CONEXIÓN: I
Remo tuvo tiempo a descubrir lo que era la suspensión hidráulica en las más de tres horas de viaje que había de Boston a Brooklyn. Vivian colapsó un par de veces más, a medida que su padre le iba dando ideas a su hijo.
«¿Te acuerdas de conducir?», le había preguntado Leo, con un brillo en los ojos propio de un niño pequeño. Remo había respondido que creía que sí y al momento, tenía las llaves del Ford en el bolsillo. Vivian graznó lo irresponsables que eran; ni el propio Remo estaba muy convencido de querer conducir, pero era la mejor opción que se le presentaba. No quería que ni su padre, ni su madre le acompañaran. O domaba al Ford o tendría que ir de la mano de sus padres.
«Cómprate un móvil, leoncito», después, le había dado una tarjeta. No había querido mirarla mucho, le ardía en el bolsillo. Contraatacó diciendo que solo tendría que arreglar unas cosas en el banco para acceder a su cuenta, pero por fin Vivian y Leo estuvieron de acuerdo en una cosa: conservar ese dinero para más adelante. El teléfono se lo regalaban sus padres. Remo no discutió más, aunque no pensaba hacer uso de esa tarjeta para nada que no fuera gasolina, algo de comida, quizás, y unas flores para Lorena.
Se pasó la noche entera soñando distintos fragmentos de situaciones que podrían haber sido realidad o no. No lo sabía, porque no lo recordaba. En cada uno de los sueños, Lorena aparecía, o eso era lo que le gustaba a él pensar, pero no podía verla ni escucharla. Solo tenía su propio convencimiento de que era ella. Por la mañana, le preguntó a sus padres si tenían fotos y ambos negaron con la cabeza, apesadumbrados. Cualquier vestigio de Lorena había quedado atrapado en el edificio en llamas. A Remo no se le había ocurrido la posibilidad de contactar con su tía, se encontraba abrumado frente al coche de su padre. Vivian no hizo nada por recordárselo y Leo ni siquiera había caído en ello.
Su madre, fastidiada pero diligente, le había dibujado todo tipo de mapas para que no se perdiera una vez llegara a esa enorme ciudad que absorbía a millones de personas cada mañana. Algunas para no volver a salir.
Remo había memorizado el camino más fácil para llegar al cementerio donde le había dicho Vivian que estaba Lorena. No sabía cómo se había enterado y prefería no meterse en más problemas que le desviaran de su actual preferencia: despedirse de su novia de la única manera que le habían permitido.
Aparcó el Ford en un parking, temeroso de que le sucediera algo en la calle y decidió preguntar a algunos transeúntes por la dirección correcta. No la del cementerio, sino la de su antigua casa. Le había suplicado a su padre, a escondidas de Vivian, que se la diera y este no había tardado ni cinco minutos en ceder después de que Remo le prometiera que irían juntos a algún partido de béisbol. Era el único que sospechaba lo que quería hacer su hijo y aún así, no le reprendió, ni lo expuso, porque lo entendía. «Yo habría hecho lo mismo», le dijo.
Si no le habían dado mal las indicaciones, le faltaba más bien poco para llegar a su hogar. Se preparó para encontrarse con las taquicardias de siempre o los susurros misteriosos que su cerebro producía cuando se ponía muy nervioso. Se metió en un callejón entre dos edificios para coger aire y mentalizarse de lo que se iba a encontrar. No había nadie con él que pudiera ayudarle, con quien pudiera hablar. Lo haría solo y estaba convencido de que volver a ese lugar le haría recuperar sus recuerdos, por lo que debía prepararse para un maremoto de nostalgia, imágenes borrosas y, en resumen, exceso de información, que más tarde tendría que digerir. No quería ir al cementerio sin recordar la cara de su novia.
Se llevó una mano al pecho.
—Miaaaau.
Tuvo un espasmo al escuchar un gato tan cerca. Lo buscó por todos lados, sentía como si le hubiera maullado al oído. Lo encontró por el brillo de sus ojos verdes. Estaba sentado en el descansillo de unas escaleras metálicas de emergencia, con el rabo alrededor de su cuerpo y mirándolo fijamente. Era atigrado, marrón claro con rayas más oscuras. No parpadeó, ni desvió la vista, a pesar de que Remo le clavó los ojos en los suyos.
—Qué susto me acabas de dar, enano —dijo, riéndose de sí mismo.
—Miau. —Soltó un maullido más parecido a un gorjeo. Suave, adorable. Remo creyó derretirse al oírlo.
Se quedó unos segundos más, decidiendo si acercarse a tocarlo o no. Tenía la imperiosa necesidad de acariciar cualquier felino que se le pusiera por el camino, pero no quería asustarlo de forma innecesaria. Le costó mucho decidir que lo mejor para ambos es que cada uno siguiera su vida. Él tenía un pasado con el que reencontrarse.
***
Cenizas. Escombros. Cachos de pared derruidos, astillas, muebles ennegrecidos. No había lugar a dudas. Ese era su edificio, emparedado entre otros dos que también habían sufrido daños y estaban balizados, con algunas paredes ennegrecidas y sin tantos daños como para que la desgracia se hubiera extendido. Todo se había quedado en el edificio del medio, dando la imagen de que el fuego no había querido moverse de allí, de que solo le interesaba la gente que vivía ahí.
El reencuentro fue de todos menos romántico (en el sentido dramático y decadente). Había operarios por todas partes, una grúa que lanzaba trozos de su casa a enormes contenedores de metal llenos de desperdicios. Remo se preguntó si podría encontrar dentro restos de sus macetas de cerámica o sus cubiertos. No hubo un efecto inverso de su vida, en rebobinado, hasta llegar al día del incendio o incluso un poco antes, para disfrutar de la compañía de su novia aunque fuera solo imaginario. No vivía en un videoclip, no pasó nada. Solo estaba él, como un idiota, en medio de la acera, observando.
—Miau. —Casi parecía un interrogante.
Y el gato atigrado, no muy lejos de donde estaba él, mirándolo. Cuando se dio cuenta, empezó a lamerse una de las patas delanteras.
Le dieron ganas de patear algo, una piedra, un escombro, un trozo de bañera. Pero seguía sin estar en un videoclip.
Se quedó unos segundos con los ojos y puños apretados, a la espera de que llegara la epifanía, de que sintiera algo, de que se acordara del número de su piso, de la voz de Lorena, de cómo era su cama, de qué ropa llevaba...
Nada.
Lo único que llegó a punto para un videoclip fueron las lágrimas de frustración. Había ido para nada. Había liado a sus padres para nada. Había provocado una discusión, alterado a la familia entera, Laika incluida, para nada, por una intuición pueril desesperada, porque la realidad era que había sido víctima de un incendio y se acabó. Tenía estrés postraumático y esas idas y venidas formaban parte del mismo. Lo mejor que podía hacer era olvidarlo y seguir.
—¡Cuidado, chico! —Una voz le sacó de sus pensamientos. Dos obreros cargaban con una puerta comida por las llamas y estaba en medio.
—¡Perdón!
Saltó como un resorte y se apartó de allí. El gato también se había apartado. Estaba en la esquina de la calle, de pie, con el rabo doblado en una ese y la cabeza girada hacia él. Remo se acercó un poco y se agachó, quería acariciarle la cabeza.
«Sí que has venido para algo. —Pensó—. Tienes que despedirte de Lorena».
—Miauuu. —El gato maulló bastante más alto y vehemente. Qué querría. Eran animales tan rutinarios y, a la par, tan impredecibles. Podría ser cualquier chorrada o podría no ser nada, solo afán de esclavitud hacia los humanos. Que fuera y cuando estuviera a su lado, huir satisfecho solo porque el humano había acudido a su lado.
«¿Y si está herido?». Los gatos callejeros sufrían muchas inclemencias. Podría haberse metido en una pelea y sus maullidos eran de queja. Algo le dolía. Algo tenía. O solo era caprichoso. O ni él sabía por qué maullaba y lo hacía por el mero placer de maullar. Gatos.
A pesar de su vertiginoso razonamiento, Remo se rindió a los encantos del felino y acudió a su lado, con la única pretensión de observarlo más de cerca, por si tenía alguna herida a la vista. En cuanto llegó, el gato huyó, sin ir demasiado lejos. ¿Le estaba llamando?
No era descabellado. Los gatos podían ser muy comunicativos cuando se lo proponían. Remo había tenido un gato de pequeño que cuando quería comer, le conducía desde cualquier lugar de la casa hasta el comedero igual que estaba haciendo ese gato. El suyo se acercaba mucho más y ronroneaba, pero era un gato acostumbrado a socializar con humanos, aquel era callejero, receloso por naturaleza. No podía culparlo.
—¿Qué quieres, enano? ¿Necesitas ayuda?
Remo se dejó guiar unos metros. Después, se sintió estúpido. La gente con la que se cruzaba le miraba extraño, como si estuviera loco —y la horrible cicatriz de su cara no ayudaba—, como si no ir corriendo de un lado a otro con prisa y una meta fuera digno de alguien que no estaba en sus cabales. Se enfadó consigo mismo, con el gato, con Nueva York y todos sus habitantes. Qué imbécil era. Tenía que encontrar el cementerio y después, volver a Boston. Muchas horas de conducción por delante y él correteando como un niño detrás de uno de los miles de gatos callejeros que tendría Brooklyn entres sus contenedores y cajas de cartón abandonadas.
—Miiiiaaaaauuuuuu. —El tono era de exigencia, de impaciencia.
—Ay, ya voy, ya voy —farfulló Remo, olvidándose de las mirada de soslayo del resto de viandantes. Como si le hubiera importado alguna vez más el ser humano que los animalitos.
Decisión incorrecta. Apenas unos cuantos metros más, el gato decidió hacer sus típicos saltos de ninja, trepar y lo perdió de vista. No volvió a pesar de que lo llamó varias veces, con diferentes estados de ánimo. Se había ido. Lógicamente.
—Ah, genial... Seré imbécil. —Echó la cabeza hacia atrás. El cielo estaba despejado esa tarde de otoño—. ¿Dónde estoy?
Miró a su alrededor. Era una calle normal de barrio normal, nada por lo que destacar. Por suerte, tenía apuntado en un papel todas las direcciones importantes, parking donde había dejado su coche incluido, y solo tendría que preguntarle a algún intento de neoyorkino borde y apresurado cómo volver al Ford.
Inspeccionó la calle, de arriba abajo y... encontró un negocio con un toldo raído en la entrada que le generó una descarga de electricidad por toda la columna vertebral. Esa descarga que había esperado tener en el edificio y no por ver un vivero de nombre «Silvera».
—Menudo nombre... —dijo para sus adentros—. Aunque estoy yo para hablar de nombres —añadió, entre irónico y de mal humor.
«Pasabas mucho tiempo en un vivero de por ahí». Puede que el eco de la voz de su madre seguido de un escalofrío fuera a ser lo más cerca que estaría nunca de una epifanía.
El cementerio podía esperar... Lorena podía esperar... No iban a ir a ningún lado. Él necesitaba entrar en ese vivero.
***
El sensor de la puerta activó el timbre. No había nadie en el mostrador. En apariencia, el local se encontraba vacío y tranquilo, como un almacén; puede que un poco oscuro. Era solo la recepción, porque la propiedad se extendía por la manzana del barrio. Remo se acercó a paso lento hacia el fondo, de donde salió, de una trastienda, un hombre algo mayor que sus padres, con camisa de cuadros, chaleco y botas de trabajo. Estaba completamente blanco y llevaba perilla. No le dio tiempo a terminar su rutinario «¡buenas tardes! ¿en qué puedo ayudarlo?», porque al ver a Remo se quedó paralizado, como si le hubieran clavado al suelo.
—Hola, Luke. —Le salió solo, con naturalidad. La naturalidad que llevaba días buscando.
—¿Remo? —El hombre titubeó. Había visto un fantasma.
—El mismo. —Le dedicó una sonrisa genuina a su amigo. Su madre tenía razón, había pasado muchas horas en ese vivero, hablando con Luke, absorbiendo su efectivo conocimiento sobre plantas, mucho más pragmático que las teorías de las revistas y las imprecisiones de los blogs de Internet.
Era un buen hombre, el dueño del negocio, que sobrevivía como podía, gracias a los vecinos que lo conocían y encargos espontáneos de gran envergadura. A veces, Remo no entendía cómo podía seguir a flote, pero año tras año, Luke salía adelante.
—Vimos que tu edificio... —Se quitó la gorra y la estrujó en la mano, deseoso de darle un abrazo. Tenía lágrimas en los ojos. Fue Remo quien se acercó a él, para rodearlo, al otro lado del mostrador.
—Parece que yo he tenido mucha suerte... —le dijo, después de guiñarle el ojo en un gesto de complicidad por el nombre de su vivero.
—Remo, hijo, no sabes qué alegría me has dado. Lloramos tanto... —Luke lo estrechó entre sus brazos y luego le dio una fuerte palmada en la espalda—. Muchas gracias por venir a visitarnos. —Se limpió la cara con el dorso de la mano.
Ya había averiguado el motivo por el que le gustaba pasar el tiempo ahí, pero de no haber podido recuperar los recuerdos, se lo habría podido imaginar tras presenciar la emoción de su amigo. Se alegraba de verlo. De verdad se había alegrado de verlo vivo. La honradez de Luke era abrumadora.
—Espera un momento. —De golpe, se le iluminó la cara—. Rose tiene que verte. —Se girño hacia una puerta de metal, que abrió unos centímetros y gritó—. ¡Rose! ¡Rose ven a la tienda un momento!
Rose. No le sonaba para nada ese nombre. No significó nada para él. No tenía ni idea de a quién se refería, pero imaginó que se trataba de alguna empleada que también le conocía. Le inquietó el hecho de que desbloqueaba recuerdos de forma casi selectiva... Según no sabía quién, porque según él no.
De la puerta salió una chica mucho más bajita que él, con un peto vaquero algo grande y manchado de tierra en las rodillas, de pelo castaño, rizado y unos ojos tan verdes como las hojas de las plantas que estaban puestas en los expositores. Cargaba un saco de comida de gato casi más grande y pesado que ella.
—¿Qué pasa? ¿Es grave? —Llegó casi jadeando, asustada. Luke solo pudo sonreír y dirigir su mirada a Remo, que no sabía cómo responder.
—Remo ha vuelto.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro