Reminiscencias
Mi hermano me habla con frecuencia de mamá, para que no me olvide de ella ni de lo mucho que nos amó.
Me pregunto si es posible amar aquello que apenas eres capaz de recordar, y me refiero a un amor verdadero, a ese arrebato que se instala en tus entrañas, que late con dulzura en tu pecho y se expande hasta que crees sentirlo incluso en la yema de tus dedos.
Pero mamá no es más que una sombra que revolotea en mi memoria, una silueta de vagos contornos que se esconde tras un velo de olvido y que siempre llegaba con la puesta de sol.
El recuerdo de mamá vive en el crepúsculo, en esa vez que entró a la casa y me besó las mejillas, mientras que yo pensaba que su rostro moreno y su melena castaña guardaban cierta armonía con la luz naranja del atardecer. Traía en sus manos una bolsa de redondas y pequeñas mandarinas. Me dio una y, al quitarle la cáscara, se me ocurrió hacer la tontada de ponerme un gajo en los labios para simular una sonrisa, mientras ella me acariciaba el cabello con actitud risueña.
Pero es mi hermano, mayor que yo por diez años, quien tiene muchas más anécdotas de mamá, más variadas y completas: como la vez que nos llevó al parque acuático o a la feria de ciruela, de que nos hacía ir al carnaval con disfraces combinados o cuando me consoló durante horas porque mi planta de mandarina se había secado en el jardín.
También me habla de la forma en la que fruncía los labios cuando algo le disgustaba, de los postres que preparaba las tardes de los domingos, de las canciones que sonaban en la radio mientras realizaba los quehaceres.
Pero hubo una puesta de sol en la que mamá no regresó y la realidad de una infancia apacible se quebró en infinitos fragmentos que, aún a día de hoy, no he sido capaz de reunir.
Yo estaba sentada en la alfombra, dibujando, y para cuando el reloj dio las siete la casa entera se vio azotada por una soledad y un silencio tan rotundos que no pude evitar derramar lágrimas. A mi lado mi hermano me limpiaba el rostro con los pulgares y me decía que no me preocupara, que lo más probable era que hubiera salido con unos amigos o que su jornada se hubiera alargado. No noté su sonrisa tensa, ni sus miradas de reojo hacia la ventana, ni cómo se paseaba por la casa con el celular en la mano.
Cuando el cielo de la noche azul se convirtió en una cúpula negra salpicada de estrellas, yo me quedé al cuidado de nuestra vecina, mientras que mi hermano y el vecino salían a la calle.
Me parece que transcurrió una eternidad entre esa noche y el día que mi hermano me abrazó con tanta fuerza que, a pesar de no haber pronunciado palabra, ya podía imaginarme lo que sucedía. «Mamá no vendrá más», susurró. Pero yo no lo entendía. En mi mente infantil bullían un montón de preguntas que, sin importar a qué persona grande se las formulara, nadie me daba una respuesta.
Yo comprendía el concepto de lo que era morirse, pero nunca imaginé que pudiera sucederle a mamá, no en esas circunstancias ni en ese preciso momento, no en manos de unos extraños que la habían perseguido y acorralado de regreso a casa. Era casi como si por el hecho de ser la persona más importante en mi pequeño mundo estuviera un paso más allá de la vida y la muerte. Mi única certeza era que ya me había regalado su último beso, su última sonrisa, su último adiós, y yo ni siquiera me había dado cuenta.
Por primera vez me dio la impresión de que existían cosas en el mundo que ni siquiera la gente grande era capaz de resolver.
No recuerdo el timbre de su voz ni el tacto de sus caricias. Tampoco recuerdo la manera en que fruncía los labios al molestarse, ni el sabor de sus postres de domingo, ni las canciones que sonaban en la radio.
Mis recuerdos de mamá se cimentan en visiones muy escasas, como pedazos de un sueño, fotogramas de una película, tan frágiles que desaparecen con un parpadeo y tan maleables que se distorsionan con el paso de los años.
Me gustaría haber tenido más tiempo para conocerla, y que de esa forma fuera más que un retrato en la repisa, más que una flor en agua y una vela encendida cada treinta de marzo por su cumpleaños, más que un brillo nostálgico en la mirada de mis parientes. Más que una anécdota que otros cuentan, que otros comparten, que otros ríen, que otros extrañan, que otros lloran; que otros conocen, salvo yo.
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