Capítulo 11: Sombra de Ayer
George Willians Theodore Murray, el magnate minero de Minas Gerais, estaba de pie junto a la ventana de Madame Rosa, con la mirada perdida en la distancia. El paisaje de la hacienda se extendía frente a él, pero su atención no estaba en las vastas tierras que poseía, sino en los recuerdos que lo atormentaban. Una nostalgia profunda se reflejaba en sus ojos, una tristeza que solo quienes conocían su verdadero corazón podían entender. La luz del atardecer caía suavemente sobre su rostro, acentuando el abatimiento en sus ojos.
Madame Rosa estaba sentada en un sillón cercano y le observaba en silencio, sabiendo bien el peso que cargaba aquel hombre que había aprendido a endurecerse ante el mundo, pero que, en momentos como este, dejaba entrever el dolor que lo consumía.
—¿Cómo estuvo la boda, George? —preguntó Madame Rosa con suavidad, tratando de romper el silencio pesado que llenaba la habitación. Sabía bien que la respuesta de George no se limitaría a una simple cortesía.
George apartó la vista de la ventana, suspiró, y volvió hacia ella antes de responder con un semblante cansado:
—La boda fue... tal como la duquesa D'Obrian deseaba, incluso como yo mismo la había imaginado. —respondió él, tratando de sonar más tranquilo de lo que se sentía. Pero Madame Rosa no era tonta, aquel tono bajo y distante con el que había hablado, no hacía más que reflejarle una profunda resignación y obligación—. La ceremonia fue en la catedral de Río de Janeiro de donde ella es, majestuosa, llena de pompa y elegancia.
»Un evento como se esperaba de un enlace de su calibre. Hubo flores frescas de las mejores casas de Brasil, una orquesta tocando sin cesar, y el salón decorado con sedas y terciopelos. Jean Lila lucía radiante, con su vestido de encaje traído desde Europa, cubierto de perlas y un velo tan largo que necesitó tres damas de honor para sostenerlo. Las luces de las arañas de cristal la reflejaban en los ojos de todos los presentes, y la ceremonia fue solemne, como debía ser. Los invitados eran de la alta sociedad y todo se desarrolló a la perfección, incluso los banquetes, los bailes... todo lo que cualquier mujer de su estatus podría haber deseado.
Madame Rosa asintió. En sus ojos había una mezcla de simpatía y curiosidad.
—¿Y el lecho, cómo fue? —preguntó, sin ocultar su preocupación por el estado emocional de George o que hubiera incumplido con ese hecho y que se viera su moral y su posición en la alta sociedad dependiendo de un hilo.
George suspiró, mirando al suelo antes de volver a mirar a Madame Rosa.
—Cumplí con lo que se esperaba de mí —dijo con un tono de resignación—. Pero en cada momento, no pude evitar imaginarme a Héctor. A pesar de estar en el lecho con mi esposa, mi mente estaba en otro lugar, con él, en mi habitación.
Madame Rosa asintió con comprensión, se levantó del sofá y fue directo hacia él. Le tomó la mano, apretándola con suavidad, y miró a sus ojos:
—Lamento que las cosas hayan terminado así, George —dijo con ternura—. Pero no puedes culparte por lo que el corazón desea. —le dio unas palmaditas y le soltó las manos, mientras iba a un pequeño mueble para rebuscar algo.
George se giró hacia ella. Intentaba mostrarse más firme de lo que se sentía.
—No se preocupe, Madame Rosa. —Su voz era más dura en ese momento, como si intentara convencerse a sí mismo, tanto como a ella—. Fue mi elección, y estoy dispuesto a llevarla con la responsabilidad que implica.
Madame Rosa lo observó con atención. Vio la tensión en sus rasgos, la forma en que sus palabras chocaban con la realidad de sus sentimientos.
—George, el matrimonio tiene que ver con la responsabilidad, sí. Pero el amor... el amor no —le contestó, mientras sacaba de aquel mueble una pequeña caja, con una esfera que humeaba en el interior. La colocó sobre una de las mesas de aquella sala de estar—. El matrimonio es un pacto, un símbolo que debería nacer del amor. Es una representación de ese hecho. El amor tiene que ver con la naturalidad, el deseo y el querer. Con el tiempo, puede convertirse en parte de nuestras responsabilidades, pero no debe ser visto como un deber. Es amor, y nada más.
George asintió con lentitud, sabía que ella tenía razón. Parecía tener respuesta para todo. Sin embargo, su ceño fruncido y el peso en sus hombros reflejaban su propia verdad incómoda.
—Sí, siempre ha tenido razón —respondió él, con otro suspiro profundo—. El amor no debería ser una carga, sino una fuente de alegría y libertad. Pero ahora, al mirar hacia atrás, me pregunto si he perdido para siempre la oportunidad de vivir ese amor.
Madame Rosa lo observó y se le arrugó el corazón al ver aquel hombre como otras veces, las mismas que la había visitado desde la perdida de Héctor. George parecía estar a punto de romperse. Y fue su propia conmoción la que no le permitió hablar, pero estaba lista para salir corriendo y abrazarle. Sin embargo, George era obstinado, lo vio respirar profundo, limpiarse las lágrimas que iban a caer y mirarle fijamente, de nuevo.
—Dígame, por favor, ¿qué sabe de Héctor? —preguntó George con urgencia, buscando cualquier hilo de esperanza. Pero también había temor.
Madame Rosa se tomó un momento antes de responder. Necesitaba estar segura de que George estaría preparado para lo que estaba a punto de escuchar.
—He descubierto dos cosas importantes sobre él —comenzó con seriedad, mientras movía sus manos hipnóticamente alrededor de la esfera de cristal. La niebla en su interior se removía y parecía cambiar entre las escalas de grises, desde la más clara a la más oscura—. Primero, la razón por la que Héctor llegó a 1873 está relacionada con fuerzas mágicas muy poderosas. No es algo que pueda entenderse completamente con nuestra lógica. Magia muy antigua. Un puente mágico sin intención de dañar, pero con un propósito desconocido que lo arrancó de su época y lo colocó en la nuestra.
»Y segundo, en su tercera década de vida, Héctor ha encontrado a dos personas singulares, que lo aman con la misma intensidad con la que tú lo haces. Han sido su apoyo y su consuelo, pero su corazón... su corazón sigue guardando un lugar para ti.
Las palabras de Madame Rosa se asentaron en el aire con un peso notable. George sintió una mezcla de alivio y tristeza al escuchar que Héctor había encontrado nuevas formas de amor, aunque no pudiera ser él quien lo brindara. Cerró los ojos. Y una punzada en el pecho lo golpeó. Sabía que no podía volver atrás, pero también sabía que su amor por Héctor nunca desaparecería, que sería una cicatriz permanente, una marca imborrable de lo que alguna vez fue.
No obstante, la revelación de que dos personas amaban a Héctor como él lo hacía, dejó a George desconcertado. Las dudas comenzaron a aflorar en su mente, retorciéndose como serpientes enredadas. ¿Cómo era posible que alguien más, no uno, sino dos, pudieran amar a Héctor con la misma intensidad? ¿Qué significaba eso? En su mundo, un amor como el suyo ya era suficientemente complicado, casi imposible de aceptar, de vivir. ¿Cómo podía entender entonces que Héctor compartiera un amor tan profundo con dos personas?
—Madame Rosa... —George finalmente rompió el silencio que se había formado—. ¿Cómo puede ser que dos personas lo amen como yo lo amo? —Su voz tembló un poco, cargada de una mezcla de incredulidad y anhelo—. ¿Qué significa eso? ¿Cómo puede alguien amar a dos como si fueran uno solo?
Madame Rosa le dio una mirada suave, comprendiendo la galerna interna que agitaba a George. Ella sabía que su respuesta sería difícil de aceptar para un hombre atrapado en las convenciones de su tiempo.
—George, el futuro que aún no conoces es un lugar donde el deber y la obligación seguirán existiendo, pero serán apenas una niebla comparado con los conceptos que el mundo moderno manejará. —Su voz tenía ese mismo tono hipnótico que hacía que cada palabra estuviera impregnada con una sabiduría que trascendía el tiempo—. En ese futuro, la felicidad de vivir como tú no puedes, será posible. Y algo tan maravilloso como compartir el amor entre tres, como si fueran dos o uno, será una realidad para algunos.
George frunció el ceño, tratando de asimilar lo que Madame Rosa decía. La idea de que el amor pudiera expandirse más allá de lo que conocía era difícil de aceptar. En su tiempo, el amor mismo era una batalla constante, una lucha entre el deseo y la sociedad, entre el corazón y la razón.
—¿Compartir el amor entre tres...? —repitió, más para sí mismo que para Madame Rosa, como si intentara comprender un concepto que se le escapaba—. ¿Es eso posible? ¿Amar a dos como uno solo?
Madame Rosa asintió con lentitud. Miró hacia la esfera de cristal, y arrugó un poco el entrecejo.
—Sí, George. En ese futuro, habrá quienes descubran que el amor no tiene que limitarse, que puede ser amplio y generoso, que puede abarcar más de lo que hoy crees posible. Para Héctor, esas dos personas han sido un refugio, una fuente de alegría en medio del dolor de tu partida. Es un tipo de amor que tú, en tu tiempo, quizás nunca experimentarás, pero que existe, y que ha dado a Héctor una nueva razón para vivir.
George dejó escapar un suspiro profundo. La idea de que Héctor pudiera ser feliz, incluso si no era con él, le trajo una extraña mezcla de consuelo y resignación. Pero también una sombra de envidia, una punzada de lo que podría haber sido, si solo las circunstancias hubieran sido diferentes.
—Supongo que... eso es lo mejor para él, entonces —murmuró finalmente, con la voz cargada de una emoción contenida—. Que encuentre la felicidad que yo no pude darle.
Madame Rosa dejó la esfera, y otra vez se acercó a él, colocando una mano reconfortante sobre su pecho, a la altura de su corazón.
—El amor, George, es una fuerza extraña y poderosa. No siempre lo comprendemos, ni siempre es justo. Pero saber que Héctor ha encontrado un camino, incluso si no es a tu lado, es algo que debería darte paz. Porque, en el fondo, eso es lo que deseabas para él, ¿verdad?
George asintió, aunque la paz aún parecía distante. Sí, deseaba lo mejor para Héctor, pero aceptar que su amor debía manifestarse de otra forma, en otro tiempo, con otras personas, era una de las lecciones más duras que había tenido que aprender.
Y aunque aún no estaba listo para dejarlo ir, sabía que debía intentarlo. Al final, él ya estaba casado.
—Gracias, Madame Rosa —dijo George con genuina gratitud—. Aunque no puedo deshacer el pasado.
Madame Rosa asintió con una sonrisa triste y abrazó a su amigo con fuerza. Sabía que su amigo aún tenía un largo camino por recorrer para encontrar la paz que tanto anhelaba.
—A veces, lo mejor que podemos hacer es aceptar lo que no podemos cambiar y encontrar consuelo en saber que, a pesar de todo, el amor sigue existiendo de maneras inesperadas. —Madame Rosa le dedicó una sonrisa cálida esta vez, ye le miró fijamente de nuevo—. Siempre estaré aquí para ti, George. Pero recuerda, la vida sigue, y aunque los caminos que elegimos pueden ser difíciles, siempre hay esperanza en lo que el futuro puede traer.
George asintió, aunque en su corazón seguía luchando por el desasosiego y el sentido de soledad que lo martillaba.
Esa noche, aquella habitación grande y opulenta en la que George y Jean estaban, se sentía fría y distante. Las paredes estaban revestidas de paneles de madera oscura que parecían absorber la poca luz que entraba por las pesadas cortinas de terciopelo rojo, apenas entreabiertas. El aire estaba cargado con una mezcla de humedad y el olor a cera de velas apagadas, como si el ambiente mismo estuviera conteniendo el aliento.
El mobiliario tenía estilo victoriano desde que Jean había llegado. Completamente a la decoración enigmática que Héctor había dejado, y que no había cambiado hasta después del casamiento por órdenes de Jean. Era tan imponente como incómodo. La cama tenía dosel de encaje y sábanas de lino blanco perfectamente alisadas; parecía más un altar de sacrificio que un lugar de reposo o pasión. El colchón, donde reposaba el cuerpo de Jean con los ojos abiertos hacia el techo, mientras el cuerpo de George se movía encima y dentro de ella de forma errática y dolorosa, tenía una frialdad que se sentía a través de la piel; ni las almohadas ofrecían un poco de consuelo. Cada movimiento sobre la cama producía un crujido sin sabor, que Jean nunca creyó que podría existir. Tenía sus manos a los lados, aferradas con fuerza a las sábanas, con el rostro compungido, esperando que acabara.
Y no funcionaba que, a lo lejos, el suave tic-tac de un reloj de pared marcaba el paso del tiempo, implacable y despiadado, como si contara los segundos hasta que el deber se cumpliera. No había susurros apasionados ni risas suaves, solo el ruido sordo de cuerpos que se movían, como marionetas, sin alma, ejecutando un acto litúrgico que, aunque necesario, no traía ninguna satisfacción, ni física ni emocional.
Cuando George acabó, se tumbó a un lado con la respiración agitada, mirando hacia el techo. Jean se quedó allí por un momento con la incomodidad que podía generar un tiempo que, lejos de disfrute, se saboreaba a deber.
—¿George? —preguntó Jean, con la garganta un poco seca.
—¿Sí? —respondió él, evitando mirarla. No había necesidad.
—¿Se supone que esto deba ser así? —formuló finalmente lo que llevaba atragantada hace días. Se volvió a él, con las manos sobre su almohada para ver el perfil del magnate. Allí, con la luz de las velas a su alrededor, enmarcando su rostro, miró con fijeza al hombre más hermoso que había conocido—. ¿No podría ser algo más pasional o delicado? ¿No podrías mirarme a los ojos?
George estaba atónito. Lo que Jean decía era genuino, podía entrever la inconformidad y el anhelo que se gestaba en ella. ¿Pero cómo podía complacerla cuando su corazón pertenecía a alguien más? Sabía que podía a sentir algo, pero no tan profundo y tan único como lo que vivió con Héctor. Realmente se lamentaba. Se veía a sí mismo como un fantasma, un alma en pena que lo llevaba entre habitaciones oscuras. Perdido.
Jean seguía viéndole, esperaba una respuesta, pero lo que recibió fue un suspiro pesado cargado de resignación.
—Jean... —comenzó George con voz apagada, casi como si hablara consigo mismo—. No sé cómo debería ser esto. El matrimonio, quiero decir. He cumplido con lo que se esperaba de mí, con lo que todos dicen que es lo correcto.
Jean se incorporó un poco, apoyando la cabeza en su mano mientras lo miraba con una mezcla de tristeza y esperanza.
—George, yo... —empezó a decir, pero vaciló—. No quiero ser solo una obligación para ti. No quiero que nos reduzcamos a esto. —Hizo un gesto vago hacia la cama, como si la sola idea de lo que habían hecho la incomodara profundamente—. Quiero... quiero sentir algo más. Quiero creer que esto puede ser más que un deber.
George giró la cabeza para mirarla, finalmente. Sus ojos se encontraron, pero había una barrera invisible, un abismo que ninguno de los dos sabía cómo cruzar.
—Jean, tú... Tú mereces... —George tragó saliva, su voz sonaba áspera, como si las palabras se resistieran a salir—. Mereces algo mejor de lo que yo puedo darte.
Ella bajó la mirada y se mordió el labio. Había una tristeza en sus ojos, pero también una determinación que no había mostrado antes.
—Yo solo quiero que intentemos... que intentemos encontrar algo juntos. —Su voz tembló un poco—. Sé que hay algo que te duele, algo que te aleja de mí, pero no sé qué es. Yo... bueno, no quiero rendirme. Quiero que nos demos una oportunidad, George. Una verdadera.
George sintió un nudo en el estómago. Su deseo de complacerla, de ser el hombre que ella necesitaba, chocaba con la realidad de sus propios sentimientos, que estaban atrapados en el pasado, en un amor que no podía compartir con ella.
—Jean, no es tan simple. No puedo... no sé si puedo ser ese hombre que esperas —admitió finalmente, sintiendo el peso de su propia impotencia—. He vivido mi vida de una forma, cumpliendo con lo que se espera de mí, pero hay cosas que no puedo cambiar, por más que lo intente.
Jean lo escuchó en silencio, sintiendo ahora frustración y compasión. Sabía que George no era un hombre fácil, y que había algo en su corazón que estaba fuera de su alcance. Pero, aun así, el dolor de no ser suficiente la carcomía.
—Entonces... ¿qué hacemos? —preguntó con suavidad. Hablaba casi en susurros—. ¿Simplemente seguimos así, pretendiendo que todo está bien cuando ambos sabemos que no lo está?
George se sentó en la cama, pasando una mano por su cabello, despeinándolo. La frustración y el cansancio se reflejaban en su rostro.
—No lo sé, Jean —admitió—. No lo sé. Pero te prometo que no te dejaré sola en esto. Haré lo que pueda para que funcione... aunque no sé si eso será suficiente.
Jean lo miró, sintiendo una punzada de dolor en su pecho. No era la respuesta que quería, pero al menos era una promesa, una que podía sostener, aunque fuera por ahora.
—Eso es todo lo que pido, George —dijo con un suspiro agotado, pero firme—. Solo... solo intentemos. Quizás, con el tiempo, las cosas cambien.
George asintió, aunque en el fondo sabía que las cosas no cambiarían como ella esperaba. Sin embargo, no tuvo el valor de decírselo. En su corazón, el eco del amor que había sentido por Héctor seguía resonando y le recordaba que lo que compartía con Jean nunca sería lo mismo, pero era su actual realidad.
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