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iii. The Best Day

CAPÍTULO 3
el mejor día

[ Distrito Mitras,
Muralla Sina ]
Año 822

A VECES, A LA GENTE LE GUSTA comparar su vida con diferentes tonalidades de colores. Unos dirían que sus días son tan amarillos como la alegría que inunda sus almas, mientras que otros días sentirían que la tranquilidad del violeta llena sus cuerpos. La vida de Ren, sin embargo, siempre fue una eterna escala de grises.

      El blanco de la inocencia que tuvo al ser pequeña. La negrura de la taza que bebió su madre. Y el gris que envuelve su casa, llena de matices.

      Cuando nació, su hermano le contó que se convirtió en el día más feliz de su vida. Le encantaba escuchar esa historia. Cada vez que Ryu se la contaba, le decía que toda su familia bullía de alegría y se estremecía de emoción al pensar que pronto estaría entre ellos. En parte, le gustaba escucharla porque parecía que estuviera hablando de otra persona.

      Hablaba de Lauren Adler, no de ella.

      Aunque fueran la misma persona, su nombre completo implicaba cosas diferentes.

      Le recordaba a su casa, y a las cuatro paredes de su habitación. A su vida, gris y plana. Y a la culpa que la acompañaba

      —Todo esto es tu culpa. Tú has hecho esto, pequeña abominación.

      Su madre parecía encontrarse en una especie de trance. Se abrazaba las piernas sentadas en el suelo, balanceándose con cada lágrima que caía de sus ojos castaños. Cada vez que sus manos hacían un puño y manchaban de sangre la delicada tela de su camisón, cada vez que sus mechones rubios se pegaban a sus mejillas por las lágrimas, cada vez que la miraba con la misma expresión de horror, como si fuera ella la que estuviera cubierta de sangre, Ren se estremecía un poco más.

      Sacando fuerzas de donde no las tenía, se acercó hasta ella, caminando a trompicones de rodillas y dejando un restregón de sangre a su paso. Se apoyó en los hombros de la pequeña Ren, volcando casi todo su peso en ella mientras las piernas le temblaban.

      Al estar de rodillas, su madre y ella quedaron a la misma altura.

      Llevó sus manos ensangrentadas hasta las mejillas de la niña, sujetándola con las fuerzas que le quedaban.

      —Eres un monstruo —susurró—. Tú has hecho esto. Esto es sólo culpa tuya. ¡Este es mi castigo por haber engendrado un monstruo!

      Sus uñas se clavaron en las mejillas rojizas de Ren, hinchadas por el llanto que había comenzado a brotar desde lo más profundo de su ser.

      Entonces, alguien entró en el frío cuarto de baño.

      Con su vista borrosa, Ren supo que acababa de regresar del trabajo. Aston Adler vestía el uniforme de la Policía Militar mientras contemplaba la escena que se llevaba a cabo bajo su mirada. Tenía el pelo negro y era el hombre más alto y fornido que ha llegado a ver en toda su vida. En comparación a su madre en esos momentos, tan delicada, tan pequeña, tan destrozada...

      —Felicia, ¿qué ha ocurrido?

      De sus delicadas facciones, brotó una risa cruel y desesperada. Cuando su padre se acercó hasta ella, liberó las mejillas de Ren, que continuaba llorando. Con cada una de sus carcajadas, Ren lloraba más y más.

      —Lo siento mucho, mamá —sollozó—. No quería que te pasara nada malo. Perdóname, por favor.

      Sus piernas reaccionaron y se acercó hasta donde se encontraba ella. Sin embargo, la apartó de una bofetada que resonó en toda la habitación.

      —Tú no eres mi hija.

      Ren se quedó paralizada. Su madre nunca fue cariñosa o afectiva con sus hijos, pero, a diferencia de Aston Adler, nunca les había puesto un dedo encima... Sin embargo, sus palabras le dolieron más que cualquier golpe.

     Tampoco le sorprendieron.

      —Todo esto es su culpa. Es su culpa, Aston. Yo no he hecho nada malo, yo no tengo la culpa. Es sólo su culpa. Es su culpa, es su culpa. Es su culpa.

      Cuando Aston Adler dejó a su esposa temblando en el suelo, Ren supo lo que se le venía encima.

      —Yo no quería que esto pasara —aseguró entre lágrimas—. No era mi intención que ocurriera esto.

      —No te he pedido que hables, Lauren.

      La agarró de la camisa y le golpeó la cara con el puño cerrado, justo en la mejilla que aún le escocía por la bofetada que le propinó su madre. Ahogó un quejido entre sus labios.

      Conocía a su padre y sabía que si suplicaba para que parara únicamente empeoraría las cosas. Si pensaba en algo bonito —en algo mejor— la tormenta cesaría antes de lo que ella esperaba. Pero no se le ocurría absolutamente nada. Nunca tuvo una gran imaginación, por lo que solía pensar en cosas simples: como un dibujo a medias o que hiciera un día soleado.

      Pero lo único que la esperaba era una página en blanco y un día nublado. Lo único que le quedaban eran las palabras de su madre, que se repetían en su cabeza con cada patada que le propinaba en el estómago.

      Se lo merecía, porque eso era su culpa. Así justificaría todo el dolor, toda la soledad y la desesperanza. Todo el miedo. Porque se lo merecía, después de todo.

      De no haber sido por ella, dentro de cuatro meses también debería de haber sido el día más feliz de su vida.

•✦───────────•✧

A sus cinco años de edad, Ren Adler era incapaz de decir con certeza cuál sería la reacción de sus padres.

     Creía que lo hacía, hasta que llegaba el momento en el que le demostraban lo contrario.

     Y, teniendo en cuenta lo que había ocurrido... su padre la estaba tratando sorprendentemente bien.

     La hizo cambiarse de ropa. Llevaba un vestido color crema, el pelo rubio peinado de manera perfecta. No le volvió a poner una mano encima.

     Su madre, al salir de la casa, volvió a sonreírle como si no ocurriera nada.

     Tal vez, de haber sido más mayor, hubiera podido leer la mirada tétrica que escondían sus ojos. Sin embargo, sabía que su madre nunca sonreía. Y acababa de hacerlo.

     Lo normal hubiera sido estar asustada. Y en parte, lo estaba. Pero a la vez se encontraba en una nube de felicidad y estupefacción de la que no quería salir.

     Ren tenía que darse prisa al caminar, dado que un paso de su padre eran tres de ella. No tenía ni idea de a dónde se dirigían y le faltaba el valor necesario para preguntar.

     Le siguió hasta unas enormes escaleras que descendían hasta el subsuelo. Y entonces todas sus dudas se disiparon. Las historias que había escuchado de sus hermanos, los rumores que habían llegado a sus oídos... Estaban yendo a la Ciudad Subterránea. Miró de inmediato a su padre, esperando alguna reacción, una respuesta de su parte. Cuando se detuvo, Aston Adler la miró por primera vez.

     —No te he pedido que pararas, Lauren.

     —Perdón, padre.

     Volviendo a retomar la caminata, la Ciudad Subterránea le dio la bienvenida por primera vez.

     La temperatura iba descendiendo progresivamente y, una vez llegaron al final, se toparon con unos miembros de la Policía Militar que custodiaban la escalera.

     Inclinaron la cabeza en un gesto de respeto al reconocer a su padre.

     —No la dejéis salir.

     Lo único que le dio fue una mirada de refilón. Los soldados lo miraron con algo de estupefacción, pero ninguno se atrevió a cuestionar sus órdenes.

     Su corazón comenzó a latir debido al pánico. Ladrones, asesinos, hombres que agredían a las mujeres... Todas las historias que había oído sobre la Ciudad Subterránea se aglomeraron en su mente. Dio un paso hacia delante —hacia la salida—, pero los soldados se interpusieron, tan inamovibles como las murallas que los resguardaban de los titanes.

     Miró a su padre y volvió a pedir perdón. Pidió perdón una y otra vez. Ella no quería que las cosas acabaran así. Ella no había previsto nada de lo que le ocurrió a su madre.

     Pero no la escuchó. Sus palabras quedaron ahogadas en las rocas que sostenían el distrito Mitras. En las paredes que la hacían sentirse como en una jaula.

     La agarró del brazo con fuerza, haciéndola ahogar un quejido, y la arrastró por las calles de la Ciudad Subterránea. No sabía cuantas calles habían pasado ni cuanta gente había acallado sus conversaciones para mirarlos. Ropas raídas, mendigos pidiendo dinero, personas esqueléticas... Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero nadie la ayudó. Nadie iba a ayudarla, porque tenían suficiente con sus propios problemas.

      —Sobrevive.

     En un momento dado, la soltó.

     Y se alejó. La gente se interponía entre ellos y la distancia que los separaba se convirtió en infinita.

     Al principio, según recuerda, intentó volver a encontrarlo. Luego, cuando la cruda realidad le golpeó y se dio cuenta de que él no volvería a por ella, intentó dar con la escalera por la que habían bajado. Al menos podría resguardarse con los miembros de la Policía Militar.

     Se encontró con cientos de caras que se giraban para mirarla. Su ropa nueva e impoluta era como una antorcha prendida en medio de la noche más oscura.  Vagó por las calles hasta que los pies le dolieron, pero fue incapaz de dar con la escalera.

     Finalmente, decidió quedarse en un callejón por el que se filtraba algo de luz. Se sentó en cuclillas, abrazando sus rodillas para mantener algo de calor, y aguardó medio escondida por unas cajas de madera. Tenía muy claro que no iba a quedarse dormida.

     Recuerda tener las piernas entumecidas cuando su callejón dejó de ser solitario

     —Mira qué tenemos por aquí.

     Alzó la mirada y un escalofrío le recorrió toda la columna vertebral. Eran dos hombres, algo escuálidos pero de buen porte. Tenían el pelo desarreglado, restos de suciedad en la ropa y una mirada triunfante. Uno de ellos tenía una daga, y el otro una bolsa de monedas atada a la cintura.

     —Parece que es nuestro día de suerte —afirmó el otro—. ¿Cuánto crees que nos darán por su ropa?

      Una sonrisa malévola se plantó en su cara. Ladrones. Eran ladrones.

     —Bonita, no deberías de estar en un lugar como este. Este callejón siempre ha sido nuestra zona, pero hoy me siento generoso. Danos todo lo que tengas y haré como si no hubiera ocurrido nada —desenfundando el cuchillo se acercó hasta ella, lo acercó a su cara y con él tensó el collar que llevaba puesto—. Empezando con esto, por ejemplo.

     Todo su cuerpo estaba en tensión. Era imposible ganarles cuando le sacaban medio cuerpo e iban armados. Así que tendría que huir. O hacer lo que fuera por escapar.

     Era una Adler, ¿no? Era fuerte. Había nacido para pelear. Era una Adler, era una Adler.

     En cuanto volvió a alejar el cuchillo, comenzó a correr lo más rápido que le permitieron sus piernas.

     Sin embargo, no llegó muy lejos. El otro la agarró por el brazo, con una risa cantarina. 

     Pataleó todo lo que pudo sin lograr resultado, hasta que el que portaba el cuchillo volvió a acercarse, y ella volvió a quedarse quieta.

     —Eres peleona, eso hay que concedértelo. Pero no lo suficiente.

     —Puede que no lo sea. —Ren abrió desmesuradamente la los ojos al reconocer la voz—. Pero yo sí.

     Una de las cajas que había apiladas en el callejón impactó en la cabeza del que la tenía agarrada del brazo. Su compañero se giró, sobresaltado, en el momento en el que Nara le propinó una patada en la cara, haciéndole soltar el cuchillo.

     Con una rápida maniobra lo tumbó en el suelo adoquinado, bocabajo, justo al lado del cuerpo inconsciente del otro ladrón. En ese momento apareció su otro hermano, Ryu, y se acercó hasta ella con una mirada cargada de alivio al ver que estaba bien.

     Nara contempló a los dos, agarró el cuchillo que había caído y lo clavó en el suelo, a milímetros de la mejilla del que aún conservaba la consciencia y trataba de ponerse en pie.

     Con su mano libre inmovilizó su brazo.

      —¿Quién demonios te crees? No eres más que una cría.

     El pelo negro le caía como una cascada y se acercó al oído del maleante para decirle:

     —Escúchame atentamente. La niña de cinco años a la que habéis intentado atracar es Ren Adler —dijo, saboreando la última palabra—. Yo soy Nara Adler. Acuérdate de nuestros nombres. Recuerda nuestros apellidos. Puede que ella no sea poderosa. Puede que yo no lo sea. Pero mi padre sí que lo es y, créeme, no le hará gracia ver que su preciada hija se ha ensuciado su vestido por alguien como tú. ¿Quién sabe? Tal vez te corte un dedo por cada mancha que encuentre con este mismo cuchillo.

     Soltando su agarre como si fuera la cosa más pestilente del mundo, miró a sus dos hermanos.

     —Nos vamos de aquí.

     Ryu le puso su chaqueta a Ren por los hombros mientras dejaban atrás ese callejón.

     Nara iba por delante de ellos, abriéndose paso entre toda la gente.

     —Hemos venido aquí en cuanto nos enteramos de lo que pasó —le dijo Ryu—. Ren, nada de esto ha sido tu culpa. Lo tienes claro, ¿verdad?

     Él detuvo su paso para mirarla, esperando una respuesta.

     —Lo sé —mentira.

     Con su característica sonrisa amable le ofreció su mano, contento con la respuesta.

     —Cuando lleguemos a casa ve inmediatamente a tu cuarto. Evita encontrarte con ella durante un tiempo —le avisó—. No te preocupes por nada. Cuando mamá se calme volverán a por nosotros —trató de alentarla.

     —Más les vale —añadió Nara—. Si no se quedarán sin un heredero.

     Llegaron hasta la escalera por la que había bajado antes. Estaban los mismos guardias. Sólo les dieron una casta mirada, sin dejar que se entrevieran sus emociones. De ese modo no se sentirían tan culpables. Si hacían como si nada malo ocurriera, tal vez podrían llegar a creérselo.

     Nara escupió con rabia en el suelo, muy cerca de sus botas.

     —Espero que os pudráis en el infierno.

     En otra situación, no habrían sido tan benevolentes. La hubieran golpeado de no sentirse culpables. Tal vez no lo hicieron por tener el apellido Adler.

     Ren se quedó mirándola, con una mezcla de admiración y gratitud. Como si fuera su meta inalcanzable. En el cuello de su hermana, se podía observar el comienzo de un hematoma. Estaba completamente segura de que no había salido malparada en la pelea. Entonces...

     Nara la miró, con el ceño fruncido, y volvió a taparlo con su melena.

     —¿Mamá va a perdonarme algún día?

     Ryu la miró, sin decir nada. Nara fue la que contestó, con crudeza y sinceridad.

     —No.





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