34. Pesadilla
Las pesadillas pueden ser una respuesta a traumas y situaciones de la vida real. También pueden ocurrir porque hemos ignorado o nos hemos negado a aceptar una situación de vida en particular.
Puede parecer increíble de decir, pero: hoy tuve un buen día. Después de tanto estrés acumulado desde hace semanas, este día resultó liberador.
No fingí.
Todas las emociones de hoy, las risas, las bromas, las conversaciones, todo fue genuino, y no sé cómo gestionar eso. Me dejé llevar de tal manera que en algún punto olvidé quién era yo y quién era él. Hasta que entramos en la camioneta y noté las demás que nos seguían de cerca por protección. Allí recordé quiénes éramos y porqué teníamos tanta protección.
La burbuja explotó.
Dominic, quien en todo el paseo ni siquiera revisó su teléfono por más de un minuto, volvió a su estado normal de delegar tareas ilegales casi de inmediato tras dar fin a nuestro día. El viaje de regreso al yate fue bastante tranquilo; mientras él hacía llamadas en español, yo respondía correos del trabajo. Luego, subiendo al yate, se excusó diciendo que debía resolver ciertos temas en privado. Tuve el impulso de seguirlo para espiar un poco, pero di media vuelta y subí a la cubierta.
Estoy muy liada, no solo por la cuestión del trabajo, sino también por ese hombre que me hace sentir rarísima.
Me siento en un sofá y observo la multitud de puntos brillantes en el cielo oscuro. Es una noche hermosa, y la luna resplandece como tenía tiempo sin ver.
Siempre he tenido gran fascinación por la luna, por cómo está relacionada con el sol y sus fases tan preciosas que decoran las noches. Es la luna quien ha sido mi compañera durante toda mi vida, la que ve mis lágrimas desde que era una niña, mi fiel confidente.
La luna es mi conexión con la divinidad.
—Ya vamos a salir.
Contemplo el cielo con mi admiración habitual sin mostrar interés al hombre que ha interrumpido mi soledad. Pretendo seguir así hasta que mi visión se ve eclipsada por un cóctel con una pajita colorida. Recorro el brazo del dueño y encuentro un par de ojos verdes que me observan estoicos.
— ¿Sucede algo?
—Bebe —indica, acerca más la copa y yo la acepto, por lo que decide sentarse a mi lado—. La necesitarás, el jefe está colapsando de la rabia.
— ¿A eso se debe el beso que te dio en la mejilla?
— ¿Celosa?
Oculto una sonrisa tras la copa.
— ¿Qué sucedió para que te golpeara?
Bill hace una mueca indiferente, no parece darle mucha importancia al hecho de que tiene la mejilla con un hematoma en formación y pequeñas heridas abiertas con rastros de sangre, causadas, sin duda, por los anillos de Dominic.
—Están pasando cosas dentro de la organización que no deberían estar pasando.
La mirada de reojo que me lanza es contundente. Me está echando la culpa de forma indirecta. No se equivoca del todo.
—Hoy fue el primer día que descansó desde que vino a Italia —agrega casual, y capta mi atención total al instante—. Todo está mal, muñeca, y el jefe se pone un poco sensible. Tu presencia... No lo calma, pero lo suaviza un poco.
—Bill, ¿por qué eres el único de sus lameculo que se me acerca?
Sonríe levemente, acariciando la zona herida en su cara.
— ¿Por qué crees?
Le regreso la copa vacía mientras me estiro hacia él. Bill se queda inmóvil cuando mis labios tocan ligeramente la mejilla lastimada. Le toma un segundo reaccionar y suelto una floja risa cuando me empuja hacia atrás por los hombros. El empujón me lanza fuera del sofá, pero mantengo el equilibrio y me quedo de pie.
Tiene los ojos muy abiertos, asegurándose de que nadie nos ha visto. Está en shock, el pobre.
— ¡Madison! —reprocha en un susurro—. ¡¿Quieres que me maten?!
—Oh. Es que yo me disculpo solo con besos, querido.
—Maldito infierno, casi se me para el corazón...
Se lleva una mano al pecho luciendo conmocionado. Me parece divertido hasta que dos grandes manos se deslizan por mi cintura, deteniéndose en mi vientre.
Bill y yo cruzamos miradas, siento que ahora sí está a punto de un paro cardíaco. Por otro lado, yo me relajo en los brazos de Dominic.
—Te eché de menos —confiesa bajito, en mi oído.
—Fue como media hora.
—Una eternidad, dices.
Me besa debajo de la oreja, con eso consigue ponerme en línea. Doy la vuelta entre sus brazos y dejo las manos en sus omóplatos.
— ¿Qué estaban haciendo? —dispara, echando miradas fugaces detrás de mí.
—Vine a traerle la bebida que ordenaste, jefe.
—No te ordené que te sentaras.
En un pestañeo Bill se levanta, rígido y más serio que nunca.
—No volverá a pasar, jefe.
Arqueo las cejas. Vaya momento estoy presenciando, jamás los había visto cumplir su papel de jefe-subordinado como algo tan estricto. Dominic siempre pareció demasiado relajado con Bill, pero ahora hay mucho recelo en su expresión.
Por mí.
—Déjalo, solo le pedí que me acompañara. ¿Me vas a mantener como a una prisionera?
Me mira en silencio, leyendo lo que sea que ve en mis ojos.
—Vamos a la habitación. —Sujeta mi mano. Al pasar al lado del sofá le ordena a Bill—: Haz el turno de esta noche con el capitán, cambia horarios de mañana con Luke.
Bill asiente, recto y obediente.
—De acuerdo, jefe.
El yate es una pasada, lo que se podría esperar del lujo, la exclusividad y la modernidad, pero el camarote es un nivel superior.
Dominic me deja pasar primero y este se despliega ante mis ojos como un santuario de lujo flotante. Las paredes curvas, adornadas con paneles de madera pulida, abrazan un espacio que promete confort y privacidad.
En el centro, una cama grande que invita a sumergirse en sus sábanas finas, con una multitud de almohadas que son tan cómodas como parecen.
A babor, un sofá amplio ofrece una esquina para la contemplación bajo la luz tenue que se filtra a través de cortinas azules translúcidas. La iluminación suave y ambiental emerge desde el suelo y los bordes superiores del camarote, añadiendo un toque futurista e íntimo.
Bastante íntimo.
A estribor, una mesa escritorio se presenta como el altar de la navegación moderna: tecnología de punta con mapas digitales y archivos abiertos que Dominic esconde enseguida.
Finjo no tener interés en ello y busco en mi maleta lo necesario para darme un baño.
—Te has extralimitado antes...
—Esa palabra no existe para mí.
Lo miro por encima del hombro. Se está quitando el reloj con una tranquilidad aplastante.
—Bill hacía su trabajo.
—Tú no sabes cuál es su trabajo.
— ¿Cuál es, entonces?
—No extralimitarse.
Volteo hacia él, con mi pequeño bolso de baño mal cerrado. Sus ojos descienden a él mientras yo cuestiono sus facultades.
—Para reclamar mis celos deberías revisar los tuyos primero.
Señala mi bolso, queriendo lucir indiferente, pero sé cómo lo está comiendo la curiosidad por el dispositivo que sobresale.
— ¿Por qué llevas un vibrador?
—Es un masajeador facial, Dominic. Qué difícil es para ti prestar atención cuando hablo.
Vale, quizá me he irritado un poco.
Camino de un lado a otro con mi molestia creciendo cada segundo, no sé dónde está el cuarto de baño porque antes usé el de otro camarote, aunque él me dijera que aquí había uno. Vuelvo a caminar, buscando algo que claramente no está aquí, y el imbécil se limita a verme perder la paciencia.
Está bien. Me marcharé al otro baño, porque si me quedo un segundo más, lo mato.
Un momento antes de salir oigo su voz suave.
—Madison, está por aquí.
Incrédula, lo observo presionar un espacio de la pared contigua al sofá. La puerta, oculta a la vista ajena, se desliza abriéndose y luces blancas se encienden de forma automática.
A regañadientes pero con la barbilla en alto, me dirijo al baño. Dominic no se mueve, y aprovecha para acariciar mi brazo cuando paso.
—Cuando quieras que vayamos a terapia de pareja para trabajar en nuestros mutuos celos, me avisas. Conozco a alguien experto en mujeres celosas.
Mi boca se abre en un jadeo.
No. No ha dicho eso.
Atónita, me preparo para hacer que se arrepienta por eso, pero él es más rápido en cerrar la puerta. Mi tacón golpea la madera con una fuerza que le hubiera dejado un hueco en la frente si siguiera allí.
Dominic me está enloqueciendo.
Tengo mucho sudor.
Estoy ardiendo. Mi piel se quema, puedo sentir las ráfagas de fuego.
Quiero moverme, pero no puedo. Tampoco puedo abrir los ojos. Es entonces cuando me entra el pánico y empiezo a respirar rápidamente, agitada, nerviosa, indefensa.
—No...
De repente me siento impulsada hacia abajo, con mucha fuerza, y caigo sobre un material más sólido que el colchón de la cama. No me toma mucho tiempo reconocer la sensación del lugar donde estoy acostada, el cuero alrededor de mis manos, tobillos y frente.
¿Por qué estoy aquí otra vez?
Me desespero. Me muevo intranquila, aunque es inútil intentar soltarme; nunca funcionó ni lo hará. Intento hablar pero mi voz emerge afónica. El miedo me paraliza.
Otra vez aquí, otra vez mi voz así.
—No, ya no...
—Madison, ya es hora. —La voz masculina me deja helada.
— ¡No me toques! —le grito, continúa con una caricia en mi brazo hasta que una punta afilada se clava en mi piel—. ¡Suéltame!
Tras mi grito, desaparece, luego me atacan un murmullo de voces, femeninas y masculinas, que me llevan a la locura. No paran de susurrarme cosas que he enterrado en el fondo de mi memoria.
Es tu turno, niña...
Nunca serás suficiente...
A la cuenta de tres...
Estás enferma...
Tú tienes el poder...
Perfecta, perfecta...
Las lágrimas comienzan a bañar mis mejillas y mi corazón vuelve a sufrir un poco más.
— ¡No! ¡Aquí no!
— ¡Madison!
— ¡No! —vocifero, golpeando a ciegas al hombre que intenta agarrarme—. ¡Sáquenme de aquí! ¡Auxilio!
—Nadie te va a oír, niña. Las locas pertenecen a aquí.
— ¡Suéltame, enfermo! —El hombre logra apresar mi cuerpo agarrando mis brazos, sujetando mis piernas con las suyas—. Papá... —Mi voz se quiebra mientras vuelvo a ceder a mi destino.
—Madison, ¡abre los putos ojos!
Los abro de golpe, buscando desesperada oxígeno para mis pulmones, con un nudo en la garganta, con las mejillas húmedas. Dominic me mira sorprendido, preocupado, sentado sobre mi tembloroso cuerpo.
Ha sido una pesadilla.
Nada más, una pesadilla.
Una que ha presenciado quien menos debía, y ahora me veré en la obligación de explicar lo que ha ocurrido, a pesar de que con cada segundo que pasa, mi cabeza parece borrar lo que he soñado.
—Mierda —sisea, tira de mi flojo cuerpo y me abraza. Mi reacción es inmediata, me aferro a su espalda con la cara escondida en su pecho—. Ya pasó, todo está bien. Estás aquí, en el yate. Estamos en Italia. Estás conmigo, cielo.
Cierro los ojos con fuerza. Tengo la mente en blanco, pero esta vez en lugar de llorar en mi soledad, me aferro a él.
Me niego a soltarlo cuando nos acomoda de nuevo en la cama. Se mantiene en silencio, sin inmiscuirse, lo que agradezco muchísimo. Se dedica a acariciar mi espalda mientras poco a poco me voy calmando.
—Duerme, cielo. Estaré contigo, todo el tiempo que me permitas.
Sus labios tocan mi frente en un beso tierno. Se mantiene ahí, entre caricias y delicadas palabras. El suave vaivén de las olas, el sonido del mar y su voz me desplazan al sueño, más rápido de lo que pensé. Siempre me cuesta conciliar el sueño después de una pesadilla, controlar la ansiedad que se apodera de mí, pero esta vez es fácil.
Natural.
Me duermo escuchando unas palabras que me lastima mucho no poder recordar por la mañana gracias a mi profundo estado mental.
—Creo que te estoy queriendo más de lo que debería...
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