello. La verdad era que se enfrentaban a un caso que los sobrepasaba, y por ello el señor Morgan había decidido recurrir a un segundo punto de vista: el de la organización que representaba.

Y eso era lo que la había llevado a ese sitio, a esa habitación blanca y brillante en la que estaba sentada, frente a esa niña de cabellos negros y ojos más negros aún. En las fotografías que le habían hecho llegar, varias de meses o incluso un par de años atrás, se veía como una niña sonriente, de mejillas robustas y rosadas. Pero la niña que tenía ante ella, era totalmente algo diferente. Lo que más le causaba angustia, no era la palidez casi enfermiza de su piel, o esas marcadas ojeras, sino esa mirada... esa casi aterradora mirada.

Pese a su demacrado aspecto, seguía siendo una niña bastante bella. Sus facciones eran finas, y sus ojos, aún con esa mirada, eran bastante hermosos, profundos y brillantes.

—Estoy encantada de conocerte, Samara —le respondió Matilda, con marcado entusiasmo, justo después de que hubiera pronunciado su nombre—. He oído mucho sobre ti.

—Cosas feas, de seguro —murmuró la pequeña con desdén.

—No, para nada...

—¿Vienes a estudiarme también? —le interrumpió abruptamente—. ¿Vienes a ponerme cables e intentar descubrir cómo hago lo que hago?

Ese reproche tan repentino tomó un poco desprevenida a Matilda, pero no permitió que ello rompiera su compostura. Siguió sonriéndole, tal vez incluso más que antes.

—Yo ya sé cómo haces lo que haces, Samara —esas palabras crearon un asombro tan tangible en la niña, que no fue capaz de ocultarlo tras esas capas de frialdad—. Y vengo aquí sólo para ayudarte y apoyarte con ello, no más.

Samara se quedó callada, pero la observó claramente escéptica.

—No me crees, ¿cierto? Está bien, eso es normal.

Matilda descruzó las piernas, volviéndolas a cruzar de nuevo inmediatamente después, pero ahora con la pierna contraria encima de la otra.

—¿Podrías hacerme un favor? —Matilda se inclinó ligeramente hacia ella, como si le fuera a susurrar algún secreto—. Dime... ¿hay alguien más escuchándonos en estos momentos?

Al igual que cuando le preguntó si podía sentarse, la única respuesta de Samara fue encogerse de hombros.

—Yo sé que sí lo sabes, no seas tímida —su comentario tuvo como punto final un discreto guiño de su ojo derecho—. Dime, ¿hay alguien mirándonos? ¿Hay alguien escuchando lo que decimos justo en este momento?

De nuevo, la jovencita pareció dudar unos momentos. Luego, comenzó a girar su cabeza muy lentamente a su alrededor. Primero a la derecha, luego a la izquierda, con un lapso de cinco segundos entre un lado y otro. Volteó entonces sobre su hombro derecho, posando su atención en una cámara de seguridad en una de las esquinas del techo; Matilda ni siquiera la había notado. Por último, miró hacia la cámara en el tripié y al espejo detrás del escritorio.

—No... nadie nos escucha.

Sonaba bastante segura de ello, aunque Matilda en realidad no sabía con certeza que tan confiable podría ser dicha afirmación, pese a lo directa que había sido con su "amenza" al Dr. Scott. Igual no le quedaba mucho más que confiar en que el buen doctor cumpliría su palabra.

—Entonces, puedes confiar en que todo lo que me digas, y todo lo que yo te diga, quedará entre tú y yo. ¿Está bien? —No hubo respuesta—. Sé que has pasado unos días difíciles. Sé que sientes que te han tratado como si fueras algo extraño. Sé que debes de sentirse confundida, asustada, y sola. Pero no estás sola, Samara. Hay otros cómo tú, que pueden ayudarte.

—No hay nadie cómo yo —recalcó Samara con Brusquedad.

—¿Segura?

Una sonrisa de más confiada se dibujó en los labios de la joven doctora. Se sentó de nuevo derecha en su silla, e introdujo su mano al bolsillo derecho de su largo abrigo color canela. Iba a sacar algo, pero antes de hacerlo tuvo el impulso de mirar sobre su hombro, al espejo de doble vista. ¿Realmente no había nadie observando?; era imposible saberlo con seguridad. Pero fuera como fuera, ya no importaba.

Sacó su mano de su bolsillo, y la extendió hacia el frente con su palma extendida. Sobre su mano, tenía un cubo conformado de varias piezas de madera, de colores pasteles; azul, verde, naranja, amarillo. Era uno de esos rompecabezas en tres dimensiones que ocupaban cierto ingenio y cuidado para armarlos. Samara miró el curioso objeto, con confusión en su mirada. Pero antes de que pudiera preguntar qué era eso o porqué se lo enseñaba... el cubo comenzó a separarse de la palma, por sí solo...

Samara se sobresaltó ligeramente al verlo. El cubo se elevó poco a poco de la mano de Matilda, con total naturalidad, hasta quedar suspendido en el aire a la altura del rostro de la mujer. Luego, se aproximó lentamente al frente, hasta ubicarse justo en el espacio entre ambas. Samara miraba al cubo y al rostro de Matilda consecutivamente. Al fin esa expresión fría y agresiva se había desvanecido, y en su lugar había dejado sólo el asombro y maravilla que uno esperaría de una inocente jovencita.

—Lo que tú tienes, Samara, es un don muy especial —comenzó a decirle la mujer castaña, aún con su mano extendida, aunque ésta estuviera vacía. Mientras hablaba, el cubo comenzó a desprenderse en sus múltiples piezas, y cada una flotó en una dirección diferente, pero quedándose en un radio cercano a ambas, revoloteando a su alrededor como pequeños insectos. Samara miraba de vez en cuando con interés a alguna de las piezas, pero principalmente tenía su atención puesta en lo que Matilda explicaba—. Algunos nacen con él, otros lo desarrollan con el tiempo, y a otros... se les fuerza. Diferentes personas lo llaman de diferentes formas. Yo y mis colegas lo llamamos resplandor. Y aquellos que lo poseemos, somos personas que resplandecen. Cada resplandor es diferente entre una persona y otra, como tus huellas digitales o las facciones de tu rostro. Incluso dos habilidades que sean bastante similares, varían en su alcance, capacidad, control, límites...

Las piezas del cubo descendieron, y se encontraron justo frente a Samara. La niña, quizás instintivamente, extendió sus manos hacia al frente. Las piezas se quedaron suspendidas a centímetros de sus palmas, y una a una comenzaron a encajar a la perfección, hasta formar el cubo de colores. Por último, éste se posó delicadamente sobre sus manos. Samara miró incrédula el cubo, y pasó sus dedos por él, quizás para asegurarse de que fuera real y tangible. Luego alzó su mirada nuevo a ella; aún parecía algo escéptica.

"¿Realmente tú hiciste eso?", creyó Matilda que estaría pensando justo en ese momento. Era una reacción que solía ver con frecuencia.

—Hay muchos como tú, y como yo —continuó—. Y muchos de ellos han pasado por situaciones como la tuya. No estás sola, Samara. Yo estoy aquí para ayudarte.

Samara se mantuvo reservada. Matilda notó que apretaba el cubo con algo de fuerza entre sus dedos.

—No merezco que me ayuden —susurró tan despacio, que Matilda dudó de haber escuchado bien—. He lastimado a las personas, a los caballos... a mis papás...

El asombro y maravilla que había remplazado al a frialdad, ahora dejaba paso a la preocupación, la angustia, y el miedo. Esa era al parecer la verdadera Samara Morgan.

Un mes atrás, varios de los caballos de la Granja Morgan, sin ninguna razón aparentemente, habían perdido el control, hasta salirse a golpes de sus establos y corrales, e incluso lanzarse por los riscos hacia el mar. El caso fue todo un misterio, excepto para los Morgan: ellos sabían exactamente qué, o más bien quién, había sido. Ese había sido el principal detonante para internarla ahí.

Y aun así, los caballos no habían sido los peor afectados: la principal víctima había sido su propia madre.

—Estoy enterada de todo lo que ha pasado —prosiguió Matilda, ahora con mucha más cautela en su tono—. Pero también sé que no ha sido porque hayas querido hacerlo. Sin la debida guía, a veces se vuelve muy difícil controlar lo que podemos hacer. Y la gente sin nuestros dones, no comprende lo que es eso. Ellos tienen miedo, se sienten confundidos y asustados. Pero nadie te guarda ningún resentimiento.

—¿Ni siquiera mis papás? —soltó repentinamente.

—Claro que no. Fue tu papá el que nos llamó, el que nos pidió que viniéramos a verte. Todos quieren que estés bien, Samara. Quieren que salgas, y que vuelvas con ellos.

Eso último hizo que el rostro de Samara se iluminará, y volteara al fin a verla directamente, y con sus ojos totalmente abiertos.

—¿Cuándo podré irme? —preguntó con apuro, algo que a Matilda casi le dolió. Era más que comprensible que deseara irse de ese sitio lo antes posible.

—Pronto, te lo prometo. Yo me encargaré de eso. Pero para ello, necesito que me ayudes. ¿De acuerdo?

Samara caviló unos instantes la propuesta.

—¿Qué debo hacer?

—Sólo hablar conmigo.

—¿Sólo hablar? —repitió la niña, arqueando su ceja derecha—. ¿Sin cables? ¿Sin monitores? ¿Sin inyecciones?

—Sin nada de eso. Sólo conversar.

—¿Sobre qué?

Matilda sonrió, y se apoyó derecha contra el respaldo de su silla.

—En esta primera visita, de lo que tú quieras.

- - - -

Su conversación se extendió por unos cuarenta minutos, antes de que Matilda decidiera que era suficiente; además, Samara empezaba a verse cansada. En general los temas fueron enfocados en conocerse mejor la una a la otra: qué les gustaba comer, qué les gustaba hacer, series y películas favoritas; todo bastante normal. Fuera de ello, la única cuestión relacionada con el elefante en la habitación que Samara llegó a tocar, fue preguntarle desde cuando podía hacer "eso". Matilda no quiso entrar en mucho detalle al respecto, al menos no en esa primera visita. Se limitó a contarle que lo había hecho por primera vez a los seis años y medio, y de ahí poco a poco se le fue fortaleciendo. Cuando le regresó la pregunta, el rostro de Samara se tornó algo melancólico, y con la cabeza agachada le respondió: "desde siempre".

Al salir de nuevo al pasillo por la puerta, que para su suerte se podía abrir con facilidad desde adentro, lo primero que escuchó fueron unas agudas risas a unos cuantos metros de ella. Al mirar al fondo del pasillo, vislumbró tres figuras, dos conocidas y una no tanto, paradas en el extremo, aparentemente conversando. Una de ellos era la chica rubia de recepción, quien justamente era la que reía con tanta fuerza, muy diferente al estado casi letárgico en el que la había conocido. Los otros dos eran el mismo Dr. Scott, y otro hombre de bata blanca y anteojos más discretos, y de apariencia más joven.

En cuanto los tres notaron su presencia, y que además los miraban, guardaron silencio y recuperaron apresurados la serenidad. La joven enfermera agachó su cabeza algo apenada, y comenzó a andar con pasos apresurados de vuelta por el pasillo. Matilda apenas y la miró por el rabillo del ojo cuando pasó delante de ella.

—¿Y qué tal?, ¿cómo le fue? —le cuestionó Scott, con sincero interés.

—Bastante bien. Es una niña encantadora.

—¿Encantadora? —cuestionó el otro doctor, evidentemente extrañado por tal afirmación. Scott lo reprimió con la mirada, de una forma muy poco sutil.

—Dr. Johnson, ¿podría llevar al sujeto a su habitación mientras converso con la Dra. Honey?

La petición dejó helado al joven doctor, quien incluso pareció asustarse. ¿Qué mala experiencia en el pasado podría ser la causa de esas últimas dos reacciones? Como fuera, no objetó nada, y en su lugar se dirigió hacia la habitación para cumplirlo.

Scott le indicó a Matilda con su mano que caminaran, y ella lo siguió; de seguro estaba más que ansioso de escoltarla a la puerta, aún a sabiendas de que la vería mañana, y pasado, y la mayoría de los días de las próximas dos o tres semanas.

—Cómo ve, cumplí con mi parte —comentó mientras caminaban uno a lado del otro—. Las dejamos solas, tal y como pidió.

—Lo sé, y se lo agradezco. Pero aún no tengo nada que compartirle.

—¿Nada? —exclamó Scott, incrédulo.

—Sólo una cosa: a Samara le molesta mucho el feo cuarto en el que la metieron. Y prometió ser más accesible, si la cambian a un cuarto más agradable. Mi sugerencia es que lo hagan.

—Su habitación es la más indicada que tenemos para un paciente de su clase.

—¿Pacientes violentos, quiere decir? Ella no me lo parece en lo más mínimo.

—Sólo aguarde —murmuró Scott con ironía—. Un par de días más con ella, y usted misma pedirá que la metamos en esa habitación, o en una más segura.

A Matilda le molestó enormemente tal comentario. ¿Enserio creía que esa era la forma correcta en la que un doctor debía expresarse de su paciente? No le extrañaba que Samara deseara tanto irse de ahí.

Adelantó el paso de pronto, dejando atrás al Dr. Scott bastante pronto. No lo necesitaba para encontrar la salida, así que prefirió seguir por su cuenta.

—Volveré pasado mañana. Y por favor, que las siguientes sesiones sean en un cuarto mejor. Es una niña, no una delincuente.

Antes de que Scott le respondiera u refutara algo, ella siguió de largo con más rapidez en dirección a la recepción.

Había sido un día muy largo, y le apetecía enormemente al fin recostarse a descansar.

- - - -

El Dr. Johnson, acompañado de dos camilleros, escoltó a Samara hacia su habitación. Para cualquiera, se vería algo exagerado que tres hombres adultos y grandes llevarán a una pequeña de doce años, especialmente cuando ésta caminaba tranquilamente delante de ellos por su propia cuenta. Pero sólo ellos podían decir con seguridad qué tan exagerado era eso realmente.

Samara avanzaba con la mirada baja, y su largo cabello casi cubriéndole el rostro. En sus manos, sostenía el cubo de colores de Matilda; ésta le había dicho que podía conservarlo.

La puerta de su cuarto era de acero, con una ventanilla cuadrada a la altura del rostro de un adulto. Tenía dos cerraduras que se abrían con dos llaves distintas. Uno de los camilleros la abrió rápidamente, y le dejó el camino libre para que pasara por su cuenta.

—Te traerán algo para cenar en unos minutos —Le informó el Dr. Johnson. Samara lo miró sobre su hombro con seriedad, provocándole un pequeño respingo.

La niña entró con pasos calmados, y el mismo camillero volvió a cerrar la puerta detrás de ella, para rápidamente ponerle los seguros otra vez.

El cuarto era también totalmente blanco de paredes y techo, bastante similar al cuarto en el que había estado con Matilda, aunque considerablemente más pequeño. Del lado izquierdo, había una camilla de sábanas blancas, con correas de piel incluidas. Del izquierdo, había una pequeña puerta que llevaba a un reducido cuarto baño, que era quizás menos que una cuarta parte del tamaño de esa habitación; pero era al menos quizás la única habitación de ese tipo con baño, en ese edificio. No había ventana alguna, ni ningún otro mueble y objeto, salvo un anticuado reloj de manecillas, redondo, que se encontraba colgado sobre la puerta.

Samara avanzó hacia la camilla, y se sentó sobre ésta, con el cubo en sus manos. La camilla estaba lo más abajo posible, por lo que sus pies tocaban el suelo sin problema. Permaneció un largo rato simplemente sentada, mirando con expresión perdida al piso blanco brillante. Sus ojos le pesaban; se sentía muy cansada.

Le llamó principalmente la atención el brillo de la luz, reflejado en el piso lustrado. Se le vino a la mente esa curiosa expresión que Matilda había usado: resplandor. Había dicho que ese era el nombre de lo que podía hacer.

Sus ojos se cerraban solos sin que pudiera evitarlo.

Pero, ¿podía haber algo resplandeciente en lo que hacía? Para ella, esas habilidades, esos pensamientos, eso que hacía... Le parecía sólo estar rodeado...

De oscuridad...

Sus parpados se cerraron apenas un poco, lo suficiente para que todo el espacio a su alrededor desapareciera por una pequeña fracción de segundo. Cuando volvieron a abrirse, dicho espacio ya no se encontraba ante ella.

El aire estaba denso, húmedo, y asqueroso; sentía como se pegaba a su piel y la dejaba pegajosa. Las paredes y el techo ya no eran blancos. Estos estaban llenos de manchas, corrosión y moho. La pintura estaba manchada, y descarapelándose. La luz estaba mucho más opaca, un poco más y estaría a oscuras. El suelo que estaba mirando tan atentamente hace sólo un segundo atrás, estaba ahora cubierto de agua, oscura y tranquila, que le cubría hasta los tobillos.

Su respiración se agitó de golpe y su corazón latió con fuerza, al tiempo que tenía su mirada totalmente fija en tal horrible visión. Una sensación desgarradoramente fría le subía por el cuerpo, desde la punta de sus pies, sumergidos bajo esa agua oscura, hasta recorrerse la espalda. Se le dificultó respirar, pues el aire se sentía viciado, como si no fuera para que algún ser humano lo respirara.

Lo que seguiría era ya conocido y esperado para ella, pero no por ello fue menos sorpresivo. La cama se hundió, y sus patas rechinaron un poco. Pudo sentir claramente el peso adicional; no estaba sola en esa habitación. Podía sentirlo en su nuca con total claridad; había alguien en la cama, justo detrás de ella. Oía su respiración, como pequeños chillidos ahogados. La suya, por su parte, se volvió aún más intensa. Cada inhalación requería de un gran esfuerzo para poder tomar aunque fuera un poco del aire necesario. No se volteó en lo absoluto; nunca lo hacía. En parte porque el miedo sencillamente la congelaba, y en parte porque no deseaba hacerlo. No deseaba en lo más mínimo ver directamente a eso que le acompañaba.

Sus manos se posaron lentamente sobre sus hombros, y los recorrieron desde atrás hacia adelante. Instintivamente miró de reojo a la que se encontraba en su hombro derecho, una mano de piel grisácea con llagas, y uñas sucias con tonos cafés.

Sintió entonces como se le aproximaba aún más, como el rostro de esa cosa se aproximaba a su oído derecho. Sintió su aliento gélido en la piel, lastimándola como cientos de agujas.

—Ella no podrá ayudarte —murmuró con una voz grave, que resonaba con el eco de decenas más—. Tú no mereces ser ayudada...

Las manos apretaron aún más fuerte sus hombros, y le provocaron soltar un chillido de dolor. Cerró entonces sus ojos con fuerza, y pequeñas lágrimas le recorrieron las mejillas. Apretó sus parpados y no los abrió para nada, hasta que la sensación de esas manos sobre ella simplemente se desvaneció. Al abrirlos una vez más, todo había cambiado de nuevo.

Las paredes y el techo blanco estaban de nuevo ahí, incluido el brillo reflejado en el suelo. El agua en sus pies también desapareció, sin dejar rastro alguno, como si nunca hubiera estado ahí. ¿Y así fue? Y lo más importante, aquella horripilante presencia a su espalda, también se había ido.

Extendió su mano rápidamente y tomó el cubo de colores de Matilda, y lo apretó entre sus dedos, contra su pecho. Siguió respirando con ansiedad, mirando atentamente el brillo en el piso. Tener ese pequeño rompecabezas consigo y tan cerca, le causaba cierta seguridad... pero no la suficiente.

FIN DEL CAPÍTULO 02

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