Frig contempló la cueva. Débiles líneas de luz llovían del techo agujereado, iluminando un suelo cubierto de huesos amarillentos del tamaño de hombres y cráneos monstruosos con colmillos como lanzas. 

Tumba de los Antiguos, era su nombre. Pocos entraban en ella y volvían, pero eso no detuvo a Frig. Si encontraba allí su muerte, sería mejor que el destino que le esperaba afuera.

—¡Antiguos! —bramó con toda su fuerza—. ¡Concédanme su sabiduría!

Uno de los masivos esqueletos se estremeció, como si despertara de un prolongado sueño, sus huesos permeados de una sustancia oscura.

—¿Sabiduría? —La voz del Antiguo era como el sonido de piedra arrastrada sobre piedra.

—Para proteger a mi tribu —respondió Frig—. Para combatir los horrores que nos acosan cada noche.

—Solo mentes inhumanas comprenden verdades inhumanas. Si te concedo lo que buscas, serás cambiado, deformado.

—Sacrificaré lo que sea necesario.

—¿Incluso tu humanidad?

Frig asintió. Y fue engullido por el Antiguo.

Mientras su cuerpo era disuelto y reformado, lo comprendió: los horrores que enfrentaban cada noche no eran otros que sí mismos, cambiados, deformados, revertidos a un estado primario. 

Antiguos.

Cuando acabó, no hubo más Frig, solo una sustancia oscura que pronto permeó unos huesos cercanos.