Oportunidades del mañana
Después de mucho tiempo les traigo un nuevo capítulo. Me disculpo por tanto tiempo sin actualizar esta historia, y no voy a mentir, no tengo excusas.
¡Disfruten la lectura!
—Bien, cada vez que se recibe una llamada la operadora automática indica los números de extensión —explicó Darlene el funcionamiento de la central—. Sin embargo —prosiguió—, cuando alguien no sabe cuál es la extensión de la persona con quien desea hablar, entramos en acción nosotras.
Alexandra asintió, atenta a las indicaciones de la joven recepcionista, pues era su primer día de trabajo y no quería echarlo a perder y hacer quedar mal a Thomas, que la había recomendado prácticamente a ciegas.
Nunca en su vida se había levantado tan temprano como ese día, pero quería presentarse a primera hora en la compañía de seguros. Cuando arribó al lugar fue guiada de inmediato a recepción, donde habían tres chicas que al igual que ella vestían de uniforme en un estilo ejecutivo. Allí junto a Darlene —una joven delgada de estatura media, rasgos finos, gesto amable y que estaba más próxima a su estación de trabajo—, atendería a todos los visitantes a quienes una vez registrados en un sistema de información les haría entrega de un carnet que la persona debía colocar en un lugar visible antes de ser autorizada para ingresar al área de los elevadores.
—Cuando la llamada cae aquí —continuó la rubia—, se ilumina esta luz —señaló un bombillito rojo en el tablero y añadió—: entonces aceptamos la llamada y una vez que la persona explique con quién desea hablar, nosotras la transferimos a ese departamento —Hizo una pausa en tanto Alexa asintió en señal de haber entendido y la chica continuó—. Si no sabes en cuál departamento trabaja esa persona, entonces con la clave que te asignaron en el departamento de informática puedes ingresar al sistema y buscarla —dijo mientras accedía al ordenador para hacer una demostración y luego agregó—: Las chicas y yo nos los sabemos de memoria, pero siempre hay nuevos empleados y recurrimos al sistema del personal.
Alexa volvió a asentir, no parecía ser algo difícil de hacer y Darlene y las demás chicas se apreciaban comprensivas y colaboradoras.
—¡Oh mi Dios! —exclamó la joven recepcionista con un tinte de sorpresa en su tono.
Alexandra apartó sus irises café de la larga lista de departamentos que se mostraba en la pantalla del ordenador y los posó sobre la rubia que se apreciaba con la sorpresa entremezclada con emoción y nerviosismo en sus facciones, en tanto presurosa se acomodaba el peinado aunque no tenía una sola hebra de cabello fuera de lugar.
—¿Qué pasó? —inquirió alarmada ante la evidente conmoción de la chica.
—¡Es el papucho! ¡Y viene hacia acá! —susurró con una pasión exultante mientras aparentaba una calma que no tenía y luego hizo ademán de ordenar el mostrador al tiempo que Alexandra desvió su mirada en dirección a aquello que la había emocionado tanto y en el acto su corazón latió rápido y violento.
Thomas enfundado en un terno hecho a medida en tono gris piedra con una corbata azul marino de lunares blancos y un pañuelo a juego, caminaba despreocupado en su dirección con una sonrisa resplandeciente y una mirada que iluminaba todo el espacio a su alrededor, ajeno al revuelo que había provocado su gallardía en la recepcionista y de ella misma.
Definitivamente Thomas Davis era un hombre que no pasaba desapercibido ante los ojos de ninguna mujer.
—Buenos días, señoritas —saludó primero a las chicas que estaban más alejadas recibiendo una sonrisa y un leve asentimiento de cabeza de parte de las aludidas, y luego dijo— señorita, Miller.
—Buenos días, señor Davis —contestó la rubia irguiéndose en su asiento con una imborrable sonrisa.
Thomas de inmediato posó su mirada en Alexandra y curvó ligeramente hacia arriba las comisuras de sus labios.
—Buenos días, Alexa, ¿cómo estás?
—Thomas... —balbuceó—. Estoy bien, ¿y tú? —respondió entonces un tanto cohibida, pues sentía los ojos de sus compañeras clavados en ellos y su corazón latiendo con demasiada fuerza y rapidez.
—Estoy bien ahora que te veo —expresó sin tapujos.
En el instante Alexandra sintió cómo sus pómulos se encendían y el corazón casi salir por su garganta, mientras que en los labios de Tom afloró un atisbo de sonrisa con tinte de satisfacción en tanto que los ojos verdes de Darlene se abrían de par en par. La joven recepcionista carraspeó por un instante en gesto nervioso y tomó una llamada aunque en el tablero de su puesto no se había marcado ningún bombillito rojo.
—¿Cómo te estás adaptando a tu primer día de trabajo? —prosiguió Thomas sin despegar los ojos de Alexa.
—Bastante bien —comentó con una sonrisa nerviosa—. Justamente Darlene me estaba mostrando el funcionamiento de la central y el manejo de los visitantes.
—¡Que bien! —hizo una breve pausa y luego comentó—. Me gustaría invitarte a almorzar, ¿aceptas?
El corazón de Alexandra pulsó con ímpetu, sus manos se tornaron aún más frías, trémulas, mientras que en su interior germinaban un millar de emociones. Estaba feliz por ver a Thomas frente a ella, con esa cálida sonrisa que la reconfortaba y esa mirada tan brillante que la hipnotizaba, sin embargo, era inevitable también sentirse cohibida, pues sabía que Darlene —quien estaba bastante cerca—, escuchaba todo y lo que menos quería era que pensaran que ella era una aprovechada, pues resultba obvio que Tom desempeñaba un cargo importante en la empresa.
—Lo siento, Thomas, pero no creo que pueda —musitó apenada y luego un tanto insegura prosiguió con su argumento—, es que tenemos poco tiempo para almorzar.
—Ve tranquila, yo te cubro —Dos pares de ojos se desviaron con rapidez hacia la rubia que había culminado su llamada ficticia.
—Pero...
—No hay problema, yo te cubro —repitió la joven interrumpiendo a Alexandra en mitad de la oración.
—Gracias, Darlene, te lo agradezco —dijo Thomas y la chica amplió su sonrisa—. Te prometo que solo será por hoy, no quiero que de Recursos Humanos las amonesten por mi culpa.
—De nada, señor Davis —respondió coqueta dándole un leve codazo en una costilla a Alexandra para que terminara de reaccionar.
—Entonces, ¿te paso buscando a mediodía? —Alexa asintió como tonta y él tras un guiño de ojo se alejó hacia los elevadores.
—¡Dios santísimo, conoces al papucho! —casi gritó la chica emocionada, y se cubrió la boca con ambas manos cuando se dio cuenta de que había llamado la atención de varias personas.
Alexandra estaba anonadada por la reacción de Darlene y sus compañeras ante la presencia de Thomas, y aunque reconocía que era un hombre muy atractivo —demasiado diría ella—, le impresionaba que hablaran de él enalteciéndolo como si fuese un dios o una celebridad inalcanzable y actuaban como unas fanáticas obsesivas y por completo enamoradas.
—Y se sabe mi nombre —continuó en un suspiro.
—Bueno tampoco es que fuese tan difícil saberlo —acotó Alexandra señalando la plaquita dorada en forma rectangular que llevaban todas en la chaqueta del traje a la altura del pecho y que tenía grabado sus nombres.
—No le quites la emoción al momento —replicó divertida—. Esta es la conversación más larga que he tenido con ese ejemplar único en su especie —aseguró con voz ensoñadora y luego apremió—. Tienes que contarnos cómo es que lo conoces tan bien. ¡Todo, todo!
—Pues la verdad es que no hay mucho qué contar —aseveró entre desconcertada y divertida ante tal vehemencia de la chica.
—¿Cómo que no? —refutó en tono incrédulo—. No fue a mí a quien invitaron a almorzar y le dijeron: "Estoy bien ahora que te veo" —remedó la voz de Thomas y Alexa solo rió con el rubor cubriendo sus mejillas.
—Apenas lo estoy conociendo, no sé mucho de él, a excepción de que trabaja aquí —Darlene arrugó el entrecejo en gesto de confusión y cuando las demás chicas se disponían a hablar entraron un par de llamadas y un grupo de personas se acercaron al mostrador para registrarse y poder ingresar a las oficinas que ya habían abierto sus puertas al público en general.
De ese modo se fue toda la mañana, recibiendo llamadas una tras otra y registrando a una infinidad de personas que debían ingresar al edificio por una u otra razón. Y puntual como se lo había imaginado, Thomas pasó por ella. Se despidió de Darlene y esta en respuesta le guiñó un ojo.
Al salir del edificio un auto negro los esperaba, Thomas le abrió la puerta trasera y ella con una sonrisa le compensó en agradecimiento. Cuando se hubo acomodado en el asiento, él cerró con suavidad y de inmediato rodeó el vehículo para ingresar por el otro lado.
—Bobby, al Caprice por favor —ordenó el joven empresario y el chofer asintió en silencio.
Alexandra sentía sus entrañas comprimirse por la expectación, su corazón latía desbocado y un sinfín de preguntas se atropellaban en su mente. No sabía de qué podrían hablar, cuál tema debían tratar, estaba segura de que él en poco tiempo se aburriría de ella, pues a simple vista se veía como una persona culta y preparada, que podía entablar cualquier tema de conversación y hacerla interesante, pero ella en este momento de su vida estaba muy lejos de eso y sobre todo de ser una buena compañía para nadie.
Absorta contempló su perfil mientras le indicaba al conductor el nombre del restaurante y luego se disculpó para tomar una llamada. En ese instante lo apreció a detalle: su nariz tan recta y perfilada, sus facciones perfectamente simétricas, delicadas y sin embargo muy masculinas, el sensual movimiento de sus labios delgados mientras hablaba, ese ligero tono rosado de su piel que invitaba a acariciarle, el suave y rítmico pestañeo de sus párpados, y el brillo incandescente de esas dos profundidades aguamarina que en ese preciso momento se posaban sobre ella y la encandilaban.
—Ya verás que te agradará mucho la comida del Caprice —aseguró con una sonrisa en un tono suave y firme a la vez que guardaba el smartphone en el interior de su saco.
«Y mucho más la compañía», quiso decir ella, pero tales palabras no salieron de su boca.
—Estoy segura de que así será —se limitó a decir y el joven empresario amplió aún más su sonrisa, pero de pronto se esfumó de su rostro.
—Pero qué descortés he sido —acotó con un tinte de genuina preocupación—. No eres vegetariana o vegana, ¿verdad? Ni siquiera te pregunté —señaló casi horrorizado lo que provocó una carcajada en la joven.
—Lo dices como si ser vegetariana o vegana fuese una tragedia —refirió ella entre risas y él se contagió con su buen humor.
—No, no, para nada —aseguró—. Pero no lo eres, ¿verdad? —Ella volvió a reír y él la siguió.
—No, no lo soy —dijo para su tranquilidad y agregó—: y tampoco tengo ningún tipo de dieta.
—Perfecto, es bueno saberlo —Le guiñó un ojo que provocó que sus entrañas se comprimieran.
En poco tiempo arribaron al lugar, la palabra Caprice resaltaba en hermosas letras doradas sobre un fondo negro en la parte superior de una fachada que se apreciaba elegante y bastante sobria en tonos beige, dorado y negro con grandes ventanales. El maitre les dio la bienvenida y los guió hasta su mesa ubicada estrategicamente en un espacio iluminado con una ténue luz que daba una sensación cálida y acogedora, y desde donde se lograba escuchar de fondo una suave música que armonizaba el ambiente. Decorada con un mantel negro en forma cuadrada sobre uno beige nacarado, otorgándole contraste, encima se apreciaba una impecable vajilla blanca de bordes dorados, servilletas de tela también en beige nacarado, dobladas con precisión en forma triangular, y copas de cristal.
Una vez acomodados el amable anfitrión brindó una breve charla de la cocina tradicional francesa, de buena calidad y bastante clásica que ofrecían a los comensales al tiempo que les hacía entrega de la carta —una carpeta encuadernada en piel negra con ribetes dorados—, y un camarero rellenaba sus copas con agua.
El hombre luego se retiró para darles espacio y que ambos pudieran elegir a gusto.
—¿Qué te apetece comer? —Tom fue el primero en romper el silencio.
Alexandra suspiró con los ojos clavados en el menú que tenía en sus manos y en tono suave confesó:
—Pues tendrás que ayudarme porque no soy experta en comida francesa.
«Se me da más la comida italiana», pensó en Daniel y en los exquisitos platos de su recetario italiano.
—Por supuesto, eso no es problema —Él sonrió y mientras paseaba la vista por la carta, murmuró—. A ver, a ver... de entrada te sugiero la Soupe à l’oignon, que es una sopa de cebolla bastante exquisita, y también puede ser... —Hizo una mueca con la boca en gesto de concentración mientras seguía observando el menú en busca de la mejor opción para Alexandra, que lo miraba con mucha atención.
»La Lyonnaise, es una ensalada bastante fresca y ligera, tiene escarola rizada, panceta en trocitos, huevos mollet, croutons de pan y aderezo. Aunque también con los Tomates à la Provencale te chuparás los dedos —dijo convencido y prosiguió—, de plato principal te recomiendo con los ojos cerrados el Boeuf Bourguignon, se trata de buey estofado en vino tinto de Borgoña, con setas, ajo, cebolla y hierbas, se cocina a fuego muy lento durante varias horas —aseveró como un experto en la comida francesa al tiempo que juntaba sus dedos y daba un beso en las puntas haciendo referencia a la exquisitez del platillo.
—Entonces elegiré los Tomates à la Provencale, y el Boeuf Bourguignon.
—Ajá, buena elección, pero faltaría lo más importante —acotó con una ceja alzada y los ojos llenos de picardía con un brillo de encanto.
—Ah, ¿sí? —inquirió desconcertada en tono divertido—. ¿Y qué será?
—El postre —dijo sin más y ella soltó una suave carcajada.
—Entonces sin duda tiene que ser algo que tenga chocolate.
—Eres como mis hermanas —comentó sin que se le borrara la sonrisa de los labios y añadió—: a ellas les fascina todo tipo de postre siempre y cuando tenga chocolate.
—¿En serio, y cuántas hermanas tienes? ¿cómo son? —inquirió curiosa y luego se arrepintió, pues si empezaba a hacer preguntas acerca de su vida privada, él también querría saber de la suya.
«¿La Casta Davis? ¿cómo son? —elucubró—. Herméticas e implacables con cualquier mujer que se me acerque, así son», concluyó y se rió para sus adentros.
—Tengo cuatro hermanas, todas mayores, ¿y tú, tienes hermanos o hermanas?
«Y allí vienen, Alexandra, prepárate», se dijo a sí misma. Sabía que así empezarían las preguntas, era algo inevitable.
—Solo tengo una hermana, y es menor que yo.
En el momento llegó el maitre y con destreza anotó el pedido de ambos mientras hacía sugerencias de algunas bebidas sin alcohol y Alexa agradecía en silencio la interrupción. Una vez que el hombre se retiró aprovechó de cambiar el tema de conversación a puerto seguro.
—Tienes acento neoyorquino —reconoció la joven—. Lo que quiere decir que tienes poco tiempo viviendo en la ciudad, ¿te mudaste por trabajo?
—Sí, soy de New York —afirmó—. De hecho aún vivo allá, solo vengo a Chicago por negocios cuando es estrictamente necesaria mi presencia —Al escuchar esto, Alexa sintió una espinita incrustarse en alguna parte de su cuerpo.
—Entiendo —susurró con un ligero tinte de desilusión en su tono, pero de inmediato se recompuso y prosiguió—. ¿Y a qué te dedicas cuando no estás trabajando? ¿Cómo te gusta pasar tu tiempo libre?
—La verdad me gusta pasar tiempo con mi familia y viajar mucho. Me gusta conocer otros lugares, dentro y fuera del país. De hecho ya he recorrido gran parte de Estados Unidos.
—Que bien, yo también he recorrido una parte del país, aunque no por vacaciones ni turismo, siempre nos mudábamos debido al trabajo de papá —Tom asintió interrogándola con la mirada—. Contador —dijo en respuesta a su pregunta silenciosa y argumentó—. Siempre decía que los buenos proyectos nunca había que dejarlos pasar —soltó una risa nasal al recordar el poder de convencimiento de Daniel para que aceptaran mudarse—, pero más que por trabajo me parece que lo hacía por su indomable espíritu aventurero. Así que con esa excusa de los "buenos proyectos" tuvimos la oportunidad de vivir en Oregon, Washington, Phoenix, Houston, Denver, Boston, Atlanta, San Diego, Michigan y finalmente nos radicamos en Chicago tras la llegada de Allison, mi hermana menor.
—¡Vaya! —exclamó sorprendido—. Me encantaría conocer a tu papá, a ambos en realidad —agregó.
Alexandra mostró la más radiante de sus sonrisas, pero esa felicidad no era más que una fachada ante el dolor que nacía en el centro de su pecho en ese momento por las palabras de Thomas. Mas no podía culparlo por un acontecimiento que él desconocía y que ella no se atrevía por el momento a mencionar.
El ambiente se vio oportunamente interrumpido por los mesoneros que se disponían a servir los platillos y procuraban que a sus comensales no les faltase nada en la mesa. Y una vez que se retiraron, Thomas decidió cambiar el rumbo de la conversación ante el repentino mutismo de Alexandra.
—Y de todas esas ciudades y estados, ¿en cuál naciste? —inquirió mientras degustaban el almuerzo y se reprendió porque después de todo no era que había variado mucho el tema de conversación.
—En San Francisco, un 18 de febrero.
—Así que eres una chica californiana —Mas que preguntarlo, lo afirmaba.
—Yo no me definiría como una chica californiana, de hecho no me siento parte de ninguna ciudad en especial, se podría decir que soy parte de todas y a la vez de ninguna —Se encogió de hombros queriendo darle un tinte divertido a ese aspecto triste de su vida de no sentirse parte de nada, y de pronto cambió de tema—. Y tenías razón, esto está delicioso.
Thomas sonrió satisfecho mientras ella se llenaba la boca de comida para intentar acallar esos pensamientos de ser una chica que lo había perdido todo en un abrir y cerrar de ojos, y que ahora se sentía a la deriva y terriblemente asustada.
Sin embargo, el almuerzo transcurrió ameno, entre ligeras carcajadas y miradas furtivas. Hablaron de muchos temas, descubriendo en Thomas a un hombre inteligente, un excelente conversador, con una personalidad sencilla, humilde y a la vez avasallante.
—¿Has escuchado de Yasmina Khadra? —de pronto inquirió en un tono más serio. Ella negó en silencio y él continuó—. Es un escritor argelino, y en estos momentos hay una frase de uno de sus libros que no puedo sacar de mi cabeza, y que me hace entender a la perfección a qué se refería tu padre con no dejar pasar los buenos proyectos.
Las cejas de Alexandra se juntaron en un gesto de confusión en tanto sus ojos oscuros lo interrogaban con apremio.
—«Quien deje pasar de largo la más bella historia de su vida no tendrá otra edad que la de sus pesares y no habrá suspiro en el mundo capaz de mecerle el alma…» —citó la frase al tiempo que la mirada de él atrapó la suya de forma tan intensa que parecía estar hurgando con ahínco para llegar a su interior.
—No entiendo qué... —balbuceó en un hilo de voz un tanto abrumada, sin llegar a completar la oración cuando Thomas en un tono firme declaró:
—Tengo 27 años, Alexandra, soy soltero: no tengo novia, amante, pareja o la etiqueta que quieran colocarle a una relación. Me considero un hombre de palabra que hace hasta lo imposible por cumplir sus promesas. No me gustan las mentiras ni las personas que mienten adrede. En la medida de lo posible trato de evitar los conflictos innecesarios. Pienso que soy una persona sensata y aunque puede parecer demasiado apresurado, poco propio de mí, de mi carácter y personalidad, siento que si no lo hago me voy a arrepentir toda la vida. Tal como lo dice esa frase. Y que esa oportunidad que yo deje pasar, simplemente la aprovechará otro. Por eso entiendo a tu papá.
Y entonces ella comprendió que él estaba abriéndole su corazón y ante esa revelación el pulso se le disparó por los cielos y la sangre corrió impetuosa por sus venas.
—¡Me gustas, Alexandra! —soltó con determinación—. ¡Me gustas mucho! —reafirmó con vehemencia mientras a ella se le estremecía el alma bajo su profunda mirada.
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