2. Terrenos Van Der Woodsen.
Octubre.
📍 Rochester, Michigan.
Haven
La abuela me tomó de la mano y ambas caminamos por la acera, esquivando a las personas que buscaban un taxi.
—¿Y tu equipaje, cariño? —me preguntó.
—Ah, es una locura. Aparentemente, mis maletas subieron al avión equivocado y ahora están de camino aquí, solo que hay muy mal tiempo. Por eso me retrasé. Pero ahora el avión tardará al menos dos horas antes de salir de Nueva York.
—Oh, querida, qué pena —me dio una palmadita en la mano—. Pero no te preocupes, no las arreglaremos mientras llega tu equipaje, ¿de acuerdo?
—Gracias, abu —le sonreí y señalé mi enorme bolso deportivo de color rosa chillón—. Pero no te preocupes, tengo una muda de repuesto siempre.
Se ríe.
—Eres tan organizada como tu madre —murmura con una sonrisita.
La mención de mi madre no me hacía feliz en ese momento, así que cambio el tema rápidamente. Lo último que necesito es recordar las cosas en las que mi madre y yo nos parecemos.
—Cuéntame, ¿cómo están todos en casa?
—Oh, todos están bien. Theresa te está esperando con tus galletas favoritas.
—¿Chocolate y limón? —se me hizo agua la boca—. No puedo esperar.
—Jensen está preparando a los animales y organizando las cosas. Oliver se encarga del viñedo, como siempre. Nunca sale ahí, ya sabes.
—Oh. ¿Y Frederick?
—Está justo ahí —señaló hacia la redoma.
Una RAM 700 roja de cuatro puertas nos esperaba. Frederick estaba justo en la parte delantera, con una sonrisa contenta cuando me vio. Me acerqué a él casi dando un brinco de felicidad.
—¡Frederick! —lo abracé por el cuello con fuerza.
—Niña Haven —me abrazó de vuelta—. Qué bueno verte.
—Lo mismo digo —me alejé para verlo.
Estaba alto y fornido igual que siempre, con su pelo castaño oscuro espeso y corto, con un par de canas adornando sus sienes. Botas de trabajo, jeans gruesos, camiseta negra y chaqueta de cuero marrón. Este es el Frederick que yo conocía, el mejor amigo de mi abuelo, la mano derecha de mi abuela.
—Cada día estás más joven —le di una palmada en el hombro y él me miró con esos ojos grises risueños.
—Es el campo, querida —dijo, mirando a la abuela con una risita.
—Bueno, esperemos que el campo haga su magia en mí otra vez —suspiré.
—Lo hará, eso es seguro —asintió Frederick—. Vamos, las llevaré a casa.
Los tres subimos a la camioneta; Frederick en el asiento del conductor y mi abuela y yo, en la parte trasera. Cuando salimos del aeropuerto, supe que había llegado a mi hogar.
Rochester es ese lugar donde la naturaleza y la comunidad se entrelazan, dejando un extraño encanto entre lo moderno de la ciudad y lo rústico del campo. Pasamos por la ciudad, los altos edificios, los lagos, a lo lejos se veían los enormes árboles. Luego pasamos por el pueblo, ese donde solía andar en bicicleta, mi antiguo colegio... Se me erizó la piel ante tantos recuerdos.
—Todo sigue igual —dije mirando por la ventana.
La abuela tomó mi mano y me sonrió.
—Pero tú has cambiado, ya no eres una niña, eres una mujer.
Tenía razón. Mi modo de ver el mundo había cambiado. La muerte de mi padre me había cambiado. Dejar mi hogar lo había hecho. Mi vida era otra, esperaba poder seguir soñando como en aquel entonces.
Frederick condujo por un largo tramo de árboles, casas y granjas. Al final de la carretera, entramos a los terrenos Van Der Woodsen. Un extenso terreno rural llenó mi visión, salpicado de campos verdes y dorados, grandes árboles, la casa principal, el huerto, el gallinero, el establo, la casa del garaje, la casita del personal y lo más especial, el viñedo. Mi poca visibilidad y la oscuridad no me dejaba ver más allá, pero la nostalgia me golpeó fuerte.
Frederick recorrió el camino de tierra y después estacionó frente a la casa. Bajamos de la camioneta y la grandeza de la casa me sorprendió. Sabía que era grande, pero no la recordaba tan grande.
—Vaya.
La fachada de la mansión está hecha de madera tallada a mano y de alta calidad, con dos enormes ventanas de estilo clásico y atemporal. Los techos altos y las amplias ventanas alrededor siempre dejaban que la luz natural inundara cada rincón del interior, donde en navidad siempre nos sentábamos a ver la nieve caer en el campo.
—Hemos hecho unos arreglos en la fachada los últimos años —dice la abuela, entrelazando nuestros brazos—. Pintamos de un color teca, o eso dijo la chica de la tienda. Mencionó que era lo último en la moda.
Me eché a reír ante el tono burlón de la abuela.
—Venga, entremos —dijo.
Subimos las cortas escaleras del porche y empujamos la puerta de malla.
Al entrar, nos recibió el espacioso vestíbulo con suelos de mármol y una gran escalera de caracol con pasamos de hierro negro. Estiré el cuello y miré la sala principal, me solté sutilmente de mi abuela y caminé hacia la chimenea de piedra, donde son sentábamos frente al fuego y tomábamos chocolate caliente en las noches frías. Los muebles de cuero y las sillas de madera seguían ahí. Incluso ese desgastado sofá donde el abuelo siempre se sentaba. Encima de la chimenea había una hilera de portarretratos con fotografías de nuestra familia.
Habían fotos mías con los animales, cubierta de barro, en mi viejo triciclo de color azul, mis overoles sucios y camisetas de colores. También habían fotografías con mi padre. Tomé una, donde yo estaba sobre sus hombros y él sostenía mis manos. Ambos sonreímos a la cámara mientras los caballos estaban al fondo. Sus ojos azules resplandecían, las pecas de la abuela también adornaban su nariz y su cabello castaño chocolate igual al mío estaba revuelto.
Los ojos se me llenaron de lágrimas y tomó todo de mí no ponerme a llorar. Lo echaba tanto de menos que me dolía recordarlo. Hacía tanto tiempo que había olvidado el sonido de su voz. Daría lo fuera por oírlo una vez más.
Tomé otra fotografía, en esta estábamos el abuelo y yo en el enorme tractor. Tenía el cabello oscuro lleno de canas, porque según él, envejeció muy rápido, y sus ojos claros tan risueños como siempre.
—Que bonito es recordar, ¿no es así? —dijo la abuela detrás de mí.
—Pero duele —susurro—. Los extraño demasiado.
—Yo también, cariño —suspiró—. Yo también.
Un grito de felicidad me sacó de mis pensamientos, dejé el portarretrato donde estaba y miré hacia el pasillo que llegaba a la cocina. Theresa estaba ahí, con su cabello rubio recogido en una coleta baja, ojos verdes relucientes y una sonrisa encantadora. Tenía uno de sus vestidos floreados hasta la rodilla, zapatos bajos y un delantal verde chillón. Para tener cincuenta años, parecía de treinta.
—Oh, Haven, has vuelto —corrió hacia mí y me abrazó.
Olía igual que siempre, a galletas y chocolate.
—Hola, Theresa. También es bueno verte —le di un beso en la mejilla y me alejé para mirarla—. Estás encantadora.
—¡Y tú estás hermosa!
—Gracias.
—Tengo tanto que contarte —dijo con algarabía—. ¡Y te preparé tus galletas favoritas! ¿Quieres una? También hice limonada cerezada.
Me rugió el estómago.
—Me muero de hambre. La comida del avión no era tan buena.
—¡Ven, entonces!
Me tomó de la mano y me arrastró por el pasillo.
La cocina es el sueño de cualquier chef, equipada con electrodomésticos modernos y de alta gama. Una gran isla central, encimeras para trabajar de mármol, el comedor central en el fondo a la derecha. Desde aquí, también podíamos acceder a la terraza al aire libre, donde había otro comedor para las cenas especiales bajo las estrellas o para los almuerzos de cumpleaños. También se podían ver los amplios jardines repletos de tulipanes, amapolas y flores de colores. E incluso había un acceso para la piscina cristalina.
La cocina olía de maravilla y se me hizo agua la boca. Hace tanto que no olía algo tan delicioso.
—Dios, huele tan bien —gemí.
—Siéntate, anda —señaló una de las sillas altas cerca de la isla central. Hice lo que me pidió, viéndola traer una bandeja de plata con una montaña de galletas de chocolate con ralladura de limón—. Las hice para ti, sé cuánto las amas y realmente sabía que tendrías hambre cuando llegaras —me sonrió y me sirvió un vaso de limonada cerezada—. Provecho.
—Gracias.
Sonreí y le di un gran mordisco a la galleta. Cerré los ojos y suspiré. Los sabores explotaron en mi boca y los recuerdos de mi infancia llegaron. Era una locura lo que podían hacer unos pocos minutos en la casa de mi infancia. Estaba tan feliz que podía llorar, pero realmente no quería arruinar el momento con lágrimas.
—Es tan bueno tenerte aquí —murmuró Theresa, tenía los ojos empañados y una sonrisa nostálgica—. Has crecido tanto y eres tan hermosa... Dios, voy a llorar.
—Deberíamos estar todos contentos —dijo la abuela entrando en la cocina, tomó una galleta de la bandeja y sonrió—. Tenemos a nuestra niña de vuelta y se quedará un largo tiempo con nosotros.
A Theresa se le iluminaron los ojos.
—¿De verdad?
—Esa es la idea.
Le di otra mordida a mi galleta mientras Theresa gritaba.
—¡Qué emoción! Oh, que alegría. Dios ha escuchado mis oraciones. Le pedí que volvieras a casa.
Le sonreí y me terminé la galleta, bebiendo de mi limonada.
—Yo también quería volver. Ya estaba harta de la ciudad —era verdad, en cierta parte. Amaba mi trabajo, pero el ajetreo de Nueva York era agobiante—. Quiero la paz del campo.
—Te sentará bien. Le hace falta brillo a tu mirada y color a tus mejillas —asegura la abuela—. Te vamos a cuidar muy bien aquí, ya verás.
—Gracias, de verdad. No saben lo feliz que me hace volver aquí. Los extrañé tanto a todos. Quería abrazarlos y verlos otra vez.
—Nosotros también —la abuela me apretó el hombro—. Ahora la familia está completa de nuevo.
La familia completa. Dejamos de estar completos el día que papá y el abuelo murieron. Sin embargo, estar aquí llenaba cierto vacío. También, no pasé por alto el hecho de que mi mamá ya no formaba parte de esta familia. No lo hace desde que nos arrastró hasta Nueva York para casarse de nuevo.
Luego de hablar de la emoción y alegría que había en la casa por mi regreso, la abuela me llevó escaleras arriba hacia el segundo piso. La casa contaba con seis habitaciones: la de la abuela, la de Frederick, la de Theresa y Jensen —que son marido y mujer— y la mía, más las dos de invitados. Cada una con baño, vestidor y balcón propio. Los pasillos estaban adornados con fotografías de la propiedad en la época de los sesenta, ya que había estado en la familia del abuelo desde hace tantos años.
—Limpiamos tu habitación —dice la abuela cuando me abre la puerta de la última habitación del pasillo—, pero no tocamos nada. Si quieres redecorar, podemos ayudarte.
Entré a mi antigua habitación y se me cortó la respiración. Una de las paredes principales está pintada en un suave tono rosado pastel, mientras que otras dos paredes son de un gris claro y la cuarta pared está forrada en papel tapiz con estampado de flores rosadas. La cama sigue en el centro de la habitación, con el cabecero tapizado en terciopelo morado. La colcha se veía nueva y era de un gris suave, adornada con cojines en tonos de rosado y morado.
Mi viejo escritorio blanco con detalles en gris seguía ahí, y encima, tenía los estantes flotantes en tonos morados donde iban libros y otras posesiones que venían de camino gracias a una empresa de envíos. La lámpara led colgaba en el centro del techo y en las esquinas de las paredes seguían las luces navideñas que papá me había ayudado a colgar cuando cumplí los catorce.
Sin pensarlo mucho, caminé hacia ellas, con mis tacones hundiéndose en la alfombra morada que combina con las cortinas. Agarré el interruptor de las luces navideñas y presioné un botón. Estas parpadearon dos veces y luego se encendieron en un bonito tono dorado.
—Funcionan todavía —susurró.
—Como el corazón, querida —dijo la abuela detrás de mí, me giré a verla y ella sonrió, de pie junto a la puerta—. Si amamos algo, jamás desaparece. Eso aplica para muchas cosas. Con el corazón, por ejemplo. Aunque esté archivado o sin usar, siempre funciona.
Sus palabras calaron hondo en mi interior y ella se dio cuenta. Me lanzó un beso.
—Te dejo para que te instales.
Salió y cerró la puerta.
Miré a mi alrededor y suspiré. Algo dentro de mí se removió con tanta fuerza que, Dios mío, realmente me conmovió. Estaba de vuelta en casa.
Entonces rompí a llorar. Me cubrí la cara con las manos y me senté en la orilla de la cama. Sollocé en silencio por lo que parecieron horas.
Volví al lugar donde fui plenamente feliz alguna vez, huyendo de todo lo que me ataba, me agobiaba. Me hacía sentir miserable. Sentía un calor en el pecho, como si finalmente estuviera en el lugar correcto.
Me sequé las lágrimas, hipando cada tanto.
—Estarás bien —me dije a mí misma—. Estarás bien. Prosperarás. Algún día.
Así sería. De alguna manera, encontraría la forma de hallar paz. Mi corazón estaría bien, estaba segura de ello.
¿Qué les pareció el cap de hoy?
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