Alexandra
Si preguntaran a Alexandra cómo se describiría a sí misma; diría que es una chica muy alegre, extrovertida, soñadora, madura, con muchos sueños y grandes aspiraciones en la vida. Que además logra todo aquello que se propone; en pocas palabras es perseverante.
Educada, respetuosa; la hija que todo padre quisiera tener.
Diría además, que quiere ser una profesional destacada, y en cinco años se ve como una mujer que ha logrado sus metas y sueños, trazándose nuevos objetivos.
Cuando en realidad sus palabras distan mucho de ser ciertas. Alexandra es una chica malcriada, egoísta, en ocasiones maleducada, irresponsable, en extremo inmadura, materialista y superficial. No tiene la más mínima idea de lo que en verdad quiere en la vida ni cómo lograrlo. Quiere tener un título profesional en sus manos, sí, pero sin esforzarse para obtenerlo. No sabe cuáles son sus talentos o si los posee, tampoco ha desarrollado su potencial, si es que tiene alguno.
Se vanagloria diciendo que es una chica llena de virtudes y que está conforme con su aspecto físico, que le agrada su figura de excelentes proporciones. En contraposición, su inconformidad llega a límites insospechados, detesta el color de sus ojos, pues desde que tuvo uso de razón quiso tenerlos como los de su padre, odia su estatura; siendo ésta 1.57mtrs, por ello siempre, en toda ocasión, usa zapatos de tacones altos.
Su verdadera y única aspiración es que llegue a su vida un príncipe azul, muy guapo, guapísimo, musculoso, con un abdomen lleno de cuadritos, inteligente, ambicioso, con muchísimo dinero para que le de todo aquello que se merece. Porque lo primordial para ella en una relación sentimental, es la estabilidad económica, aún por encima del amor, el cariño, la comunicación y satisfacción sexual entre la pareja.
Lo único cierto en las palabras de Alexandra, es el gran amor que le profesa a sus padres y que, muy a su pesar no ha tenido amigos de verdad, pues las constantes mudanzas con su familia a diferentes ciudades del país, no le han permitido a lo largo de su vacía existencia forjar esos vínculos de amistad sincera. Por lo que, la chica sintiéndose perdida, luchando contra ese sentimiento de no pertenecer a ningún lugar, trata de encajar en todos esos suburbios y colegios a los que ha asistido, empeñándose en agradar a los demás, perdiendo en el camino la esencia maravillosa de su verdadera y hermosa personalidad.
Varios minutos habían transcurrido desde que emprendieran la marcha en auto, Alexandra en el asiento de copiloto iba hecha un manojo de nervios, con insistencia; más de la necesaria, estrujaba las manos que reposaban en su regazo.
James; su novio; que por demás está decir es el estereotipo de sus sueños, el típico chico de ojos verdes, cabello rubio, alto, figura atlética, el joven más popular de la escuela, capitán del equipo de fútbol americano y con la cabeza vacía; conducía con la vista fija en el camino.
El silencio se había apoderado del momento, cada uno sumido en sus propias cavilaciones. La muchacha en su mente se formulaba una pregunta tras otra, dejando en el aire muchas sin respuestas. Estaba insegura de la decisión; pero no podía echarse para atrás, arrepentirse no era una opción, pues ambos llevaban semanas planificando de forma minuciosa cada detalle para esa ocasión tan especial.
Iban en dirección a un hotel a las afueras de la ciudad, que si bien no era cinco estrellas, a la vista resultaba bastante aceptable.
Ese día, Alexandra Massari perdería su virginidad.
Había dicho a su madre que saldría a reunirse con unas compañeras del colegio para hacer una importante investigación. Se sentía mal por haberle mentido, nunca lo había hecho.
Y no había sido nada gratificante.
Al aparcar en el estacionamiento bajaron del auto, revisaron una vez más sus identificaciones falsas y al comprobar que todo estaba bien, emprendieron camino; en una mano James portaba un pequeño maletín, con la otra, sujetaba la de Alexandra entrelazando sus dedos, juntos caminaron hasta el lobby del hotel para luego dirigir sus pasos a recepción, allí se registraron, habían reservado una habitación matrimonial.
En las mejillas de la chica se asomaba un leve rubor y en sus ojos se vislumbraba la expectativa. La sangre se agolpaba impetuosa hacia su corazón, y en sus oídos resonaba su latir.
Ambos chicos, desde el umbral de la puerta apreciaban en su conjunto el interior de la habitación; era espaciosa, alfombrada en su totalidad; en la pared contigua se hallaba el closet en madera oscura, al lado se encontraba el baño, con una ducha de rociadores, una tina de gran tamaño cerca de ésta y velas aromáticas que desprendían una exquisita fragancia.
Alexandra recorrió con ojos inquietos cada rincón de la alcoba; en el centro de la estancia se ubicaba una cama matrimonial, vestida con ropa de delicados bordados florales, disponía de dos mesitas de noche a cada lado; en una reposaba una lámpara encendida con luz tenue que le brindaba calidez al lugar, y en la otra una jarra de vidrio con agua, acompañada de dos vasos del mismo material.
En el extremo contrario a la puerta, se hallaba un ventanal, con una impresionante y hermosa vista de la ciudad. Las cortinas blancas, transparentes y ligeras, imperceptibles rozaban la alfombra en un sutil vaivén producido por el aire acondicionado central. James dejó el maletín en la cama y se apresuró a correr el cortinaje para tener un poco más de privacidad. En la pared frente a la cama había una tv pantalla plana sintonizada en un canal de videos musicales.
La chica envidiaba la tranquilidad de James, se le veía tan seguro de sí mismo, al punto de llegar a pensar que no era su primera vez. El muchacho tomó el maletín sobre la cama y se lo entregó a la nerviosa adolescente, ésta luego de contemplarlo por largos segundos en la mano del joven, lo sujetó con firmeza y se dirigió al cuarto de baño.
Allí se refrescó el rostro con abundante agua, se miró al espejo tratando de convencerse a sí misma de que estaba bien lo que iba a hacer en pocos momentos, ya tenía dieciséis años, era toda una mujer, y sus amigas lo habían hecho antes que ella.
¡No podía quedarse atrás!
Estuvo otro rato parada allí, mirando en el cristal la imagen que le devolvía, desnuda, preguntándose si de verdad su madre se daría cuenta a través del reflejo de sus orbes café, que ese día habría perdido su inocencia.
Luego de salir de su ligera abstracción, ingresó a la ducha, abrió la llave y por largos minutos dejó que el agua tibia recorriera su anatomía, relajando cada músculo tensionado; al salir secó su cuerpo y del maletín extrajo crema hidratante corporal, un cepillo para el cabello y un pequeño camisón, éste último lo observó con detenimiento haciendo una mueca de inconformidad con los labios.
Cerró los ojos, respiró profundo empuñando la tela con fuerza entre sus manos y pataleó.
El atuendo resultaba irónico para la ocasión; alusivo a Hello Kitty, de color rosado con diminutas florecillas esparcidas por toda la prenda; demasiado infantil, en definitiva quedaba descartado.
¿Cómo no se había dado cuenta antes? Resopló furiosa.
De mala gana lo tiró dentro del maletín y decidió usar la bata de baño dispuesta en la encimera del lavabo para los huéspedes del lugar.
No era lo que había pensado en un principio, pero sí se apreciaba mejor que nada.
Con movimientos tumultuosos en su corazón, tras respirar hondo salió hacia la habitación. James que se hallaba parado cerca de la ventana con la mirada perdida en el exterior, al sentir su presencia sus ojos la buscaron y le dedicó una amable sonrisa, se acercó, dio un casto beso en sus labios y dirigió sus pasos al cuarto de baño. Ella se giró y miró su espalda desaparecer tras la puerta.
Suspiró.
La adolescente se acomodó en la cama, tomó el control remoto de la tv que se encontraba cerca y empezó a hacer zapping con el fastidio reflejado en su rostro por tener que esperar. Luego de aburrirse por no hallar nada digno de su atención, con desgano lanzó fuera de su alcance el objeto que dio débiles rebotes en el colchón. La chica se levantó y dio unas vueltas por la habitación, se acercó a la ventana y con insistencia dirigía a cada minuto su mirada hacia la puerta del baño; James se estaba tardando demasiado para su gusto.
Resopló, impaciente.
Pasados varios minutos se decidió a tocar la puerta para cerciorarse de que todo se encontraba bien, en ese instante el chico salió ataviado con una toalla de la cintura para abajo. La sangre se precipitó veloz a su corazón aumentando sus palpitaciones, el muchacho destilaba algunas gotas de agua en su pálida y definida anatomía. Se acercó a la chica, acunó su pequeño rostro entre sus manos, se inclinó y atrapó sus labios con urgencia, haciendo que olvidara la espera, el mal humor y todas las inseguridades que invadían su ser en ese momento.
En un breve instante de lucidez, fue consciente de que, abrazados daban vueltas en la cama, entrelazando sus piernas, él besó cada milímetro de su piel y ella lo disfrutó. Fueron muchas las emociones que afloraron en ese momento que se tornaba sublime, quería mostrarse conocedora en la materia pero para su desgracia los torpes gestos delataban su inexperiencia en las artes del amor y seducción.
Sin embargo, el chico seguro de sí tomó el control de la situación, al parecer sabía lo que hacía, así que ella simplemente se relajó y se dejó llevar por las sensaciones que producían cada una de las caricias del muchacho; su cuerpo hervía de deseo con cada toque. Su piel, instintiva, respondía a su tacto y se sumergió en una dulce ambrosía, casi celestial.
Había soñado con ese día, quería sentirse mujer, y ya lo era. James la había hecho mujer, sólo podía pensar en eso. Tendida en la cama, tras el acto, con una sonrisa tonta en sus labios, sólo había cabida en su mente para imaginar la cara que pondrían sus amigas cuando les contara las buenas nuevas.
Luego de unos minutos, ambos chicos entre besos y risas se metieron en la bañera, allí se acariciaron y siguieron conociendo sus cuerpos; cada lunar de su anatomía. Surgieron además nuevos besos; unos más intensos que otros. Una hora después decidieron abandonar el hotel para regresar a la ciudad. No podían tardar más de lo previsto.
Esa noche Alexandra habló por teléfono con sus amigas largo y tendido, alardeando de su nueva condición de mujer. No podía dejar de hablar del asunto, rememorando lo sucedido y aclarando que aunque James ese año iría a la universidad y a ella todavía le faltaba uno más en la preparatoria, habían hecho planes, irían a Yale.
Tras terminar la llamada, amplió su sonrisa y durmió feliz.
Por ser hija única sus padres consentían sus caprichos, no eran personas de dinero pero gracias a la profesión y al trabajo de Daniel Massari; padre de Alexandra, podían darse algunos gustos. Su madre; Julia, era editora de una pequeña editorial y trabajaba desde casa, lo que le permitía estar siempre pendiente del mínimo detalle en cuanto a limpieza y organización en el hogar.
Una tarde de sol resplandeciente, al llegar de la escuela, Julia esperaba a su hija con un regalo. Estaba en la cocina, con las manos detrás de la espalda. Alexandra sonriente y extrañada colocó todas sus cosas en la encimera y con picardía en sus orbes quiso saber qué traía su madre entre manos.
La mujer amplió su sonrisa al tiempo que mostró sus brazos extendiéndolos hacía ella, en sus manos colgaba una enorme bolsa de papel fucsia con asas de seda en color negro. Ella imaginando lo que era, gritó y dio pequeños saltos de pura felicidad.
Abrió la bolsa y en efecto eran las botas de cuero que vieron en el centro comercial hacía un par de semanas y que tanto le habían gustado. Abrazó y besó a su madre, eso hacía que olvidara todas sus desdichas existenciales; como que ese día no pudo usar el vestido gris con apliques rosados porque no tenía los accesorios adecuados.
—¿Estás de broma? —rió emocionada mientras las revisaba—. ¿Pero a qué se debe esta sorpresa, si dijiste que por el momento no podíamos costearlas? —Tras la pregunta el semblante de la madre dio un cambio radical.
No fue necesario que agregara nada más, ya se había hecho costumbre darle obsequios caros cada vez que se aproximaba una mudanza. Y esta no era la excepción. Desde que Alexandra tuvo uso de razón, se mudaban muy seguido gracias al trabajo de su padre; Contador de profesión no podía darse el lujo de rechazar una mejor oferta de trabajo que tuviera buenos beneficios para él y su familia, por ello, era muy difícil hacer amigos y adaptarse a un lugar en específico.
Pero en San Diego ya tenían casi dos años y se había acostumbrado e incluso había hecho amigos, además tenía a James; habían hecho planes juntos.
—¡Mamááá! —prolongó la palabra tanto como pudo.
Lanzó las botas al piso, hizo una pataleta por demás infantil y corrió escaleras arriba para refugiarse en su habitación. Tras dar un portazo que hizo eco en el vecindario, se tiró en la cama y lloró desconsolada, ahogando sus gritos con la almohada que apretaba con fuerza contra su rostro.
Un par de semanas después, sus amigas le hicieron una pequeña despedida, y James le prometió estar en contacto por teléfono, WhatsApp, correo electrónico y Skype; seguirían con sus planes, aún en la distancia, seguirían con su relación.
Se mudaron a Houston, Texas; ocuparon una hermosa casa que les ofrecía la nueva compañía donde trabajaba Daniel. Allí terminó su último año de preparatoria, sin amigos, se rehusaba a tenerlos para luego tener que despedirse. Con James estuvo en contacto los primeros meses desde su partida, ya luego sus conversaciones se hicieron cada vez más esporádicas al punto de no tenerlas ni extrañarlas.
Antes de iniciar su primer año de universidad se mudaron una vez más; en esta ocasión a Míchigan, Detroit. Apresurada tuvo que hacer el papeleo de traslado a la casa de estudios superiores de aquella nueva y desconocida ciudad, pues por sus bajas calificaciones no fue aceptada en Yale ni en ninguna de las prestigiosas casas de estudios universitarios. Por lo tanto, se había matriculado para hacer una licenciatura en gerencia administrativa en Detroit.
Una tarde, al llegar a casa luego de un día agotador en la universidad, su madre la esperaba con un costoso obsequio, ya cursaba su segundo año de carrera, con pesadumbre en su semblante se sentó en el sofá de la sala; esta vez no los acompañaría, no seguiría sus ritmos de vida, se quedaría a terminar sus estudios y en vacaciones los visitaría.
Sin embargo, antes de que expresara en palabras sus planes, Julia rompió en llanto, la muchacha se preocupó.
—¿Mamita que pasa? —quiso saber.
—¡Ay Alexa, hija! —se lamentó la mujer.
—¿Ha pasado algo malo? ¿Es papá? ¿Te ha pasado algo a tí? —inquirió con preocupación en su voz.
La mujer negó con la cabeza y tras recomponerse un poco, se sentó junto a ella y tomó sus manos entre las suyas.
—¡Ay hija, estoy... —se detuvo, insegura—, es que estoy embarazada! —gimió, avergonzada.
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