La encomienda
Sebastián Ferrero corría escaleras abajo, con su maletín colgado del hombro. El taxi contratado, hacía rato que tocaba bocina en la puerta. Maldijo su suerte: justo ese día tenía que cortarse la luz, apagársele el celular y no sonar la alarma programada. Y para completarla, no podía usar el ascensor.
El último tramo de la escalera lo bajó de tres en tres, para ganar tiempo. Cuando abrió la puerta del edificio vio cómo el taxista se marchaba, cansado de esperar.
Intentó correr para detenerlo, pero algún idiota había dejado abandonado un paquete en el suelo, que lo hizo tropezar y caer de bruces.
Resignado a no llegar a tiempo a su primer día de trabajo, se incorporó y se dispuso a revisar la encomienda.
Esperaba hallar un nombre al que poder insultar, para descargar su frustración.
De inmediato le llamó la atención que sus iniciales figuraran en el destinatario. Volteó el bulto en todas direcciones, para tratar de encontrar el remitente, pero no halló ninguno. Se levantó y observó alrededor. Su intuición le decía que quizá el nombre se había desprendido durante su caída.
No se equivocaba. A metro y medio de distancia y bajo unos arbustos decorativos, divisó lo que parecía ser un papel. Se acercó y lo levantó.
Al examinarlo de cerca, vio que era una nota, que rezaba: «Si quieres encontrarlos, deberás seguir las indicaciones que hay dentro»
Volvió con el paquete y lo rasgó. Encontró en su interior una botella con el símbolo de veneno y una linterna. En el fondo del envoltorio halló una nueva nota, titulada «Instrucciones».
Sin demora leyó las palabras que había a continuación:
«Rocíalo y observa».
Se quedó mirando aquellos dos vocablos, ¿qué podían significar?
El veneno era para matar a alguien, pero ¿a quién? ¿Y por qué se lo mandaban a él? ¿O se habrían equivocado de persona? Si así era, estaba en problemas. Cuando se percataran del error, vendrían a matarlo, porque sabía demasiado.
¿Qué hacer? Pensó en acudir a la policía. Pero luego decidió que mejor no; si no le creían que había encontrado el paquete, podía terminar preso por intento de homicidio.
Un ruido a sus espaldas lo sobresaltó; alguien se acercaba. Rápidamente, juntó todo el estropicio que había quedado en el suelo y lo ocultó dentro de su maletín, simulando que se ataba los cordones.
Al pasar a su lado, la señora Fernández, vecina del tercero, le dijo:
—Seba, querido, ¿cómo estás? Una amiga me va a mandar un paquete con veneno. Te encargo que si lo ves, me lo hagas llegar.
—¿Veneno? —preguntó con cautela. No podía creer que su vecina reconociera abiertamente que era una homicida sádica.
—Sí, es que tengo un problema que necesito... eliminar, y no encuentro cómo —explicó sonriendo y se alejó.
Seba se marchó sin decir nada y, cuidando que nadie lo viera, desechó el paquete en un vertedero del centro. En tanto la señora Fernández, siguió esperando en vano, la botella de piojicida que nunca llegaría.
***
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