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Al borde del precipicio


El timbre que anunciaba la culminación del día escolar resonaba en cada rincón del colegio y de inmediato fue opacado por la algarabía de los niños.

—Nos vemos el lunes, Alexa —gritó la pequeña Samantha y de inmediato salió corriendo del aula de clases.

—Adiós —respondió la niña mientras guardaba sus cuadernos; aunque su amiguita ya no la escuchaba.

Se despidió de la maestra, le deseó un excelente fin de semana, colgó la mochila en su espalda y salió del aula a toda velocidad a encontrarse con el hombre más importante de su vida, era viernes, uno de los día que le tocaba a Daniel pasar por ella y estaba emocionada, siempre se detenían en el parque y comían un helado.

Su favorito era el de fresa y el de su padre el de ron con pasas.

Una vez que estuvo en las afueras del colegio divisó a Dan en la entrada; tan alto como un árbol, tan buen mozo con sus gafas estilo aviador, con una barba de unos cuatro días en su rostro siempre acompañada con una gran sonrisa en sus labios que parecía esculpida por los dioses y que además iluminaba todo a su alrededor, más que los rayos del sol se atrevería a decir.

—Paapiii —Corrió la chiquilla hacia Daniel.

—Hola principessa —El hombre amplió su sonrisa, la recibió con los brazos abiertos, la alzó en ellos y llenó de besos su rostro mientras caminaba hasta el auto.

—¡Te extrañé! —rió a carcajadas pues le resultaba gracioso que solo hacía unas cuantas horas él la había dejado en la entrada del colegio.

—Yo también te extrañé, amore mío —correspondió a sus palabras de cariño mientras se inclinaba para bajarla, abrió la puerta trasera del vehículo y la acomodó en el asiento.

Cuando la niña estuvo asegurada él ingresó al auto y lo puso en marcha.

—¿Cómo te fue? ¿Qué aprendiste hoy? —inquirió entusiasmado a la vez que conducía y la observaba a través del espejo retrovisor esperando su respuesta. Le encantaba hacerle conversación.

—¿Qué aprendí hoy? —repitió la niña, pensativa—, pues que el segundo año de primaria es más difícil que el primero.

Daniel soltó carcajadas sin parar, Alexandra siempre era algo ocurrente con sus respuestas. La pequeña asomó una sonrisa.

—¿Por qué lo dices? ¿Qué se te hace más difícil? —quiso saber.

—Las matemáticas, esas son más difíciles ahora —suspiró cansina.

—Claro hija, a medida que vayas avanzando en la escuela irás aprendiendo cosas nuevas y todas tendrán su grado de dificultad —La niña frunció los labios y arrugó las cejas. Daniel volvió a reír.

—No te preocupes amore mío, ya sabes que todo es cuestión de práctica. ¡Yo te ayudaré! Las matemáticas son lo mío —Alexa arrugó la frente.

—¿Estás seguro? —No estaba muy convencida de que su padre supiera algo tan difícil—. Son sumas y restas con decimales —añadió para que su padre entendiera la dificultad del asunto. Daniel volvió a reír a carcajadas.

—Claro hija, algo sé de eso —Ella sonrió emocionada con las cejas alzadas. Al parecer no había nada que su padre no supiera.

—Además —agregó Daniel—: ¿Para quienes no hay nada imposible? —cuestionó.

—¡No hay nada imposible para un Massariii! —exclamó la niña con los brazos alzados. Ambos rieron al unísono.

En poco tiempo llegaron a destino y una vez estacionados bajaron del auto y se adentraron en el parque a través de un sendero de concreto.

El área abarcaba algunas hectáreas, rodeada de árboles frondosos que cobijaban a los visitantes bajo sus sombras. Con banquetas dispuestas en los laterales del camino, algunas ventas de comida y golosinas, zonas verdes y atracciones para los más pequeños.

—¿Quieres ir a los columpios antes del helado? —preguntó Daniel, ella negó con un movimiento de cabeza.

Caminaron entonces hasta el carrito de helados del señor Billy; que siempre permanecía apostado en el mismo lugar.

—Hola jovencita —saludó el hombre de cabello gris y de piel tostada inclinándose un poco a la altura de la pequeña cliente— ¿lo mismo de siempre? —preguntó afable.

—Hola señor Billy —canturreó la niña— Sí por favor y para mi papá también —respondió enérgica.

El heladero asintió alegre, con agilidad se puso manos a la obra y en poco tiempo entregó a sus clientes el pedido.

Daniel y Alexandra caminaron hasta una banqueta en la que ambos se sentaron, uno al lado del otro. El joven padre se inclinó hacia adelante y descansó sus brazos en las piernas mientras que distraído acababa su barquilla al contemplar a los niños jugar, correr y reir. En momentos se le escapaba una sonrisa y luego se le hizo extraño el silencio de su hija.

—¿Hey? —Daniel bajó un poco sus gafas y la miró por encima de ellas— ¿y esa carita de tristeza? ¿no te gustó tu helado? —preguntó al evaluar a la niña con semblante ensombrecido y la mirada fija en la lejanía.

—Papi... —dijo ella inmersa en el azul intenso de los ojos de Daniel.

—¿Ajá? —respondió él.

—¿Papi tú te vas a morir? —inquirió la niña con tono preocupado. El hombre unió las cejas, llevó las gafas hasta por encima de su cabeza y se acomodó en una mejor posición para estar frente a la pequeña.

—¿Y a qué viene esa pregunta, principessa? —indagó un poco contrariado.

—Es que... es que hoy la señorita Carter habló acerca de la muerte —explicó entristecida en un susurro.

—¡Ah! —exclamó Dan como si eso lo explicara todo— ¿Y qué dijo la señorita Carter acerca de la muerte? —interrogó con suave voz.

—Ella dijo... dijo muchas cosas —Se encogió de hombros, cabizbaja.

—Y de esas muchas cosas que dijo la señorita Carter acerca de la muerte, ¿cuál es tu conclusión?

—¿Mi conclusión? —Se preguntó en un hilo de voz y se detuvo a meditar, luego suspiró. Daniel asintió —. Mi conclusión es que... es que quiero que tú y mami sean inmortales —Tras las palabras, Daniel no pudo evitar carcajearse a todo pulmón.

La niña levantó el rostro en su dirección e hizo un puchero mientras lo observaba y sus ojos café se llenaron de lágrimas, no comprendía por qué su padre se reía si para ella resultaba algo angustiante y aterrador, un panorama que no quería experimentar.

Daniel detuvo sus carcajadas cuando escuchó un sollozo de la pequeña, que con labios apretados luchaba consigo misma para contener el llanto que se asomaba desgarrador. Al hombre se le arrugó el corazón al ver las gruesas lágrimas que brotaban de los hermosos ojos de su principessa y su carita roja llena de tristeza mientras su barquilla se derretía.

—¿Hey? —Con rapidez la abrazó y la acercó a él a la vez que daba besos en su coronilla. La niña correspondió el abrazo, hundió el rostro en su pecho y agudizó el llanto mientras él sobaba su espalda para consolarla.

—No llores mi muñequita hermosa —Trató de calmarla—, no sabía que eso te preocupaba y asustaba tanto. ¡Hablemos! —La apartó un poco y limpió sus lágrimas.

—Ya no quiero —dijo la chiquilla refiriéndose a la barquilla derretida que sostenía y acercó hasta él. Dan la tomó y junto a la suya las depositó en el cesto de basura.

Al regresar a la banqueta limpió las manos, la boca y las lágrimas de la pequeña con algunas servilletas de papel, la contempló por un momento y suspiró. Debía tener una conversación adulta con su hija de siete años recién cumplidos, y abordarla de tal forma que ella pudiese comprender.

—La muerte es algo muy difícil de comprender para el hombre —comenzó la charla. Ella lo miró atenta—. Solo nos queda aceptarla como parte del ciclo de la vida. ¿Y cuál es el ciclo de la vida? —inquirió mientras llevaba un mechón de cabello de la niña, tras su oreja.

—Nacer, desarrollarse, reproducirse y morir —repitieron al unísono mientras él asentía.

—Todos vamos a morir hija, es inevitable, es natural, tan solo es la ley de la vida. Sin embargo, no sabemos cuando será ni cómo será —La niña asentía sin apartar la vista del hombre.

—Todos esperamos que cuando llegue el momento de enfrentarla no se haya alterado el orden.

—¿Cuál orden? —preguntó curiosa con voz nasal.

—El orden es que los padres mueran primero que los hijos y no los hijos primero que los padres. Así es como debería ser, y cuando llegue ese momento, porque llegará —aclaró—, debes ser una chica fuerte para aceptarlo y continuar con tu vida.

—Pero es que yo... no quiero que mueran, nunca —aseveró una vez más.

—Hija, nadie quiere que sus seres queridos mueran, pero es algo inevitable y totalmente natural. No podemos prever ese tipo de cosas. Solo esperamos que sea de viejitos. Tu madre y yo queremos verte crecer, graduarte, yo quiero también espantar de la casa a los chicos que quieran ser tus novios.

—¡Paapiii! —rió apenada.

—¿Qué? Seguramente tendré que comprar una escopeta —Ambos rieron.

—No te mortifiques por eso, hija —Volvió al tema—. La vida es muy corta y por ello debemos disfrutarla cuanto podamos con nuestros seres amados, porque cuando ya no estén con nosotros, entonces disfrutaremos de esos recuerdos y así siempre vivirán aquí —Señaló el lado izquierdo de su pecho, allí donde se encuentra el corazón y una sonrisa se dibujó en el rostro de la niña.

—Bien, así me gusta. Siempre quiero ver esa carita feliz y sonriente. ¿De acuerdo?

—¡Sí! —aseguró la pequeña sorbiendo la nariz.

—¿Ahora estás más tranquila? ¿nos vamos a casa? —preguntó. Ella asintió animada.

Daniel se levantó y la alzó en brazos, la niña se aferró a su padre tan fuerte como pudo.

Esa noche Alexandra antes de dormir rezó como si no hubiese un mañana y ferviente pidió a Dios desde lo más profundo de su corazón y con todas las fuerzas de su ser, que sus padres fuesen inmortales.

Alexandra ya no sonreía; no había motivos, se sentía desprotegida, desvalida, abandonada, con un gran terror que la embargaba por no saber cómo hacerle frente a la soledad, a la que se unió inexorable la tristeza y la desolación por la trágica pérdida de sus seres más amados.


Su vitalidad iba en picada, se sumía veloz en una profunda depresión tras haber perdido ese único vínculo indestructible que hay en la vida; el de una hija con sus padres.

Y es que de un día para otro sintió perderlo todo, ya no contaba con esas dos personas que siempre estuvieron allí para darle cariño, protegerla, apoyarla y motivarla. No podría acudir a ellos cuando tuviese una noticia que celebrar o compartir sus penas. No solo no los vería por una semana o por un mes, sino que ya no los vería por el resto de su vida.

Ahora todo se resumía en un instante y ese instante era por completo irreversible, fulminante. Fueron tantas las experiencias vividas al lado de las dos únicas personas a las que en realidad ha amado, tantos momentos buenos, malos, y estos se tambalearon como las hojas en las ramas de un árbol en medio de una tempestad y de repente, de repente todos quedarán sumidos en simples recuerdos.

Ya no volvería a ver sus rostros, la felicidad reflejada en sus ojos, no volvería a disfrutar de sus sonrisas, tampoco escucharía sus risas; alegres, exageradas, estruendosas. No volvería a escuchar sus voces para brindarle consejos, o tan solo escuchar sus regaños; nunca más volvería a escuchar un te amo de sus padres. Jamás volvería a tener con ellos nuevas experiencias, no solo se habían ido para siempre, sino que se llevaron consigo todo su universo.

Alexandra perdió las ganas de vivir, su mundo de forma inevitable se había tornado gris; lejos había quedado el azul del cielo y en su mundo ahora reinaba la desolación, cubierto además por una espesa nube que se instaló para ensombrecer todo a su paso, y que con el tiempo aumentaba su tamaño.

En su corazón se incrustó la amarga espina de la culpa y la colmó de remordimientos, reproches, frustración y más tristeza.

Y cada día que pasaba se devanaba los sesos pensando en un tal vez que le desgarraba el alma y abrasaba su conciencia.

Tal vez si hubiese sido más amable con su mamá, tal vez si la hubiese llevado ese día y buscado de vuelta como se lo había pedido, entonces tal vez su padre no hubiera tomado esa ruta. Si tal vez hubiese atendido aquella llamada que le hizo Daniel esa fatídica tarde, si tal vez hubiera hecho algo; lo que fuera, por mínimo que pareciese habría cambiado todo y tal vez, sólo entonces tal vez, ellos seguirían vivos.

La culpa sobrecogió su alma, los remordimientos rebosaron su corazón y las teorías en las que podía salvar la vida de sus padres inundaban su mente, arrojándola a un estado en el que sólo se sentía morir; como una planta que ya no recibía agua y sol, moría despacio, su vida se apagaba con lentitud.

Se sentía perdida, a la deriva, como un pequeño barquito de papel en un inmenso mar y que la ahogaba en recuerdos.

El mundo se había transformado en un lugar hostil, desolado, vacío, deprimente, por completo asfixiante y aterrador. Era agobiante respirar cuando sus padres ya no podían hacerlo, era indignante y por demás frustrante tener hambre cuando sus padres no podrían jamás volver a probar un plato de comida.

¿Cómo podía vivir sin ellos? No lo sabía, y nada parecía calmar su dolor, ni aliviar su sufrimiento, la angustia la mataba y las remembranzas la atrapaban en un pozo de tristeza.

Alexandra se sentía al borde del precipicio, casi perdiendo la razón.



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