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2. Estrategia

Esteban Sedán, funcionario de Aduanas en Florida. También cómplice del cártel de Cali para transportar la cocaína en cargamentos marítimos de Colombia a Estados Unidos.

Después de cuatro días en Miami, un barco con la fachada de ser una compañía de textiles llega al puerto y le pillo, el FBI y otros agentes especiales de la DEA acuden en pocos minutos. Otra vez, soy felicitada por mi jefe, el agente Willows. Ahora, creo que les será complicado al cártel moverse por las aguas.

—Cuchi. —Oigo una cantarina voz detrás de mí—. Llamó un tal detective Peter, te necesita urgente en una escena del crimen en el restaurante Texas Home.

Que un detective del FBI me llame, no es buena señal.

Enseño mi placa y el oficial me deja pasar a la escena del crimen. El detective Peter se acerca y me entrega unos guantes de látex sin decir nada. En la cocina del restaurante está tirado en el piso el cadáver de un hombre robusto, hay salpicaduras sangre por todos lados. A su lado está un cuchillo y una pistola alineadamente, las armas homicidas. Observo más de cerca la pared detrás del cuerpo, las manchas de sangre.

—Fue Dominic Callaghan. —No lo pienso mucho—. La víctima tiene visibles golpes en el rostro, lucharon de pie y cayó, su cabeza golpeó la pared, aquí —hablo para mí misma, señalando la ovalada mancha rojiza—. Luego fue acuchillado, y le disparó. —Mis ojos van al charco de sangre que corre al otro lado del cuerpo, debajo del hombro—... O quizás disparó primero.

—Buen ojo, agente Donovan, pero te llamé por otra cosa. Revisa su cuero cabelludo.

Tratando de no manchar mis botines favoritos, me agacho más cerca de él y con cuidado levanto su cabeza. Mi mano derecha la sostiene y con la izquierda le reviso el cuero cabelludo. Hay una «N» escrita, probablemente con la navaja entre las armas homicidas.

— ¿Qué tiene que ver conmigo?

Me indica que vaya con él, agarra una carpeta amarilla que estaba en el mesón y saca unas fotos. Luego las acomoda en línea recta.

—Estas son fotografías de los más recientes homicidios del cártel Callaghan.

La primera foto es un brazo con la M en él, la segunda es el pecho de una mujer con la A recién tatuada, la tercera una pierna con la D llena de sangre, la cuarta es la mejilla de un anciano con la I, la quinta es una S tatuada en la planta de un pie, la sexta es una O escrita con una navaja, quizás, en la frente de un hombre.

La séptima y última foto, acaba de salir del horno.

—Conocemos la relación amor-odio entre Callaghan y la DEA, por eso pensé en ti cuando este hombre completó la conexión de letras.

Aprieto los labios, fingiendo estar relajada, pero por dentro histérica. ¿Cómo sabe él mi nombre? Vale, algo huele mal aquí y no es el cadáver. Vaya manera más chunga de llamar mi atención.

— ¿Cuándo ocurrió el primer homicidio, detective?

—Hace tres semanas.

Mi alarma se activa. Hace tres semanas yo no tenía nada que ver en el caso, estaba de infiltrada en el caso de un narcotraficante ruso de Śmierci y de niña exploradora en el Amazonas. Lo que significa que él me tiene en la mira desde hace tiempo.

Joder, la subasta.

Sabía quién era yo desde un principio, por supuesto que no se tragó lo de Christine en ningún momento. Me cuesta no echarme a reír, el muy capullo ha estado jugando conmigo.

«Nos vemos en Texas». Lo que me confirma que él me conoce incluso antes de la subasta...

—Callaghan volvió a atacar —exclama el detective, con el móvil en la oreja.

Resoplo con fuerza. Echo un vistazo a las fotografías que forman mi nombre, con desdén. En menos de cinco minutos la historia ha dado un giro de ciento ochenta grados, presiento que nada será como pensé que sería.

***

— ¿Qué hay? —Es lo primero que digo al llegar al callejón donde hay un muerto por herida de bala en la frente.

—La víctima tenía esta tarjeta en la mano —responde Willows, entregándomela—. Es un acertijo. Y es para ti.

«Los números son letras, agente Donovan».

No me sorprendería que se haya enamorado de mí desde aquella nochecita.

—Gilipollas... —susurro, arrugando la tarjeta. No sé si los demás me escucharon, me viene dando igual.

—Ahí hay una serie de números escritos en la pared con sangre —carraspea Sam, señalando a mis espaldas.

Ni siquiera me molesto en voltear, pido papel y lápiz de mala gana. Vaya que quería estar dentro del caso, pero nadie me advirtió que el narcotraficante en cuestión se molestaría en tener su cabeza en mi culo como un grano.

Le echo un vistazo a la ensangrentada pared y garabateo los números en la hoja y empiezo a contar.

13: M    10: J
28: U     5:  E
5:   E     6:  F
19: R     5:  E
5:   E

—Callaghan utilizó el número de cada letra del alfabeto para crear un mensaje y dice: «muere jefe».

—Haré unas llamadas, tendrás al FBI custodiando tu casa, Frederic —informa Peter a Willows y se va sin más, ofuscado.

—Ese hijo de perra... —masculla, Willows, se va también echando humo por las orejas.

Sam me mira y yo a él, está perdido. Me encojo de hombros, le doy un vistazo al cadáver y madre mía. ¿Dónde diablos están sus ojos y dedos? Dominic es un asqueroso. El estómago se me revuelve, salgo lo más rápido de ahí.

—Agente Donovan, pase a mi oficina —escucho la voz del Willows, mientras pasa por mi lugar de trabajo hacia el suyo.

Pensé que él estaría en una celda de máxima seguridad protegiéndose de Callaghan. Todos sabemos que él no anda con rodeos, Frederic Willows va a morir en cualquier momento.

Acomodo la chaqueta de mi traje y me encamino a la oficina del agente al mando. Al estar sentada frente a él, saca una hoja de un fólder y me la da junto un bolígrafo.

—Firme y estará dentro del caso.

Ya no sé si quiera estar, tengo a Dominic enviando mensajitos. La mañana de ayer había un arreglo floral de lirios en mi escritorio, nadie sabía nada, Verónica dijo que el repartidor vino, dejó las flores y se largó sin más. Revisé entre las flores y encontré una tarjeta que decía:

«Eres inteligente y hermosa. Una santa y una diabla, sea cual sea la que te domine, déjame decirte que igual serás mía».

Es un guarro.

Estaba de más cuestionarme quién era, solo agarré las flores y las tiré a la basura. No sé quién se ha creído para insinuárseme y perseguirme como un depravado sexual.

Pero hay una cosa, juré atrapar a Dominic Callaghan y encerrarlo de por vida. Agarro el bolígrafo y firmo. Las promesas no están hechas para romperse, sin importar qué sea. No voy con el sueño de cumplir lo que me prometí, voy con la convicción de hacerlo.

—Escucha, Madison, te has vuelto una pieza clave en este caso, y sé que en un futuro todo dependerá de ti. No quiero arriesgarme y que cualquiera quede en mi puesto, ya empecé a tramitar los documentos y en caso de que yo no esté, tú tendrás mi lugar por decreto.

Mi cerebro procesa rápidamente sus palabras sin separase, mis labios se curvan en una triunfante sonrisita. Al fin tendré lo que merezco. No voy a saltar como una cría por esto, en realidad, era algo que sabía que algún momento debía pasar, porque yo siempre consigo lo que quiero.

Tarde o temprano.

Samara Hall es una toca pelotas, pero también es buena amiga. Igual eso no me corta de mandarla a tomar por culo cuando se pasa de pesadita.

Cuando regresé de mi travesía en el Amazonas, la muy cerda no se acercaba a mí y utilizaba un tapabocas cuando yo estaba cerca, todo para no contagiarse de algún virus amazónico. Mira que ganas de estrangularla no me faltaban.

Jessica es diferente, es más como yo y por eso nos llevamos también, una excelente abogada que conocí en el primer curso de la facultad de derecho. Conectamos al instante.

—Deberías decir que Callaghan está acosándote —sugiere Jessica, tomando de su ginebra.

— ¿Y si la mata? —chilla, Sam.

—Mira que son insistentes, no me pasará nada. No lo culpo por sentirse atraído por mí.

Jessica entorna sus azules ojos meneando la cabeza, a lo que su coleta de pelo negro se mueve de un lado a otro. No me gusta que me critiquen, me manden, ni siquiera que me sugieran y crean saber qué es lo que deba hacer. Mi palabra es la última y es la ley, por esa razón ninguna de las dos opina más al respecto.

—Mark quiere que vaya a Washington para un asunto legal en la Casa Blanca —cambia de tema—. Me preguntó cuándo volverías, lo traes estúpido. Es ocho años mayor que tú pero, ya sabes: mientras más antiguo, más experimentado. Y su posición en la política es jugosa, una oportunidad de oro.

—Vale, Jess, sabes cómo seducirme...

—Ay, no, qué aburridas ustedes siempre con el mismo rollo —se queja, Samara.

Pongo los ojos en blanco. La risa de Jessica es comedida, me mira con complicidad, a lo que también sonrío.

—No voy a jugársela, solo aseguraré un aliado más. Quizás algún día termine en la política, quién sabe.

No por nada había hecho un técnico en Ciencias Políticas, y eso de mandar se me da más que bien. Jessica y yo brindamos por nuestras conexiones en la Casa Blanca mientras que la pesadita de Verónica nos mira con reprobación.

Mi más vieja amiga abogada me hace entrega de una carpeta amarilla antes de irnos, la cual contiene información del cártel Callaghan que me servirá para el caso.

Ese árabe en cualquier momento será mío, de eso estoy segura.

Cuando llego al apartamento, descubro un sobre tirado frente a la puerta de la entrada que no da buena espina. Recojo el sobre.

«Diablura».

Entro y me aseguro de dejar bien cerrada la puerta. Como sea otra cartita de amor como las que me ha estado enviado en los arreglos florares, soy capaz de ir ahora mismo a donde sea que esté para estamparle en la cara las docenas de flores amontonadas en el comedor.

Menos mal que Ryan está de viaje, porque ni cómo explicarle sobre tantas flores.

«Pequeña diablura, espero que te gusten las flores que te he enviado, las he traído de California especialmente para ti, así que no me toques los cojones botándolas a la basura.

Mañana tengo algo preparado para ti, espero que seas rápida e inteligente.

Atentamente, Tú sabes quién soy».

No lo puedo creer.

La tarde siguiente transcurre lenta y aburrida a comparación de los anteriores días llenos de drama y mala leche. Al menos, esta mañana no encontré otro arreglo floral en mi escritorio. Todos creen que Ryan es romántico, lo que no saben es que es un narcotraficante quien se enganchó de mí.

Y sigo sin culparlo.

Doy un largo suspiro y tallo mis cansados ojos que ya empiezan a arder de estar tanto tiempo frente al computador. Me pongo las gafas que odio usar, abro el primer cajón del escritorio para buscar la grapadora y tropiezo con una arrugada fotografía. Es del aniversario de la DEA, y al ver la cara de Willows, recuerdo que no lo he visto en todo el día, y ya ha caído la noche.

— ¿El agente Willows vino hoy? —pregunto a una menuda mujer que camina por el pasillo ataviada con unas cuantas carpetas.

—No —responde, y apresurada, sigue su camino.

Eso no es una buena señal, si hubiese decidido faltar por algún inconveniente, ya me habría enterado. Revuelvo todo el material en mi bolso hasta encontrar el móvil, le marco con la esperanza de que todo esté en orden.

Gracias a Dios, contesta a los tres tonos.

— ¿Agente Willows?

—Hola, mi amor.

Demonios.

—Qué mi amor ni qué leches —increpo—. ¿Qué haces con ese móvil?

—Vamos, diablura, tú sabes qué. Saluda, abuelo. —Entonces se escucha la amortiguada voz de un hombre—. Ya. No tiene ganas de hablar.

— ¿Qué es lo que pretendes, Callaghan?

—Es muy pronto para que lo sepas, nena. Por lo pronto, recibirás un mensaje el cual te guiará a un lugar para llegar al escondite de tu jefe. Te lo advierto, agente, más te vale venir sola o tu jefe quedará hecho cenizas.

Termina su amenazante discurso y corta la llamada, dejándome con la palabra en la boca. Casi un segundo después, recibo de un número privado tal mensaje que indicó.

Ahora bien, es una serie de números y nada más, por lo que me pregunto qué será. Mis ojos se intercalan entre los números y un mapa que hay en la pared a mi izquierda. ¡Claro! Son coordenadas.

—Gracias, Dios, por bendecirme con tal sabiduría e inteligencia —murmuro, contentilla. Menos mal que soy una de las últimas que quedan en la oficina y nadie me oyó.

Enciendo el computador y accedo al sistema para ingresar las coordenadas. Un punto rojo parpadea en un callejón cerca del edificio donde resido, amplío la imagen vía satélite y memorizo la dirección exacta. Una vez lista con mi pistola, salgo del edificio luciendo tranquila para evitar levantar sospechas.

Saludo cordialmente al guardia en la puerta principal, y cuando lo pierdo de vista, echo a correr por la acera. Mi coche está en el taller y no hay tiempo para pararse a esperar un taxi, con lo buena que es mi resistencia para correr.

Tropiezo con varias personas en el camino, unas al verme bajo la luz de las farolas en las calles, adoptan una postura alerta y me hacen espacio de inmediato. Seguramente por la placa que guinda de mi cuello y la chaqueta windbreaker que me identifica como de la DEA. Han de creer que es una persecución, y muy lejos de la realidad no estarían.

Por fin, una maratón después, sedienta, llego al callejón a unas tres cuadras de mi apartamento, al final del camino hay una puerta de hierro oxidada y reconozco el abandonado almacén que antes solía ser una tienda de motores para coches. El móvil vibra en mi trasero y lo saco del bolsillo de mis vaqueros, el identificador indica que es un número privado, pero yo sé quién es.

—Ya estoy aquí, capullo, deja ir a Frederic.

—Madison, los modales, nena —dice entre dientes—. Llegaste con dos minutos de retraso, te lo perdono; tu jefe está en el almacén frente a ti, no intentes ir o activaré la bomba en su cuerpo. Debajo del basurero a tu derecha hay un control con dos botones, uno activa la bomba, otro la desactiva. Tienes treinta segundos, el tiempo corre, tic toc.

Pero ¿qué le pasa a este hombre?

Enseguida me pongo de rodillas y meto la mano debajo del contenedor de basura hasta encontrar el el control.

Ambos botones son rojos, eso no me agrada, uno debería ser verde o azul.

Esta situación es más difícil que caer en el Amazonas. Las manos me sudan, no sé qué botón apretar. ¿Y si elijo el equivocado? Tendría que cargar con la muerte de mi jefe. Él está ahí dentro y su vida depende de mí en menos de diez segundos.

¿Qué se supone que haga? ¿De tin marín de do pingüé, cúcara, mácara, títere fue, yo no fui, fue Teté, pégale, pégale que ella fue? Por favor.

Resignada, cierro los ojos y que sea lo que Dios quiera; aprieto el segundo botón.

Indudablemente, la bomba explota y el almacén se enciende en llamas. Me estremezco ante el sonido, cansada, observo cómo el lugar arde en fuego. Porque claro, sería una completa estupidez de Dominic hacer todo esto y arriesgarse a que Frederic quedara vivo.

Maté a Frederic Willows. Y ya no me suena tan tentador ocupar su lugar, creerán que lo hice pensando en mí. Ya tengo mala fama por ser fría, dura y a veces egoísta, no será difícil creer que lo hice a propósito para tomar su lugar. Para maquiavélica, yo, ¿no?

Sin más qué hacer, llamo al 911. ¿Qué otra cosa podría hacer? No puedo apagar el fuego con una manguera. El de la operadora me indica que no muy lejos están las patrullas que ya notaron la explosión. Me siento sobre mis talones, apoyo los codos en mis rodillas y la barbilla en mis manos, como una niña berrinchuda.

Dominic Callaghan me acaba de hacer matar a mi jefe y ahora yo lo quiero matar a él. Los oficiales de la policía llegan, me hacen preguntas y el mismo procedimiento de siempre, pocos minutos después se hacen presente varios agentes de la DEA, entre ellos, el jefe de mi jefe.

Sam corre hacia mí, consternado. Le explico brevemente lo que pasó y él niega con la cabeza, realmente conmovido por la pérdida.

— ¿Qué rayos pasó aquí, agente Donovan? —exclama Lockwood, el jefe del jefe recién fallecido de la DEA—. ¡Que alguien me explique, joder!

Mi cabeza no da para soportar regaños y ese panzón es muy pesadito. Explico, por última vez, todo de principio a fin, los presentes me miran sin poder creerlo, un agente especial se frota el rostro y da la vuelta dando la orden a los demás de la policía investigar la escena.

Sam abre los brazos y le veo las intenciones de abrazarme, así que lo miro con ambas cejas alzadas. Se retracta y choca su puño contra mi hombro. Mejor.

—No es tu culpa —murmura y sonríe a medias.

— ¡Maldición! —Nos grita, Lockwood —. ¡Ya me tiene harto! Que lleven ese control al laboratorio y lo desarmen, yo me largo ¡maldita sea!

Los agentes, menos yo, asienten y Lockwood se va murmurando cosas sobre muertos y dinero.

—Debería jubilarse —comenta, Adam, otro agente.

Y que debería.

Bueno, me iré caminando al edificio y así reflexiono mientras camino las pocas cuadras de distancia. Necesito pensar qué haré, a partir de mañana seré la jefa, como siempre ha debido ser. Sin embargo, estaré bajo una lupa, y muchos van a murmurar sobre mí por el rápido ascenso. A palabras necias, oídos sordos. En lo único que me enfocaré será en encontrar a Callaghan.

A punto de cruzar la carretera, una camioneta Hammer negra derrapa y se detiene frente a mí, por instinto toco la pistola en mi cintura, pero todo pasa muy rápido. Dos hombres encapuchados bajan de él, me agarran e intentan meterme a la camioneta, pataleo y lucho por soltarme, pero no logro nada. Son grandes y muchísimo más fuertes que yo, pero, al menos consigo atestar un puñetazo a uno de ellos.

— ¡Madison!

El grito de Sam es lo último que escucho antes de ser lanzada dentro de la Hammer y arranque a toda velocidad. Un tipo venda mis ojos, otro me coloca unas esposas. Me quitan la pistola y revisan. Doy un respingo cuando toca mi culo para sacarme el móvil.

—No me toques —gruño.

Vale, debo relajarme lo más posible y no atacar, sería estúpido, conseguiría que me duerman y no necesito eso.

En mi mente voy imaginando por dónde va la camioneta, desde que arrancó ha ido derecho todo el tiempo, en mi mente memorizo un rápido cálculo de kilómetros y lugares por los que imagino pasamos. De repente se escuchan las sirenas de las patrullas, la camioneta acelera más.

— ¿No podíamos simplemente buscarla a su casa? —se queja un hombre.

—Órdenes son órdenes.

La camioneta dobla a la izquierda. Después de un minuto, de nuevo a la izquierda, las sirenas ya casi no se oyen, otro minuto más a la derecha y dura unos diez minutos.

— ¿No chillarás? —me pregunta alguien.

—Chorradas —resoplo, me acomodo en el asiento y cruzo las piernas—. En realidad, les agradezco por llevarme con el capullo de su jefe.

Escucho a varios reír.

¿Eso es todo? ¿Nadie va a amenazarme con un cuchillo o a drogarme?

Durante varios minutos más la camioneta sigue derecho, da una vuelta a la derecha y después de unos cuantos metros, se detiene. Reconozco el sonido de una reja abriéndose.

—Entonces... ¿Me van a matar?

—No lo creo.

Puedo sentir las miradas encima preguntándose si se me soltaron algunos cables o ya se me fue la olla. Se toparon con la agente de la DEA equivocada.

Cuando la camioneta es estacionada, salgo voluntariamente y me agarran de los brazos para guiarme por el camino, puesto que sigo sin poder ver. Yo obedezco, no hay por qué perder la calma, con suerte podré escapar.

Pediré una cama para pasar la noche, ni loca dejaré que me encierren en un sótano o algo así, ni hablar, me lo merezco por colaborar y no hacer drama con lloriqueos o patadas.

Me hacen detener el paso y quitan la venda de mis ojos, parpadeo varias veces para recuperar la vista. Mi escrutadora mirada inspecciona el lugar donde estoy, es un despacho muy lujoso, a la antigua, que huele a porros y a una intensa colonia masculina. Pero, mi agudizado olfato reconoce un particular aroma: coco.

Frente a mí, sentado detrás de un escritorio de roble, está el famoso Dominic Callaghan, con cara de mala leche y los pies sobre el escritorio, el fuego de la chimenea detrás de él resaltando su impresionante belleza, sí, su belleza.

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