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La otra dimensión de los niños.

Un día, bueno... una noche en la habitación de Nina, la chiquita enferma que intentaba dormir mientras la lluvia azotaba el techo y la rama más larga del árbol que sostenía el columpio, tocaba insistentemente la ventana; los truenos de la lluvia la hacían soltar pequeños gritos, inaudibles para sus padres; y escuchaba que el cuarto tenía más sonido de lo habitual.

Cerraba los ojos con fuerza y se cubría con el edredón celeste, intentando no tener miedo y ser la niña valiente que sus padres siempre la incitaban a ser.

Y entonces el peso de sus párpados fue más intenso, con medida la presión del miedo de la noche calmaba y la brisa fría acariciaba sus mejillas rojas.

—Desearía... no tener miedo, hada de los sueños... —dijo cuando sintió que el sueño se hacía presente.

—Nina —se escuchó un susurro—, Nina, ¿me escuchas...?

Ella guardó silencio e intentó dormir —si es que podía—, y se metió más en el edredón.

Una mano fina y suave tocó por enzima, y Nina sintió con temor el peso de quien se sentaba al lado de ella en su cama. Unas lágrimas brotaron de sus ojos negros y su cuerpo se disminuía a una pequeña bolita.

Quand tu me prends dans tes bras Et tu me murmures
C'est la vie en rose
Tu dis des mots d'amour... —cantó dulce mientras se mecía hacia los lados, fue cuando Nina dejó de sentir miedo. Aquella voz era realmente angelical.

—Mmm —repuso la niña.

—Es mi canción favorita —dijo la mujer.

—No me importa, no eres real... —dijo sin descubrir su rostro.

—No digas eso... —sonrió mientras aún acariciaba su hombro—. ¿Sabes que es lo que significa?

—No.

—A veces me siento feliz cuando la canto... Siento que es real...

—¿Eres un fantasma?

—No lo soy... Ni tampoco un monstruo, ni un duende malo, ni una bruja... Soy a quien llamaste...

Nina abrió sus ojos con asombro bajo el edredón, pero antes de saltar a ver quien era se detuvo.

—Mentiras. Eso lo dice la gente mala.

—¿Y si me miras y cambias de opinión?

—No.

Su rostro de porcelana y rizos rubios se aproximaron al bultito y cantó suave:

—C'est la vie en rose... —sus manos ya quitaban de encima de la niña el edredón y ésta no ponía resistencia.

Nina abrió sus ojos, y lo primero que su rostro hizo, fue marcar una sonrisa de alivio. Era realmente un hada, pero, ¿de dónde salió?

—Que bonita —la niña extendió los brazos hacia el hada de vestido blanco y rosa, y luego miró sus ojos marrones sin más que otra emoción, que asombro.

—Tu también eres muy linda... —susurró el hada mientras unía su frente a la de la pequeña—. ¿Quieres venir conmigo?

—¿A dónde?

—Donde están los demás niños.

—Pero es de noche.

—Pero la noche no termina cuando las luces de la ciudad se apagan...

Entonces la niña asintió con la cabeza y la mujer la cargó en sus brazos como un bebé, la meció entre ellos y tocó la punta de su nariz mientras tarareaba la misma canción.

—No soy un bebé. Tengo seis ya.

—No es necesario ser un bebé para que un hada venga a contemplar tus sueños.

Entonces el hada deambuló en toda la habitación hasta encontrar un pequeño perchero que tenía sombreros y abrigos de Nina. Acarició la lana de éstos y luego, cubrió el rostro de la niña con una bufanda por unos segundos, hasta que la retiró, y Nina vio el cielo nocturno, lleno de estrellas que arruyan con destellos el azul profundo de ese infinito mar sobre la tierra.

—Es hermoso —masculló.

—Lo es.

Caminó el hada aún con la niña en brazos y pasó al lado de puertas, muebles, espejos y dejó atrás también su perchero en el campo verde. Observó el vestido del hada, que arrastraba su cola y el listón rosa que lo perseguía era aún más largo que ésta.

—Mira —dijo ella. Cuando Nina vio después de la blanca piel, observó a los muchos niños que jugaban en un pequeño bosque.

Algunos estaban sentados en rocas o en el suelo; otros jugaban a las escondidas detrás de los enormes hongos; y más lejos, otros jugaban a la casita con sabanas sobre ellos. Era un pequeño lugar donde guardaban lo que los corazones vacíos tienen: deseos.

—¿Sabes qué es este lugar? —musitó.

—No.

—Es una dimensión extraña, donde cuido a los niños durante toda la noche. Hasta llegar el sol, tendré que dejarlos ir...

—¿Vas a volver?

—Si realmente me necesitas, llegaré en las noches. Si no me necesitas, no vendré a salvar tus sueños.

Ella no dijo más, se dejó tocar de la brisa que acompañaba la velada junto a los niños, y cerró sus ojos... pero aún en el fondo, contemplaba las estrellas que hacían brillar la alegría y valentía, que un día se ocultó en las sombras de su corazón.

La mujer —quizás la más hermosa de todas las mujeres que se haya visto—, puso a la niña en una flor, que la abrazó como si fuera una cama y durmió. Durmió como nunca antes en su vieja habitación.

Apenas pasados cinco minutos, sus ojos volvieron a abrirse, pero esta vez, a su lado el hada ya no estaba, ahora había un niño de pijama azul. Planetas y cohetes se miraban en ella.

Nina aún no lo creía, estaba en la misma flor donde había dormido anteriormente. Buscó al hada ignorando la presencia del niño y la vio hablando con otro pequeñín que venía en sus brazos.

—¿Quién eres? —dijo el niño, quedamente.

Lo miró con desdén al principio, pero luego sus mejillas se vieron marcadas por una nueva sonrisa.

—Soy Nina. ¿Y tú?

—Nathan —extendió su mano a la niña y ésta la recibió cordialmente.

La de pijama rosa bajó de la flor, y el de azul le ayudó a hacerlo. El hada ahora se encontraba en alguna otra habitación, contemplando a otros niños, seguramente. Pero aquel paraíso no necesitaba tantos espectadores para saber que era un lugar mágico.

Muchos niños que jugaban con los demás, en el día eran mocosos molestos y berrinchudos que probablemente no dieran a torcer su brazo. Pero el lugar era de ensueño. Un lugar lejos de los adultos, donde podían jugar y dejar volar su imaginación; donde no tenían que ser lo que les exigieran, sino ser lo que ellos quisieran.

Entonces el niño se sentó a los pies de un tronco partido, lejos de donde estaban los demás, y Nina no contuvo sus ganas de acompañarlo.

—¿Dónde es este lugar? —dijo Nina.

—No lo sé. Nunca he estado aquí.

—Yo vi un hada. ¿Y tú qué viste?

—También vi el hada. Se acercó a la puerta de mi armario, y luego ya estaba aquí...

—¿Y viste tu puerta cuando llegaste?

—Si.

—Ella me trajo del perchero.

El niño sonrió, y un silencio reconfortante floreció del cello puesto en ambos labios. Hasta que Nathan comenzó a jugar vagamente con la grama.

—¿Jugamos a algo? —dijo Nina.

—¿A qué?

—¿Qué tal si...? —realmente no sabía a que jugar.

—¿Y si jugamos que estamos en un barco... y yo te rescato de un pirata?

—¡Sí!

—Antes tenemos que buscar un lugar donde jugar... —recordó el niño.

Entonces se levantaron y caminaron, pero sus pasos se hicieron tambaleantes de un momento a otro. El suelo de tierra se hizo de madera hecha de brillos, y daba la sensación de estar flotando.

Entonces desde arriba se escuchó una ruido y una trampa calló sobre Nina, atrapandola.

Los barrotes eran de brillos azules, y parecían flotar en la nada. Desde el timón, se escuchó un hombre, brillante al igual que todo lo que pasó y estaba a punto de suceder.

—¡Bienvenidos marineros invasores! —dijo el de la barba—. ¡Ahora tengo a tu doncella! ¡Rescátala!

La jaula se elevó llevándose a Nina y Nathan gritó:

—¡No!

Entonces el pirata río.

—¡Te voy a segar con mi sombrero! —dijo Nathan, y en sus manos pareció un sombrero de brillos verdes y lo lanzó a los ojos del pirata.

—¡No. Me has cegado! —dijo y ambos niños rieron.

—¡Ahí está la llave! —le indicó Nina, señalando una llave de brillos dorados que posaba en una mesita de noche en el barco.

Nathan corrió hacia ella y subió las gradas, pero el pirata volvió.

—Ahora me las pagarás, ¡Voy a...! —algo lo detuvo, y fuera de barco habían tres niños más mirándolos.

«¿Podemos jugar con ustedes?» hubieran preguntado, de no haber sido que Nathan fue más rápido, y dijo:

—¡Ayudenme a rescatar a Nina!

Y los niños entraron al barco y comenzaron a decir sus poderosos hechizos juguetones. «¡Un saco de tierra rosa!», «¡Una camisa de metal!», «¡Un lapicero-helicóptero!». Y así hasta que ahora la lucha no era contra el pirata, sino sontra la velocidad de los demás, compitiendo a ver quien de los cuatro recataba a la dama primero.

—¡Corre Nathan! ¡Corre! —gritaba Nina, dando ánimos.

Pero al final fue Bryan el niño grande y gordito, que llegó antes y abrió la jaula.

Entonces los brillos descendieron, el pirata se desvaneció, el timón y la madera del suelo, ahora volvían a ser parte del enorme bosque.

—Entonces yo gané —se felicitó a si mismo el fortachón—. Supongo que la bella dama me acompañará a comer unos sándwiches dulces —puso su mano a forma de petición al aire, y de la nada salieron en sus manos dos sándwiches dulces.

—¡Cómo hiciste eso! —dijo boquiabierto un niño pequeño llamado Antonio.

—"Pide lo que quieras y tendrás lo que deseas..." —río el niño mientras le guiñeaba el ojo a Nina.

—Eh... —dijo ella—. ¡Mira un dinosaurio come hojas con cara de Tigger.

—¡¿Ah?! ¡¿Dónde?! —miró hacia atrás mientras miles de brillos azules volvieron a salir de las sombras y hacían realidad aquella fantasía.

Los niños corrieron con risillas y dejaron sólo a Bryan. Aquel dinosaurio tan peculiar lo dejó sorprendido y boquiabierto.

Entonces los otros llegaron hasta los pies del mismo árbol y se dejaron caer por el cansancio del juego.

—¡Entonces yo quiero empanadas! —dijo Antonio elevando los brazos al azul cielo. Así que cayeron empanadas hacía sus manos y el comió.

«¡Yo quiero jugo!», «¡Y yo quiero donas!», «¡Yo también quiero chocolate!», se escuchó.

Después de haber comido, de entre los árboles se escucharon fuertes pisadas. Los niños fijaron sus miradas del lugar donde venía el sonido, y salió Bryan montando al dinosaurio.

Y así comenzó otro juego, uno tras otro, entre dinosaurios, delfines, aviones, unicornios e infinidades de ocurrencias, que sólo se vuelven realidad, ante la imaginación y ojos de los niños.

Llegó un momento en el que se cansaron, y fueron donde se encontraba el bullicio.

Bryan siguió comiendo, Antonio fue a descansar un poco más, el otro niño se quedó sentado pensando en las posibles teorías de estar soñando, mientras que Nathan tuvo que despedirse de ellos...

—¿Nathan...? —dijo el hada. Y entonces, había llegado el momento de volver a cruzar la puerta. Sus amigos fueron a despedirse, entre lágrimas y abrazos.

Ahora desde el campo, siendo arrullado por el canto del hada, contemplaba con sus tristes ojos las cuatro siluetas que se despedían a lo lejos, siendo marcadas al fondo, por un amanecer que hizo brillar todo el bosque. Cruzó la puerta. Estaba de vuelta en su habitación a minutos de despertar...

Y así pasó con los demás niños, todos estaban encantados con el lugar, que las lágrimas no hacían falta en cada despedida, hasta que llegó el momento que Nina tenía que regresar.

El campo estaba casi vacío, sólo quedaba aquel perchero con una bufanda de lana, que conectaba ambos lugares. Ya no habían puertas, ni tocadores, ni espejos...

—Me encantó estar contigo... —susurró el hada.

—¿Y vas a volver?

—Eso ya lo preguntaste, así que ya te he respondido... —sonrió, mágica.

Y entonces la oscuridad de sus párpados fue inevitable. Cuando despertó estaba en su habitación, la lluvia, la oscuridad y lo aterrador que era el cuarto, había desaparecido y se había vuelto la misma que de todas las mañanas.

Pasaron las noches, y el hada no volvió. Nina la llamaba todas las noches, y le restaba importancia a los ruidos extraños y las ramas crujientes, ahora sólo quería volver al bosque, pero jamás volvió a suceder. Todas las noches, su almohada se bañaba en lágrimas de aquellos ojos, hasta que se quedaba dormida.

Entonces dejó de creer que aquel lugar era real y se convenció que sólo había sido un sueño más.

Hasta que de regreso a clases, un niño de boina negra y ropa verde le sorprendió.

—Disculpa... ¿Te conozco? —preguntó Nathan.

Entonces Nina entendió que aquel lugar, era la otra dimensión de los niños.

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