1
La puerta se abre cautelosamente, dejando entrar sólo una franja de luz y permitiéndole a Linda ver a Frank tendido de costado en su cama, dándole la espalda a la puerta. La mujer cierra sus ojos, exhalando con lentitud. Sigilosamente deja la puerta entreabierta y se encamina hacia su hijo. Sus sollozos son silenciosos, al igual que siempre, y sus lágrimas tampoco han dejado de empapar su almohada. Su pecho da un vuelco. ¿Cuánto más tendría que verlo así? ¿Cuánto más tendría que sostener su llanto? ¿Cuánto más tendría que hacer para que Frank dejara de hundirse en su propia miseria?
Piensa en decirle a su madre que lo deje solo, no quiere estar con nadie, ni hablar con nadie, sino estar solo. Pero ya no hay caso, ella no se iría, y además, incluso él sabe que no es así. Nunca podría rechazar los abrazos de su madre. Las persianas están cerradas, afuera está oscuro, no pueden ser más de las siete de la noche. Ha estado todo el día postrado ahí, probablemente los últimos cuatro meses también. La depresión consumió toda su vida en ese lapso de tiempo, con la culpa y la ansiedad absorbiéndolo a su par. No acudió más a la universidad, sus amigos no lo buscaron para seguir con su banda, y sencillamente todo había acabado al cabo de diez minutos.
Los días a oscuras siempre pasaban con rapidez y pesadez, pero para Frank hay más pesadez que rapidez. Hay masas grises suspendidas en el aire y todo está tan callado que la lentitud cobra vida y se convierte en su mejor acompañante. La nieve y el frío lo enferman, al igual que la navidad y el olor a tierra mojada con la llovizna que siempre se avecina en esos días. Navidad jamás volvería a ser lo mismo.
—Hijo —su madre suena débil. Ella es la única que ha sido fuerte por ambos todos esos meses, pero Frank sabe que no tardaría en quebrarse. Ambos forman parte de ese grupo de débiles—. Debemos ir a la clínica. Donna me llamó, quiere que estés ahí.
Frank detiene sus sollozos, clavando sus ojos en la pared pegada a la cama frente a él. Su respiración se irregulariza y siente cómo comienza a hiperventilar. El nudo en la garganta no le permitiría hablar.
— ¿Van a desconectarlo? —susurra apenas audible. Linda acaricia su brazo, la escucha absorber por la nariz.
—No lo sé, Frankie. No me lo dijo. Sólo me dijo que por favor te llevara para allá.
Y cierra sus ojos, sumiéndose en sollozos más sonoros.
—Es mi culpa, mamá —le repite. Linda se estremece ante las palabras de su hijo—. Gerard está en coma por mi culpa. Va a morir, y es mi culpa.
La castaña mujer ha perdido la cuenta de cuántas veces su hijo le ha repetido las mismas palabras, casi textualmente, por los últimos cuatro meses. Ha pasado noches consolándolo, y en el día se la pasa angustiada en el trabajo, pensando en cómo está su hijo. Al llegar en la tarde Frank no se ha movido de su cama, lo encuentra siempre llorando y lamentándose, o simplemente dormido. Con una inyectadora ha conseguido suministrarle suero de vez en cuando. Está al borde de la locura, ya no sabe qué hacer. Aterrada del chance de también perder a su hijo.
Frank no quiere levantarse de la cama, no quiere comer. No quiere nada.
Lo único que Frank quiere es a Gerard estando bien. Así fuese sin él. Con el simple hecho de Gerard estar bien, para Frank sería más que suficiente. Pero Gerard no está nada bien, y todo es su culpa. Y se lo vuelve a repetir a su madre, una y otra vez, y la mujer sólo puede llorar a la par de su hijo.
—No, mi amor, no es tu culpa. Sabes que no es tu culpa. Él tuvo un accidente, no tenía el cinturón puesto y la carretera estaba resbalosa. Tú no tuviste nada que ver.
—Él se iba a quedar aquí esa noche, y yo lo arruiné, terminó conmigo, dejé que se fuera. No lo apoyé, no estuve para él cuando me necesitó, y ahora va a morir. No quiero, mami. Sálvalo, por favor.
Linda presiona sus labios, su llanto se hace lugar entre ellos.
—No va a morir, Frankie, se han visto muchos casos, él va a estar bien. Vayamos a la clínica, podrás ver a sus padres y a Mikey, sé que él estará contento de verte.
El avellana deja caer el siguiente mar de lágrimas. Linda miente. Mikey también sabe que fue su culpa, sabe que Gerard pudo haber estado bien de no haber sido por su jodido egoísmo. No tiene la certeza, pero algo de dice que Mikey es consciente de lo que le ha causado a su hermano. No puede llegar como si no estuviese involucrado en eso, no tiene cara para mirar a la familia que alguna vez consideró como suya también. Linda vuelve a insistirle, el tatuado acaba por suspirar pesadamente y a tientas acceder a la insistencia de su madre.
Logra salir de su cama. De repente toda luz lo ciega y le hace doler la cabeza, el agua de la ducha se siente extraña con su piel y la comida simplemente le da náuseas. Sus veinte años se han ido por la borda en cuatro meses, sólo cuatro. No pararía de repetirse el cuánto tiempo ha pasado.
Cuatro meses en los que Gerard ha estado en un coma. No quiere imaginar cuántas veces Donna ha rogado y llorado para que no desconecten a su hijo. Ella nunca ha sido una mala madre, y Donald tampoco, Gerard sólo no se entendía bien con ellos la mayor parte del tiempo, pero Frank sabe que ellos siempre lo han amado, y que en lo más profundo, él también los ama a ellos. Mikey es la razón de que Gerard continúe soportando todo lo que para él es un martirio diario.
Por eso cuando llegan a la clínica, el delgado castaño con gafas a medio romper es el primero en lanzarse a sus brazos, escondiendo su rostro en su hombro y sin decir nada. Lo deja llorar, de la nada es él quien pasa a ser el fuerte de la situación. Lo abraza con la misma fuerza que el hermano de su novio —o ex, a su pesar— llora.
Mikey lo deja ir luego de un rato, va a sentarse en una de las sillas de metal frío en la sala de espera y calladamente se acerca a Donna y a Donald. La mujer lo abraza por otro buen momento, sumidos en un silencio. Probablemente Linda les ha comentado sobre su caída en la depresión esos meses y ella sólo le está teniendo compasión.
La palabra "culpa" tampoco deja de repetirse una y otra, y otra, y otra vez en su cabeza. Todo es un constante torturo. Pero las palabras de su suegra son claras para él, por más que salen en un murmuro.
—Gerard despertó, hace un par de horas, por eso quería que vinieras. Está muy débil y los doctores dijeron que estaría internado por otras semanas, pero será hasta que se estabilice, entonces podrá seguir descansando en casa.
Una pequeña luz se enciende el fondo de su mente, tintineando hasta su pecho y estómago, llenándolo de aire. Gerard está bien, está a salvo, podría verlo nuevamente, tendría una oportunidad para remendar todas sus fallas, podrá pedirle perdón, volver a intentarlo.
Es cuando la pesada voz de Mikey se oye a sus espaldas.
—Dile todo, mamá. No te quedes por la mitad. Díselo. Él tiene que saberlo.
Parpadeando gira a verlo, y con el desconcierto volviendo a pintar su rostro gira a Donna. La luz que se había encendido en su interior se opaca cada vez más, siendo aplastada por el puro miedo que lo ha venido caracterizando. Donna suspira, no teniendo la valentía de mirarlo, pero al final debe hacerlo.
—Sufrió un daño, Frank. Gerard... su cabeza se estrelló contra el parabrisas, lo lanzó fuera del auto-
— ¿Ciego? —sus orbes avellanas vislumbran aterrado—. ¿Q-quedó ciego?
— ¡No, no, no! —Donna sacude su cabeza de inmediato, pero al intentar explicarle no encuentra la manera, acaba balbuceando.
— ¡Perdió la memoria! —el grito de Mikey resuena por toda la sala, haciendo girar cabezas de extraños y a Donna posar su mano sobre su boca para no soltar un sollozo.
— ¿La... la memoria? —la mandíbula del tatuado tiembla, pero ninguno le contesta. Va a abrazarse a sí mismo, pegando la espalda de la pared. Linda va a rodearlo con sus brazos, él se deja hacer.
Con la sala de nuevo en un redundante silencio, un doctor llega preguntando por los familiares de Gerard. Donna le da una mirada, la hora de visita ha comenzado y tras un asentimiento de cabeza acompaña a Mikey hasta la habitación. Sería la primera vez que lo vería, nunca tuvo la voluntad de aparecerse por la clínica. Tenía que llegar a un extremo para poder enfrentar su realidad.
Gerard está bien, y es lo que importa. Pero él no lo está, ya no lo estaría. La imagen de su cuerpo con las cientos de vendas, su cabeza magullada, su rostro más pálido de lo que usualmente es y los hematomas en sus brazos causados por el accidente y las agujas se plasma en su conciencia. Sería algo que nunca olvidaría, ni porque lo volviese a ver sonriendo lleno de vida y salud.
Con todas sus fuerzas se retiene a gritarle a todos los enfermeros lo idiotas que son, que removieran todos los cables, todas las máquinas, decirles lo mucho que él odia las agujas y que de estar despierto los estuviese insultando por desconsiderados. Quiere sacarlo de ahí con todas sus ganas. Se refugia en los brazos de su cuñado.
Ciertamente, la vida le está dando una nueva oportunidad, le está haciendo comenzar de nuevo, un borrón y cuenta nueva. ¿Pero qué sería de él si Gerard no lo llegaba a querer ni la mitad de lo que hacía antes si se le ocurría aparecerse en su vida de nuevo? ¿Qué si ya no podría verlo sonreír gracias a él, o simplemente interesarse por las cosas tontas que llegaban a su cabeza?
Nadie jamás lo querría tanto como Gerard. En su mente sólo habitan recuerdos, esos que quizás simplemente ya no volverían. Porque Gerard ya no lo recuerda, ya no lo conoce.
Y nadie conocía a Frank más de lo que Gerard hacía, pero Frank sí conoce a Gerard más de lo que se conoce a sí mismo, y no desperdiciaría esa ventaja.
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