Capítulo 12: La Aparente Perfección
Aquel sol del mediodía de Minas Gerais se filtraba a través de los altos ventanales del salón principal de la mansión. La luz cálida y dorada realzaba los decorados de cada rincón que mostraban un lujo que nunca antes la mansión Theodore había tenido. Los candelabros de cristal brillaban como estrellas suspendidas y reflejaban destellos sobre las sedas y terciopelos que vestían la habitación. Los aromas a flores frescas que estaban dispuestas en grandes jarrones de porcelana, flotaba en el aire y se mezclaba con el sutil perfume del incienso que ardía en pequeños quemadores de bronce, y que resonaban al compás de la caminata meticulosa de los sirvientes a su alrededor. Era una escena de opulencia, donde cada detalle hablaba de riqueza y poder.
Jean Lila D'Obrian, la duquesa, estaba vestida con un elegante vestido de seda azul celeste que resaltaba el brillo de sus ojos; se mantenía en el centro de todo, dirigiendo a los sirvientes con una mezcla de gracia y autoridad. Su cabello dorado estaba recogido en un peinado elaborado, dejando escapar solo algunos rizos suaves que enmarcaban su rostro delicado.
—¡Por favor, asegúrense de que las flores estén perfectamente alineadas! —ordenó, señalando una de las mesas de mármol donde un sirviente acababa de colocar un ramo de rosas blancas. Su tono era firme pero amable. Solo expresaba su propia determinación, con la intención de que todo quedara impecable para la velada que se avecinaba.
Caminó hacia el gran espejo veneciano que dominaba una de las paredes, verificando su propio reflejo con una mirada crítica, antes de dirigir su atención a las cortinas.
—Necesito que esas cortinas estén abiertas justo en el ángulo correcto —indicó a otro sirviente; para ese punto, ya había una pizca de tensión en su voz—. Quiero que la luz del atardecer entre suavemente cuando los invitados comiencen a llegar.
Pinina, la antigua esclava y que ahora era la dama principal de la casa, se acercó a ella con una sonrisa tranquila. Su piel morena contrastaba con el vestido simple pero elegante que llevaba, y sus ojos reflejaban una dulzura que siempre había calmado a Jean.
—Todo se ve precioso, senhora Jean —dijo Pinina con suavidad, mientras admiraba el trabajo que habían realizado juntas—. ¿No cree que se está preocupando demasiado?
Jean Lila dejó escapar un suspiro. Con sus dedos jugaba, nerviosa, con un broche de su vestido.
—Gracias, Pinina —respondió, sin poder ocultar la preocupación en su voz—. Pero esta noche debe ser perfecta. La reina Victoria estará aquí, y la reputación de mi familia, y de George, dependen de ello.
Pinina inclinó la cabeza y frunció un poco el ceño. Estaba confundida al no venir de la Europa occidental.
—¿Y por qué es tan importante que esa reina venga, senhora? No entiendo mucho de estos asuntos de nobleza...
Jean Lila sonrió con ternura, comprendiendo la perspectiva de Pinina. Mucho más, cuando había sido una antigua esclava.
—Es natural que no lo entiendas, querida —comenzó, tomando las manos de Pinina entre las suyas, para luego tomarla del brazo y seguir inspeccionando los detalles—. En Europa, el orden jerárquico es sumamente estricto. En la cúspide están el rey y la reina, como Su Majestad, la reina Victoria. Luego, siguen los príncipes y princesas. Después de ellos, estamos nosotros, los duques y duquesas. Y así sucesivamente: marqueses, condes, vizcondes, hasta llegar a los barones.
Pinina asintió con lentitud, asimilando la explicación, aunque aún con cierta incredulidad.
—Entonces, usted y el senhor George están muy arriba en esa... ¿jerarquía?
Jean suspiró, ¿qué más quisiera ella?
—George no tiene un título noble como yo —explicó con voz muy baja, como si eso fuera n escándalo o una vergüenza—. Su posición viene de su éxito en la industrialización minera. Es un magnate, un señor de su propio derecho, pero para muchos en la alta sociedad, eso no es suficiente. Yo como duquesa no tengo el derecho de otorgar o de él adquirir mi propio título. Así que este evento es una oportunidad para que la reina le otorgue un título, lo que lo elevaría aún más en su posición aquí y en Europa. Es por eso que es tan importante, Pinina. No solo para mí, sino para él... quiero que el mundo lo vea como lo que realmente es.
Pinina la miró con una amplia sonrisa. Parecía feliz de que George encontrara una mujer como ella.
—Se nota que usted lo quiere mucho, senhora, así como lo veía el senhor Héctor.
—Es el mejor hombre que he conocido, Pinina —contestó Jean, con un fervor en su voz que sorprendió a ambas—. Lo amo más de lo que podría describir con palabras. Quiero que sea feliz, quiero que tenga todo lo que se merece. Y si este evento puede darle eso... haré todo lo que esté en mi mano para que sea un éxito.
—Todo saldrá bien, senhora —respondió, apretando el agarre hacia ella—. Usted ya hizo que esta casa se vea como un palacio. La reina no tendrá más que halagos para usted y el senhor George.
Jean le devolvió la sonrisa.
—Gracias, Pinina. Pero esto es posible gracias a todos ustedes. Además, no sé qué haría sin ti en este lugar.
Libera finalmente a Pinia de su agarre. Se miran un momento, pero la expresión de Jean cambia por completo al oír de alguien de quien había oído por los sirvientes y por Pinina como en ese momento, pero que no había prestado atención hasta ese instante:
—Pinina... —la mujer se volvió a ella con curiosidad—. He oído en más de una oportunidad sobre el señor Héctor, ¿quién es?
—El senhor Héctor fue un jovencito que llegó de la nada y despareció de la misma forma.
—¿Llegar de la nada? —preguntó curiosa, sin entender.
—Sí, como los espíritus —explicó con misticismo Pinina, y los ojos bien abiertos—. Algunos dicen que el chico fue traído por un Saci-Pererê, ya sabe, una criatura conocida por su naturaleza traviesa y por crear pequeños desastres, cómo el que vivió el senhor Héctor. Otros dicen que el senhor Héctor, en realidad, era un Boto Cor-de-Rosa, uno de esos delfines rosados del Amazona que pueden transformarse en un hombre atractivo durante la noche. Y en su forma humana, seduce a las mujeres en los festivales locales y luego desaparece en el río al amanecer.
Pinina hablaba todo aquello con un misticismo que rara vez le notaba pero que sbaía que en Minas Gerais existía. El mismo George le había confesado que tenía algunas sesiones con una tal, Madame Rosa, de quien debía visitar en algún punto. Necesitaba conocerla, y necesitaba saber si esa era la razón por la que George no parecía complacida con ella o la razón del por qué no lo sentía feliz.
—Pero yo no lo creo —continuó Pinina—. La verdad era que el senhor Héctor era raro, nada dentro de lo común en Minas Gerais; pero, lo que fuera, hizo de nuestras vidas más feliz. Después de su desaparición, el senhor George pasó mucho tiempo encerrado en su cuarto, le oíamos llorar como un niño, y él no es así, o no lo era. Y entonces, cuando salió de esa oscuridad decidió darnos la libertad a todos y hacernos trabajar por paga, como los trabajadores de la mina. El senhor Héctor ha sido lo mejor que le ha pasado al senhor George y a nosotros.
—¿Qué tipo de desastre vivió el señor Héctor? —volvió a indagar, intentando comprender aquella anécdota irrealista.
—Cuando el senhor Hétcor llegó, se encontraba en muy mal estado, herido, el senhor George dijo que lo consiguió cerca de los terrenos de la mansión entre la selva, justo cuando vimos al enorme pájaro en llamas.
—¿Pájaro en llamas? —volvió a cuestionar Jean, de no saber quién era Pinina, hubiera creído que le hablaba locura, pero había algo en el tono de voz de ella que parecía asegurarle que lo que decía era cierto.
—Sí, nunca en nuestras vidas habíamos visto algo así —declaró Pinina, tomando el brazo de la duquesa con sutileza para llevarla hasta una de los ventanales del salón principal—. El cielo se partió en un rugido infernal en medio de la noche, y lo vimos. Era como un gran pájaro de fuego, pero no era de carne y hueso, sino de algo que nunca había visto antes, algo que parecía hecho por manos humanas, pero más grande que cualquier cosa que los hombres pudieran crear. Las llamas lo envolvían, como si el mismo diablo lo hubiera encendido, y se movía con una velocidad aterradora, surcando el cielo con un estruendo que hacía vibrar la tierra bajo nuestros pies.
»No tenía alas como las de un pájaro, sino unas cosas rígidas que lo mantenían en el aire. Y no emitía ningún sonido natural, sino un grito que parecía venir de las entrañas del mismísimo infierno. Me quedé helada, sin poder moverme, porque supe en ese momento que lo que estaba viendo no pertenecía a este mundo. Era una señal, tal vez un castigo de Dios o un aviso de algo terrible que estaba por venir.
»El fuego lo devoraba, y aun así seguía volando, como un espíritu condenado a vagar por el cielo, ardiendo sin poder encontrar descanso. No sé de dónde vino, ni adónde iba, pero en mi corazón supe que nada bueno podía salir de algo tan antinatural. Era una visión que ninguna persona debería ver, un presagio que me llenó de un terror profundo, como si el tiempo mismo se hubiera roto para mostrarme un futuro que no debía ser conocido. Pero si bien era cierto que la criatura monstruosa podía traer pesadillas, en su interior, había surgido la persona más dulce y buena que conocí.
—¿El señor Héctor? —inquirió Jean, preocupada por lo que ella le había descrito. ¿Qué era esa bestia de la que hablaban?
—Sí, algunos dicen que esa bestia infernal había sido el senhor Héctor, pero yo no lo creo. Él era muy bueno para ser alguien consumido por el fuego. Sin embargo, lo que fuera, solo Madame Rosa puede saberlo. Si tiene dudas, debería visitarla como el senhor George suele hacerlo. Con ella y usted, el senhor George ha salido poco a poco del abismo que se sumergió. Tal vez yo esté equivocada y el senhor Héctor si era esa criatura infernal, pero me cuesta creerlo por la bondad con la que nos trató, pero el señor George quedó devastado con su pérdida. Tal vez, había venido por su alma y no por la nuestra.
Con una última mirada al salón y unos golpecitos en las manos de Jean, Pinina enderezó los hombros y salió del salón principal.
A Jean le fue imposible experimentar una mezcla de incredulidad, temor, y curiosidad ante el relato de Pinina. Como una mujer educada y noble, intentó racionalizar lo que oía, pero al mismo tiempo, era ese misticismo que rodeaba a Héctor y la influencia que tuvo sobre George que comenzaba a inquietarla. ¿Quién o qué era Héctor? ¿De dónde venía? ¿Se ganaría ella el favor de sus sirvientes como lo hizo Héctor? ¿Estaría ella a la misma altura que él, cómo para alcanzar la misma conexión con George?
No podía ocultarlo. Sintió impotencia. Estaba esforzándose por crear un hogar perfecto y por apoyar a George en su ascenso social, pero ¿cómo podía competir con fuerzas y experiencias en la vida de su esposo que escapaban de su comprensión y control? Además, estaba ese asunto con Madame Rosa. Parecía que George está buscando consuelo en lugares y personas fuera de su matrimonio. ¿Por qué no podía apoyarse en ella? ¿Qué le hacía falta para ser esa mujer que él realmente necesitaba?
Horas previas a la llegada de la reina Victoria, Jean, dejando a cargo a Pinina con el resto de lo que debía de hacerse con muchas especificaciones detalladas que incluía el mejor atuendo para George cuando llegara de las minas, Jean decidió hacer la visita que no podía esperar.
Los D'Obrian eran una familia noble que se originó en Inglaterra, muy cercanos a la corona de aquella época. Lilia, su madre, era la mejor amiga de la reina, por lo que su familia siempre estuvo en el ojo directo del palacio británico. Pero, debido al auge de crecimiento exponencial de la industrialización y las nuevas oportunidades del nuevo continente, los padres de Jean habían decidido emigrar y hacer fortuna en Brasil. Se convirtieron en parte de la cuna nobleza de Río de Janeiro.
Sin embargo, fue educada en Europa, donde desarrolló su amor por el arte y la cultura, y que, con una complexión delgada y elegante, cabellos rubios, largo y ondulado, recogido en peinados sofisticados en su mayoría del tiempo; ojos azules, claros, expresivos y llenos de vida; piel pálida y delicada, con un toque de frescura juvenil, y facciones refinadas y clásicas, que recordaba a las damas aristocráticas de la época, y siendo duquesa, fue considerada desde joven una de las mujeres más elegibles de la sociedad brasileña.
Su matrimonio con George Willians Theodore Murray fue visto como una alianza perfecta. Uno por el título, y el otro por el dinero.
Se debe entender que, la nobleza no solía trabajar en el sentido moderno o de la manera en la que George había forjado su riqueza. Estos podían adquirirla a través de la herencia, con grandes propiedades, tierras, y activos de generación en generación. Estas tierras podían incluir fincas agrícolas, minas, bosques, y otros recursos naturales que producían ingresos de manera constante, pero era la posesión de tierras una de las principales fuentes de riqueza para la nobleza, ya que los campesinos y arrendatarios que vivían y trabajaban en estas tierras pagaban rentas a los propietarios.
Esta última forma de generar riquezas, era una forma de impuesto que los campesinos pagaban a los señores feudales por el uso de la tierra o por protección, pero este sistema feudal se había debilitado en muchos lugares para el siglo XIX y la familia D'Obrian habían sido víctimas de estos cambios.
Por lo que el matrimonio y los dotes seguían siendo una forma común de asegurar y aumentar la riqueza. El problema, era que estos dotes eran sumas de dinero, tierras, o bienes que la familia de la novia entregaba al esposo como parte del contrato matrimonial. Pero George no accedió a este derecho con los D'Obrian, alegando que no lo necesitaba. Más bien, aceptó la oferta de Phin, el padre de Jean, que se convirtiera en un socio de él, invirtiendo en nuevos ferrocarriles, y la expansión de su negocio, puesto que ya no solo explotaba la mina, sino que se abría paso al comercio del café. Lo que convirtió al magnate en un salvador financiero para los D'Obrian.
Había otras formas de obtener dinero, como los puestos en la corte, que venían con salarios y, lo más importante, con privilegios que les permitían acceder a oportunidades lucrativas, como la concesión de monopolios, permisos de explotación de recursos, o contratos gubernamentales, o préstamos y bancas, en donde algunos nobles se dedicaban a prestar dinero a otras familias nobles o incluso al gobierno, ganando intereses sobre esos préstamos, o que algunos aristócratas tuvieran participaciones en bancos u otras instituciones financieras, pero ninguno de estos dos casos lo tenían los D'Obrian. Aun así, el matrimonio de Jean y George fue la mayor ganancia que había podido tener en Brasil.
Por supuesto, esto convertía a Jean en una mujer de elegancia y sensibilidad. Por lo que, cada vez que recorría Minas Gerais con aquellos ojos azules claros, acostumbrados a la sofisticación y al arte, le causaba una mezcla de fascinación y desasosiego.
Minas Gerais era, para ella, un escenario de crudeza y esfuerzo, muy diferente a la refinada tranquilidad de Río de Janeiro y los salones europeos donde había pasado gran parte de su vida. Al avanzar en su carruaje por las calles polvorientas, observaba con un toque de tristeza las casas rústicas y las caras cansadas de los trabajadores. Veía la belleza en la naturaleza salvaje, pero también percibía la dureza de la vida que allí se llevaba, algo que la afectaba profundamente. El bullicio, los olores penetrantes y el aire cargado de polvo y metal le resultaban opresivos, casi ajenos a su delicado mundo.
Pero, cuando el carruaje pasaba por la calle de Madame Rosa, Jean Lila notó de inmediato el cambio en la atmósfera. Los videntes, cartomantes y chamanes que se agolpaban en las aceras le parecían figuras exóticas, dignas de una pintura, pero también un tanto inquietantes. Había algo en esa mezcla de misticismo y sencillez que le hacía sentir que estaba entrando en un mundo muy distinto al suyo.
Y finalmente, al llegar a la casa de Madame Rosa, le fue imposible sentir un escalofrío recorrer su espalda. La pequeña casa, tenía un aspecto modesto y casi místico, que no dejaba de ser acogedora, pero distaba mucho de los lujosos salones a los que ella estaba acostumbrada. ¿Por qué George vendría a un lugar como este? ¿Qué tenía Madame Rosa para exponerse de tal forma?
Tocó la puerta, y esta se abrió de la nada. Se quedó perpleja por aquella acción, y miró con cautela el interior de esta. ¿Había alguien allí?
Dio un paso, y el olor a incienso y hierbas medicinales que impregnaba el aire le fue intenso, casi abrumador para su refinado sentido del olfato. Las sombras que danzaban en las paredes, el suelo de tierra batida cubierto de alfombras, y la penumbra apenas rota por la luz de las velas, le transmitieron una sensación de misterio que, aunque inquietante, le pareció también fascinante.
—Pase, bienvenida duquesa, la he estado esperando —escuchó decir.
Tragó grueso, mientras avanzaba con cautela hacía el sonido de agua hirviendo. En el fondo, pasando un marco, encontró a la mujer en plena tarea de cocina. Había un olor delicioso a verduras y pollo, con especias que le recordó que no había comido nada.
—¿Es usted madame Rosa? —preguntó Jean con amabilidad, pero curiosa de la figura que le daba la espalda.
La mujer se volvió a ella, con una sonrisa, asintiendo, y Jean descubrió que tenía el cabello rojizo y que mostraba las arrugas de una vida esforzada, y una piel oscura como la mayoría en Minas Gerais.
—¿Cómo es que esperaba mi visita? —La voz cautelosa de Jean, solo hizo que Madame Rosa sonriera todavía más.
—Duquesa, debo decirle que no necesito ser adivina para entender la curiosidad de una mujer hacia las salidas de su esposo, debido a otra mujer —respondió la señora de inmediato.
Jean estaba absorta, pues pensaba que se trataba de una mujer joven, en plena gracia de su juventud con el que George pudiera hacerle infiel. No podía negarlo, sintió un profundo alivio y respeto hacia esa mujer, cuya vida parecía tan diferente a la suya, pero no por ello menos valiosa. La decoración de la cocina, incluso, tenía símbolos que parecían tener una conexión palpable con lo espiritual; algo que, a pesar de sus convicciones racionales y educadas, no podía ignorar.
—Madame, tiene razón y me disculpo —reconoció ella—. Es solo que...
—No tiene que decirlo, duquesa —contentó Rosa—. Sé por qué está aquí y a qué vino.
—¿De verdad? —cuestionó ella, intentando saber que era lo que observaba en aquella mirada fija sobre sus ojos.
—Sí —la señaló con una cuchara larga de madera—. Usted no vino por un acto de cortesía o curiosidad; incluso, no vino solo para descubrir con qué mujer le era infiel su esposo; usted vino en realidad por una oportunidad de entender un mundo que, aunque tan distante de su realidad, tiene una verdad y una belleza propia. Y despreocúpese, su esposo le es fiel y leal, como ningún hombre pudiera serlo.
Jean suspiró, y no pudo evitar soltar una lágrima. Durante semanas había estado atormentada por la duda, cuestionando si su matrimonio, basado en una alianza más que en el amor, había dejado de ser tan sólido como aparentaba. Pero ahora, al saber que George era el buen hombre que ella siempre había creído, sintió un profundo respeto por su esposo, un hombre que no solo era fiel, sino que también estaba dispuesto a cargar con el peso de sus propias luchas internas en silencio.
Se sintió en paz, pero ahora más afanada por intentar entender mejor el mundo de George, un mundo que hasta ese momento le había parecido ajeno. Aunque su vida había sido un camino pavimentado por el deber y las expectativas sociales, había en George una autenticidad y una lealtad que trascendían las formalidades de su matrimonio y que esperaba, al menos, disfrutar de la única elección que aceptó de todo corazón de sus padres: su matrimonio con él.
—Madame Rosa, ¿puedo serle franca? —dijo Jean, observando cómo la mujer removía con paciencia el caldo de gallina; la mujer se abrazó a sí misma, mostrando su nerviosismo.
—Por supuesto, duquesa. Aquí no hay lugar para falsedades —respondió Madame Rosa, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos, pero dándole una mirada directo por segundos para que viera la verdad en ellos.
Jean se acercó un poco más.
—Mi esposo, George... Es... bueni, lo noto distante, como si su corazón estuviera en otro lugar. Pinina ha mencionado que podría estar atormentado por algo más profundo, algo que escapa a mi comprensión —confesó Jean, con una cautela que le hacía temblar un poco la voz.
Madame Rosa no dejó de remover el caldo, pero su tono se volvió más serio.
—Duquesa, el corazón de su esposo es un enigma que ni siquiera él ha descifrado por completo. Lo que le aqueja no es algo que pueda solucionar con palabras o actos, sino algo que reside en lo más profundo de su ser.
—¿Se refiere a... otra persona? —inquirió con el ceño fruncido, sintiendo el nudo en el estómago y como la esperanza anterior parecía desvanecerse—. ¿Es posible que su amor pertenezca a alguien más? —Había temor de oír la respuesta.
—Sí y no, duquesa —contestó ella, volviéndose a ella—. No hay otra persona, al menos no en este plano —Jean se desconcertó. ¿Acaso hablaba de alguien quien murió? —. El corazón de George está dividido, duquesa. Ama, sí, pero no de la manera que usted desearía. Su amor está dirigido a alguien que no pertenece a este tiempo ni a este mundo.
Jean se estremeció ante aquellas palabras, sin saber cómo interpretarlas.
—¿Se trata de alguien muerto?
Madame Rosa soltó una risa.
—Sí y no, duquesa —Jean, suspiró frustrada, sin entender en nada el enigma con el que la señora hablaba—. No se frustre, más bien, gaste sus energías intentando descifrar lo que tengo que decir. Verá, el mundo es una red interconectada en el espacio, en el tiempo, en los astros, en dimensiones más allá de lo terrenal y que trasciende. En un punto de este caótico universo, usted y yo estamos muertas, en otro seguimos vivas y en otros todavía no existimos. La persona que le preocupa está en esas mismas faces que nosotras, pero en la que estamos usted y yo ahora, le es imposible él estar.
—¿Él? ¿Se refiere a Héctor? —inquirió Jean, recordando los rumores sobre el hombre que había aparecido de la nada y desaparecido igual de misteriosamente—. Pinina me habló de él, de la bestia infernal que surcaba los cielos, y de cómo la gente cree que Héctor es parte de un enigma místico sobre el Saci-Pererê o que era un Boto Cor-de-Rosa, incluso que era esa misma bestia infernal, la misma que se llevó la esencia de George.
Madame Rosa, que había vuelto al caldo, dejó escapar una pequeña risa, sin dejar de revolverlo.
—La gente adora los chismes y las historias fantásticas, duquesa. Pero le aseguro que Héctor no es una criatura sobrenatural ni un demonio. No debe preocuparse por él porque, en este momento, él no existe en nuestro plano. Su existencia está entrelazada con un futuro que aún no vivimos.
Jean la miró confusa, pensando en que al menos había asegurado algo. Todo tenía que ver con Héctor. ¿Qué era exactamente?
—¿Un futuro? ¿Qué está diciendo, Madame Rosa? Esto suena a locura —exclamó la duquesa, tratando de entender.
Madame Rosa se volvió hacia ella, dejando la cuchara de madera a un lado, y tomó las manos de Jean con suavidad.
—Duquesa, George encontrará el amor con usted, pero no será de la forma que espera. No será un amor apasionado ni idealizado, pero puede ser un amor genuino si aprende a aceptar a George tal como es. Nadie puede cambiar lo que desde un inicio ha sido —dijo con firmeza.
Jean sintió un escalofrío recorrer su espalda. ¿Qué intentaba decirle con exactitud Madame Rosa? ¿Por qué hablar con enigma?
—No sé si podré ser feliz con eso... —murmuró, más para sí misma que para Madame Rosa.
—La felicidad no siempre se encuentra en lo que deseamos, sino en lo que decidimos aceptar y valorar. Usted tiene la fuerza para encontrarla, incluso en circunstancias que no comprendemos del todo —concluyó Madame Rosa, volviendo a su tarea. Sus palabras resonaron en la mente de Jean.
—Dígame algo, ¿se trata de dinero? George le ofreció una suma para guardar silencio y evitar que me contara. Seguro sabría que vendría, tarde o temprano a este lugar y que buscaría investigarlo, ¿es eso? —En ese punto, la desesperación de Jean cobraba fuerza en cada palabra dicha.
—Duquesa, no hay necesidad de ofenderme —respondió con amabilidad la señora—. Sé que el dinero mueve a mucha gente, pero no es mi caso. Vivo lo suficientemente bien con mi trabajo, en el comercio de telas; pero... los temas que rigen el cosmos, le aseguro que me castigarían si usara sus dotes para enriquecerme.
Jean se quedó en silencio, sintiendo que, aunque no había obtenido todas las respuestas, había comenzado a comprender la profundidad del enigma que rodeaba a su esposo.
—Lo siento mucho, Madame Rosa, solo debe entenderme. Estoy desesperada...
—Y la entiendo —la interrumpió, enfatizando lo que decía, apuntándola con la cuchara de madera—. Verá, su único obstáculo para estar con George no existe corpóreamente. Pero sí existe en el corazón de George, estoy segura de que ese magnate ha puesto todo su empeño para hacerla feliz a usted, para cumplir con su deber y cumplir con su palabra.
»¿Quiere ser feliz con George? Acérquese a él, acéptelo como es y reciba lo que él está dispuesto a darle. No convierta a George en el epicentro de su vida para ser feliz, sino en una parte de ella, y aprenda a sentirse plena con quién usted es, con lo que ha logrado y puede lograr, y con lo que posee. Un cambio de perspectiva, siempre será, la respuesta para ser feliz, si eso es lo que se desea. No entregue el control de su felicidad a ninguna persona, sino sea feliz con ella, manteniendo el control usted misma.
En todo lo que llevaba de vida Jean, ninguna otra persona se había dirigido a ella con la misma crudeza y franqueza que Madame Rosa lo había hecho. Pudo haberse disgustado, pudo haberse ofendido, pero no, había algo en ella que, ahora comprendía porque George la visitaba. Era hipnótica, atrayente con sus palabras, era alguien que parecía ver más allá de lo que estaba delante de los ojos, capaz de desnudar el alma misma.
—¿Tanto le amó? —preguntó la duquesa finalmente.
—Como nunca lo había hecho. Lo que hoy usted tiene duquesa, se lo debe a un fantasma. Agradézcalo. El George antes de ese suceso, era semejante a la bestia infernal que surcaba el cielo, alguien que ardía en llamas estando vivo, pero que quienes se le acercaban, terminaban consumidos —añadió Madame Rosa, esperando que Jean consiguiera su propio camino.
Nota:
Este capítulo, aunque no lo crean, me gustó mucho escribirlo. Hay unos temas, en especial sobre la felicidad, que yo mismo he estado trabajando, oyendo, y que si bien no me han dado felicidad plena y eterna, me han generado paz. Espero que, más allá de la historia, puedas llevarte tus propias lecciones de vida y que mis palabras resuenen con tu alma, y te alivien un poco. Un fuerte abrazo, y gracias por leer hasta aquí.
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