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Capítulo 13: La Brecha Creciente

George estaba sumergido en el agua caliente de la tina. El vapor ascendía perezosamente hacia el techo alto de la habitación. Los rayos dorados del atardecer se filtraban entre las gruesas cortinas de terciopelo, proyectando sombras alargadas en las paredes cubiertas de papel pintado con motivos florales. El silencio reinaba, interrumpido solo por el leve goteo de agua y su propia respiración.

Miró a su alrededor. Recorrió con la vista el entorno de la habitación. La transformación que había sufrido era notable; cada rincón, cada detalle, ahora hablaba del lujo y la elegancia del estilo victoriano, un reflejo de las tendencias que llegaban de Europa occidental y que la duquesa conocía muy bien. Los muebles oscuros, los tapices intrincados y las lámparas de araña brillaban con una sofisticación que impresionaba. Pero... No era que George despreciara lo que veía; por el contrario, apreciaba la elegancia que Jean había traído a la mansión con su buen gusto.

Pero, en lo profundo de su corazón, no podía evitar pensar en cómo Héctor había rediseñado aquel espacio. Ese chico venezolano, adelantado en el tiempo, había traído consigo una visión de su tiempo, que resultaba tan exótica y enigmática como él mismo. Incluso, los pocos amigos que tenía, llegaron a alabarlo por su audacia y frescura, por ese toque de innovación que carecía de las limitaciones del presente. Sí, era un diseño que desafiaba las normas, justo como Héctor había desafiado cada una de las convicciones de George.

El agua caliente, aunque envolvía su cuerpo, no lograba calmar la tensión que se apoderaba de él al recordar lo que Pinina le había revelado: Jean había decidido visitar a Madame Rosa. Aquella noticia lo inquietaba. Sabía que la duquesa era una mujer perspicaz, y lo último que deseaba era que comenzara a rastrear sus pasos, a indagar en los rincones más oscuros de su alma.

"Jean merece toda la felicidad del mundo," pensó, cerrando los ojos con pesar. "Pero es una felicidad que yo no he sabido darle... ni podré darle mientras mi corazón siga llorando por él."

Héctor. El simple pensamiento de su nombre hacía que su pecho se comprimiera de dolor y anhelo. Recordaba sus ojos verdes, tan llenos de vida, tan llenos de misterio. Esa piel canela que había sido para él, se convirtió en la perdición y el abismo más terrible, y al mismo tiempo, la única fuente de consuelo que había conocido. Héctor era su caída y su salvación, y nada en el mundo podría cambiar lo que había sentido al estar con él.

Pero ahora, ese amor lo consumía, lo desgarraba desde dentro. No podía darle a Jean lo que merecía, porque su alma estaba irremediablemente atada a un hombre que había desaparecido de su vida, pero no de su corazón.

George abrió los ojos, observando las paredes victorianas de la habitación. Todo había cambiado, y, sin embargo, nada era como debería ser. El agua comenzaba a enfriarse, pero no se movió. Permaneció en la tina, imaginando lo que fue, lo que es, y lo que nunca podría ser.

Jean abrió la puerta de la habitación con lentitud, casi temerosa de interrumpir la quietud que parecía envolver a George.

Lo encontró en la tina, inmerso en el agua, la cabeza reclinada hacia atrás, sus ojos cerrados como si intentara alejarse de todo. Pero fue su cuerpo lo que capturó la atención de la duquesa: una mezcla perfecta de fuerza y masculinidad, con músculos definidos por años de trabajo bajo el sol implacable. Su piel bronceada contrastaba con la blancura de la porcelana, y cada cicatriz y cada línea, contaba una historia de esfuerzo y sacrificio. Su cabello oscuro estaba húmedo y caía en mechones desordenados sobre su frente, enmarcando una expresión severa incluso en reposo. Sus ojos recorrieron aquel cuerpo, apreciando cada detalle con una mezcla de admiración y deseo.

Caminó con parsimonia y se detuvo al borde de la tina, indecisa por un momento.

—Con que llegaste de casa de Madame Rosa —murmuró George, abriendo los ojos con lentitud y encontrando la figura elegante y delicada de su esposa.

No podía negarlo, Jean era una mujer preciosa. Y la luz del atardecer que se filtraba a través de las cortinas, parecía bañar su silueta en un resplandor dorado que la acentuaba. Llevaba un traje azul cielo que la abrazaba y la convertía en una pintura viviente. Su cabello era un manto de oro ondulado que caía en suaves bucles hasta sus hombros, recogido en un peinado sofisticado que dejaba escapar algunos mechones sueltos. Y aquellos ojos de un azul profundo y la piel pálida, con una frescura juvenil que aún la rodeaba a pesar de las cargas del matrimonio, era un tema hipnótico.

Sin embargo, bajo esa perfección visible, George percibía la vulnerabilidad que empezaba a asomarse en ella, una que él sabía que era en parte su culpa. Jean era más que una simple esposa para él; era un recordatorio constante de lo que debería haber sido una vida plena, pero que, en cambio, se le escapaba entre los dedos.

Sí, era una mujer que cualquier hombre desearía tener a su lado. Pero mientras sus ojos recorrían su figura, solo podía pensar en lo injusto que era para ella, para ambos, que su corazón estuviera en otro lugar, con otra persona que nunca podría estar en su vida como Jean estaba ahora.

La duquesa asintió, y sonrió al notar la mirada escudriñadora de su esposo. Era la primera vez que, en verdad parecía admirarla por lo quera: una mujer. No pudo evitar aprovechar el momento y seguir recorriendo la figura de su marido antes de elevarse para encontrarse con sus ojos oscuros.

—Sí, fui a verla hoy. Nunca en mi vida había conocido a una mujer tan soporífera y enigmática. —Hizo una pausa, como si midiera sus palabras antes de continuar—. Fue la visita más reveladora que he tenido.

George frunció el ceño, la tensión se acumuló en sus músculos bajo el agua. "¿Qué tanto le habría revelado Madame Rosa?" La preocupación lo carcomía por dentro, aunque su rostro se mantuvo impasible.

—¿Reveladora en qué sentido? —preguntó, intentando parecer casual, pero la sombra de inquietud se reflejaba en sus ojos.

Jean lo observó, buscando en su expresión alguna pista, algo que le indicara qué era lo que él realmente sentía. Podía percibir la distancia que se había instaurado entre ellos, una barrera invisible pero palpable. Se sentía cada vez más insegura, como si el amor que había esperado recibir de su esposo se esfumara antes de siquiera tocarlo.

—Me hizo reflexionar sobre muchas cosas... sobre nosotros, sobre ti —respondió ella, con cautela. Su mente luchaba por comprender lo que sucedía, por qué sentía que se desvanecía entre sus manos. Jean quería preguntarle sobre Héctor, quería confrontarlo, pero las palabras se atoraban en su garganta. La idea de que un hombre pudiera amar a otro hombre le resultaba incomprensible, casi inaceptable, pero algo en su interior le decía que esa era la raíz de todo.

George la miró y volvió a reconocerla como la mujer más hermosa que había elegido para compartir su vida. Sabía que muchos hombres le envidiarían cuando el baile iniciara, y que él mismo había sido afortunado al encontrarla. ¿por qué no podía sentirla con plenitud?

—Jean... —comenzó, buscando las palabras, pero sin saber cómo decir lo que lo torturaba—. Sabes que siempre he querido lo mejor para ti. Lo que siento... no es fácil de explicar.

Ella asintió, su mirada estaba fija en él, esperando una verdad que George no podía o no se atrevía a revelar. Sentía la distancia crecer, esa frialdad que ella interpretaba como una señal de que, tal vez, era ella quien no era suficiente.

—George, lo que sea que te esté preocupando... —Jean luchó por mantener la calma en su voz, pero la inseguridad la traicionaba—. No tienes que cargar con ello solo. Soy tu esposa, quiero estar a tu lado, comprenderte.

George apartó la mirada, incapaz de sostener la intensidad de su expresión. Sabía que Jean merecía la verdad, pero el miedo al rechazo, a su incomprensión, lo paralizaba. No podía hablarle de Héctor, de cómo su corazón se desgarraba cada vez que pensaba en él.

—Jean... es más complicado de lo que crees. No es algo que pueda resolver simplemente... —Se interrumpió, sintiendo cómo las palabras se volvían veneno en su boca. Él quería que Jean fuera feliz, pero esa felicidad parecía cada vez más lejana.

La duquesa retrocedió un paso, el dolor era evidente en sus ojos. Había esperado encontrar respuestas, una conexión que restaurara lo que sentía que se desmoronaba, pero solo había hallado más dudas, más distancia.

—Tal vez soy yo... tal vez no soy lo que necesitas. —Susurró con el miedo de perderlo por completo.

George quería gritar que no era ella, que ella era todo lo que cualquier hombre desearía, pero que su corazón estaba atrapado en otro lugar, con otra persona. Y no era culpa de ella, no era culpa de nadie, ni siquiera de él. Él no pidió sentir nada, él no pidió ni siquiera a Héctor. Ese chico solo llegó y se quedó, tatuando su pecho doliente. Pero las palabras no salieron. Solo el silencio se quedó entre ellos, uno que decía más de lo que cualquiera de los dos podía soportar.

Jean se dio la vuelta, con la tristeza atorada en su garganta.

—Será mejor que salgas lo más pronto del agua. Es seguro que los invitados llegarán pocos minutos y no puedes llegar tarde siendo el anfitrión y señor de esta casa.

George asintió todavía en la tina y con el agua fría; solo cerró sus ojos deseando que el agua pudiera lavar la culpa y el dolor que lo consumía.

El trabajo de Jean y Pinina en la mansión, fue un trabajo notorio desde la entrada hasta su interior, con flores tropicales e incienso desde la entrada. El salón principal era un espectáculo de opulencia y elegancia, nada menos para la ocasión tan distinguida sobre la visita de la Reina Victoria I de Inglaterra.

Cuando los visitantes comenzaron a llegar, fueron recibidos por el aire perfumado a rosas frescas y jazmines, con una pequeña sutileza a cera de las velas que titilaban en elegantes candelabros de bronce dorado. Los suelos de mármol estaban pulidos con un brillo perfecto y reflejaban las luces de las lámparas de araña que colgaban desde el techo alto, donde los cristales tallados lanzaban destellos como diminutos diamantes esparcidos por todo el salón.

Las paredes estaban cubiertas con ricas telas de damasco en tonos burdeos y oro, con molduras intrincadas que daban testimonio de la artesanía exquisita. Grandes espejos dorados, colocados estratégicamente, multiplicaba la luz y creaba una sensación de amplitud infinita. Y, entre los espejos, se encontraban majestuosas pinturas al óleo que representaban escenas de la historia británica, seleccionadas con sumo cuidado para honrar a la reina.

A lo largo de la habitación, mesas adornadas con manteles de encaje blanco sostenían jarrones de porcelana china, rebosantes de flores exóticas traídas especialmente para la ocasión. También había música, interpretada por una orquesta colocada en una esquina del salón. Los músicos estaban vestidos de negro y tocaban melodías delicadas, con violines y pianos que se entrelazaban en un vals que armonizaba el ambiente. Y al caer la noche, el murmullo de las conversaciones, el tintineo de las copas de champán y las risas suaves se mezclaban con la música, creando una atmósfera de celebración y refinamiento que George nunca había compartido.

Estaba en una conversación casual con sus amigos Paul y Martín, y a su lado, como siempre, Juliette y Ciela, tan perplejos y felices, que no pasaban desapercibido ningún invitado de la nobleza de Rio de Janeiro y Europa. Jean, parecía haber invitado a toda la corte inglesa a la mansión. Cada invitado hacía gala ante George, como anfitrión y esposo de la duquesa D'Obrian, vestidos con sus mejores ropajes y aportando un toque de color y vida al salón. Las mujeres lucían vestidos de seda y encaje, en tonos pastel, con joyas que brillaban al compás de las luces, mientras que los hombres vestían trajes de etiqueta, con chalecos de terciopelo y corbatas de seda.

En el centro del salón, una gran pista de baile había sido despejada, donde algunas parejas se movían con gracia bajo la atenta mirada de la duquesa.

Los amigos de George, aunque relativamente nuevos en la opulencia que los rodeaba, se habían adaptado con rapidez al lujo que su fortuna les permitía disfrutar. Y, aunque todos compartían una historia de éxito y riqueza, la figura de George y su encantadora esposa, Jean, era el tema principal de la conversación.

—No puedo evitar pensar que eres es el hombre más afortunado de Minas Gerais, George —comentó Paul, levantando su copa de vino mientras observaba a través de las puertas abiertas del salón hacia la pista de baile, donde la duquesa Jean se movía con gracia en su vestido blanco adornado con encajes rojizos—. Esa mujer es la definición de la distinción. No solo es preciosísima, sino que también tiene conexiones que ninguno de nosotros podría haber imaginado.

—Es cierto —asintió Martín, con una sonrisa que denotaba una mezcla de admiración y un leve rastro de envidia—. No todos los días una verdadera Reina, como Victoria I, viene a visitar Minas Gerais. ¿Te imaginas lo que eso hará por tu estatus George? De un simple magnate a un hombre con conexiones directas en la corte inglesa. Eso es algo que ni todo el oro que hemos extraído podría comprar.

—Y pensar que todo esto comenzó con una mina en algún rincón polvoriento de Brasil —añadió Juliette, aquellos ojos claros brillaban con un toque de malicia mientras sus dedos jugueteaban con el borde de su copa—. Ahora tiene una esposa que parece salida de un cuento de hadas y una amistad con la mismísima Reina de Inglaterra. No puedo evitar sentir un poquito de envidia, debo admitirlo. La belleza y la virtud que inspira la duquesa son incomparables. Es como si ella fuera una joya que hace que todo a su alrededor brille más.

—Pero no solo es belleza, queridos —intervino Ciela, con un tono suave y melodioso, pero cargado de intenciones—. La duquesa es mucho más que una cara bonita. Esa mujer tiene el porte y la inteligencia para sostenerse en cualquier corte europea. Eso es lo que la hace tan peligrosa. Con ella a tu lado, George, no solo tienes una esposa encantadora, sino una aliada formidable. No puedo evitar preguntarme hasta dónde llegará ahora que tiene ese tipo de respaldo.

—Sin duda, esto cambiará todo para ti —continuó Paul—. Ya no serás visto como un nuevo rico, sino como alguien con verdadero poder e influencia. Y todo gracias a la duquesa. Me pregunto si eres plenamente consciente de la magnitud de lo que ha conseguido, y de lo que podrías ofrecernos a tus amigos con tal conexión —enfatizó, sorbiendo un poco de su copa. Era ambicioso, sin duda.

—¿Y quién no lo sería? —respondió Martín, soltando una pequeña carcajada—. Ha logrado lo que todos nosotros soñamos. Ha conseguido no solo riqueza, sino que pronto también tendrá la legitimidad. Si antes era respetado por su fortuna, ahora lo será también por ser quién es. Deberíamos estar felices por él, aunque... —hizo una pausa, mirando a Juliette y Ciela—, debo confesar que no puedo evitar pensar en lo rápido que cambian las cosas.

—Sí —dijo Juliette con una voz dulce, pero cargada de ironía—. Todo parece perfecto ahora, pero ¿qué sucede cuando todo ese brillo comienza a desvanecerse? La belleza es efímera, y las conexiones... bueno, son tan volátiles como el viento.

—Eso es lo que me preocupa —concluyó Ciela, mientras tomaba un sorbo de su copa—. A veces, la virtud que inspira tanta admiración también puede atraer la envidia. Y sabemos que, en nuestro mundo, la envidia puede ser un arma de doble filo.

George había estado en silencio. Estaba escuchando con atención a sus amigos. Pudo haberse irritado, peor no era la primera vez que trataba con ellos, así que esbozó una sonrisa mientras levantaba su copa, antes de que se hicieran más insinuaciones.

—Mis queridos amigos, entiendo sus palabras y sus preocupaciones —dijo con voz firme, pero serena, mientras recorría con la mirada a cada uno de los presentes—. Es cierto que la vida nos ha dado más de lo que hubiéramos imaginado, y sé que la posición en la que me encuentro ahora es algo que muchos envidiarían. Sin embargo, no se trata solo de conexiones o belleza, sino de lo que podemos construir con ello.

—No te equivoques, George —Paul replicó, con una sonrisa ladina—. Estamos aquí celebrando tu éxito, pero también es natural que nos preguntemos hasta dónde puedes llegar. Una esposa como Jean, con vínculos tan cercanos a la corte inglesa, puede ser una ventaja para todos nosotros, ¿no es así?

—Jean es una mujer excepcional, no cabe duda de ello —Decidió hablar, intentando desviar la conversación—. Su inteligencia y gracia son tan evidentes como su belleza, y no podría estar más agradecido por tenerla a mi lado. —Lo que decía era sincero, tenía aprecio por su esposa. Aun así, no puedo evitar que su mirada se oscureciera por la melancolía que llevaba.

—Es evidente que Jean ha traído una nueva luz a tu vida, George, pero como ya se ha dicho, la belleza y la virtud también pueden atraer envidia. —La intervención de Ciela, fue debido a la perspicacia de ver más de lo que los otros observaban—. ¿No temes que la misma suerte que ahora disfrutas pueda volverse en tu contra?

George se tomó un momento para responder. Sabía que tenía el peso de las expectativas y las responsabilidades sobre sus hombros.

—La envidia es un veneno sutil, pero no es algo que me preocupe en exceso —respondió finalmente, con una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Estoy más enfocado en lo que podemos lograr juntos, en cómo podemos consolidar todo esto en algo que perdure más allá del brillo superficial. Si la envidia llega, la enfrentaremos como hemos enfrentado todo lo demás: con determinación y sabiduría.

—Brindemos entonces, no solo por la fortuna y la belleza que te rodea, sino por la sabiduría que has demostrado hasta ahora —sentenció Martín, levantando su copa—. Porque, en este mundo, no se trata solo de lo que tenemos, sino de lo que hacemos con ello.

Los demás levantaron sus copas en un brindis, aunque en el fondo, cada uno de ellos seguía rumiando sus propios pensamientos, conscientes de que, aunque George parecía tenerlo todo, el precio de su éxito podía ser más alto de lo que cualquiera de ellos imaginaba. Sí, aunque la riqueza y el poder que habían acumulado los había elevado a nuevas alturas, también los había empujado a un juego mucho más peligroso.

El murmullo de la sala principal se apagó, cuando la gran puerta doble se abrió, y la Reina Victoria I hizo su majestuosa entrada en el salón. Todos los presentes se volvieron hacia ella, haciendo una reverencia en señal de respeto a Su Majestad. La Reina vestía un elegante traje de terciopelo oscuro adornado con joyas que destellaban bajo la luz de los candelabros, avanzaba con una autoridad serena y natural, seguida de cerca por la familia de Jean: Phin, el padre de Jean, llevaba un porte altivo y caminaba junto a su esposa, Larousse, quien llevaba un vestido de seda color lavanda, que complementaba su aire de nobleza y sofisticación. Detrás de ellos, las hermanas de Jean: Anna, Lisa, y Sara, con sus respectivos trajes de gala, flanqueaban a sus dos hermanos, Bintech y Vincen, quienes mostraban la misma mezcla de elegancia y firmeza que caracterizaba a la familia. Todos sus hermanos rondaban un poco más de la pubertad.

Para ese momento, George y Jean, estaban juntos, ubicados en el centro de la sala. El ambiente en el salón se llenó de una expectación palpable cuando los ojos de todos se fijaron en la escena. Al llegar a donde estaban los anfitriones, la Reina Victoria I se detuvo ante la pareja. Jean y George, se reverenciaron de inmediato ante Su Majestad, y besaron su mano.

—Por favor, levántense —indicó la Reina con una sonrisa amable, extendiendo sus brazos hacia ellos. Con un gesto de afecto que sorprendió a varios de los presentes, la Reina los abrazó con brevedad; una muestra de cercanía poco común en una monarca de su estatura.

—Jean, querida, sigues siendo la mujer más hermosa de la sala —dijo la Reina, mientras sus ojos azules resplandecían con un aprecio genuino.

—Gracias, Majestad —Jean propinó una sonrisa modesta, sin poder ocultar el orgullo que sentía en ese momento.

La Reina luego giró su atención hacia George, sus ojos recorrieron su figura de arriba abajo. George, no pudo evitar sentir un leve nerviosismo ante el escrutinio de la Reina, pese a que nunca le había importado la apreciación que tenían sobre él. Pero aquel era un caso que importaba a Jean.

—Y tú, George Willians Theodore Murray —dijo la Reina finalmente, con una sonrisa que era tanto evaluadora como divertida—, eres un hombre hermoso, demasiado para ser un magnate minero.

El comentario fue una mezcla de alabanza y sorpresa. Dejó a George sin saber exactamente cómo interpretarlo, pero mantuvo su compostura y respondió con la mayor cortesía.

—Le agradezco profundamente, Su Majestad —dijo, inclinando la cabeza con cuidado, como Jean le había enseñado.

La Reina asintió, con un destello en sus ojos que indicaba que había notado la breve confusión en George, pero no hizo ningún otro comentario sobre el asunto. En su lugar, volvió a centrar su atención en ambos.

—Disfruten de la velada y del baile —agregó, haciendo un gesto hacia la pista donde la música comenzaba a sonar suavemente—. Pero debo admitir que mi interés no solo se limita a la belleza de Jean o a su posición en la sociedad. También me intrigan sus negocios, George, especialmente en la minería y el café. Tengo un interés particular en esos asuntos, ya que los negocios son una parte vital de lo que mantiene a nuestras naciones en la prosperidad en la actualidad.

George, observando la seriedad detrás de las palabras de la Reina, asintió con respeto.

—Será un honor hablar sobre esos temas con usted, Su Majestad —respondió, consciente de la oportunidad y el riesgo que implicaba el interés de la Reina en sus actividades.

Con una última sonrisa, la Reina se apartó, permitiendo que Jean la llevara hasta su lugar; un trono especialmente diseñado para la ocasión, donde observaba con serenidad y aprobación. La Reina esperaba que la velada continuara, mientras todos los presentes comenzaban a recuperar su compostura, impresionados por la cercanía y el interés personal que la Reina había mostrado hacia George y Jean.

Después de haber bailado con George, Jean observó cómo su esposo se unía a la conversación con sus padres y hermanos, todos compartiendo una risa que parecía, por un breve instante, aliviar el peso que George llevaba en sus hombros. Sin embargo, Jean no podía ignorar la sensación persistente de que, aunque estaban juntos, algo entre ellos se deslizaba cada vez más lejos, como arena entre los dedos.

Ella tomó una copa de champán de una bandeja que pasaba y, sin decir una palabra, se retiró discretamente del centro de la sala. Caminó entre los invitados, deteniéndose ocasionalmente para sonreír o intercambiar unas palabras cordiales, pero su mente estaba en otro lugar. Necesitaba un momento a solas, lejos de las miradas y los comentarios velados de la sociedad burguesa que los rodeaba. Pero fue su propio deambulo lo que capturó Larousse como una necesidad materna. Así que disculpándose con George y su esposo, decidió seguirla hasta una esquina tranquila del salón. Su hija observaba la escena con una serenidad, pero una tristeza reflejada.

—Mamá —dijo Jean con una sonrisa nerviosa, cuando la vio venir.

—¿Podemos hablar un momento, querida? —señaló Larousse, mientras la tomaba del brazo, y deslizase hacia una terraza adyacente, donde el aire fresco de la noche y el susurro de las hojas en los jardines les brindaban la privacidad que anhelaban—. ¿Qué te preocupa?

Jean tomó un respiro profundo antes de hablar. Aquella inseguridad que había tratado de reprimir todo el día comenzaba a emerger.

—Es George —dijo finalmente—. No puedo evitar sentir que algo no está bien entre nosotros. Desde que nos casamos, ha sido tan... distante. Al principio pensé que era por todo el estrés de los negocios, pero ahora... ahora no estoy tan segura.

Larousse la miró con ternura, sabiendo que este tipo de incertidumbre no era fácil para una joven como Jean, recién casada y enfrentando no solo las expectativas de su esposo, sino también las de toda una sociedad.

—Es natural sentirte así, mi niña. El matrimonio es complicado, especialmente cuando ambos vienen de mundos tan diferentes y tienen tantas responsabilidades sobre sus hombros. —La madre hizo una pausa, evaluando con cuidado sus siguientes palabras—. Pero, ¿qué te hace pensar que hay algo más que el estrés?

Jean bajó la mirada, empezó a jugar con el borde de su vestido mientras trataba de poner en palabras lo que había estado sintiendo.

—No lo sé exactamente. Es solo... una sensación. A veces, cuando me mira, parece estar en otro lugar, como si sus pensamientos estuvieran muy lejos de aquí, de nosotros. Me preocupa que haya algo que no me está diciendo, algo que lo esté alejando de mí. —Sus palabras eran un susurro, casi temiendo que el admitirlo en voz alta lo hiciera más real. Una cosa era tener una idea, hacerse una imaginación, pero otra cosa era admitirlo y aceptarlo.

Larousse asintió, entendía la preocupación de su hija, aunque no tuviera detalles de lo que estuviera ocurriendo.

—¿Le amas? —preguntó su madre sin más.

Ella alzó la mirada, directamente a los ojos de su madre, ruborizada, y asintió.

—Sé que fue un matrimonio arreglado, pero estuve bien con ello cuando lo acepté. George me cautivó de inmediato, era ese enigma y ese misterio lo que me envolvió, pero no sabía que eso mismo sería la razón por la que tenemos esta conversación, madre.

Larousse comprendía lo difícil que debía ser para ella enfrentarse a las barreras invisibles que parecían interponerse en el matrimonio naciente.

—Jean, los hombres pueden ser muy reservados con sus sentimientos, especialmente cuando se sienten presionados. George lleva muchas responsabilidades, no solo como esposo, sino también como empresario y, ahora, con la atención de la Reina sobre él, la presión debe ser inmensa. —Tomó la mano de su hija y le dio un apretón suave—. A veces, cuando no sabemos cómo expresar lo que sentimos, construimos muros. Puede que George esté haciendo eso, no porque no te ame, sino porque no sabe cómo manejar todo lo que está sintiendo.

Su hija asintió. Apreciaba el consejo de su madre, pero la inquietud seguía anidada en su pecho.

—Pero, ¿cómo puedo ayudarlo si él no me deja entrar? —preguntó con un tono casi desesperado—. Quiero ser su apoyo, su compañera, pero me siento tan inútil cuando no sé qué está pasando por su mente. No quiero perderlo, mamá.

Larousse sonrió con tristeza. Ella sabía sobre ese miedo de su hija, porque lo experimentó con Phin, cuando lo consiguió en cama de una de sus mejores amigas. Habían pasado más de una década, pero siempre sería un recuerdo doloroso. Perdió dos veces, esa vez.

—Lo único que puedes hacer, mi amor, es estar allí para él. Ser paciente y mostrarle que no estás aquí para juzgarlo, sino para caminar a su lado, sin importar lo que pase. Y cuando llegue el momento adecuado, estoy segura de que George te dejará entrar en su corazón. Hasta entonces, sigue siendo la mujer fuerte y amorosa que eres. Él lo verá, y cuando lo haga, sabrá que tiene una verdadera compañera en ti.

Jean asintió. La conversación había aliviado un poco su carga, pero también sabía que no era tan sencillo. Lo de George era algo que no podía remediar y que él no podía controlar. ¿Quién podría dominar el amor? Pero, aún así, estaba decidida a encontrar una forma de llegar al corazón de su esposo, de derribar los muros que él había levantado y de hacer que el matrimonio que tanto deseaba fuese tan fuerte como ella soñaba.

—Gracias, mamá. Siempre sabes qué decir para calmarme —dijo, inclinándose para besar a su madre en la mejilla.

—Es porque te conozco, Jean. Y sé qué harás lo correcto. —Larousse sonrió y acarició el cabello de su hija—. Ahora, volvamos al salón. No podemos dejar que los invitados noten que estamos ausentes.

La velada apenas comenzaba, pero ya quedaba claro que sería una noche inolvidable, marcada por la atención de la mujer más poderosa de Inglaterra. En esa ceremonia no solo le dieron el título noble de "Barón de Minas Gerais" a George, sino que formó una alianza industrial entre sus negocios y la corte inglesa. Una completa locura para la historia del magnate.  

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