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La posesión (Wasaby Green)

Hay alguien oculto en las sombras. Lo sé. Me está buscando. Sabe que estoy aquí... En realidad todo el mundo lo sabe; al fin y al cabo, esta es mi casa. ¿Dónde iban a encontrarme si no?

Me molesta que vaguen por mi casa como si yo no estuviera en ella. Y aunque no lo esté; ¿quién les da derecho a entrar en una propiedad ajena como si fuera la suya? Yo no entro en casa de la gente sin permiso, y mucho menos con la libertad con la que ellos lo hacen en la mía. Al parecer ya nadie me tiene respeto.

Es de noche y llueve a cántaros. Trato de ser comprensivo; tal vez no ha podido volver a casa antes de que empezara la lluvia y ha entrado aquí con la intención de refugiarse. Mis padres me enseñaron que hay que ayudar siempre al prójimo y eso es algo que procuro poner en práctica cada vez que puedo. Así que echo a un lado el fastidio que me causa tener a alguien rondando por mi vivienda y espero.

Pero ahora que veo aparecer en la sala a la persona que merodea por mi casa sé que no es un pobre desgraciado que se haya perdido bajo la lluvia. Es una chica jovencita, de unos doce o trece años, y no es la primera vez que la veo por aquí. Varias veces ha entrado en mi casa y varias veces he intentado echarla de ella, pero acaba volviendo de nuevo. Me extraña que verla sola porque siempre viene con amigos, unos molestos chavales un poco mayores que ella. Podrían estar escondidos en alguna parte, pero yo sé que no es así. Hoy viene sola. Puedo sentir que los únicos que estamos en esta casa somos ella y yo.

Camina hacia el sofá. No mira a su alrededor. No le hace falta, ya estudió cada grieta de mi casa en las anteriores visitas. La rabia me carcome mientras pienso que se va a atrever a sentarse en mi sofá, pero no lo hace. Se queda de pie, entre el sofá rojo cubierto de polvo y la mesita baja de cristal, y saca su teléfono móvil. La luz del aparato ilumina su rostro dándole un aspecto fantasmal.

Y, de repente, una cacofonía de sonidos similares a interferencias inunda la sala, destrozando el silencio y asustándome en el proceso.

Entonces habla.

—¿Hay alguien aquí?

Su voz suena alta, clara y aguda por encima de los molestos sonidos emitidos por el aparato electrónico.

Frunzo el ceño. Ya está otra vez con el jueguecito de los fantasmas. Esa cría tendría que estar ahora mismo en la cama y no buscando espíritus en MI propiedad.

—Vete —gruño, irritado.

Su rostro se ilumina al oír mi voz, lo cual me descoloca durante unos segundos. Se acerca más al móvil, que sigue emitiendo ruidos. Creo que piensa que mi voz procede de ahí.

—¿Quién eres? —pregunta.

Es más de medianoche. ¿De verdad cree que voy a perder el tiempo contestando a tonterías como esa?

—Vete —exijo una vez más, cada vez más enfadado.

—¿Estás molesto? —añade, tapando mi imperativo con sus palabras y mirando la pantalla con gran concentración.

Quiero rechinar los dientes. Pues claro que lo estoy. ¡Está invadiendo mi propiedad!

Pienso en responderle pero, de repente, se escuchan golpes dos plantas más arriba.

Damos un respingo.

El ruido cesa.

Solo se oyen las interferencias del teléfono móvil.

Noto tensión en el ambiente. La niña apenas respira, atenta a cualquier otro ruido que se pueda producir. No sabe qué ha causado los golpes.

Pero yo sí lo sé.

Algo muy pesado golpea con estruendo el suelo de una de las plantas de arriba. La niña retrocede por instinto, algo asustada. A mi mente vienen las imágenes de la tapa de un gran baúl de madera cayendo al suelo, mientras una figura se incorpora lentamente dentro de él.

El terror me invade al darme cuenta de lo que eso significa.

—¡VETE! —vuelvo a gritar, pero no me oye.

—Fin de la sesión —susurra. Apaga su teléfono, quedándose a oscuras.

La niña sale de la habitación y la sigo con la esperanza de verla dirigirse a la salida. En lugar de eso, empieza a subir las escaleras.

Asciende lentamente, procurando no hacer ruido. Solo escucho su pesada respiración, que se vuelve más audible por el esfuerzo de cada paso que da. La sigo de cerca, sabiendo que ella no puede notar mi presencia.

Después de una eternidad llegamos al rellano de las escaleras del segundo piso. Todo está oscuro y en silencio. Parece que ha dejado de llover.

—¿Hola? —La voz de la pequeña intrusa me provoca un escalofrío por lo alta que suena. Siento la necesidad de lanzarme sobre ella para callarla—. ¿Quién está ahí?

¡Pero qué cría más estúpida, delatando su posición!

Oímos un par de pies arrastrándose sobre los tablones del techo. Miro hacia arriba con horror.

No soy el único que está asustado. La niña se ha puesto blanca.

Las escaleras crujen bajo el peso de las pisadas que vienen de arriba. La cría respira con dificultad. Quiero ponerme delante suyo, gritarle que se mueva, que no se quede ahí, pero ella sigue clavada en el sitio. No hay nada que yo pueda hacer. Solo podemos ver, ella con temor y yo con absoluto horror, cómo una figura empieza a asomarse por el recodo de las escaleras y sigue bajando con lentitud, escalón a escalón, hasta llegar al rellano para detenerse frente a la congelada niña.

Conozco a la perfección a ese hombre. Alto y algo encorvado, con el rostro alargado y el cabello negro rapado, aunque ahora luce una delgadez extrema y una piel de color ceniciento por los años que lleva sin ver la luz del sol. Lentamente curva los labios en una sonrisa, una que hace compañía en su rostro a unos ojos completamente blancos.

Veo a la niña temblar.

"Bienvenida". La voz viene de ninguna parte. Él sigue sonriendo; no ha movido los labios.

La angustia me carcome por dentro. Me digo que todo está perdido. Sin embargo, veo por el rabillo del ojo que la niña retrocede un paso y eso me llena de esperanzas. Ve el peligro. Está reaccionando.

—L-lo siento, no sabía que había alguien aquí... No volveré más —susurra apresuradamente, dando otro paso.

Quiero gritarle que corra, que se dé prisa, pero ya es demasiado tarde. Una mano huesuda y gris se enrosca en su muñeca como si fueran unas tenazas y empieza a tirar.

La niña cae al suelo. Chilla. Se retuerce y patalea mientras es arrastrada por el pasillo. Hace todo lo posible por liberarse, pero la mano que la agarra no vacila. Grita, llora y, en un último intento desesperado, tira con fuerza de su brazo atrapado.

Un desagradable chasquido acompañado de un sonido de desgarro resuena en el pasillo. No puedo creer lo que ven mis ojos.

El ceniciento antebrazo y la mano que sujetan a la niña se han separado del resto del cuerpo.

Los gritos cesan y la niña mira con horror el medio brazo que sigue aferrado a ella. Su cara pierde color. Los ojos se le vuelven blancos y se desmaya.

***

Un camino se forma a través del polvo cuando la niña es arrastrada por el suelo. El brazo de su captor sigue suelto, colgando inerte junto a su cuerpo inconsciente. Ambos se detienen un momento y que la figura encorvada recoge el brazo escindido y lo coloque en su lugar natural, bajo la articulación del codo. Veo cómo la piel del miembro separado se estira como si fueran tentáculos y se funden con la del muñón que, sorprendentemente, ya había cicatrizado. El antebrazo vuelve a unirse al resto del cuerpo, como si nunca se hubiera separado.

El ser —porque a eso no se le puede llamar humano— se agacha, vuelve a coger la muñeca amoratada de la niña y se la lleva consigo. Y es ahí cuando me atrevo a hablar.

—Déjala —suplico, y soy consciente del temblor de mi propia voz.

Se vuelve entonces hacia mí. Una sonrisa macabra adorna su rostro y, lentamente, se lleva un dedo a los labios. Una mirada juguetona acompaña a su gesto. Me está ordenando que haga silencio. Le divierte hacerlo.

Me recorre un escalofrío y veo que el vello de los brazos de esa criatura se eriza en respuesta. Si él fuera como los demás, no debería verme ni oírme. Pero me ve, claro que me ve, y también me oye. Porque no es como los demás.

Al fin y al cabo, él es yo mismo.

***

Sigue siendo de noche.

Me he quedado junto a la puerta de la habitación, reticente a entrar en ella. Me dedico a observar con detalle a la niña, que yace en una camilla, aún inconsciente. No quiero ver lo que está haciendo esa criatura maligna. No quiero ver a lo que alguna vez fue mi cuerpo rebuscando Dios sabe qué cosa entre los cajones de este pequeño laboratorio improvisado.

Abre, revuelve y cierra los cajones sin cuidado. Me pregunto qué estará buscando y de inmediato reprimo ese pensamiento, molesto conmigo mismo por plantearme la pregunta siquiera. Me repito por décima vez que no quiero saberlo. Sea lo que sea, no puede ser nada bueno.

Abre otro cajón más y esta vez no remueve su interior. Parece que se ha quedado quieto. Me atrevo a mirarle, con la esperanza de que se haya "apagado", pero mis deseos se van a la basura cuando mete la mano en el cajón y saca una especie de bolsita negra. Vuelve a cerrarlo y se desplaza, bolsa en mano, hasta llegar junto a la camilla.

Se queda quieto de nuevo, esta vez mirando a la niña durmiente. La angustia crece en mi pecho cuando le veo esparcir el contenido de la bolsa —unos polvos negros— en una de sus manos, y pienso en las posibles atrocidades que puede cometer con ellos.

Espero impaciente a que mi antiguo cuerpo haga algo. Que se mueva. Que entone un cántico demoníaco. Pero lo único que hace es hablar y doy un brinco, sorprendido por oírle dirigirse a mí.

"Se parece mucho a nuestra hija, ¿no crees?"

Una vez más, no mueve los labios. Los tiene curvados en una sonrisa burlona.

No, eso no. Siento que tiemblo de rabia ante sus palabras y veo que mi cuerpo responde a mis sensaciones.

—Que poseas mi cuerpo no la hace tuya —siseo entre dientes.

Me ignora.

"Su animal favorito era el unicornio, ¿cierto?", sigue diciendo, y en esta ocasión sus ojos blancos están posados en mí. Me estremezco. "Era encantadora. Recordemos el día que llegó con un ramo de girasoles en las manos, el día de nuestro cumpleaños. Se sentó en la mesa de la cocina, nos escribió una carta..."

Deja la frase en el aire, pero eso basta para alimentar mi ira y lo sabe. No tiene derecho a hablar en plural. No hay un "nosotros". Los recuerdos son míos, no suyos, y no le corresponde hablar de ellos como si lo fueran. No tiene derecho a tocar lo único que me queda intacto.

"La leyó, nos dijo cuánto nos quería, nos besó. Y se comió una dona de chocolate que era nuestra humilde tarta de cumpleaños, pero que le dimos con gusto por ser la niña de nuestros ojos. El último regalo que nos hicimos mutuamente. Unas flores y una carta para nosotros, una dona para ella..."

Quiero gritarle, pero eso no va a detenerle. Es esto lo que está buscando: enfadarme, herirme.

Un aura oscura empieza a ondular a su alrededor y eso hace que se me disparen todas las alarmas. El miedo aparece de nuevo. Sé lo que está haciendo. Sé lo que está pasando.

Al morir, todas las conexiones de un alma con su cuerpo se destruyen. Todas. En mi caso, las conexiones motoras que tenía con mi cuerpo se rompieron en el momento en que salí de él, por lo que el movimiento de mi organismo está fuera de mi control. Como debe ser.

Sin embargo, mis conexiones sensitivas están intactas. Mi cuerpo reacciona ante mis emociones. La invasión por parte de esa criatura lo permitió; es necesario para su supervivencia. Son mis emociones negativas las que lo alimentan, por lo que el canal tiene que estar activo.

Es eso lo que está haciendo ahora mismo. Se está alimentando. Acumulando energía. Y yo le estoy dando en bandeja el combustible que necesita para ello.

"Sí..." dice la criatura suavemente, sin perder esa escalofriante sonrisa. "Eres tú el que está provocando todo esto..."

La niña sigue inmóvil sobre la camilla. Quiero llevarme las manos a la cabeza pero no puedo hacerlo porque ni tengo manos, ni tengo una cabeza física que tocar.

Esto no tendría que estar pasando. Ella no tendría que estar ahí, con su vida dependiendo de un hilo, un hilo que está a punto de romperse porque yo lo he tensado demasiado.

La neblina sigue creciendo y me invade la ansiedad. "Cálmate, cálmate" me repito una y otra vez, pero eso empeora aún más las cosas. Esas palabras me hacen aún más consciente de la realidad, me recuerdan que no estoy calmado; la nube sigue aumentando de tamaño, ajena a mis intentos de controlarla. Empiezo a entrar en un estado de desesperación. ¿Por qué no se detiene? ¿Qué estoy haciendo mal? ¿He perdido también el control de mis emociones?

Mi desesperación va in crescendo, y de pronto la realidad me golpea y me dice que no hay nada que hacer. Viajamos en un tren de alta velocidad que no tiene frenos y que ha acelerado demasiado como para que alguien lo pueda frenar. Estoy sumido en un círculo vicioso del que no puedo salir.

La niebla se ha vuelto muy densa ya. Yo desperté a ese monstruo de la caja donde dormitaba y ahora no puedo detenerlo. La niña está perdida.

Me hundo en el abatimiento.

El polvo negro que contiene ese ser en una de sus manos grisáceas es absorbido por la nube oscura, que de repente deja de rodear a su creador y se extiende hasta envolver el cuerpecillo de la niña por completo. Cierro los ojos; no quiero mirar. Y espero.

Uno... Dos... Tres...

Sigue el silencio. Solo escucho el leve crepitar de la nube oscura al desplazarse. Aumenta mi tensión. Creo que puedo oír la respiración de la niña.

Los segundos se alargan. Espero a que grite.

Y, en ese momento, alguien llama a la puerta.

La aldaba golpea la madera con un eco similar al de los disparos y me sobresalto, abriendo los ojos. No era mi intención abrirlos, quería mantenerlos cerrados, así que ni siquiera me he planteado el qué iba a encontrarme al abrirlos. Supongo que se me habrían ocurrido muchos escenarios de haberlo pensado, cada uno peor que el otro, pero nunca lo que estoy viendo ahora mismo. La niebla ha desaparecido y la niña sigue intacta sobre la camilla, con la criatura demoníaca de pie junto a su cabeza, el cual presenta una mirada en sus ojos blancos me habrían helado la sangre de aún tenerla.

—¡Casandra Maddox! —El grito de una voz adulta y femenina muy, muy furiosa alcanza la segunda planta, en la que nos encontramos—. Sé que estás ahí, jovencita. ¡Sal ahora mismo o te juro por Dios que te quedarás encerrada en casa durante dos meses!

Estoy tan concentrado en la mujer que grita frente a mi casa que apenas veo a la figura encorvada de mi antiguo cuerpo moviéndose en dirección a la puerta de la habitación, donde yo me encuentro. Me aparto de su camino. Le veo salir al pasillo.

Tengo un mal presentimiento. Esa sensación persiste mientras me acerco a la pared de la habitación y la atravieso. Afuera, la claridad del sol que emerge por el horizonte me sorprende. ¿Cuándo ha empezado a amanecer?

Me doy cuenta de que poco importa la respuesta a esa pregunta. Preveo el final de esta historia.

La mujer ronda mi casa asomándose a cada una de las ventanas, pero todas tienen las cortinas echadas. Ni un solo rayo de luz ilumina mi hogar. Es por eso que el monstruo que lo habita no sabe que es de día y, al abrir la puerta de par en par, no espera encontrarse con un intenso amanecer, que pinta en su rostro una expresión de terror más profunda que la que Casandra o yo hayamos podido mostrar en toda la noche.

Yo también debería tener miedo, pero no lo tengo. Podría haberle avisado de la salida del sol. Podría haber evitado que su piel se queme como lo hace ahora, que su rostro se congele en una mueca de dolor mientras se va desintegrando con cada rayo de sol que le toca. Podría haber evitado también este cosquilleo que siento ahora mismo en los lugares donde él se quema, como una señal de que sigo unido a ese cuerpo mortal. Pero no tengo miedo, así que acepto con cierto alivio que, al igual que él desaparece, yo también voy a hacerlo.

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