Capítulo 5: Amor e Ira
Miren, las épocas como esta... donde la sociedad te regala una jaula dorada, brillante, hermosa, y completamente cerrada con llave, te llevan a creer que el estatus y las expectativas tienen ese talento especial para convertir la vida en una coreografía, sin saber que todos los pasos están contados. ¿Y la felicidad? Bueno, esa parece estar siempre en pausa, esperando el momento en que dejes de seguir el guion y te atrevas a improvisar.
Las reglas invisibles de la sociedad son como ese amigo que nadie invitó a la fiesta, pero que igual termina sentado en la mejor silla, dando órdenes. "Haz esto, no hagas lo otro, sigue las normas o atente a las consecuencias". Y así, muchos se ven atrapados en esa encrucijada clásica entre lo que realmente desean y lo que "deberían" querer. Una especie de dilema existencial con banda sonora de violines dramáticos.
Ahora, aquí viene la pregunta del millón: ¿Estamos destinados a seguir un camino ya marcado, como si nuestras vidas fueran una serie de trenes sobre rieles, o realmente podemos torcer el destino y tomar una vía alternativa? Ese deseo de romper con lo inevitable es casi un deporte extremo, ¿verdad? Te obliga a preguntarte hasta qué punto controlamos nuestro destino y cuánto es solo una ilusión.
Lo más irónico es que en un mundo que premia la apariencia de poder y la invulnerabilidad, la verdadera fuerza no estaba en ser un robot de acero emocional, sino en lo contrario: en ser frágil, vulnerable, y lo suficientemente valiente como para abrir el corazón. Pero claro, eso era un concepto que muchos no entendían. ¿Cómo iban a hacerlo? Si para ellos, ser fuerte era no mostrar debilidad.
Sin embargo, los que lograban ver más allá de las apariencias se daban cuenta de que el verdadero desafío —y el verdadero triunfo— estaba en aceptar el amor, en enfrentarse a la sociedad y, por fin, ser genuinamente humanos. Ahí, en esa honestidad emocional, estaba la verdadera libertad. Lo difícil era encontrar el valor para abrir esa jaula dorada.
George llegó a la casona con paso firme pero agitado. Bajó del carruaje como un toro embravecido, mientras su mente parecía procrastinar de un punto a otro. El encuentro con Madame Rosa había sacudido su mundo, confrontando verdades que preferiría haber mantenido enterradas en lo más profundo de su ser. Su corazón latía con fuerza, y su respiración era rápida y entrecortada, mientras caminaba por el sendero que conducía a la entrada principal.
La brisa fresca de la tarde que anunciaba la llegada de la noche agitaba las hojas de los árboles, pero George apenas registraba su presencia. Estaba luchando por procesar la revelación que había recibido y la profunda incomodidad que había despertado en su interior. El sol brillaba en el cielo, pero en su mente reinaba una oscuridad creciente.
Al llegar a la puerta principal, su mano se detuvo antes de abrir. Una mezcla de ira, negación y confusión era el revuelo que tenía en él. ¿La culpa? La culpa la tenía ese muchacho que había llegado para destruirle. Empujó la puerta con fuerza, dejando escapar un chirrido que resonó en el aire. Una de las sirvientas estaba justo al otro lado, pero George apenas la registró. Sin compasión alguna, la apartó de su camino, haciendo que tropezara y cayera al suelo con un gemido ahogado. Sus propias acciones lo sorprendieron, pero no se detuvo a reflexionar sobre ellas. Tenía un objetivo en mente, y nada ni nadie lo detendría.
Con pasos decididos, se dirigió hacia la habitación de Héctor. Sus ojos reflejaban el conflicto emocional que lo consumía por dentro. La puerta de la habitación se abrió de golpe con un estruendo que hizo temblar las paredes, y George irrumpió en el interior con una mezcla de furia y desesperación.
Aquella mirada airada en sus ojos no pasó desapercibida para Héctor, quien se incorporó bruscamente en la cama, dejando escapar un grito de sorpresa y miedo, retrocediendo hasta quedar contra el cabecero. La tensión en la habitación era palpable, y ambos hombres se enfrentaron en un silencio cargado de emociones no expresadas.
—¡¿Qué demonios te sucede?! —exclamó Héctor, con los ojos abiertos de par en par por el susto.
—¡Será mejor que no huyas si no quieres que algo malo salga de todo esto! —respondió George, con voz grave y autoritaria.
Héctor frunció el ceño, confundido y alarmado.
—Entiendo lo que dices, pero no me estás convenciendo.
George avanzó hacia él, pero Héctor se deslizó con agilidad fuera de la cama, preparándose para escapar.
—¡Vaya! Parece que eres un bromista, después de todo —comentó George, con una sonrisa sardónica.
—No, pero no me gusta cómo me mira, señor... Te ves muy alterado y furioso —respondió Héctor, con un dejo de preocupación en su voz.
—¿Furioso? —rió George, pero una lágrima solitaria recorrió su mejilla, revelando la gravedad de la situación—. No estoy furioso, estoy irritado, enojado, airado, con ganas de acabar con alguien por esta maldita existencia.
Héctor permaneció estático, sin prever el movimiento de George, quien rodeó la cama y lo acorraló contra la pared. Instintivamente, Héctor alzó las manos para detenerlo y protegerse, esperando otro golpe que nunca llegó. En cambio, se sorprendió al ver cómo George colocaba sus brazos sobre él, presionándolo contra la pared, con su aliento cerca de su rostro.
Sintió una agitación similar a la de George y se mantuvo alerta. No quería enfrentarse a un desenlace fatal a manos de ese hombre.
Cuando sus miradas se encontraron por primera vez, la intensidad fue mutua. Héctor comprendió lo que esa mirada transmitía: era primitiva, hambrienta, lujuriosa y carnal. Pero le costaba creer que el hombre frente a él pudiera ser homosexual, ya que no emitía ninguna señal de ello.
Aturdido, Héctor no anticipó el momento en que George quedó a centímetros de su rostro.
—Eres un jovencito hermoso —susurró George, y a través de esas palabras, Héctor pudo percibir su lucha interna.
No dijo nada.
Héctor desde que vio a su mejor amigo desnudo por primera vez en las duchas, supo que era gay. Como era de esperarse, aquel momento marcó una distancia entre ellos. Y aunque su amigo nunca mencionó nada al respecto, sabía que había sido su culpa que este se alejara.
Con el tiempo, Héctor había aceptado su orientación sexual, pero su historial en relaciones amorosas era decepcionante. Jamás imaginó que un hombre del siglo XIX, emanando virilidad e imponencia, sería quien lo acorralaría contra la pared, expresando aquellos sentimientos. Además, era responsable de despertar su libido de forma notoria, que no podía ocultar con su propia vestimenta.
George vio la entrepierna del chico y alzó su mirada para verle. Estaba impresionado, nunca antes alguien había respondido de la misma manera. Siempre había obligado a algún esclavo que se prestara a aquel trabajo, pero nunca había visto respuesta de ellos, en relación a su agrado, con deseo, así como Héctor parecía estarlo. Tenía miedo, eso era seguro, pero había algo más.
George colocó una de sus manos en el cabello de este y lo echó para atrás con fuerza, haciendo que el chico gimiera. Sonrió. Besó su cuello, para luego tomarlo del rostro e impulsarse hacia su boca. Creyó que no iba a hacer correspondido, pero se sorprendió cuando aquellos labios rígidos se aflojaron y le respondieron.
Se besaron con intensidad. Y ante aquel gesto de pura aceptación, George lloró porque sintió por primera vez la libertad de sentirse deseado y no como alguien que cometía un ultraje bajo e indigno.
—¿Por qué lloras? —preguntó Héctor con un tono de preocupación, observando las lágrimas que recorrían el rostro de George.
George vaciló por un momento, sorprendido por la pregunta directa y la compasión en la voz de Héctor. Nunca antes alguien le había mostrado esa clase de atención, mucho menos un hombre al que había acorralado contra la pared momentos antes. Sin embargo, algo en la vulnerabilidad de Héctor le hizo bajar la guardia.
—Nunca nadie me había tratado como tú lo haces, Héctor —respondió George con sinceridad, su voz temblando ligeramente—. Mucho menos un hombre. Nunca me había entregado así, nunca me había dejado llevar por... esto.
Las palabras de George se entrecortaron, revelando una vulnerabilidad que rara vez mostraba. Se quedó mirando a Héctor, buscando comprensión en sus ojos.
Héctor se sintió abrumado por la confesión de su jefe. Nunca habría imaginado que George, con toda su autoridad y virilidad, pudiera experimentar tales sentimientos. Y mucho menos que lo expresara de esa manera.
—Yo... yo nunca hubiera imaginado que... que te gustara de esa forma —balbuceó Héctor, luchando por encontrar las palabras adecuadas—. Pero lo que menos esperaba es que... que me tocaras, me vieras y me besaras con ese anhelo, con ese deseo.
Una sensación de incredulidad se apoderó de Héctor mientras hablaba. Siempre había creído que no significaba nada para ningún hombre, que solo era un objeto de deseo pasajero. La confesión de George le hizo darse cuenta de lo equivocado que estaba.
—Nunca me había sentido deseado como tú me haces sentir, George —continuó Héctor, su voz temblorosa por la emoción—. Siempre pensé que no era más que un pedazo de carne para ellos, esperando a que la línea del tiempo me consumiera hasta no poder ser nada más que polvo. Pensé que la soledad y la muerte me alcanzarían sin que nadie se diera cuenta.
George escuchó en silencio las palabras de Héctor, asimilando la profundidad de su dolor y sus miedos. Por primera vez, vio más allá de la fachada de su joven empleado, comprendiendo la carga emocional que llevaba consigo.
—Lo siento, Héctor —susurró George, extendiendo una mano para secar las lágrimas de Héctor—. No quiero que te sientas así. No quiero que pienses que eres menos de lo que realmente eres. Eres más que eso, mucho más. Y yo... yo quiero ser parte de tu vida de una manera que nunca antes he deseado con nadie.
Lo siguiente que ocurrió, fue una danza de manos toscas. Pero, todo fue más ligero cuando Héctor le dijo:
—Esto puede ser mejor si dejas que tome el control por un momento. Ten calma y paciencia.
George no comprendía aquello, pero la mirada del chico era sincera. No era de sujeción como los esclavos que buscaban complacerlo, sino más bien como alguien que le anhelaba, como un verdadero amante.
No lo había notado pero la noche ya se asomaba a través de las ventanas, con una brisa que no solo traía consigo el olor a tierra mojada, sino que bailaba las cortinas a merced del viento.
"Él te dice la verdad, George, pero eres tan terco que no quieres verlo..." las palabras de Madame Rosa se presentaron como un eco en su mente.
Dejó que Héctor tomara el control y no solo se tomó el tiempo de enseñarles cosas que George no creía posible y que iban más allá del límite de lo que se consideraba normal en esa época. Héctor le mostró la evolución sexual del siglo XXI.
Esa noche, no solo fue la mejor que George había tenido, sino que degustó del placer más grande que podía existir para él y que jamás creyó posible.
"El chico ya se ha metido en tu mente. Esta noche se meterá en tu corazón..."
Así fue como Héctor se abrió paso hasta el corazón de George, tal como se había predicho. La entrega total que demostró al concederse por completo a George, permitió que lo llenara de una manera que solo un hombre apasionado podía hacer. Justo eso, fue lo que cautivó a George y lo confirmó en su sentir cuando experimentó la sensación de libertad. Sí, fueron solo unas horas, una noche efímera, pero bastaron para experimentar la auténtica libertad y aceptación que Héctor había estado disfrutando durante mucho tiempo, y que su amante, quizás, no comprendía del todo, pero que le agradaba.
Sin embargo, algo estaba claro para Héctor: nunca había experimentado una entrega tan profunda como la de George. Sabía que cada toque, cada caricia, sería recordada por su piel y su alma con un anhelo inigualable. No sabía si lo amaba, pero supo esa noche que podía llegar hacerlo.
—Te amo —susurró George mientras caían en los brazos del sueño, palabras que Héctor logró escuchar con claridad.
Y Aunque sintió un atisbo de temor ante aquella confesión, consciente de que sería una locura perfecta para él al día siguiente, esa noche deseaba entregarse plenamente a los brazos de un hombre que había tocado su alma con tanta intensidad.
"...y cuando digas las palabras de amor, justo en ese momento, el tiempo se pondrá en marcha..."
Héctor descansaba entre los reconfortantes brazos de George, tan tranquilo y natural que, en un breve momento de lucidez entre sus sueños, el hombre mayor no pudo resistirse a besar su frente con ternura. Se encontraba temblando, abrazando al joven con un palpable miedo y desasosiego, como si fuera un niño necesitado de protección o atesorando a su juguete más preciado. En ese instante, se mostraba en un estado de pura vulnerabilidad, algo que no le agradaba, pero esa noche decidió dejar de lado las máscaras y las pretensiones, pues sabía que al día siguiente debía volver a ser George Willians Theodore Murray, el magnate dueño de la mayor empresa minera de Brasil y futuro esposo de la duquesa Jean Lila D'Obrian. Tenía que seguir siendo el hombre cuyo deber era calmar el hambre y la ferocidad voraz de la sociedad que lo rodeaba. No quería dejar a Héctor, pero deseaba más bien ser él quien hubiera viajado a su mundo y no la inversa, uno donde podrían ser quienes eran sin prejuicios y sin deberla nada a nadie.
"...y tendrás el poder para decidir si ser feliz para siempre o ser miserable y triste por un orgullo que te hará envejecer como la belleza efímera de una flor recién cortada."
A las tres de la madrugada, George logró conciliar el sueño, pero al despertar con los primeros rayos de sol filtrándose por la ventana, se incorporó de golpe al percatarse de la ausencia del cuerpo de su amante. La cama estaba vacía, sin rastro alguno de aquel que había compartido su lecho.
La rabia se apoderó de él y comenzó a llorar con desespero, tanto, que los mismos esclavos y su guardia personal acudieron a la habitación alarmados por el alboroto. Ante la preocupación por su estado, llamaron al médico, quien tuvo que administrarle calmantes para tranquilizar su agitación y hacerlo dormir durante el día. Sin embargo, la necesidad de repetir el procedimiento en los días posteriores fue inevitable.
Todos en la casona habían visto a Héctor, pero nadie tenía idea de cómo había desaparecido. El misterio de su partida sin dejar rastro intrigaba a todos por igual.
Días después de su crisis, George llegó a la casa de Madame Rose.
La habitación de Madame Rosa estaba envuelta en una penumbra suave cuando George entró, con la cabeza gacha y el semblante abatido. Ya no era el hombre altanero y soberbio que solía ser, sino más bien una sombra de su antiguo yo, buscando consuelo en la única persona que creía que podía ayudarlo.
Madame Rosa lo recibió con una mirada compasiva, leyendo el tormento en sus ojos antes de que él siquiera pudiera articular una palabra. Sin embargo, cuando George finalmente encontró la voz para expresar su desesperación y su deseo de rectificar su error, Madame Rosa solo pudo negar con la cabeza con tristeza.
—No puedo ayudarte, George —dijo con una voz suave pero firme—. Hay fuerzas mucho más grandes que nosotros que controlan nuestro destino, y yo soy solo una pequeña parte de ese engranaje.
Las palabras de Madame Rosa cayeron sobre George como un golpe, pero no podía culparla.
—Lo sé, usted... usted me había advertido, pero entenderá que soy un hombre desgraciado —agregó él—. Ahora, entiendo que estoy cosechando los frutos de mi propia imprudencia.
George sintió un nudo en la garganta mientras las lágrimas amenazaban con escaparse de sus ojos. ¿Había perdido su oportunidad de ser feliz? ¿Había sacrificado el amor verdadero por el bien de su posición social?
—¿Hay alguna manera de volver atrás? ¿O de viajar al mundo de Héctor? —preguntó George con desesperación, buscando una salida a su desdicha—. Le daría todos mis bienes y mis riquezas, le daría la libertad de mis esclavos, le daría mi propia vida si existe dicha oportunidad.
Madame Rosa negó con la cabeza con tristeza, incapaz de ofrecerle la solución que tanto anhelaba. En cambio, simplemente lo abrazó con ternura, como una madre consolando a su hijo herido.
—Lamentablemente, hay oportunidades que se presentan una sola vez en la vida —susurró, transmitiendo una sabiduría antigua y resignada—. Y a veces, nuestras decisiones nos llevan por caminos que ya no podemos desandar.
George se aferró a ella con desesperación, dejando que sus lágrimas empaparan el hombro de Madame Rosa mientras lamentaba la oportunidad perdida y el amor que nunca llegaría a conocer.
Una consecuencia terrible ante el amor, basada en la sociedad y el estatus.
Héctor despertó en el mismo bosque donde había tenido el accidente de avión, rodeado por los rescatistas que lo consideraban el único sobreviviente de la tragedia. Lo que más sorprendió a todos, y se convirtió en noticia nacional, fue que no presentaba ni un solo rasguño ni señal de trauma por el accidente. A pesar de la atención mediática, lo que más lo perturbaba era el sabor amargo que sentía en el pecho y el nudo en la garganta que a veces le dificultaba respirar o llorar. No podía aceptar la posibilidad de que todo hubiera sido un sueño; había sido demasiado real. Si ese era el caso, significaba que su mente le estaba jugando una cruel jugarreta.
Cuando los meses pasaron, Héctor finalmente decidió viajar a Minas Gerais. Por eso, se encontraba en el museo minero de ese lugar, rodeado por la imponente exhibición de artefactos y reliquias mineras.
Desde que llegó a aquel lugar, una sensación de ansiedad, desconcierto y angustia le oprimía el pecho. Recorría los pasillos con la mirada perdida, como si estuviera buscando algo que no sabía definir. Sus pasos eran lentos y vacilantes, como si temiera lo que pudiera encontrar entre las sombras del pasado.
Los pasillos estaban impregnados con el aroma antiguo de la tierra y el metal, y sus propios sentidos parecieron llevarlo a esos recuerdos donde administraba la casona. Sonrió, pero sintió la garganta seca y deseos de llorar. Además, la luz filtrada a través de las ventanas de aquel sitio, creaba sombras danzantes que jugaban con la imaginación, haciendo que cada rincón le recordara sus caminatas por aquella casa, la cocina y las risas de los esclavos.
Podía sentir la energía pulsante del lugar, como si las piedras y minerales expuestos fueran testigos silenciosos de la historia de la región. Cada objeto parecía susurrarle al oído, sus propias anécdotas en aquellos días. Los murmullos de los visitantes se desvanecían en el aire, dejando a Héctor sumido en un silencio reverencial. Cada paso que daba, resonaba en el suelo de piedra, como si estuviera marcando el ritmo de un antiguo ritual, mientras los escalones que ascendían y descendían parecían conducirlo a través de los laberintos del pasado.
De repente, su corazón pareció detenerse cuando sus ojos se posaron en una figura que le resultaba familiar. Una escultura de un hombre, imponente y majestuoso, que capturó su atención. Sonrió, y nuevamente los ojos se le aguaron, así como la opresión en su pecho. Era George, representado en bronce, con una expresión de determinación en el rostro y un aire de grandeza que lo rodeaba. Héctor se acercó lentamente, como si temiera que la estatua pudiera cobrar vida en cualquier momento.
—Lo sabía... sabía que fuiste real —dijo, con el impulso de tocar la estatua, pero por más que alzó la mano, la baranda que le delimitaba le impedía acercarse.
Entonces sus ojos se posaron junto a la escultura. Allí, había una breve biografía de George. Leyó con atención, sintiendo un nudo en la garganta al enterarse de los detalles de la vida del hombre que había dejado una profunda huella en su corazón:
"El Barón de Minas Gerais, George Williams Theodore Murray, un magnate minero y cafetero cuya vida dejó una profunda huella en la historia de nuestra región y más allá.
Nació en una familia acomodada y demostró desde temprana edad una astucia empresarial y una visión audaz que lo llevaron a destacarse en el mundo de los negocios y con la corona misma. Tras heredar la empresa minera de su padre, se convirtió en uno de los nombres más influyentes en la industria, expandiendo sus operaciones a nivel nacional e internacional de la mano de la Reina Victoria.
Pero detrás de su éxito profesional, George también tuvo una vida personal notable: se casó con la distinguida Jean Lila D'Obrian, con quien tuvo cinco hijos: tres varones y dos niñas. Su matrimonio no solo fortaleció su posición en la alta sociedad, sino que también le brindó estabilidad familiar y el legado de una prominente dinastía."
Cada palabra que leyó resonó en su mente como un eco lejano, recordándole la noche en que George le había confesado su amor con sinceridad.
Héctor se sintió abrumado. Por un lado, la certeza de que lo que había vivido con George no fue un simple sueño lo inundaba de una sensación de paz y aceptación. Por otro, la realidad de que George había seguido adelante con su vida, formando una familia y alcanzando el éxito, lo llenaba de un profundo dolor y melancolía, pero al mismo tiempo de mucha felicidad por él.
Se quedó allí, frente a la estatua de George, perdido en sus pensamientos y recuerdos. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos mientras se aferraba a la imagen del hombre que había amado, sabiendo que aquel amor nunca volvería a ser. Y aunque las palabras "Te amo" resonaban en su mente, sabía que, para George, él había sido solo un capítulo en su historia, mientras que, para él, George sería sido su mundo entero.
Lo que nunca supo, fue que sí, George había continuado con su vida, pero su corazón nunca le dejó de llorar.
Nota:
¡Hello! Espero que estén muy bien. Como verán este el final del primer acto. Desgarrador, pero importante para la temática a señalar en este escrito. El siguiente acto se centra en Héctor, una década después, pero con el fantasma de George detrás de él.
Espero les haya gustado, y me encantaría conocer sus opiniones. Recuerden: el siguiente acto, fue escrito con ayuda e información aportada de mi amiga- escritora Anabel Queen.
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