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EL AMOR ESTÁ EN LAS ESTRELLAS

EL AMOR ESTÁ EN LAS ESTRELLAS

Relato Sideral

Por José Benhur Márquez Sánchez

Aquellos años cuando su madre aún vivía, fueron años felices para Cristín. Entonces la vida era más sencilla, una vida de juegos, de aventuras, de descubrimientos. Su madre permanecía siempre a su lado, guiándola, enseñándola aquellas maravillas..., amándola. Nunca imaginó que a sus tiernos cinco años la perdería. Luego todo dejó de ser feliz y se volvió oscuro y triste como el advenidero invierno. Para terminar de hundir su pequeño mundo infantil, su padre la dejó en manos de su hermana, la tía Crissol, a la edad de los siete años, y ella jamás volvió a verlo.

Ahora, Cristín cumplirá las quince primaveras, como suele decir la gente decente de Riverdale cuando el natalicio de las chicas marca los quince años.

En el instituto todo debería ser interesante por lo que ahí aprendería, y divertido por sus amigos, pero la verdad es que le aburrían las clases, no la llenaba ni siquiera como una forma de escape a su insípida vida carente de amigos. Por una razón nada extraña, pues ya se lo habían dejado muy en claro, a sus compañeras de curso no les apetecía su compañía; por otro lado, sus compañeros tan siquiera le han dado una furtiva mirada, ni un escueto piropo como al resto de sus colegas femeninas. No era para menos, al verse al espejo siempre miraba a una chica insípida, sin la belleza natural o artificial de que gozaban las demás y por la cual sus compañeros babeaban como jarras colmadas.

En casa, tía Crissol no se guardaba ninguna para hacerle sentir como un estorbo, y se arrepentía de haberla aceptado. "Solo será por un corto tiempo. Pronto vendré por ella", le dijo el padre, y Crissol no desperdiciaba ocasión para echárselo en cara cuando estaba furiosa, que era muy seguido.

A pesar de su vida sombría, existía un pequeño escape, una isla en el inhóspito mar de la congoja. Un lugar, un rincón en una colina cercana, en donde las estrellas del universo podían verse. Ahí encontraba sosiego, y se imaginaba volar y alcanzarlas, y ser una de ellas. Soñaba despierta que un príncipe bajaba montado en un carruaje de fuego y le decía al oído que era bella. Y la llevaba a un distante reino estelar.

"No seas una lerda", le increpó tía Crissol. "Debes invitar a tus amigos a tu fiesta. No dejaremos de lado la tradición por tu lentitud y flojedad."

"No quiero celebrar nada", replicó Cristín. "No me importa la tradición. Además..., seguro que nadie vendrá."

Tía Crissol frunció el entrecejo, y dijo:

"Seguramente que es por tu feo modo que no tienes amigos. Eres una huraña introvertida. Y deberías de arreglarte, pareces un alfeñique de la calle. Solo falta que hayas heredado los mismos genes locos de tu loca madre."

"¡Mi madre no era ninguna loca!", replicó furiosa. No dejaría que nadie hablara mal de la memoria de su madre.

Tía Crissol rió.

"Claro que sí", dijo en tono de burla. "Hubo un tiempo en que le decía a tu padre que ella bajó de las estrellas, y que algún día volvería a ellas. Estaba loca como una cabra..., y tú sigues sus pasos."

"¡Eres una loca malvada...!", gritó la chica.

Una bofetada le cerró la boca.

"¿Después de todo lo que he hecho por ti, te atreves a levantarme la voz y a insultarme? Eres una ingrata."

Cristín se sobó los labios adoloridos y se miró los dedos sin encontrar rastros carmesí en ellos. Una lágrima se asomó a sus pupilas, pero no le daría el placer de verla llorar. Entonces inspiró lentamente.

"No vuelvas hablar mal de mi madre", dijo calmada y con dignidad.

"Bien", replicó con una sonrisa de superioridad a flor de labio. "Ah. Hablando de otra cosa... Me molesté en mandarte a sacar estas cosas."

Metió la mano en la bolsa del mandil y extrajo un manojo de tarjetas rosas, y alargó el brazo para entregárselas de mala gana.

Cristín descubrió que eran las invitaciones para la fiesta de quince años. Fiesta que detestaba.

"¡Cógelas!", le ordenó. "Y más vale que las repartas entre tus amigos. No desperdiciaré todo lo que he pagado."

La chica las tomó irremediablemente, pues negarse era una invitación a dormir esa noche en el frío piso del desván.

Pensó en cómo haría para convencerlos, sería una tarea un poco menos que imposible.

"¿Una fiesta?", dijo la esbelta chica de ojos azules y rubicunda melena. "Ah... Bien, Quizá vaya, o quizá no." Cogió la tarjetita y la deslizó entre las hojas de uno de los libros que llevaba apretado contra su pecho.

"Gracias... Te espero...", dijo Cristín, aunque la indolente rubia se marchó sin cruzar más palabras.

Cristín entró en el salón de clases. Obviamente, llegó desapercibida hasta su asiento al final de la última fila. Se sentó y observó al resto de la clase conversando animadamente. Cada quien tenía con quien hablar. Era como si una maldición pesara sobre ella. Pero se decía así misma que eso no la molestaba, no le hacía falta nadie. En lo más íntimo hubiese querido tener aunque sea una amiga. Recordó que una vez la tuvo hace tres años. Se llamaba Kathie Monreo. Pero su amistad fue efímera, duró lo que pudo resistir. En realidad aquella chica quería ser su amiga, aunque la corriente del rechazo del resto la obligó a dimitir. Al final de cuentas la comprendía; Kathie también era una agraciada niña. Y desde entonces ya no hubo ningún trato entre las dos.

Había en el salón un chico al que le tenía puesto el ojo desde que llegó hace dos días; era un sueño de ojos pardos y encrespado cabello castaño. La transportaba a otro mundo, a otro universo cada vez que sonreía. Sin embargo, Cristín sabía que esa sonrisa jamás sería suya, únicamente en sueños, en su imaginación. Algo loco le vino a la cabeza: se arriesgaría a hablarle, deseaba invitarlo. ¿Qué podía perder? ¿Qué le dijera quizá sí o quizá no? Y luego de debatir, o más bien luchar, entre su yo valiente y su yo cobarde determinó intentarlo. Inspiró profundo y se puso de pie. "¿Y si dice que no?", le sobrevino ese oscuro pensamiento. Una fuerza la obligó a sentarse tan pronto quiso andar. "Pero si no lo intento, nunca lo sabré... Mejor que de una vez me diga que no, que me dé el golpe final...", y resolvió ser valiente y enfrentar el miedo. Volvió aspirar, se levantó y caminó vacilante, con la interrogante del "quizá sí o quizá no" bailando en su mente.

Llegó donde él y dio unos pujiditos para aclarar la voz y atraer la atención del muchacho. "Hola", balbuceó. "Hola", repitió al advertir que el chico no la escuchó. Ante sus ojos, aquel joven volteó hacia ella. Cristín tragó grueso y tras unos segundos de silenciosa timidez soltó el mensaje.

"Hola. Me llamo Cristín... Quería saber si quisieras venir a mi fiesta... El próximo sábado..., es decir pasado mañana. Es que cumplo los quince, ¿ya sabes?, cosa de la tradición."

"Ah, ¿Cristín? Sé cómo te llamas. Sé quién eres", replicó mirándola fijamente esbozando una coqueta sonrisa. Cristín alzó la mano con la tarjeta y el chico la tomó. "Ya veremos", replicó él.

La chica volvió emocionada a su silla. No sabía cuan valiente era, no creyó jamás hacer algo así. Pero poco después se reprochaba haberse ido sin haber dicho nada más. Pensó que a la salida podría conversar con él de nuevo.

Las clases terminaron, y en tanto cogía sus cosas para guardarlas en su mochila, el chico de ojos pardos se perdió de vista. De camino a la salida y con la idea de alcanzarle, descubrió tristemente la tarjeta abandonada en la mesa del joven de sus sueños. Su corazón se partió en dos.

Abandonó el instituto. No quería regresar pronto a casa a pesar del enojo de tía Crissol. Necesitaba largarse lejos, huir a la seguridad de su rincón en la colina.

Arrojó la mochila en el pasto y se tiró en la hierba. Acostada bajo el árbol de roble contemplaba el paso de las nubes. Quería comprender a la gente. ¿Por qué eran así? ¿Por qué se empeñaban en ser crueles?

Tanto fue su frustración, su desilusión que no vio pasar el tiempo. Cerró los párpados y se quedó dormida. Se despertó agitada, cuando la tarde lindaba con la noche. Las estrellas comenzaban a cubrir el cielo y el disco calcáreo de la luna crecía en medio de los últimos rayos del sol.

"Tía Crissol me matará. Estoy muerta... Tendré que escuchar sus interminables regaños otra vez... Hoy dormiré en el suelo", se decía mientras recogía la mochila y emprendía apresurada la bajada al mundo real.

El viento le revolvió los cabellos en la cara. La chica tropezó y cayó sentada en dirección a la luna. Arriba en el cielo oscuro, una estrella fulguró intensamente y se apartó de las demás. Venía velozmente como un aerolito, y, repentinamente, se detuvo. Cristín abrió los ojos "como dos platos", sorprendida por aquel objeto que levitaba sobre la copa del roble. Ella se irguió, y se agachó para coger la mochila, y al girar hacia el misterioso objeto se encontró de frente con un raro ser, delgado de talla y de cabeza redonda como pecera.

"¿Quién eres?... ¿Eres del espacio?", interrogó impresionada la joven.

En el argento cristal del casco, similar al de un astronauta, se reflejaba Cristín. Una extraña sensación de paz, de seguridad la invadió. Ya no sentía temor. Ella levantó la mano lentamente con el propósito de tocarle. Deslizó los dedos en la pulida superficie. En una décima de segundo la cubierta frontal se desvaneció, en tanto el resto del casco se replegaba ocultándose en el cuello anillado del traje.

Lo que vio le sorprendió mucho más que el objeto volante mismo, que se mantenía todavía suspendido en el aire, sobre el árbol.

"¡Tú!... ¡Eres tú! ¿Qué haces aquí, y vestido así?"

"Olvidé mi tarjeta, y olvidé decirte que no puedo ir el sábado... Que lo mejor será que seas tú quien vengas."

"¿A dónde?"

"A nuestro mundo. De donde eres realmente. Donde todos te esperamos con amor. Donde te he esperado por mucho tiempo con amor."

El chico de ojos pardos y cabello castaño tomó su mano con cariño, y ambos se dirigieron a la nave interestelar.

Sus cuerpos se disiparon en el aire.

El aparato se levantó silenciosamente y marcó rumbo a las distantes estrellas. 

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