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Remordimientos

Las noches se volvían más largas, el sol le costaba encontrar horas en las que asomarse y calentar las calles oscuras y silenciosas.

Los árboles se habían quedado desnudos. Las pocas personas que me acompañaban parte de mi viaje hacia casa, tenían la cabeza baja y la mirada en otro lado; se esforzaban por no cruzar la vista hacia ninguno. Las farolas iluminaban la oscuridad de nuestras almas y nos transmitía un poco de su esperanza.

Estas últimas semanas, mi padrastro llegaba más tarde de lo habitual; la empresa en la que trabajaba estaba pasando por un mal momento. Al principio, se limitaba en quedarse en silencio y mirar en la nada en su sillón preferido mientras veía la televisión. Desde hacía una semana no volvía hasta la noche, y, para cuando sucediera, más valía que estuviera en mi habitación porque estaba de mal humor y borracho.

Hacía años que mi madre había muerto, y ahora solo nos teníamos el uno al otro. Era consciente de que lo que más necesitaba era que alguien se quedara a su lado, lo escuchara y con el que pudiera desahogarse, aunque a veces resultaba difícil quedarse.

Delante de mí, quedó la puerta que me separaba de mi refugio, de la desconexión con la soledad y poder estar conmigo misma mientras recargaba fuerzas. Los compañeros que caminaron junto a mí, continuaron su camino hasta que los vi desaparecer sin más y me quedé sola.

Solo veía mi reflejo. Más de una vez mi padrastro me había dicho que mi madre y yo éramos como dos gotas de agua: Ojos cansados y azules como el cielo, figura delgada y cabello rubio. Por su estado, estos días alrededor de mis ojos parecían estar pintados de un color violeta oscuro, producto de no dormir bien y esforzarme en llevarlo con una sonrisa.

—Hola, ya he vuelto —advertí al cerrarse de golpe la puerta.

El sonido de los problemas de la antena en la televisión se filtraba en mis oídos y me los dañaba. El viento golpeaba las ventanas y las cortinas con agujeros ondeaban a su ritmo. Las lámparas en forma de araña iluminaban con su luz algo enfermiza.

A mi izquierda, se encontraba el comedor. Mi padrastro siempre se había negado a modernizar los muebles, así que toda la casa en sí, en especial, esta estancia, podía pasar por un anticuario.

Avancé por el pasillo en su búsqueda. Esta noche, me había atrasado más de lo que esperaba en la biblioteca, así que debía de haber llegado a casa antes que yo.

En el fondo, se encontraba un gran espejo que reflejaba todas las partes que había visitado, incluida la cocina. En medio, se veía mi delgada silueta y destacaba mi ropa deportiva. A veces, me quedaba encantada observándolo, y tenía la sensación de que mi madre se situaba a mis espaldas, colocándome una mano sobre mi hombro.

Una gran figura apareció detrás de mí. Su sombra amenazaba con absorberme y desaparecer dentro de su oscuridad. El enorme abrigo que llevaba le hacía parecer tres veces más grande. Algunas arrugas asomaban en su frente. Su cabello y su barba mostraban signos de una vida avanzada; tiempo atrás su apariencia había asustado a aquel que tuviera la suerte de encontrarse con él.

—No te he oído llegar —acusó mirándome un breve instante antes de cambiar la vista a su cerveza y dar un trago.

—He avisado que ya estaba aquí —suspiré—. Sé que estás pasando por una mala racha, pero emborracharte no te va ayudar —intenté quitarle la bebida sin éxito y me apartó.

—Cada uno se d-desahoga como p-puede —contestó tartamudeando—. S-se ha a-acabado —volteó su botella y apenas cayó un par de gotas.

Cuando se ponía de esta manera, solo existían las cosas que llevaran alcohol. Quizás la empresa estuviera pasando una mala racha, pero eso no acabaría con él, si seguía a este paso, sería él mismo quien lo hiciera.

Sin voltear a verme, se dirigió tambaleándose a la cocina. Si mi madre siguiera aquí, se sentiría muy decepcionada. Solo nos teníamos el uno al otro, y, no podía permitir que se acabara destruyendo.

—Sabes que puedes contármelo todo —me acerqué a él.

En los segundos que había tardado en llegar a la cocina, ya había empezado a beber otra cerveza. Esta era pequeña, pero repleta de todo tipo de utensilios, armarios y encimeras de hace muchos años.

Se giró señalándome con el dedo y me acusó:

—¡D-de qué sirve d-decirlo! ¡Si n-no podrás s-saber por lo q-que estoy p-pasando!

—No, es verdad. Pero puedo quedarme a tu lado y escucharte —me planté entre donde estaba y la salida. Coloqué una mano sobre su hombro.

—t-treinta a-años llevo e-en la e-empresa. Y a-ahora q-que se v-va al t-traste m-me q-quieren e-echar. ¡A mí! ¡Q-qué he e-estado s-siempre a-allí d-desde q-que s-se f-fundo y h-he s-sido l-leal! —tiró varios que había en una de las encimeras al suelo platos y todo lo que encontró a su alcance.

Me retiró la mano y con pasos seguros, aunque algo confusos, fueron en dirección al comedor, al mismo tiempo, dejaba caer la bebida sobre sus papilas gustativas.

—Te estás haciendo más daño. No quiero perderte —me estiré para llegar a quitarle el producto de su adicción.

—¡D-déjame! —con un movimiento brusco intentó darme un puñetazo.

Todo sucedió muy deprisa. Al empujarlo,  debido al nivel de alcohol que tenía en su cuerpo, uno de sus pies se dobló e hizo que se tambaleara cayendo hacia atrás y la cabeza se golpeara contra el pico de la encimera. Se quedó inmóvil en el suelo.

—¿Estás bien? Siento haberte querido quitártela —me agaché y lo zarandeé con la esperanza de que se moviera.

—Me estás asustando —lo arrastré para poder darle la vuelta y verle la cara. Su pecho no subía.

Al levantar mis manos, me di cuenta que una pintura roja se había extendido por mis dedos. Acerqué la extremidad a mi nariz y un olor a hierro me embragó. Volví la vista hacia mi padrastro y entonces su iris se hizo más grande. Un río carmesí se expandía alrededor desde su cabeza hacia su cuerpo.

—Yo solo quería que volvieras a ser el de antes. Solo nos teníamos a los dos. Y, ahora que no estás, estoy sola —confesé sentándome a su lado mientras las lágrimas caían.

Quedé contemplando a mi padrastro por no sé cuánto tiempo, y no importaba. Nadie me esperaba en ninguna parte. Pasaron minutos, horas o días, perdí la noción de eso desde que dejó de respirar. Noté que mi estómago que ingiriera alimentos, pero lo cierto era que lo único que quería era ver cómo podía estar mejor él.

—Ahora ya no podrán echarte de la empresa —coloqué una mano sobre su hombro y bromeé.

Parte de su sangre se impregnó en mis pantalones chándal y al primer momento, me confundió.

—Ahora, tu estarás conmigo y también con mamá —sonreí levantándome de golpe—. Antes, tengo que limpiarte que te has ensuciado.

Fui a buscar productos de limpieza en el armario y los guantes. En cuánto encontré todo, volví sobre mis pasos. Me coloqué los guantes y limpié primero el río que se había amontonado a su alrededor. Cuando conseguí dejarlo impecable, proseguí a quitarle las manchas rojas que tenía en varios cabellos suyos y los habían oscurecido.

Aparté de mi frente las gotas de sudor que recorrían mi frente. Hacía años que nadie venía de visita por aquí, y no me preocupaba que pudiera suceder, siempre había sido un hombre de pocas palabras.

Tiré lo que no necesitaba y guardé los productos que podían serme de utilidad en un futuro. A continuación, me quité mis pantalones, e hice lo mismo con su abrigo y sus tejanos.

Fuera, las ventanas permanecían oscuras y se observaban algunas luces encendidas de los vecinos. Solo el viento sabía mi secreto y no creía que me delatara. ¿Quién sería capaz de apartar a una chica de lo único que le quedaba? Tenía que haber algo, ¿no?

Con la ropa ensangrentada entre mis brazos, caminé con pasos firmes hacia la lavadora, que se situaba al final del pasillo. Al llegar a mi destino, me encontré con el enorme espejo. Me pareció que pasaron tan solo unas horas cuando estábamos los tres felices. Ahora solo estábamos mi sombra y la de él, nos teníamos el uno al otro.

Preparé el ciclo de la lavadora y con la ropa una vez dentro, empezó a hacer su tarea. Todo se veía en silencio que me dio escalofríos. La televisión aún se encontraba fuera de señal.

Cogí otros pantalones que me resultaran cómodos, y tomé otros en su habitación. Siempre le había gustado el azul y ese le sentaba bien.

Al regresar a la cocina, con esfuerzo, le coloqué el nuevo pantalón y luego lo senté en la silla más cercana.

—Debes empezar a beber menos, estás engordando. —le toqué la barriga y sonreí.

—¿Y esto? —encontré un plato en el suelo.

Fui en busca de la escoba y recogedor y barrí los objetos que vi que se habían roto y los tiré a la basura. Cerré con lo que habíamos tirado los anteriores días, y salí a tirarlo en la plaza que se situaba a dos minutos de la casa.

Al regresar, escuché el tono del móvil de mi padrastro. Intenté localizar el lugar de donde provenía el sonido, hasta que dejó de sonar. Al momento, volvió a llamar alguien y descubrí que venía de su habitación.

Al entrar, está estaba repleta de cuadros donde estábamos los tres, reconocimientos de la empresa y todo estaba tirado por el suelo. Vigilando por donde pisaba, conseguí llegar hasta el teléfono y descolgué.

—¿Diga? —pregunté esperando averiguar de quién se trataba.

—¿Sr. Trello? —reconocí que se trataba de una voz joven.

—No puede ponerse ahora. Soy su hija. ¿Necesita algo?

—Era para informarle que lleva una semana sin venir y puesto el estado de la empresa, lamento tener que decirle que ha sido despedido.

—En cuánto salga, se lo digo.

—De acuerdo, gracias.

La llamada se cortó.

Me llevé el teléfono conmigo, algo más que tendría de él.

Al entrar en la cocina, le comuniqué las malas noticias:

—Lo siento. Te han despedido —lo abracé y noté sus manos frías—. Pero no te preocupes, ahora podremos pasar el tiempo que queramos juntos, hasta el fin de los días. —le intenté formar una sonrisa, sus rasgos estaban duros—. Y, si empiezas a envejecer, te buscaré un sitio para que puedas seguir estando conmigo —lo miré de reojo. Se mantenía impasible y callado.

Abrí la nevera, cogí una cerveza y me senté a su lado.

—Ah —suspiré y le di un sorbo—. Quizás ahora comprendo porque estas semanas te había gustado beber —mantuve la vista en él—. A veces, queremos huir de las cosas, olvidarnos de la realidad y del dolor, en lugar de enfrentarnos a ello y seguir adelante —reflexioné antes de sucumbir a la bebida y perderme en la oscuridad.

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