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30. Recaída

18 DE MAYO, 2018.
SAN DIEGO, CA.

Con las manos crispadas en el borde del lavabo, expulso el contenido de mi estómago. Siento un fuego en la garganta, una quemazón intensa. Es el precio de mis actos, de tragar mis palabras y mis miedos. Me arde el alma y me duele respirar.

El cómo usé a Dominic para expiar el abuso que Jessica me infligió, exponer la culpabilidad que sentía; las fotografías filtradas, sus mensajes, ella planeando esto desde hace años. Mi cuerpo se rebela y vomito otra vez.

El artículo digital del Washington Post a mi favor tuvo una buena recepción, la periodista Jenny Archer elogió mi generosa contribución a una fundación que defiende los derechos de la mujer, que «salió a la luz por culpa del escándalo de la filtración». En su texto resaltó mi compromiso con la causa.

Nunca tuve la intención de hacer público mi apoyo anónimo a la fundación porque no necesitaba alardear de ello para atraer atención, pero conozco bien a Jessica así que cubrí todos los agujeros por los que podría clavar su puñal. A pesar del eficaz lavado de imagen con el apoyo de la agencia y el bufete, no todos quedaron satisfechos. Recibí buenas palabras, así como miles de insultos.

«El material filtrado es contenido manipulado y su distribución es ilegal, algunas imágenes son de mi vida privada. No consumo drogas ni soy homosexual. Y si lo fuera, no sería problema de nadie», publiqué.

Los comentarios negativos aparecieron sin que yo pretendiera verlos, nunca presto atención a las almas en pena de Internet, pero siguen difundiendo teorías sobre mi supuesto romance con otra mujer.

Twitter está plagado de esas fotos, alegando cosas terribles y sexuales que ni siquiera quiero repetir en mi mente. Aunque el equipo de la agencia y mi padre están trabajando en eliminarlas, la espera es difícil. Quisiera entrar en sus cabezas, saber porqué es tan divertido para ellos convertir esto en un chiste. ¿Por qué las mujeres somos un chiste?

Desde entonces, me he refugiado en el baño, expulsando hasta la última migaja de comida en mi estómago. Mi piel transpira frío y mi mente se nubla. Lo último que tragué fueron las pastillas en el avión, así que estoy vacía.

Abro el grifo del lavabo, los residuos fétidos del vómito se van por el desagüe mientras mis rodillas flaquean y me desplomo sin aliento, quedo tendida en el suelo sobre mis piernas flexionadas. Mi cuerpo está débil y tembloroso, me siento atrapada, sin salida.

En mi piel siguen las huellas de Jessica, puedo sentirlas aunque no recuerde qué pasó esa noche. Por más que me bañe, por más que raspe mi piel hasta dejarla al rojo vivo, la suciedad no desaparece. Las huellas.

Incluso las de Dominic.

Siempre hemos tenido intimidad consensuada, incluso aquella mañana cuando le hice un oral. Yo lo inicié, lo acepté, mi cuerpo lo deseaba, mi corazón no. Reflexioné después. Mi mente jugó con la falsa creencia de que me haría sentir menos culpable, de que hacerlo por mi propia decisión me daría un falso poder que no tuve cuando Jessica se aprovechó de mí. ¿Y él? No podría haber adivinado lo que realmente me había pasado, que había sido abusada por mi mejor amiga. Solo entró por la puerta que yo abrí, ajeno a lo demás.

En mi mente reviven las imágenes que no puedo borrar, los recuerdos que me atormentan. Los abusos, las violencias, las humillaciones. Los golpes, los gritos, los silencios, las lágrimas. Los que me hicieron sufrir, los que me abandonaron, los que me traicionaron.

Justo ahora no sé quién soy, no sé qué quiero y no sé qué hacer. Solo sé que estoy sola, que estoy rota y que estoy perdida.

Pude haber muerto.

El mundo estuvo a punto de perder su creación más perfecta.

Una supervisora del hotel llegó a mi habitación al notar que mi hora de salida pasó. Tras varios intentos de que yo abriera la puerta, entró con la llave maestra y me halló inconsciente en el baño, el grifo aún abierto botando agua.

Varias horas después en la sala de urgencias del hospital, comencé a revivir. Lo primero que cruzó mi mente fue que había perdido el vuelo a Arlington. Perder la reunión con mis jefes me alteró, más que el hecho de casi haber muerto Por fortuna, avisaron a mi contacto de emergencia.

Maximiliano Donovan.

—Me prometiste que habías dejado de tomar esas drogas —me reprende, su voz dura resuena a través del teléfono en mi oreja.

—Papá, ¿avisaste a la agencia?

—Sí, les dije que tuviste un colapso por deshidratación. ¿Importa eso? Una hora más y tendría que estar contratando un servicio fúnebre, Madison.

—Las necesito.

—No lo haces. Esta no es la primera vez —agrega con dificultad, le está doliendo tanto que me duele también.

—Eso fue hace años. Ayer... Fue un descuido, papá. Tenía muchas cosas en la cabeza.

—Tus descuidos harán que me de un infarto, Maddie. —Su voz temblorosa se quiebra—. Por favor, cuídate más, te excedes. Deja esas pastillas, ¿sí? Puedes hacerlo sin ellas, hija, eres fuerte. Déjanos ayudarte, reemplaza a Ethan. Yo te buscaré otro. Regresaré a Estados Unidos si es necesario, te acompañaré a todas las citas, no estarás sola.

Aprieto los ojos para contener las lágrimas. Me destroza que sufra por mi culpa. Quisiera poder dejar de sentirme culpable por no ser la persona que él quiere que sea, porque nunca podré reconstruir a su antigua niña inocente.

Me duele decirle adiós a papá; le prometo que controlaré mi consumo de medicamentos, él no me cree. Que ya no me crea hace darme cuenta de que soy más terrible de lo que pensaba. Él no comprende que las pastillas son lo único que me ayuda, porque aunque sea fuerte, sé que no podría manejar mis demonios sola.

Puedo salir de esto, sé que soy capaz. No soy dependiente, por supuesto que no. Tomo mis medicamentos a las horas. A veces aumento la dosis, sí, con poco frecuencia. Solo cuando la ansiedad y el estrés son más fuertes que yo, y ayer cometí el error mientras atravesaba una crisis emocional.

Es solo eso: un error.

Con un esfuerzo sobrehumano, me incorporo y me arranco el catéter intravenoso en mi mano. Tal vez haya un vuelo nocturno a Virginia, podría esperar en el aeropuerto hasta que mi mente se aclare. Podría esperar hasta en el banco de un parque o el callejón del basurero, con tal de no estar aquí.

Me rasco las muñecas, mi piel ya empieza a picar y no tardará en notarse algún sarpullido. Debo irme.

La cortina de la unidad es abierta de golpe por un hombre. Lo recuerdo, cuando abrí los ojos por primera vez todavía aturdida. El doctor Clinton, con su uniforme azul y pelo plateado, me mira con las cejas arqueadas. Estoy sentada en la camilla, con un rastro de sangre en la mano que intento detener con la misma tela de mi bata.

—Vaya, señorita Donovan, ¿por qué hiciste esto?

Apunta al catéter que cuelga del suero sin prestarle atención. Escribe algo en su tableta electrónica, absorto en su trabajo.

—Tengo que irme.

Para reafirmar mis palabras, apoyo mis pies descalzos en el suelo helado. Respiro hondo varias veces antes de impulsarme hacia arriba. Mis piernas se doblan y me tambaleo, pero logro mantener el equilibrio. El doctor no dice nada mientras toma mi mano para limpiar la herida del catéter y la venda con algodón.

Él nota lo tensa que me he puesto ante su tacto y me suelta tan pronto como puede. Lo agradezco. Mi corazón enloquece cuando tengo un doctor cerca, y no en el buen sentido. Incluso estar en esta habitación, rodeada de tantos equipos médicos, me está aturdiendo.

—No puedes irte todavía. Llegaste en un estado crítico, apenas llevas siete horas en tratamiento. Y vendrá un psicólogo a verte.

—No era un suicidio, si es lo que cree.

—Bueno, pues casi lo logras —acota con severidad—. Tuvimos que hacerte un lavado de estómago e hidratarte por vía intravenosa. ¿Qué medicamentos tomas?

Cuanto antes le diga lo que quiere, más rápido saldré, así que le digo todo, las dosis, el horario, el tiempo que llevo tomándolas y el motivo.

—No hubo daños graves, se controló tu estado, pero podrías haber sufrido algo peor si hubieras tardado más en llegar al hospital. Ahora estás estable, pero necesitas quedarte en observación por unos días más. Lo que hiciste no es normal ni saludable. Puedes recibir ayuda profesional y apoyo familiar.

—Ya recibo dicha ayuda.

Mis pasos son torpes en la búsqueda de mis pertenencias. En un estante encuentro la caja con mi ropa y mi monedero, supongo que el resto de mis cosas están guardadas en el hotel.

—Tomar pastillas no es una forma de enfrentar los problemas. No puedes exceder las dosis, son drogas muy fuertes. ¿Entiendes lo que te digo?

—Con todo respeto, doctor, ya tengo un propio equipo médico al otro lado del país.

—Me gustaría charlar con ellos, creo que tu permiso laboral debería ser anulado por el momento hasta que un equipo médico apruebe tu salud mental y física.

Me arranco la bata quedando en ropa interior. Si a mí no me importa mi casi desnudez, al doctor menos, es lo bastante respetuoso al mantener la mirada juzgadora en mi rostro.

Se ha extralimitado con el comentario. Es su trabajo, pero me afecta. Me esfuerzo lo suficiente para aprobar los exámenes psicológicos de la agencia, estudié y creé una personalidad en base a sus doctores; me adapto de forma maravillosa a las misiones, logré separar la otra parte de mí para poder ser una agente federal, nadie puede interferir en eso.

—Le aseguro que sé manejar mi trabajo. Me iré ya justamente por eso.

—No puedo permitir que salgas sin darte la atención médica que requieres. Quiero que comprendas el estado en el que llegaste aquí.

—La tendré. En Virginia. Respeto su ética, usted respete que prefiero tratar con mi equipo que me conoce.

Me molesta reconocer que estoy siendo bastante terca, pero nadie lo entendería. No quiero estar aquí, no puede atenderme otro médico, no me gusta que sepan esta parte de mi vida.

No puedo parar de rascarme las muñecas y él lo nota. Todo hace que mi actitud a la defensiva sea mayor, pero acepto de muy mala gana la mascarilla de oxígeno que me tiende.

—Vuelve a la camilla, deja que la enfermera te vuelva a colocar un catéter, llama a un familiar para que venga y entonces podremos discutir tu salida.

La enfermera hace su trabajo, y siento un apretón en el pecho cuando esparce crema en la piel enrojecida de mis muñecas. El frescor alivia la picazón producida por mis rasguños, y aunque la enfermera no dice nada, me lanza una mirada de advertencia para que no siga lastimando una piel que ya está lastimada desde mucho antes.

Ahora me queda pensar qué hacer para salir de aquí. No conozco a nadie de confianza en San Diego. Ni siquiera puedo escapar con el montón de vigilantes que me ha puesto el doctor. Eso es una tontería, pero he empezado a aceptar que estoy muy débil. Ni siquiera puedo estar erguida durante más de un minuto.

Reviso mi lista de contactos, aunque sepa que no hay nadie que pueda ayudarme en esto. No estando en otro estado tan lejos de Virginia ni en esta situación «secreta».

A excepción de una persona.

Respiro hondo, sabiendo que me arrepentiré de esta llamada. Tal vez debería conseguir mi propio lacayo, como Bill.

— ¿Dónde cojones has estado metida? —El tono furioso de su voz me hace suspirar. Me esfuerzo en contarle lo que pasó con pocos detalles, sin decirle que se vaya a la mierda—. ¿Es grave? ¿Debería ir? Joder, la reunión con...

—No es grave, Dominic. Estoy bien.

—No, demonios. Quiero ver el diagnóstico del doctor. Me has estado ocultando algo desde que nos vimos.

¿Estoy hablando con Dominic? Porque oigo a un hombre a punto de un infarto por mi culpa. Nunca había oído esa preocupación venir de él, ni siquiera cuando los Jones me golpearon. Aquella vez parecía culpable, ahora es preocupación pura.

—Fue una tontería. ¿Me ayudarás o no?

—Bill estará allá. Estabas bastante lúcida cuando casi le rompes el brazo y me mandaste a la mierda. Solo por eso ya estarías muerta, tienes suerte de que me gustes.

—Son cosas personales que no te incumben. Aprecio esa suerte, pero estaba molesta porque me seguiste.

Suelta una dulce risa, algo impropio de él. Casi como si se compadeciera de mí.

—Todo lo relacionado a ti me incumbe, cielo. Vete con Bill, te llamaré después. Adiós.

— ¿Conseguiste la información que te pedí del collar?

— ¿Qué...? —Su voz se corta un poco y se oye el ruido del micrófono siendo tapado, luego habla en un tono bajito—: ¿Qué cojones importa eso ahora?

—Las condiciones, Dominic. Dame lo que quiero.

Suelta un suspiro exasperado. Espero pacientemente mientras lo oigo moverse hasta que las voces de otros hombres desaparecen por completo.

—Sí, hablé con Audrey, el collar es suyo. Sus padres se lo compraron cuando era pequeña en un viaje a Estados Unidos, ella es española.

— ¿Sus padres...?

—Están muertos, Madison —declara con cierta impaciencia—. ¿Cuál es el tema con ese collar?

Quiero seguir dándole la lata porque yo tampoco sé qué me pasa pero no puedo parar de pensar en el collar, aún así me retracto. Su lado bestia se está asomando, me niego a lidiar con sus malos tratos y fingir adorarlo estando tan débil.

Después será.

Observo la luz blanca del techo a la espera de mi rescate hasta que no lo soporto más. Cierro los ojos, intentando borrar cualquier imagen dolorosa. Respiro profundamente varias veces y me esfuerzo por pensar en otra cosa. Por fortuna, esta vez no resulta tan difícil.

¿Es Dominic en realidad Damir? Eso explicaría las amenazas de Arthur. Es la única relación que encuentro entre ambos sujetos.

¿Podría ser verídico todo el cuento del irlandés? ¿Dominic es aquel Damir?

La cortina se abre, interrumpiendo mi pelea interna. El lacayo más fiel de Dominic hace su aparición en un arrugado traje en tonos verdes que combina con su pelo rojizo. Es un hombre simpático, pero sigue con esas ojeras y el aspecto de no haber dormido bien en un mes entero. Eso, más el suspiro de alivio al acercarse a mí, aclara muchas cosas.

— ¿Me has estado buscando? —pregunto con tal inocencia que su irritación se hace más evidente.

—Sí, Madison, sabes que sí. He recorrido... —Expulsa una bocanada de aire—, casi toda San Diego. Mi estómago no soporta otro café o RedBull.

—Qué mal. Haz que el doctor firme mi salida y asegúrate de que no diga ni una palabra sobre esto. Nunca. Borra cualquier intención de intervenir en mi trabajo.

Bill se cruza de brazos con una mirada desconcertada.

— ¿Sugieres que soborne al doctor?

—No me importa lo que tengas que hacer, solo resuelve esto.

—El jefe no me ha dado instrucciones de ello. Tendré que llamarlo.

—A cada rato la cagas y no te mata, solo cumple mi orden —exijo enfadada, pero él sacude la cabeza en total desaprobación.

—Lo siento, muñeca. Y para que quede claro, solo la he cagado cuando se trata de ti.

Lo miro fijamente, a esos exhaustos ojos verdes que piden ayuda y quizás una muerte pronta. Utilizar al lameculo favorito de Dominic a mi favor está siendo una tarea complicada. Dejo que mi fastidio se note al llamar yo misma a su querido jefe. Bill mantiene las manos detrás de su espalda, como un niño juicioso. No lo soporto, es más amigable cuando mastica uno de sus chicles.

—Nena, realmente no puedo hablar ahora. Cualquier cosa que necesites pídesela a Bill.

Levanto una ceja hacia el susodicho, que traga saliva al oír a su gran jefe en altavoz. No aparto la mirada cuando vuelvo a hablar en mi tono más inocente.

— ¿Lo que sea? Él parece tener sus dudas...

—Pásamelo.

Ya que el altavoz está activado, extiendo el brazo y le indico en silencio a Bill que hable.

—Soy yo, jefe.

— ¿Hasta cuándo me vas a molestar esta semana? Haz tu jodido trabajo.

La llamada se corta sin más. Por primera vez, no me molesta que lo haya hecho. En su lugar, disfruto mi victoria. Bill, víctima de mi mirada de muerte y el mal tono de su jefe, inclina la cabeza en un gesto sumiso.

— ¿Harás lo que yo diga?

—Haré lo que me pediste.

Sigo disfrutando la victoria viéndolo marcharse como un gran obediente, pero hay algo dentro de mí que no termina de complacerse, así que lo detengo.

—Así como él es tu jefe, yo también lo soy a partir de ahora. Entre tú y yo.

—Entendido, jefa.

Arqueo una ceja. Qué impertinencia posee el hombre. Es un milagro que sea el lacayo preferido intocable, es increíble, tanto que mis pensamientos se centran en el posible lazo entre él y Dominic. Esa conexión es lo que lo mantiene con vida, lo que significa un gran aprecio.

Una sonrisa pequeña se forma en mis labios. He encontrado otra debilidad de ese peculiar espécimen árabe.

No vuelvo a ver al doctor.

Solo me toma cuatro minutos tomar mis pertenencias y salir escoltada por cuatro hombres gigantes. Bill a mi lado, me guía a una camioneta blindada que nos lleva al hotel. No me molesté en pedir detalles sobre el favor —soborno se escucha malvado—, pero Bill me entrega una bolsa con medicamentos en el ascensor.

Echo un vistazo al contenido.

—Lo sugirió el doctor —aclara—. Luego de la oferta de cien mil dólares, se volvió bastante querido.

— ¿Le diste el dinero? ¿Seguro que mantendrá silencio?

—Le esperará la sorpresa en casa.

El vuelo de regreso es una recuperación de energía. El jet privado es propiedad de Dominic, a diferencia del que hemos usado antes, y puedo notarlo en cada detalle del interior. En menos de diez segundos deduzco que ha albergado a más de una mujer. Incluso niños. O alguien aburrido dibujó en un sillón con marcadores.

Después de una ducha en la habitación privada, me rindo al sueño envuelta por una sábana que aún mantiene restos del aroma de Dominic. Ese olor se adhiere a mi propia piel incluso cuando llego a la agencia después de aterrizar. Samara olfatea el aire mientras intenta seguir la velocidad de mis pasos.

—Estabas con un hombre. ¡Hueles a perfume masculino! Uno que creo haber olido antes pero no sé...

—Qué sabrás tú a qué huelo.

Su torpe risa y el sonido constante de los tacones llena la tranquilidad del pasillo. Me estoy poniendo de un humor terrible. No tenía tiempo para bañarme en el apartamento, aunque lo habría hecho si hubiera sabido que Samara tiene complejo de perro.

—Tengo buen olfato, ¡es un don! —se defiende.

—Mantén guardado tu don.

Ambas nos detenemos de forma abrupta frente a la puerta de la sala de Relaciones Públicas. Ella jadea por el cansancio de nuestra larga y rápida caminata, yo volteo a verla con ligera curiosidad.

— ¿Crees que huelo a sexo?

— ¡No! Aunque no sé si sea un olor específico para todo el mundo... ¿Lo estabas haciendo?

—Sí —miento, solo por el gusto de mentir ante preguntas impertinentes.

Aliso mi elegante chaqueta y me adentro en la sala sin decir una palabra más. Es hora de enfrentar otro problema, y por fortuna sin oler a sexo ajeno. 

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