Soy la inquietud caótica, el ocaso del yo y el todo, el término que halla en cada vida.

Soy el anhelo, la emoción y la pasión por vivir.

Soy la fuerza que guía el actuar. La estrella ardiente.

Soy la primordial mujer, la pecadora original y, en consecuencia, la demolición del Edén.

Soy el asesino de los sueños, el fuego que se extingue.

Soy Eva, quien sentenció a la humanidad.

En los albores de la humanidad, surgió el primer varón y la primera mujer. Lamentablemente, los devotos súbditos sufrieron la ausencia de un Edén, aunque fuimos los primogénitos humanos, quizás condenados por nuestra mera existencia, o acaso agraciados al brindar origen a una oleada de almas afligidas.

Adán, no el primero de los hombres, a pesar de las narrativas bíblicas, emergió y persistirá. Pero mi amado, Lucifer, condenado por su amor, continuó existiendo como ser de perfección inmaculada, fundiéndose con mi sangre impura en un enlace de promiscuidad.

Una mujer que engendró tal abominación, ¿cómo podría ser recompensada con la armoniosa luz del más allá? Siendo la primera mujer, fui también la primera en perecer y en condenar a nuestra estirpe a vivir como linaje de pecadores.

¡Qué destino más tormentoso! Ser recibida por ella, madre de todos los demonios, quien me cobijaría bajo su seno y allí me otorgaría mi vil reconocimiento, uno del cual no me enorgullezco.

Soy la destructora de cosmos, ¿por qué no encarnar la misma mortalidad? ¿Por qué no entregar mi alma para que todo ser existente recline su ser bajo mi lecho?