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0. Delirium

Ocurrió sin más, en un parpadeo. De un momento a otro, Lucas se encontró de pie en la sala de su apartamento, a oscuras, con un cadáver a sus pies.

Lo último que recordaba era estar en su cama, observando el reloj sobre su velador marcando las doce, acosado por el único compañero fiel que había tenido en la vida: el insomnio. Recordaba la sensación cálida de sus sábanas y la luz amarillenta de su lámpara de noche, que mantenía encendida para espantar las pesadillas. Y luego... nada.

La comodidad de su cama había sido reemplazada por la gelidez de la madrugada, y la confiable luz de su lámpara había dado paso a una oscuridad casi absoluta, si no fuera por las luces provenientes de la ciudad que entraban por la ventana.

Lucas se quedó viendo el cuerpo, inseguro sobre qué hacer. Conforme sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, empezó a notar los rasgos del cadáver, hasta que finalmente lo reconoció. Era su madre.

"Una lástima", pensó, aunque no derramó una sola lágrima. Lucas se encogió de hombros y comenzó a arrastrar el cuerpo hacia la cocina con resignación, casi con apatía. Supuso que no a su madre ya no iba a importarle. De todas formas, lo único que le había importado en vida había sido su colección de galardones de belleza, el único logro de su juventud.

Una vez en la cocina, Lucas miró atrás, al rastro rojizo que inevitablemente había ido dejando. A su madre le habían roto la cabeza, probablemente un ladrón que no esperaba encontrar a nadie despierto a esa hora. La ciudad se había vuelto más insegura que nunca, o eso decían las noticias.

Fastidiado, Lucas tomó un trapeador y algo de desinfectante y volvió a la sala. Mientras fregaba el piso desganadamente, siguió pensando en su madre. En realidad, nunca habían sido cercanos. Vivían juntos, sí, pero más obligados por las circunstancias que por decisión propia. Lucas no recordaba la última vez que su madre lo había besado. Las golpizas, en cambio, las recordaba bien. Quizás por eso su padre los había abandonado.

Ahora que se detenía a pensarlo, las cosas buenas que recordaba de su madre eran casi inexistentes, mientras que las fantasías en las que ella desaparecía de su vida eran extensas y numerosas. Tal vez demasiado.

Sin notarlo, Lucas había empezado a fregar el piso con fuerza, casi con rabia, tanta que la sangre manchó sus antebrazos. Sintió algo chocar con sus dedos bajo el sillón. Extrañado, Lucas metió más el brazo. Cuando lo sacó, tenía entre sus dedos su propia lámpara de noche, rota y ensangrentada.

Y, entonces, lo entendió. El responsable no había sido ningún ladrón. No había sido nadie, de hecho. Aún.

De un momento a otro, en un parpadeo, Lucas despertó en su habitación. Vio la hora en el reloj. Todavía era medianoche. Con una claridad de mente que nunca antes había experimentado, Lucas alzó su lámpara y salió de su habitación, llamando a su madre.

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