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14. Intemperancia

Aristóteles definía la intemperancia como el escollo que impide a un individuo mantener el dominio de mismo. En la tica a Nicómaco (hijo del filósofo), Aristóteles se planteó la cuestión de saber cómo es posible que un hombre que juzga sanamente lo que hace, se deje arrastrar por la intemperancia.

En la mañana, ya estoy arrepentida de haber dejado dormir en casa a Samara y rezo esperando el milagro de que me deje en paz. Lo último que necesito a las cinco de la mañana es su voz aguda martillando mis oídos a base de preguntas que no puedo, ni quiero, responder.

En mi huida del apartamento para ir a trabajar, esquivo varias veces su cuerpo durante mi camino hacia la puerta hasta que me quita los AirPods desde atrás y me volteo a verla, hastiada por tanta insistencia. No me inmuto ante su postura firme.

—Todo lo que pudiste ver u oír es material clasificado y confidencial; cada palabra, cada gesto, cada mirada, no debe salir de aquí. Ahórrame el tener que avisarle a Lockwood para que permanezcas en confinamiento.

Pestañea conmovida por mis palabras, sus gestos denotan abatimiento.

—Sigo asustada por lo que te pasó ayer y no te importa lo preocupada que estoy...

—Agradezco tu ayuda, pero no voy a soltar una palabra más relacionada a ese hombre y la misión. Y tú tampoco.

Baja la mirada consternada, da un paso hacia atrás para dejarme el camino libre. Se ha rendido. Le entrego un segundo juego de llaves del apartamento y sin decir más, me marcho. Aprecio su ayuda, pero no tengo tiempo para lidiar con tonterías que podrían perjudicarnos a ambas.

Ya dentro del coche, preparada para encender el motor y emprender camino hacia la oficina, suelto un largo suspiro con la mirada perdida en mi zona del estacionamiento subterráneo. Los sucesos del día anterior continúan torturando mi mente, mi cuerpo. Quisiera darme un golpe contra el volante; ni siquiera eso puedo, mi cabeza está lastimada lo suficiente.

Envío mis preocupaciones y frustraciones a lo más oscuro de mi ser con una sacudida de cabeza. Torturarme no me servirá de nada.

No he amanecido con el mejor humor, y los murmullos que inundan la gran extensión de oficinas cuando salgo del ascensor en mi planta, no ayudan. He hecho un gran trabajo ocultando las marcas que demuestran que ayer fui un saco de boxeo, pero no hago milagros ni tampoco puedo controlar los chismes de oficina. Todos en la sede saben lo que me pasó. Lo supe desde que crucé la entrada principal.

No sé si es producto de la severa molestia de que cuchicheen sobre mí o de los golpes, pero el dolor de cabeza es casi insoportable. Lo cual también empieza a afectar mi visión. Dos pastillas y mis gafas de lectura alivian un poco el malestar, lo que permite que me sumerja en el trabajo con el afán de olvidar los perversos giros que está dando mi vida.

Hay distintas vías de escape que las personas eligen para cada vez que llegan a su límite. En mis veintiocho años de vida, he experimentado más de una, algunas más destructivas que otras. Una es el trabajo.

Necesito ahogarme de trabajo para ignorar  problemas de mi vida. Es una vía de escape  sagrada.

Supongo que canté victoria demasiado pronto al llegar a la oficina sin cruzarme al director, porque unas horas después he sido llamada a sus aposentos para extender frente a mí un documento de suspensión temporal que requiere mi firma. El motivo según el documento: complicaciones de salud.

Mi inquieta lengua no tarda en actuar.

—Está usted haciendo las cosas mal, con mucho respeto.

—Aquí las órdenes las doy yo, agente Donovan, y si vuelve a contradecirme le doy de baja en la misión. Ah —alza un dedo y añade con perspicacia —: con mucho respeto.

—Quizás no luzca como tal, pero me siento de maravilla. He trabajado desde esta mañana sin ningún inconveniente, veo innecesario una suspensión, señor.

El director señala una vez más el bolígrafo que descansa a un costado de la hoja.

—Cumple la orden, Madison. Te quiero aquí cuando estés recuperada al. Así que firma ese documento y recupérate rápido.

— ¿Qué pasará con los casos que llevo en proceso? Hay informes que estoy esperando, citas, viajes...

—Quedan pausados. Lo que sea necesario de ser atendido, Lockwood lo resolverá, y si el objetivo Callaghan se pone en comunicación con usted, asegúrese de ponerse el traje de agente. No podemos perder ninguna oportunidad con él.

—Así que mi prioridad sigue siendo Dominic Callaghan...

—Lo será hasta que esté tres metros bajo tierra.

Más que insatisfecha con la decisión, abandono la oficina con cara de pocos amigos. El documento no especificó el número de días de mi suspensión, así que es mi trabajo reponerme totalmente lo más rápido posible para regresar al ruedo.

En la recepción de la planta, me detengo unos minutos para reclamar a la secretaria un par de carpetas viejas del antiguo archivo. La simpática señora me sonríe a través del cristal de la pequeña oficina y desaparece tras la puerta que lleva a los enormes archiveros.

Un silbido detrás de mí hace que gire un poco la cabeza, al reconocer el personaje giro por completo con una molesta expresión en mi cara. Si de por sí su presencia me irrita, su burlona sonrisa aún más.

— ¿Te picó un mosquito, Donovan?

—Me golpearon. Supongo que eres lo suficientemente estúpido para hacer esa pregunta.

La sonrisa de Roger desaparece de golpe.

—Siempre estás a la defensiva —replica, se acerca más a mí y cuestiona en voz baja—: ¿Sabes por qué Samara no ha venido hoy?

—No, y si supiera tampoco te lo diría.

Con mi seca contestación, doy por finalizada la charla y le doy la espalda para seguir esperando mis carpetas. El hombre no se da por vencido, porque de pronto lo tengo a mi lado, con el codo apoyado en el mesón.

— ¿Sabes dónde está?

—Yo qué sé. Búscala en su apartamento.

—No sé dónde vive.

—Pues llámala.

—No tengo su número.

Esto es el colmo.

A pesar de mi cara de plena insatisfacción, Roger tiene el descaro de encogerse de hombros como si no fuera algo relevante el desconocer esos datos de tu pareja sexual, amante o lo que sean esos dos.

—Resuelve tú solo tu problema de la misma manera que la encierras en tu oficina y se la metes.

— ¿Siempre eres así o solo conmigo?

—Sí y no.

Roger voltea sus ojos cafés en un claro gesto irritado y bufa junto con una maldición largándose finalmente. Ya era hora.

Necesito tener una severa charla con Samara, esto es el colmo, ¿quién se ha creído ese patán? Conmigo lo lleva claro. Jamás dejo pasar por alto actitudes como esta, y tampoco dejaré que ella las pase por alto.

Al igual que el resto de mis días laborales, abandono la oficina a la misma hora, ansiosa de una ducha. Una camioneta familiar estacionada en el puesto consiguiente al mío en el estacionamiento, rompe la normalidad de mi rutina. Por un segundo, creo que mi mente exhausta está jugando conmigo. No sé cómo diablos ha podido entrar, pero es Bill la persona tras el volante que me sonríe.

—Pero ¿qué haces aquí adentro? —siseo molesta, pegándome a la ventanilla—. ¿Cómo te dejaron pasar?

—Encargos criminales, muñeca —susurra de forma encantadora y procede a sacar un maletín negro que recibo sin dudar—. Un millón en billetes de cien recién salidos del horno. Si hay algún error, avísame.

Saca una tarjetita del bolsillo del pantalón y la deja sobre el maletín que sujeto inmóvil. De pronto, el maletín se vuelve mucho más pesado en mis manos.

— ¿En qué diablos está pensando tu jefe al traerme dinero lavado al estacionamiento de las oficinas de la DEA?

—No me meto en los excéntricos regalos que realiza mi jefe, muñeca.

— ¿Qué? —reacciono ofendida—. Esto no es ningún maldito regalo, Bill. Ya vete rápido de aquí.

El pelirrojo me guiña un ojo antes de subir la ventanilla y dar marcha atrás. Maldición, tengo un millón en las manos. Un escalofrío me sacude entera, mascullo varias palabras mal sonante. Guardo la tarjeta con el número de Bill, escondo el maletín debajo del asiento y salgo pitando en el coche.

Dominic es un chalado. ¿Esos son el tipo de regalos que el señor le da a sus damas de compañía?

Estoy ansiosa durante todo el camino al apartamento. En la parada de un semáforo, cojo el teléfono para leer el mensaje que oí llegar minutos antes. No es ni más ni menos que el rey de Roma.

Lanzo el teléfono a mi bolso con un resoplido. ¡Qué aplomo tiene ese hombre! Hay que ver toda la fuerza que tengo que reunir para soportarlo.

Lo primero que hago al entrar a la seguridad del apartamento es tirar el maletín en el sofá y marcar el número de cierto espécimen. Bon maúlla reclamando mi atención a mis pies. Enojada pero queriendo no ignorar a mi pequeño, me agacho para darle un beso y en ese momento oigo una voz a través del teléfono.

—No. Yo voy a hablar primero —lo interrumpo, cabreada—. Es muy arriesgado lo que has hecho. ¿En qué pensabas? ¿Cómo diablos hiciste que entrara al estacionamiento?

— ¿Por qué cojones tienes que ser tan vulgar? —me critica en su lugar—. ¿Qué clase de mensaje fue ese?

Reúno toda mi paciencia emitiendo un suspiro.

—Me vas a meter en problemas.

—Ajá. Volverás a ver a Bill, estará contigo para hacer la entrega.

— ¿Ah? Dijiste que tú estarías conmigo.

Estoy confundida y un poco sorprendida. Esto no era lo que habíamos planeado.

—Así era, por eso te envié el dinero, pero ahora mismo viajaré de imprevisto. Estarás bien.

—Eso lo sé. Solo quería saber porqué. ¿Estarás mucho tiempo fuera?

— ¿Ya me echas de menos?

—Creo que me preocupa que estés lejos —miento en un tono dulce—. No quiero pensar en qué estás haciendo por allí.

Mi yo interior me da una palmadita en la espalda. Estoy mejorando mis diálogos amorosos.

—No tienes nada de qué preocuparte. Volveré bastante pronto.

—De acuerdo, pero sigo cabreada.

Su risa resuena a través del teléfono y, de alguna manera, ese hecho hace que olvide cualquier molestia que tenía.

Las Vegas, Nevada.
22 DE ABRIL, 2018.
11:23 PM.

Bill me ofrece la palma de su mano para bajar la escalera del avión privado de la organización de Dominic.

Como era de esperarse, el hangar está bien rodeado por guardias de seguridad armados hasta los dientes. Seis de ellos se encargan de rodearnos a Bill y a mí en nuestro camino al interior del hangar. El día de hoy, el pelirrojo ha soltado su oficio diario para convertirse en mi acompañante en esta indeseable situación.

—No conocía la existencia de este hangar —comento, observando con atención cada detalle, grabándolo en mi memoria.

—Hay muchísimas cosas que la policía no conoce —responde Bill con un guiño.

Ordena que los guardias rompan el círculo y, en un segundo, toma el control de todo el lugar como si fuera su día a día. Detrás de él, observo su talento para dirigir. Nadie cuestiona lo que ordena, podría ser porque es el favorito del jefe, pero puedo notar que no es así. Bill tiene un talento innato para mandar y solo he necesitado tres minutos para comprobarlo.

Se encarga de poner todo el equipo en marcha, sin perder de vista cada detalle, cuidando que todo esté como debe estar: nuestros refuerzos infiltrados en la zona del intercambio, el coche, los tiempos; todo lo controla.

Bill se recuesta a mi lado en la limusina que está lista para nuestro transporte y abre los brazos.

—Esto es una dicha —exclama satisfecho—. Solo recostarse y ver cómo los demás hacen el trabajo.

—Te va bien esto.

Desenvuelve una tira de toma de mascar y la lanza entre su labios abiertos.

—Confía en mí. Aunque se suponía que Ignacio estaría aquí, no sé qué le habrá sucedido para faltar.

— ¿Ignacio?

Me mira extrañado por mi pregunta.

—Su mejor amigo.

—Nunca me ha hablado de él. Dudaba que tu jefe supiera lo que es un mejor amigo.

—Son casi hermanos.

Mi mente guarda esa información y la clasifica como importante al instante. La existencia de un mejor amigo del cual nunca me ha hablado, es un punto débil, porque los más fuertes puntos débiles no se comparten con tus enemigos.

—Increíble —murmuro pensativa—. Me gustas más tú, hasta ahora.

Se lleva la mano al pecho con una sonrisita tierna. Tiene su verdadero encanto.

— ¿Te puedo ser sincero?

—Siempre.

—Cuando te conocí en persona, tuve la impresión de que tú y yo tendríamos una buena relación. Eres muy... creativa.

Una risa escapa de mis labios. Bill se ríe conmigo y choca su hombro con el mío. Es cierto que nos  conocemos poco, pero su buena vibra es contagiosa, incluso en mí. Eso, más el hecho de que nunca me ha mirado de forma sexual, son más puntos a su favor.

—No me relaciono con empleados, pero como soy algo pasajero en tu vida, podría hacer una excepción.

—Pasajero —repite divertido. Hace explotar un globo de su chicle y con dos dedos me llama—. Vámonos de aquí.

Por primera vez, Bill es quien va conmigo en la parte trasera del coche. Estoy cómoda, pero resulta extraño que sea su presencia y no a la que ya estoy acostumbrada: su jefe. No ha habido un solo automóvil de Dominic en el que no me haya besuqueado a su antojo.

—Todos están en sus lugares —me informa Bill. A través de la ventana, observo el túnel al cual nos acercamos—. Te toca. Vas bien.

—Estoy lista.

Subo el cierre de mi chaqueta negra, cubro mi cabeza con una gorra y mis ojos con lentes oscuros, vamos a evitar cualquier complicación. Cojo el maletín y me preparo para el momento exacto que tenga que salir de la limusina.

—Tres —cuenta Bill detrás de mí y la limusina entra en el túnel desacelerando poco a poco—, dos, sal.

En el lapso de los únicos 5 segundos que la limusina se detiene por completo, también a nuestro lado lo hace un Bugatti de color negro, y son los mismos segundos que tardo en saltar fuera de la limusina y  correr dentro del Bugatti. El tipo que antes manejaba se está subiendo en la limusina en el instante que mi pie pisa el acelerador. No me atreveré a dejar ninguna pista suelta de lo que sucede hoy.

El punto de encuentro del intercambio lo alcanzo a una distancia prudente del túnel donde cambié de coche. Es una localización discreta para este tipo de entregas. Escasa gente, sin cámaras de seguridad, ni oídos entrometidos. El estacionamiento de un casi abandonado bar el que sigue de pie tan solo gracias a la consumición de alcohólicos indigentes que solo aceptan en dicho establecimiento. Sin seguridad alguna.

El Bugatti, un BMW y un cacharro viejo que de suerte podría encender el motor, son los únicos automóviles en el estacionamiento cuando salgo del mío. Totalmente cubierta a excepción de mi cara. Me di cuenta que los lentes de sol son horribles. No son mi tipo.

Del BMW desciende un hombre, al que reconozco cuando estamos a tres metros de distancia. Es el mismo rostro, figura corporal, del hombre que asesinó a Siena Hordwich en un hotel. Son los mismos primeros ojos azules que vi durante mi secuestro.

Es Ericsson Jones.

¿Qué tipo de conexión tenemos Siena y yo con este hombre?

La respuesta llega de inmediato. Por supuesto: Dominic. Él es la conexión entre los tres.

Jones va a su bola, con unos vaqueros y camisa naranja chillón. No le importa mucho este acto ilegal, no esperaría más de él.

—Un gusto volver a verte, Madison —saluda, sin avanzar más pasos que yo tampoco daré.

—Tú mataste a Siena.


—Siena —suspira—. Era hermosa, qué lástima que tuviera que pagar los platos rotos de Dominic.

Las palabras, tan similares a las que oí en mi secuestro, me ponen alerta.

— ¿Qué pagó por él?

—Eso no es tu asunto. Créeme que me da flojera tener que hacer esto, solo dame el dinero.

Observo el reluciente maletín de cuero marrón y lo señalo como si no fuera la gran cosa.

— ¿Qué te hace pensar que lo soltaré tan rápido?

—El hecho de que eres muchas cosas, menos estúpida. De lo contrario, lo que investigué eran puras mentiras.

Me río. Sí, me río a gusto, no la finjo. Me divierte cuando las personas creen conocerme porque me investigaron. No es mi primer enemigo que lo hace, no será el último, y todos me han subestimado.

—Dime una cosa, ¿disfrutas pegarle a las mujeres? 

—Cuando se lo merecen —recalca orgulloso, dando varios pasos hacia mí—. ¿Disfrutas tú pegarle a los hombres? Es lo mismo.

Mis labios cerrados forman una sonrisa y doy un paso al frente, para poder decírselo en la cara.

—Yo solo disfruto pegarle a tipos como tú.

Él avanza otro poco, un acercamiento peligroso, que vuelve más pesado el ambiente.

—Puedes pegarme cuando gustes —murmura complacido.

—No me tientes, porque me muero de ganas.

—Ay, Madison, yo también me muero de ganas.

—Ah, ¿sí?

—Sí.

Leo sus intenciones, las tiene escritas por toda la cara. Ya me lo temía. Y así, tan fugaz, mi deseo de romperle la cara, se desvanece. Ericsson merece más que una golpiza breve en el estacionamiento de un bar de mala muerte, porque me voy a cobrar todas las que me hicieron en el secuestro, pero no así.

Iré en silencio.

—Iba a hacerlo, pero no mereces que mis manos te toquen. Ni siquiera para eso.

Tras mis palabras repletas de un tono despectivo y su mirada desconcertada, coloco el maletín en el cemento. Mis manos sueltan un millón de dólares, todo para evitar un escándalo que ni siquiera es cierto.

—Esto no termina aquí —recalca—. Nos volveremos a ver.

—Lamentablemente —me burlo con lástima.

Agarra el maletín y cruza su mirada con la mía por última vez.

—Sí, lamentablemente.

Lo observo alejarse. Con un millón de dólares. Me quedo pensando si pude haber elegido otra opción, pero eso solo me sirve para culparme por haberme extralimitado en mi relación laboral con Dominic y ocultar ese hecho de cualquier registro de la DEA. No debí besarlo, dejar que me tocara, tocarlo yo a él; ese nunca fue mi objetivo.

Realmente caí en su seducción como cualquier otra de sus mujeres.

Entro al auto cerrando la puerta con fuerza. Hago que las llantas lloren en el asfalto mientras pago mi rabia con el coche. Esta claro que nunca dejaré de tomar decisiones cuestionables.

Para la hora en que me reencuentro con Bill y otros seis guardaespaldas que nos rodean de manera discreta, ya me ha bajado la rabia. Lo malo es que cuando esa rabia disipa, la adrenalina sube disparada.

—Ya lo estamos rastreando —me asegura el pelirrojo—. Fue un trabajo limpio.

Echo la cabeza hacia atrás para admirar la grandeza del hotel frente a nosotros. He vuelto a ponerme los lentes oscuros contra mi voluntad al darme cuenta del lugar al que entraríamos. Según Bill, su jefe posee una propiedad residencial en la ciudad que está en reparación, por lo cual le ordenó traerme a un buen lugar para descansar.

Ajusto mi gorra y los lentes a medida que nos adentramos en el ostentoso hotel. He vivido tanto en Las Vegas, en este mismo hotel. Aunque no lo quiera, mire donde mire me provoca una enorme sensación de tristeza y rabia. Nostalgia. No había pisado este hotel desde el 21 de octubre de 2013.

Bill le entrega una tarjeta negra a la recepcionista y se inclina hacia mí, que estoy tan encogida como si quisiera desaparecer.

— ¿Qué habitación prefieres? Una con...

— ¿Quieres jugar? —exclamo con repentina euforia.

Bill alza las cejas, mirándome sin poder disimular su sorpresa.

— ¿En el casino? ¿Ahora?

— ¿Te da miedo? —Le puyo la cintura—. Vamos.

—A mi billetera es a la que le da miedo.

—La billetera que usaremos es otra —susurro.

Nos miramos a los ojos, quizás por al menos 10 segundos, hasta que él comprende a qué billetera me refiero. Se ríe, se detiene, y vuelve a reír, sacudiendo la cabeza y el índice de un lado a otro.

—No.

—Sí —replico convencida. Le pido la tarjeta a la recepcionista—. Sí.

Bill me aleja de la recepción, con dos guardias siguiéndonos. No se lo ve nada contento con mi cambio de planes.

—Primero debo pedirle autorización al jefe para retirar dinero. Todos los movimientos de la tarjeta le llegan.

—Me voy a llevar esta tarjeta, Bill, no me lo vas a impedir —asevero al pasarle por un lado.

Un cajero automático en este hotel es mi destino.

Detrás de mí, un par de zapatos me persiguen apresurados. Bill puede objetar todo lo que quiera, no me va a quitar la tarjeta ni me dejará sola. Yo solo trato de huir los recuerdos con toda la adrenalina que debo expulsar corriendo por mis venas.

—Madison, hazme caso —ruega, Bill, pisándome los talones—. Harás que el jefe me mate.

Me detengo justo delante del cajero automático y doy media vuelta.

—Oh, relájate, a la única que querrá matar será a mí. No me importa, ¿qué mejor manera de soltar dinero sucio con más dinero sucio?

La cara de mártir de Bill es tremenda, mastica su chicle con nerviosismo y se empeña en decirme que es mala idea, pero no le hago ni un poco de caso. Es lo que tiene Las Vegas.

Si no sabes controlarte, todo el pecado de la ciudad te consume. El dinero, el alcohol, las apuestas, todo se junta para apoderarse de los visitantes. Yo aprendí cómo controlarme entre tantos pecados al alcance de la mano, porque una vez me consumió.

No dormí ni un solo minuto. Dejé que el casino se convirtiera en mi fuente de energía, gané una buena cantidad de dinero en el póquer, y de alguna manera acabé en un streap-club, pagando mis servicios de hombres bailarines con el dinero de Dominic. Podría haber usado el efectivo que gané en el casino, pero resultó más divertido usar el de él. Estaba tentando mucho mi suerte, Bill ni siquiera quiso entrar al club, no quería ver los actos que sentenciarían mi muerte y la suya por dejarme hacerlo.

Obtuve lo que quería, huir de los recuerdos y molestar a Dominic. Por supuesto que se enteró dónde estaba, todo el tiempo, pero Bill no recibió ningún mensaje sobre el uso de la tarjeta en el hotel. La que recibió un mensaje fui yo.

Claramente, no conseguí lo que quería.

No respondí más y volví a perderme en el casino. Apenas toqué la cómoda cama en el avión, me rendí. Había sido una jornada bastante larga. Descanso las nueve horas de viaje y, para cuando estoy en mi apartamento, mi energía está renovada. Beso un buen rato a Bon, juego con él, hago un poco de yoga y una excelente rutina facial que elimine mi juerga reciente.


Bailo despreocupadamente por toda la extensión del baño mientras espero que transcurran los quince minutos de la máscara en mi rostro. El nuevo álbum de Drake, Scorpion, ha sido uno de mis favoritos este año, nunca pierdo la oportunidad de reproducirlo a través de los parlantes distribuidos en el apartamento.

Love my brothers cut 'em in on anythingcanto al espejo, saltando al ritmo de la música—, and you know is King Slime Drizzy man.

Doy lo mejor de mí creyéndome el mismísimo Drake en su gira mundial. Lo cierto es que yo nunca me aburro sola. Nunca he necesitado a nadie para pasarlo bien. Adoro la soledad de mi apartamento y mi preciada independencia. Soy feliz así, sola con mi gato.

Una vez tengo mi rostro limpio, suave y reluciente, arrastro a Bon conmigo a la cocina. Tengo ganas de jugar al chef, y la compañía de Bon es perfecta.

Mientras bato la cobertura para el pastel, recibo una llamada de papá. Charlo un buen rato con él sin dejar de cocinar. Nuestra relación es muy unida y fuerte, aunque no hablemos muy seguido debido a nuestras ajetreadas vidas. Tampoco nos vemos seguido desde que se mudó a Mónaco, más por decisión propia que por trabajo, pero no lo culpo por huir de aquí.

La relación entre mi padres nunca fue buena, bastante tardó papá en separarse de Alexa. Pobre de aquel que atente contra ella y su obsesión de mantener las apariencias frente a la sociedad. Por tal razón, siguen casados legalmente y sigue manteniéndola.

Les envía dinero todos los meses igual que a mí. No es que yo lo necesite, pero Maximiliano Donovan es muy cabezota. Es un buen padre, el mejor que pude tener.

—Eres mi princesa y te voy a consentir hasta mi último día, Maddie —repite siempre.

El dinero que deposita en mi cuenta cada mes va a destinado a ropa o algún otro capricho. No soy millonaria pero vivo cómoda, y a papá le gusta darme el dinero que le sobra. Él siempre ha sido una persona privilegiada económicamente, pero yo me desprendí de su dinero desde que me independicé, somos dos personas con vidas económicas totalmente distintas.

Quedo exhausta tras embarcarme en la aventura de hacer mi primer pastel Red Velvet, tanto que decido no preparar la cena, pero sé que valió la pena cuando tengo el pastel terminado frente a mí.


Admiro mi creación, le hago fotos, la vuelvo a admirar. No le tenía mucha fe, superé mis expectativas. Está perfecto, el color rojo del bizcocho brilla ante mis ojos, su cobertura y las cerezas caramelizadas, es visualmente perfecto.

Cojo un tenedor para llevarme un pequeño pedazo a la boca y la explosión de sabores en mi paladar me roban un gemido satisfactorio.

¡No fracasé en mi primer pastel Red Velvet!

Me llevo un puñado de cereal a la boca, mi mano libre es el soporte de mi teléfono durante videollamada con Jessica. Es temprano por la mañana y está muy concentrada en aplicarse un buen tono rosa en las mejillas.

— ¡Ninguno es bueno! —se exalta con un golpe que tumba su teléfono y quedo viendo la imagen de largas filas de labiales.

—Es un rubor, Jessica.

—Lo sé, pero es una entrevista de trabajo importante.

Vuelve a colocar correctamente el teléfono en su tocador. Su frustrado rostro es bastante chistoso. No deja de mirarse en el espejo con sumo detalle.

—Usa el de siempre. Es el mejor.

—Como digas —sisea malhumorada—. Quiero verme perfecta cuando me cruce con la pobretona de Zoe.

— ¿Zoe?

—La imbécil que me robó el caso del alcalde.

Decido no responder a eso. Pongo los ojos en blanco. Por lo poco que sé, Zoe es recién graduada, logró entrar a uno de los mejores bufetes de Washington DC y su propuesta le ganó a la de Jessica en un caso importante. Ahora la detesta.

—Total, ¿qué se cree? —espeta despectiva—. Ni ella ni su madre enferma tienen dónde caerse muertas. Si consigo este empleo, le haré la vida imposible hasta que renuncie.

—Qué extremista.

—Se lo merece. Tú me entiendes.

Hago una mueca, llenando mi boca de más cereal para no tener que hablar. Una notificación flotante aparece en la pantalla, emito un quejido al leer quién me llama.

—Te dejo, Jess. Me llaman.

—Besos, reina —se despide lanzando un beso.

Acepto la llamada entrante en contra de mi voluntad. Ya parecía inusual estar tanto tiempo tranquila y en paz.

—Hola de nuevo, nena.

Cierro los ojos al oír su voz. A veces quisiera tanto ahorcarlo.

— ¿No tienes algún crimen que cometer que no sea joderme?

—Estoy libre. —Puedo sentir cómo sonríe—. ¿Dónde estás?

—En mi sofá, es temprano.

— ¿Qué traes puesto?

—Un revelador pijama de encaje.

—Te llamaré —sentencia y cuelga.

Su llamada por FaceTime no tarda más de cinco segundos en entrar. Qué fácil es el hombre ante un poco de piel. Alejo lo necesario el teléfono para que observe la mitad de mi cuerpo recostado en el sofá y le respondo.

Su ardiente mirada gris ocupa casi toda pantalla, analiza lo que ve con el ceño fruncido. Tiene el teléfono casi pegado en la cara y su decepción es satisfactoria.

—Esa bata es de señora jubilada.

—Es muy cómoda y fresca.

—Está espantosa. Tienes suerte de seguirte viendo caliente. Eso hace que ignore ciertas actividades que hiciste en Las Vegas.

—Ayer tuve mi momento Martha Stewart —le cuento muy contenta.

Dominic entorna los ojos. Ha sido un cambio de tema descarado, pero no voy a hablar de mi última aventura en Las Vegas, sobre todo porque lo hice con la intención de que se cabreara y solo recibí un insípido mensaje.

— ¿Qué cocinaste?

—Un pastel red velvet para lamerse los dedos.

Una maliciosa sonrisa se expande en su rostro.

— ¿Te puedo lamer a ti como a un pastelito?

—No.

—Lo haré —promete, encantado con la idea—. Te felicito por tu nuevo logro en la cocina. Estoy seguro que sabía tan bien como sabes tú.

Me rasco la garganta, aunque no me pique o algo. No soporto a este hombre. Es muy temprano para hacer referencias sexuales, en especial aquellas que involucran su lengua.

— ¿Llamaste para vocalizar tus fantasías sexuales o por algo más?

Su buen humor desaparece. Suspira, se mordisquea el labio inferior, se acomoda el pelo; sé que no será bueno lo que tiene para decir. Ese comportamiento solo indica que sabe que me molestaré.

—Maté a Whittaker —suelta desanimado—. Ayer. Desaparecí el cuerpo.

Mentalmente cuento hasta cinco.

— ¿Que hiciste qué?

—Eso mismo.

—Mataste otro agente federal —espeto incrédula, la furia creciendo a pasos agigantados—. ¿En qué pensaste?

—Lo creas o no, lo intenté callar de varias formas antes de decidir matarlo. No tuve otra opción, ese tipo no se iba a callar.

— ¿Qué hiciste con el cuerpo?

Dominic se queda en silencio. Me observa de una manera tan..., obvia. No me dirá qué hizo, con esa mirada sabemos que no hacen falta palabras para entender el contexto de qué manera se deshizo del cuerpo. Ya sé que nunca lo podrán encontrar.

A Dominic le importa un huevo sumar muertes de federales a su lista de delitos, a mí no me hace sentir bien. Me llena de rabia e impotencia que haga lo que le da la gana y no poder actuar en su contra.

Es él, que me hace perder la cordura, con sus constantes actos reprobables a los que también me arrastra.

—Vale. —Finjo alivio—. Me quitaste un peso de encima.

El ceño fruncido de Dominic se suaviza. Le complace mi buena respuesta.

—No tienes que preocuparte por nada, no hay forma que te relacionen a él legalmente.

—En la oficina se sabe mi enemistad con Whittaker.

— ¿No deberías estar en tu oficina? —pregunta, de pronto confundido.

—Por tu culpa me han suspendido hasta que esté mejor de salud, eso incluye mi acceso a la base de datos. Razón por la cual no me ves persiguiendo a las personas del secuestro que finges no conocer.

Me pone unos morros que encuentro adorable. Se pone de pie, observo con atención más allá de su cabezota con la esperanza de averiguar dónde está escondido, pero lo único visible son paredes blancas decoradas con adornos frutales fosforescentes.

— ¿Dónde estás?

—Saliendo a tu encuentro. ¿Por qué no nos vamos por allí? Tú y yo, a escondidas, a hacer cosas sucias.

— ¿Qué tan sucias?

—Muy sucias —murmura, su mirada y voz perversa me atacan incluso a través de una pantalla—. Iremos donde tú quieras.

—Esto no son vacaciones, Dominic.

—Aún es pronto para dejar de cometer locuras, nena, dime que sí.

Dominic se concentra en lo suyo, creo que teclea en un computador, en lo que parece ser una biblioteca por la enorme estantería repleta de libros en el fondo.

En mi adolescencia me escapé muchísimas veces, el más extremo fue un viaje a República Dominicana por varios días con mis amigos. Vivía al máximo, estaba loca, sin miedo a nada. Hace mucho tiempo dejé de cometer esas locuras.

Me concentro en el hecho de que el único trabajo disponible que tengo es él. Por un tiempo indefinido él es mi única misión, el que requiere mi atención. No puedo investigar sobre Ericsson Jones puesto que he sido bloqueada de todo el sistema general de la agencia.

Mis jefes me conocen.

Vuelvo a suspirar bruscamente, me paro del sofá para ir a la habitación y hablo antes de que me arrepienta.

—Solo si Bon se va con nosotros.

Se reclina en una silla, otra vez pegando el teléfono a su cara. Me mira lleno de interés.

— ¿Hay negociación en ese punto?

Cojo con mi mano libre a Bon, quien descansa en mi cama, para que Dominic lo vea. El gato maúlla luchando por que lo suelte, pero yo soy terca y acepto sus rasguños.

—Vamos los dos o no va ninguno —sentencio.

—Está bien —dice rendido—. Viajaremos los tres.

— ¡Bien! —Le sonrío a Bon antes de llenarlo de ruidosos besos—. Vas a pasear, bebé.

Su respuesta es otro maullido más una patada en mi mejilla. Es su lenguaje de amor. Le doy otro beso más, escuchando la ronca risa de Dominic.

—Espero que me beses igual de eufórica cuando nos veamos.

De verdad, en serio, tardé como 1 mes en escribir


En serio les prometo que voy a intentar dar lo mejor que pueda, de vdd me estoy esforzando.

Quise subirlo hoy, 14 de febrero, porque es el cumpleaños de nuestra Madison. Hoy 2023, ella estaría cumpliendo 33 años. Lo bueno que les puedo decir que en el último libro tendremos a la Madison de más de 33 años. Recordemos que aquí tiene apenas 28 años.

Yo tengo 21 años ya, cuando me despedí de Wattpad tenía 19, y no presumo ningún logro porque sigo sin lograr un coño de la madre.

Buen día.

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