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Teatro de sombras (L. Enith M.)

Sonó un ligero siseo cuando apagó la llama con los dedos como acostumbraba. Los relojes habían marcado las doce al unísono, alzando sus voces en un concierto cacofónico, e indicándole que la jornada se había acabado.

El anticuario tomó el candelero y, en la oscuridad, caminó sobre el piso de madera que crujía a cualquier movimiento, pues era viejo como todo lo de la tienda; pues era viejo como el propietario y generaba el mismo efecto de aire enrarecido. Sus pasos avanzaban lentos, mas pronto llegó a la puerta y, aunque su vista era la misma a oscuras que con luz –es decir, no la tenía-, poco le costó abrirla pues conocía de memoria la posición de la manija.

Volteó su cabeza una vez sobre su hombro, cuando por una rendija entró el aire gélido de la noche en Plaka.

—Hasta mañana —murmuró, tal vez a los objetos acumulados en diversas pilas, de distintos orígenes. Despidió a sus únicos compañeros.

Cerró tras de sí con un ligero clic, que apenas perturbó el mutismo reinante. Entonces solo quedaban las partículas de polvo flotando en el aire.

O así debía ser.

Porque en el cementerios de la historia, en la tienda a antigüedades, se escuchó el quejido de las bisagras de un gran arcón al abrirse. Como de un ataúd, se alzó una figura viva, con sus huesos sonando en protesta por la incómoda posición. Agyris Zachariadis aspiró profundamente el breve instante de libertad que tenía, a pesar de que el mismo olía a humedad y guardado.

Su vista tardó un poco en acostumbrarse a la oscuridad, ayudado por la leve luz que entraba entre los resquicios de las ventanas. Le parecía, con todo y lo que pudiese decir el anticuario, un lugar agradable; al menos, si lo comparaba con todos los otros en lo que había acabado escondiéndose a lo largo de los últimos meses, ahí por lo menos no se sentía solo. Esperaba poder quedarse un buen tiempo.

El anciano, amigo de su padre, había intentado convencerlo de que no era buena idea cuando llegó con un ramo de girasoles en la mano; era la señal que habían acordado para reconocerse, aunque no lo necesitaban: la cicatriz en su cara era suficiente para que cualquiera supiese quien era. El viejo quiso rehuirle, le ofreció mil y un refugios distintos a la tienda pero, ¿cómo podría haber un mejor lugar que a plena vista? No lo atraparían, no mientras planificaba su escape a Albania, no mientras la guerra siguiese en pie, no mientras él fuese tan importante.

No después de haber sacrificado tanto.

Se estiró un poco antes de ponerse de pie y erguir su flacucho cuerpo, dispuesto a caminar un poco, pues la noche se había vuelto su día y deseaba echar una ojeada por la tienda de antigüedades aunque se le había pedido expresamente que evitase hacerlo. Si tenía que pasar todo el tiempo metido en un baúl, quería que por lo menos esos momentos le sirviesen para algo más que dormir, sofocarse o atender a las múltiples voces que gobernaban su cabeza.

Agyris se dirigió primero al mostrador y se comió una dona de chocolate, o lo que parecía una, que había dejado intencionalmente el anticuario haciéndole sonreír: el viejo buscaba amargarlo haciéndole comer algo típico del país contra el que luchaba, una táctica infantil. Podía preferir un Lokoum, pero igual no arrugó la nariz ante lo que le había tocado, no iba a apartar el plato porque tuviese comida americana.

Empezó a barajear todas sus posibilidades ahí, y se preguntó si podría ojear alguno de los libros, al lado de una ventana, para escapar por un momento de su turbulenta cabeza. Ya había sido demasiado tiempo armando castillos de ideas en torno a estrategias en contra de la monarquía, sabiendo que primero tenía que sobrevivir, antes de seguir mirando más allá.

Su atención se disipó rápido, sin embargo, porque no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa cuando vio junto al plato un objeto inesperado.

Un títere de sombra descansaba a apenas unos centímetros. Sin pintar, el muñeco no podía regresarle la mirada; era la figura encorvada de un hombre hecha en cartón y sujeta a un palillo que, inevitablemente, comparó consigo mismo. Parecía llevar el peso del mundo.

—La gente de la sombra —susurró, aunque sonó demasiado alto, mientras lo miraba.

Ese había sido uno de los intentos del anticuario por apartarlo de la tienda, lo sabía. Puede que por haber conocido a su familia sabía el cuento con el que lo aterrorizaban durante los días de su infancia, sin embargo, tenía que estar muy desesperado para recurrir a cuentos de niños en busca de alejarlo. Había dejado de temerle al otro mundo cuando descubrió que era más aterrador lo tangible, para mala suerte del viejo.

Tragando el último pedazo del dulce y, sacando la pequeña navaja de su bolsillo, le hizo una pequeña marca en donde se suponía que debía estar la cara. Entonces sí podía considerarlo similar a él.

En el mismo instante en el que retiraba el filo del cartón, escuchó a sus espaldas un crujido que le hizo dar un pequeño brinco. Parpadeó un par de veces y, aunque quiso resistirse a girar, una sensación en la nuca, el erizar de sus vellos, le imperó que lo hiciese. Lentamente, dobló su cuello para mirar sobre su hombro, tenso.

Claramente no había nada. Nada, aparte de las estanterías repletas de baratijas.

Chasqueó la lengua y, aunque consideraba que su paranoia le había salvado el pellejo incontables veces, no pudo sino recordarse a sí mismo que los objetos tenían por costumbre crujir en medio de tanto silencio; su hermana menor solía decir que era el modo que tenían para hablar y él, ahí, estaba seguro de que aquellos tendrían muchas historias que contarse.

<<Casi puedo escucharlos murmurando>>, se dijo, haciendo una mueca divertida. En realidad, sí que podía oír algo, pero eso era porque llevaba demasiado tiempo escuchando susurros; pasaba luego de haberse llenado tantas veces las manos de sangre, se quedaban sucias. Pero logró acostumbrarse.

Se lamió los dedos, pegajosos por el chocolate derretido, y dejó el títere en donde estaba al comienzo. Le habían gustado antes mucho esas obras teatrales cuando era más pequeño; su personaje favorito era Fatme, aunque para evitar recibir burlas aseguraba que era Karagiosis.

¿Estaría por ahí el resto de las marionetas? No estaba muy seguro de empezar a revolver pero, con tal y no dejase mucho desastre, ¿qué podría salir mal? Al fin y al cabo, tenía toda la noche, claro, si algo no le saltaba encima desde las tinieblas como le juraba el anticuario.

Con ese pensamiento, las voces que estaba escuchando parecieron elevarse ligeramente y él no pudo hacer sino ignorarlas, intentando concentrarse en las manecillas de los muchos relojes en la tienda que, lentamente, avanzaban. Tic tac.

Se acercó a una estantería, sintiéndose que armaba un alboroto con cada movimiento, y observó algunos destartalados joyeros que en ella descansaban. Abrió uno por uno los que poseían tapa, hallándolos todos vacíos en su mayoría. Una de las cajas tenía un espejo, en el que vio su reflejo: sus ojos lucían como agujeros negros por las sombras y las facciones, apenas perceptibles, no lograba identificarlas ni él mismo.

Habría reído un poco, pensando en lo ideal que sería eso de no tener rostro en su situación, pero el hilo de sus ideas se cortó en seco. La sombra que vio de refilón detrás de sí en el espejo detuvo todo proceso. El respingo casi provocaba que soltase la caja.

Rápidamente giró sobre sus talones, pero del otro lado lo único que le miraban eran dos estatuillas con forma de ángeles, en una repisa... o arpías. Solo lograba ver las alas.

Se relamió los labios agrietados y dejó el alhajero, para seguir internándose en el pasillo que formaban los anaqueles. ¿Cuánto podían haberle afectado las historias del anticuario? Aunque desde el baúl en el que se ocultaba lograba escucharlas cuando se las contaba a los clientes, sabiendo que eran todas dirigidas a él, no era supersticioso y, su mayor temor entonces, era que entrase por la entrada un ser de carne y hueso, con un arma apuntándole. Tal vez la continua mención de las supuestas sombras de la tienda había calado.

Solo necesitaba distraerse.

Su pie, sin que él lo esperase, dio contra algo en el suelo y, tomando una bocanada de aire repentina por el sonido generado, observó un juguete, un caballo con ruedecillas. Sus cejas formaron dos arcos.

Sin quererlo, nuevamente se acordaba de su pasado y de su hermana; su animal favorito era el unicornio, ella se lo había confesado como un secreto, hacía muchos años, cuando jugaban con un caballo como ese. No pudo entretenerse demasiado en recuerdos, pues intentó apartar la imagen que siguió a eso por inercia: la escena del charco ensangrentado, la de los cabellos de ella teñidos de rojo.

Una sonrisa amarga se dibujó sin su permiso, mientras se inclinaba para tomar a la criatura... cuyos dedos rozaron pero no alcanzaron.

El caballo rodó hacia atrás, con chillidos que rogaban aceite, y él enarcó una ceja: ¿lo había empujado? Se acercó nuevamente y, al agacharse, vio justo al lado lo que antes había estado buscando: un títere de sombra, Morfonios; lo reconoció por la nariz. Bastó para que su mano se desviase del objetivo inicial y terminase tomando a la marioneta antes de enderezarse.

La acercó a su cara para observarla mejor, vio que también era de cartón como la que estaba junto al plato con las donas. Sintió una especie de tirón en la nuca, la necesidad de girarse, pues algo parecía indicarle que él también estaba siendo observado... pero le hizo caso omiso.

Se aproximó a una de las ventanas y cortó la luz de la luna con la figura, cuya silueta se proyectó oscura y maximizada contra el suelo, junto a la suya.

—No entiendo —murmuró, preguntándose la causa de la repentina melancolía que le invadía en torno a su familia, pues pensaba haberse deshecho de ella. Pero ahí estaba, buscando recrear la escena con la que los divertía su padre cuando la noche era muy oscura y no quedaban velas.

¿Tal vez era por hallarse en medio de tantas cosas cargadas con recuerdos?

Con un suspiro, dejó caer su mano con el títere y alzó la otra para acariciarse el entrecejo. El movimiento quedó congelado a medio camino.

La sombra del títere no había desaparecido al retirarlo. Miró su mano, como si ella fuese culpable del engaño, pero no era el caso. La figura humanoide parecía pintada en el suelo.

Los siseos y voces en su cabeza empezaron a alzarse un poco en alarma, como si viniesen de los estantes, como si realmente los objetos hablasen.

—¿Qué...?

Y cuando la sombra se movió un poco, acercándose a la suya, la madera del suelo crujió por ser presionada. La madera lo sintió y en su mente se repitieron las palabras:

—No quieres —le había susurrado el viejo, con los movimientos ansiosos de sus lechosos ojos, cuando lo tuvo ahí a primeras horas de la mañana—. No quieres quedarte aquí, las noches no serán buenas para ti.

Él había procurado reírse, pero en ese instante el mundo estaba paralizado y no era risible, debatiéndose entre la confusión y el miedo. Los relojes seguían avanzando con el rítmico sonido de sus manecillas y le pareció que el hedor a humedad se colaba por sus fosas nasales con fuerzas renovadas.

La sombra cambiaba su forma, y la graciosa nariz de Morfonios desaparecía, con el piso quejándose por sufrir las variaciones de aquél cuerpo que, al parecer, no era realmente intangible. Agyris reconoció la figura, como habría reconocido la de Fatme, pues era la sombra de su padre.

El aire se cargó con estática, una estática característica previa a la tormenta, y sabía que de tener el ser ojos pues esos lo estarían mirando fijamente. La luz plateada de la noche no variaba su posición y él era incapaz de reaccionar, con los gélidos dedos del pánico apretando su garganta, con plena consciencia de que eso no era algo natural.

A ambos lados, súbitamente, escuchó un ligero sonido que indicaba movimiento y quiso voltear, a sabiendas de que un nuevo peligro empezaba a cernirse sobre él, mas no podía quitar los ojos de la figura a la que veía. Con cuidado, de soslayo, distinguió que la causa de los ruidos eran otras dos marionetas que, apoyadas por cuenta propia, luciendo de pie; sin necesidad siquiera de luz, trazaban en el suelo sombras más oscuras que la penumbras de la tienda.

Su madre y su hermana, no tenía la menor duda.

Las tres figuras compartían una característica: un espacio sin oscuridad, un círculo vacío en donde estaba la cabeza. Las voces, entonces, repitieron una sola palabra todas juntas sustituyendo su cháchara inconexa. Agyris tragó con fuerza cuando los relojes sonaron un poco más fuerte de lo normal, indicando que era la una de la madrugada. Una gota de sudor frío cayó a lo largo de su espalda.

Entonces las sombras empezaron a bailar.

La figura de su padre se despegó del suelo, adquiriendo dimensiones reales, con el crack crak de la madera y, cuando estuvo de pie, un aullido terrible que acuchilló los sesos de Agyris retumbó en el local. La voz de la sombra era, ni más ni menos, las mismas de su cabeza, que reverberaban en diversos tonos agónicos.

Fue un aullido de dolor e, instantáneamente, la cordura relativa de Zachariadis vaciló. Había estado huyendo de eso, había estado huyendo de su memoria.

—Yo no... —jadeó Agyris, en un gimoteo ahogado, mientras retrocedía alzando sus manos a su cabeza, abriendo los ojos.

La sombra volvió a chillar, terrible.

—¡Culpable!

Y se abalanzó sobre él, con los brazos extendidos en su dirección mientras desprendía humo negruzco, dispuesto a atraparlo. Reaccionó tirándose a un lado, su hombro dio contra una repisa y cayó con un golpe seco sobre sus rodillas; frascos y estatuas cayeron encima quebrándose contra el suelo. No le importaba ya si lo escuchaban.

Agyris temblaba, mientras giraba para volver a mirar hacia atrás y tomaba algún fragmento de vidrio, para lanzarlo estúpidamente al ser que se acercaba con lentitud. Crack crack, repetía la madera, cuando la criatura engulló en su oscuridad el trozo arrojado.

Miró desesperado la puerta de entrada, en el otro extremo de la estancia. Pero no se podía mover, no podía siquiera pensar con claridad, no se veía con posibilidades de escapar y la taquicardia le generó una respiración jadeante.

En su mente resonaron, nuevamente las palabras del anticuario.

—No puedes —dijo, arrebatándole el ramo de flores—. No puedes quedarte aquí, parricida. Los recuerdos llaman a los recuerdos.

—Yo no, yo no —gimió agudamente el soldado, recogiéndose contra los estantes y alejándose de la luz.

Como una cucaracha, buscaba esconderse en la completa oscuridad; si no se acercaba a su propia sombra, de alguna manera sabía que estaba a salvo, sin necesidad de acercarse a la puerta. Enterró sus dedos en su cabello y negó, pegando las huesudas rodillas al pecho, mientras sus ojos se abrían más y más, saliéndose de sus órbitas.

Su cara lucía aún más envejecida, ajada por el espanto.

Él no había actuado mal, él no había hecho nada, ¿no? Era comprensible, había disparado para protegerlos de la guerra, ¿cierto? Los había liberado. No era culpable, no era culpable, había tintado con rojo el cabello de Chryssa, su hermana, para defenderla; había volado atravesado la frente su padre para que no lo agarrasen, era tan viejo.

No, nunca fue por temor a que ellos lo acusasen, ¿cómo sería eso posible? Nunca fue por temor a que resultase un medio para atraparle. En la guerra lo necesitaban, lo requerían en Albania, era una ficha indispensable.

—¡Yo no lo hice! —El alarido resonó, negándose siquiera a la pronunciación del asesinato en su mente.

—¡Culpable, culpable, culpable! —rugían la sentencia los múltiples muertos, pues esa banda de voces no eran otra sino la de todos aquellos a los que había matado, llamándolo.

Jaló cabello, pero ni siquiera el agudo dolor resultante de arrancarse un manojo lo pudo distraer de la silueta de su padre que, tras el primer ataque, había vuelto a quedarse paralizada. La de su madre y hermana no se movían, tan solo observaban, como jueces silenciosos.

Las lágrimas caían inevitablemente mientras seguía asegurando su inocencia, mientras las uñas comidas se enterrabas en sus sienes.

La sombra avanzó, entonces, lenta.

—No puede tocarme, no puede —susurró como un mantra, temblorosamente cerrando los ojos con fuerza.

Sentía unos dedos ascender por su espalda, apretaba los dientes uno contra otro. Crack, crack; paso, paso. Entonces nada.

Supo que le había pasado por al lado, que no lo tocó. Mientras liberaba el aire contenido, mientras ideas surgían en su cabeza sobre aguantar hasta la mañana... cayó rápidamente en lo que había detrás de él que a la figura pudiese interesarle.

—Imposible...

Y se giró, para ver cómo cada vez estaba más cerca la sombra del mostrador. Buscaba la marioneta a la que él, estúpidamente, había marcado.

Su rostro se descompuso en una expresión aterrada que desencajo todas sus facciones y, en un arranque primitivo, se puso de pie negándose a eso. Lo necesitaban, había matado por el país.

Sacó, sin razonar, su navaja; mas era muy tarde, la oscura silueta ya tenía la figura en la mano. La sombra se acercó a una de las ventanas.

—Culpable —clamaron por él los muertos una última vez.

Su grito resonó en las calles de Plaka pero, por algún motivo, nadie esa noche llegó a oírlo.

Agyris Zachariadis sería lo primero que vería el anticuario al abrir la puerta, en un charco de sangre, navaja en mano y el rostro desfigurado a tajos. No gritó, suspiró, y luego solo sonaron los relojes indicando el correr del tiempo.

La guerra en Grecia prosiguió sin llorar al suicida.


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