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0.2 Malvada

MADISON
22 DE JULIO, 2006.

Una mesa frente a mí, dispuesta con una docena de instrumentos de tortura. Eso eran, objetos para infligir daño. Estaban allí a la espera de que yo escogiera el perfecto. Tenía que hacerlo. Mi mente rechazaba la idea, mi cuerpo obedecía la orden. Tampoco tenía otra opción, era eso o pagar las consecuencias. Ya no era tan valiente como al principio. Quizá por eso esperaron un mes para ponerme esa situación, con la esperanza de que estuviera lo suficientemente jodida como para negarme.

No se equivocaron del todo.

—Elige una —ordenó una voz masculina detrás de mí—. La que más te guste.

—Me duelen las manos.

—Elige. Una.

Suspiré, lamentado el verdadero dolor que atormentaba mis manos, mi cuerpo, mi mente. Repasé con la mirada los instrumentos, ninguna parecía la adecuada.

Un gorgoteo resonó en la silenciosa habitación, mis ojos se encontraron con los de la adolescente a pocos metros de mí, atada a una silla quirúrgica. Éramos de la misma edad, tan diferentes a la vez. Su destrucción estaba en su punto cumbre, la mía recién comenzaba.

Se ahogaba en su propio vómito, resultado del violento abuso de las drogas y cualquier atrocidad que hayan hecho con ella. Dejarla morir era un acto de humanidad a ese grado de sufrimiento.

Volví a mirar los instrumentos, ya tenía la respuesta y era sencilla.

Oculté mis lágrimas con fervor, luché para no temblar, para coger la navaja con firmeza, a pesar de las correas en mis muñecas que limitaban mis movimientos. Me acerqué a la chica convenciéndome de que sería lo mejor, acabaría su sufrimiento de una vez por todas.

Tenía que dejarla morir.

A través de mis ojos le supliqué que me perdonara, aunque sabía que nada era mi culpa, le quise transmitir la pena y el dolor que yo también sufría, pero lo único que recibí a cambio fue una mirada vacía. No había nada en ella, era como si la hubieran despojado de su alma, justo como trataban de quitarme la mía.

Sabía lo que esperaban de mí, no les iba a dar la satisfacción tan fácil. Dejé que creyeran que cometería un crimen fatal, que aguantaran la respiración, solo para cortar el cable conectado a la máquina de respiración que la mantenía con vida.

Un segundo después sentí la presión de dos brazos arrastrándome hacia atrás, pero poco me importó, observé con atención a la chica, perdiendo su vida segundo tras segundo. No estaba lo suficientemente jodida aún como para hacer algo peor, así que hice lo mínimo que podía.

Y me odié, me culpé, me detesté cada segundo viéndola morir por mis manos. Fue mi acción, fue mi decisión dejarla morir así, agonizando. Gracias a mí la torturaron el último mes, simplemente para chantajearme por mi mal comportamiento.

Solo tenía dieciséis.

Teníamos dieciséis.

Lloré, me permití llorar en silencio. Parecía imposible, pues creía que ya no me quedaban más lágrimas que soltar, ni siquiera cuando me empujaron dentro de mi habitación con tal fuera que me golpeé contra el piso. No lloré por el dolor de los hematomas en mi cuerpo, por mis venas lastimadas, las heridas en mis muñecas y tobillos, o el abuso mental.

Lloré por aquella chica la cual no sabía el nombre, nada sobre ella, pero sabía su sufrimiento y que yo la terminé de matar.

Por un momento, pensé que lo podía tener bajo control. Cortar el cable y mantener la calma, pero fue todo lo contrario: exploté. Por primera vez desde que llegué, exploté de verdad.

Lloré mientras me golpeé contra la pared. Si fue un ataque de pánico, no lo sé con certeza, pero necesitaba pagar lo que había hecho. Lo único que tenía claro era que tenía que recibir dolor, más dolor, hasta no sentir más.

Me golpeé una y otra vez, sin importarme el rastro de sangre que empezó a recorrer mi rostro y mis manos. El dolor en mi interior era más fuerte que el exterior, aunque suene poco creíble. Ardía más todo el daño psicológico y emocional, a ese punto. Fue como si algo se hubiera apagado dentro de mí.

Pagar, necesitaba pagar. Y huir, necesitaba huir de cualquier forma. Incluso la muerte.

Un puñado de hombres detuvo mi autodestrucción, los odié aún más por privarme de mi propio dolor. Por quitármelo todo. Grité, lloré, pataleé, pero lo único que conseguí fue un sedante, un castigo, camisa de fuerza y paredes acolchonadas.

Como una enferma mental.

Ese fue mi primer intento de escapar.

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