Patrick
Cuando su mente empezaba a tomar conciencia, a dar forma, razonar, crearse una visión de la vida, forjarse el carácter y su propia personalidad; Patrick entendió, con un enorme dolor en el pecho y la amargura acumulándose en su garganta; cuál era el medio de sustento de su madre y por ende, el suyo propio.
Ambos vivían en una pieza abandonada no mayor de diez metros cuadrados en el sur del Bronx; condado del estado de New York. Y cada noche, él, en su diminuta cama plegable, ubicada en un extremo del lugar, al lado contrario de la de su madre, separados sólo por una desgastada y transparente tela de lo que en algún momento fue una sábana; veía y oía a los hombres posarse encima de la mujer y montarla como animales.
En ocasiones la joven prostituta atendía a cuatro individuos en una misma noche, otras tantas veces, eran más. Agobiado y atormentado por la vida que llevaba su madre, noche tras noche se hacía un ovillo en su cama y colocaba audífonos en sus oídos con una música tan fuerte y estruendosa con la única intención de ahogar los sonidos provenientes del otro extremo de la habitación y apaciguar sus pensamientos.
En reiteradas oportunidades, los hombres se tornaban agresivos, otras veces, en cambio, simplemente después de recibir los favores de la dama, no pagaban por el servicio.
Eran muchas las situaciones que se presentaban entre esas cuatro paredes. Él las vivía todas, y su madre lidiaba con ellas.
Supo entonces con desconsuelo que su mamá no mencionaba nunca a su padre, por la sencilla razón de que no sabía quién era, con seguridad era alguno de los hombres que seguía yendo en busca de sus servicios o tal vez ya no la frecuentaba. Era hijo natural de María Alarcón; una mujer inmigrante que arribó al país de forma ilegal en busca del anhelado sueño americano, que con el pasar del tiempo se le convirtió en una terrible pesadilla, y de alguno de sus clientes; un completo desconocido.
Con dolor en su alma, reconoció que era fruto de la inmoralidad.
Odió a su madre por eso, la repudió, y desde ese entonces comenzó a llamarla por su nombre; María, simplemente María, a secas, no merecía que le dijese mamá ni que le adjudicase ningún adjetivo similar, le avergonzaba en demasía ser hijo de una prostituta. ¿Acaso no podía hacer otra cosa? ¿Acaso no podía ganarse la vida de otra forma? ¿De una manera digna, sin tener que agachar la cabeza ante nadie? recriminaba siempre con amargura.
Adoptó una actitud rebelde, desafiante ante la vida, y en muchas ocasiones era cruel con su madre a través de las palabras. Pero luego se arrepentía; con él, María siempre era una persona amorosa y cada vez que regresaba del colegio, lo esperaba con su comida favorita recién hecha. Siempre tuvo para con él, palabras cargadas de amor y mucho cariño, no importaba qué tan grosero fuese con ella.
Y eso dificultaba odiarla como se había propuesto.
Cuando cumplió los doce años de edad, obtuvo un empleo de medio tiempo en el almacén de un automercado; así no interferiría con la escuela y él estaba decidido a que su madre no ejerciera nunca más ese deplorable oficio que a él tanto le asqueaba y despreciaba. Por amor a su madre, se había propuesto brindarle a la mujer todo lo necesario para que no tuviera que vender su cuerpo, y mucho menos por cubrir sus necesidades, eso no lo permitiría.
Sin embargo, su salario no alcanzaba para cubrir todos los gastos. Por lo que María había decidido atender a sus clientes en horas matutinas; mientras Patrick pasaba la mañana y parte de la tarde en el colegio. La mujer amaba demasiado a su hijo, no quería que el chico sintiera que su esfuerzo no valía la pena y causarle otra decepción, pero debían pagar las cuentas y ella no sabía hacer otra cosa. Así que durante los siguientes tres años ejerció la prostitución, y por amor a su hijo lo hizo a escondidas.
Para su desgracia, entre cielo y tierra no hay nada oculto, y por azares del destino o cuestiones de la vida, un día Patrick regresó a casa más temprano que de costumbre, encontrándose con un hombre a medio vestir que salía de su pieza, y otro, ansioso, entraba inmediatamente después.
Desde ese instante sus pies se tornaron cada vez más pesados, con gran esfuerzo apenas pudo arrastrarlos a paso lento hasta la puerta, en su pecho se expandió un dolor tan fuerte, tan cruento, que sintió agrietarse su corazón. La conmiseración invadió su cuerpo, el desconsuelo nubló su mente y la amargura desgarró sin contemplación su alma, dejando hondas y nuevas heridas encima de las viejas cicatrices que aún no habían sanado del todo.
Su corazón lloró y de su alma brotó un alarido; aunque silencioso, fue sin dudas, desgarrador; mientras escuchaba los gemidos y jadeos de ese hombre cada vez que invadía el cuerpo de su madre.
Sin poder evitarlo, de sus iris celestes brotaron gruesas lágrimas de dolor; la mujer que le había dado la vida, sin contemplación se burló de él, le había mentido. Cerró sus ojos a la par que sus manos en un puño, tan fuertes que sus nudillos perdieron el color por la escasa circulación.
El desasosiego y la decepción dieron paso a la rabia; Patrick se llenó de furia y sin dilatar sus pensamientos entró a la pieza como un huracán; arrasando con todo a su paso. El escenario que presenció a continuación sería casi imposible de olvidar; el hombre con pantalones y ropa interior hasta los tobillos, se encontraba parado mientras embestía con fuerza a su madre, quien desnuda, permanecía contra la pared, de espaldas hacia el individuo que había pagado por sus servicios.
El adolescente gritó y vociferó improperios, tomando al hombre desprevenido, lo asió por el cuello de la camisa y asestó contundentes golpes repetidas veces en su rostro para luego arrastrarlo hacia la salida y sacarlo a patadas, al tiempo que su madre, en medio del caos, vergüenza y la confusión del momento, aprovechó para ceñirse algo de ropa al cuerpo y cubrir su desnudez.
Ese día el chico desahogó su rabia contra la mujer que le había dado el ser, la aborrecía y así se lo hizo saber, no hubo palabra ofensiva alguna que no usara para herirla, tanto o más que ella lo había herido a él, quería que sintiera en carne propia su dolor.
Destrozó todo lo que había en la humilde pieza para no poner un dedo encima de ella y huyó de casa; no quería estar allí, no podía estar allí un segundo más, no quería tener nada que ver con esa mala mujer que se había entregado en cuerpo y alma a la vida alegre y libertina, así que salió del lugar como un vendaval, dispuesto a no regresar jamás.
Patrick abandonó la escuela, el trabajo de medio tiempo que con orgullo desempeñaba y deambuló por las calles. Veía correr las drogas, el alcohol y todo tipo de transacción a cambio de sexo, las disputas entre pandillas por tomar el control del vecindario, sus ojos fueron testigos fiel de toda clase de delitos, vicios y horrores que llenaban de terror su angustiado y herido corazón.
Durmió donde lo agarrase la noche. El frío en la New York nocturna, a cielo abierto, calaba en sus huesos, temblaba convulsivamente aún con gruesos cartones que cubrían su cuerpo. Sin embargo, trató, tanto como pudo de alejarse de todo eso, era fácil caer en las redes de cualquier vicio, y con gran horror presenciaba en otros, sus devastadores efectos.
Su madre por mucho tiempo lo buscó sin éxito alguno. No se podía hallar a alguien que no quería ser hallado.
Así, transcurrió un año sin saber nada el uno del otro. Patrick adelgazó y desmejoró aunque no mucho su aspecto; no era fácil vivir en las calles, sus ojos ya no tenían ese brillo especial de la inocencia y la bondad, había perdido el fulgor que emanaba de ellos por esa ilusión que embargaba su corazón al pensar en un futuro prometedor para él y María.
Madre e hijo no se volvieron a ver, hasta que un día luego de una jornada de trabajo vendiendo periódicos en la calle, sintió una mano en su hombro derecho y al girar sobre sus talones se encontró con la mirada vidriosa, cansada de una mujer que no recordaba, pero al parecer ella a él lo reconoció con facilidad.
Había resultado ser una vecina del barrio, la mujer con el peso de los años en sus ojos y arrugas en todo su rostro, hablaba con voz apagada y palabras pausadas, expresaba con ellas la alegría que le daba haberlo encontrado aunque no lo demostraba en sus facciones avejentadas. Con pesar la anciana mujer de hebras grises y facciones latinas, le informó al chico el estado de gravedad de su madre, quien había caído enferma hacía algunos meses y desde entonces se encontraba internada en un hospital.
Patrick desde el instante mismo que escuchó de la gravedad, su cerebro no procesó nada más, sólo sintió un sonido fuerte y agudo en sus oídos mientras miraba los labios de la anciana moverse con lentitud, sin él lograr escuchar ni entender nada en realidad.
El mundo se hizo inmenso y cruel a la vez que él se hacía cada vez más pequeño ante la vida.
Respiró hondo y al salir de su letargo preguntó a la anciana el nombre del hospital donde se encontraba su progenitora, aún sin la mujer terminar la oración, el chico que ya había cumplido los dieciséis años, corrió tan rápido como si su vida dependiera de ello.
Ante su desesperación, las calles del Bronx se habían vuelto interminables, como si el tiempo y el espacio se hubiesen confabulado para que éstas no tuvieran fin. En su pecho se había instalado un miedo que, implacable laceraba su corazón desvencijado, desgarraba su alma herida y helaba su sangre.
Finalmente llegó al nosocomio, sin aliento y desesperado, preguntaba a viva voz por su madre. Quería saber de ella, quería verla, quería estar con ella y abrazarla; ya no importaba nada del pasado.
Cuando fue guiado por una enfermera hasta la cama que ocupaba María Alarcón, sólo podía escuchar el latir de su corazón que resonaba inquieto en sus oídos, y al verla, algo dentro de sí se había contraído privándolo de la respiración, un nudo fuerte y doloroso se hizo en su garganta. Sus sentidos lo abandonaban. El muchacho no pudo reprimir un sollozo; la mujer que se hallaba en esa cama no podía ser su madre, tenía que haber una equivocación, debía ser otra persona, así que volvió a preguntar para cerciorarse.
Su alma recibía otra herida, una estocada de muerte, su alma esta vez agonizaba al ver a la mujer que lo trajo al mundo tan cambiada, no era ni la sombra de lo que había sido una vez; postrada en una cama que se hacía inmensa ante lo que ahora quedaba de ella. Estaba tan delgada que sus huesos eran apenas cubiertos por una fina capa de piel, tenía la muerte reflejada en su tez gris, en su ojeroso y demacrado rostro. Su cabello, motivo de orgullo para ella; abundante, largo y hermoso, ahora resultaba opaco, escaso y reseco. Su respiración era trabajosa aún con una mascarilla que le suministraba oxígeno.
La mujer despertó entre las voces del médico y la enfermera, acompañadas por los sollozos de Patrick. Al verlo, tendió con esfuerzo la temblorosa mano hacia él y éste sin dudarlo la tomó entre las suyas. En medio de lágrimas trató de mostrarle una sonrisa pero fue en vano, de su garganta brotó un nuevo sollozo, sufría ante el panorama que tenía en frente. Maldijo en silencio una y otra vez el día en que a María Alarcón se le ocurrió como alternativa vender su cuerpo para vivir.
Había contraído el virus del papiloma humano (VPH), que sin el control y tratamiento a tiempo, por desconocimiento u otras razones, devino un cáncer de cuello uterino que tampoco fue tratado y con el paso de los años la enfermedad fue avanzando silenciosa, diseminándose por todo su cuerpo, carcomiendo todo internamente. Ya no había nada que hacer por ella, sólo esperar el momento de su deceso y evitar tanto como fuese posible el sufrimiento que padecía, producto de la enfermedad.
Patrick estuvo allí con ella, sin reproches, sin reclamos, sin pronunciar palabra alguna, sólo sostenía fuerte su mano entre las suyas para que supiera que no estaba sola en ese momento tan amargo. No podía hacer otra cosa, y se lamentaba por ello. Lloró en silencio mientras su madre tomaba fuerzas para apartar la mascarilla de su rostro y pronunciar a su hijo, unas últimas palabras.
—Hijo... —susurró la mujer, casi sin aliento y con esfuerzo continuó—, mío.
Patrick levantó la mirada hacia el pálido y cadavérico rostro de la madre.
—Shhh, no te esfuerces. ¡Descansa! —dijo el chico en un hilo de voz, colocando en su lugar la mascarilla.
Su madre negó con la cabeza, y con evidente debilidad llevó su mano temblorosa hasta ella y la volvió a retirar.
—Por favor... —tomó aire—, es-cú-cha-me —imploró. Él tragó grueso y asintió—. ¡Perdóname! —De las orbes cafés de María brotaron lágrimas de dolor, pero no un dolor físico sino emocional.
Él, reiteradas veces negó con la cabeza. No había nada que perdonar; quería decirle, la amaba por sobre todas las cosas, pero fue imposible expresarlo en palabras sin caer en el llanto; y no quería llorar.
María respiró hondo, tal vez pensando que su hijo la seguía odiando.
—Eres... —trató de llenar sus pulmones con aire—, un buen chi-co —su respiración se agitó—. Te me-re-cías una —hizo una pausa y continuó—, ver-da-de-ra madre —dijo esto último con gran esfuerzo.
Él volvió a colocar la mascarilla en su lugar al tiempo que seguía negando con la cabeza.
—Shhh no te agites. ¡Por favor, descansa! —La mujer trataba de apretar su mano pero ya casi no le quedaban fuerzas, sabía que no disponía de mucho tiempo.
Tomó varias bocanadas de aire y volvió a retirar la mascarilla.
—Te pro-me-to que —descansó—, que no to-das las mu-je-res —aspiró profundo—, so-mos iguales.
De las esferas celestes del chico no cesaban de brotar lágrimas mientras estrujaba entre sus manos la de María.
—No to-das son co-mo yo —hizo una pausa y tomó tanto aire como sus fuerzas se lo permitían—. Sé un hom-bre de bi-en —humedeció su garganta y sus labios para continuar—. Es-toy segu-ra, que sa-brás ha-llar u-na que val-ga la pena.
Él besó su temblorosa, fría y descarnada mano, la mujer asomó una débil sonrisa; sin embargo, su corazón rebosaba felicidad.
—Sa-brás recono-cer a tu chi-ca ideal —descansó por breves segundos y continuó—. Te amo, te amo, hijo —dijo esto último con todas las fuerzas que le quedaban.
—¡Te amo, María! —respondió el chico de inmediato con voz ahogada mirándola a los ojos.
Ella sonrió.
Su mano se hizo nada entre las suyas, el poco peso de su cuerpo desnutrido se había esfumado junto con su último aliento, sus ojos, inexpresivos, se apagaron.
—¡Te amo, mamá! —gritó Patrick con voz estrangulada.
Desde hacía ocho años no la llamaba mamá, y lo gritó tantas veces pudo, tantas veces su llanto desgarrado se lo permitía, aunque ella ya no pudiera escucharlo, lo gritó hasta quedar sin voz, sin aliento.
Lloró encima del cuerpo inerte de la desventurada mujer hasta que llegaron el doctor y la enfermera, sacándolo del lugar para iniciar los procedimientos correspondientes.
El adolescente sin embargo, no se separó del cuerpo de María. Y por ser de escasos recursos económicos el estado se hizo cargo de los sencillos servicios fúnebres de la mujer y fue enterrada al día siguiente.
Patrick Alarcón, quedó huérfano a los dieciséis años de edad.
Lloró sobre la tumba de María, por todos esos años de amargura, por todo el sufrimiento que padecía la infeliz mujer, por todas las lágrimas que su madre derramaba en silencio, por la tristeza que siempre se reflejaba en sus ojos y que hasta ahora supo reconocer.
Había quedado sólo en el mundo y no sabía a ciencia cierta, qué le deparaba la vida de ahora en adelante.
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