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La mano (W. J. Ralde)


En la radio informaban que la tormenta llegaría para la media noche, sin embargo a esa hora de la tarde el cielo comenzaba a soltar feroces gritos haciendo que los ventanales de las casas en la calle Alvear, vibraran por los estruendos.

A todo eso, Susana Quirós que vivía en la casa de la esquina, le restaba importancia, lo único que tenía en la mente era las horas que faltaban para marcharse de ahí.

Alineó perfectamente sus maletas, las había hecho sin planificación y dejaba a su pesar, muchos recuerdos como el unicornio de ónix, cargados de recuerdos de su pasado, al menos la fortuna jugaba a favor suyo, y esa mañana pudo conseguir el último boleto de avión disponible, con suerte se iría muy lejos.

Todo había pasado tan de repente que aún le parecía estar soñando. Recién cuando vio que ya no le quedaba nada por hacer, el miedo recayó en sus hombros, le pareció que no había pegado los ojos hace mucho tiempo.

Bajó a revisar cada esquina de la casa, fue a la cocina, luego a los baños, estaba como lo había dejado hace una hora; impecable, el olor penetrante del cloro le irritó los ojos.

Se dio cuenta de que Toto, su perro pastor Alemán no estaba. Lo llamó en voz baja. Regresó a la recámara, tal vez se había quedado dormido al pie de la cama, mientras ella alistaba sus maletas, pero no recordaba haberlo visto, con todo el lío de la noche pasada se había olvidado por completo del perro. Lo buscó en el despacho de su esposo pero no había rastros de que haya entrado.

Escuchó ruidos al fondo, en el pequeño jardín que tenía detrás de casa. Justo en ese momento tocaron el timbre.

Su respiración le falló, y se agitaba, cuando eso pasaba, tenía el impulso de ponerse a llorar como cuando era una nena, pero se contuvo. Quizás era un vecino que había encontrado a Toto, y abrió la puerta.

Vio una patrulla estacionaba a dos puertas de su casa, y al pie de la suya, un joven oficial que no aparentaba ser mayor que ella, la saludó. Susana devolvió el saludo.

—Recibimos una llamada de auxilio, creemos que es de uno de sus vecinos...

Susana negó con la cabeza.

—No escuché nada.

El oficial echó una rápida, pero profesional mirada adentro del domicilio. Nada llamó su interés.

—Nunca dije que se escucharan gritos —comentó.

—Bueno, pero son habituales en este barrio.

En oficial aceptó su respuesta en silencio. Cuando se marchaba dio media vuelta.

—¿Puedo usar su baño?

Susana le indicó el camino.

Repasó mentalmente el baño. La noche anterior se había dado el trabajo minucioso de pasar con cloro infinitas veces cada extremo de la casa. Todo estaba en orden.

Volvió a la calma al ver que el oficial abordaba la patrulla.

Aún le faltaba encontrar a Toto y el reloj avanzaba.

Susana comenzó a mentalizar que tendría que marcharse sin su perro y eso la acongojaba. A pesar de que sentía la necesidad de irse de ahí cuanto antes decidió buscarlo. Miró el reloj, aún le quedaba un par de horas, observó por la ventana el cielo, esta vez fue consciente de la oscuridad que gobernaba afuera, faltaba poco para que la tormenta llegue. Dio una vuelta entera a la manzana, siempre llamándolo por su nombre. Toto, Toto, ven cariño. Pero no nadie lo había visto.

Ya de vuelta, vio que alguien le aguardaba en la puerta. Por el jersey fuera de temporada y esos pantalones de corderoy, reconoció de inmediato a Pablo, el mejor amigo de su marido, venía desalineado como de costumbre.

—¡Pero qué sorpresa, Pablito!

Le regaló la mejor de sus sonrisas, vio que traía consigo un ramo de girasoles casi marchitas.

—Son para vos, Mauro dice que te gustan las flores —y se las pasó con torpeza.

Era un pesado y lo detestaba a morir, siempre metiendo sus narices donde nadie lo llamaba. Pablo no mostró alegría al verla, pero sus ojos cada tanto recaían en su escote.

—Acabamos de llegar, los chicos esperan en mi casa, ¿dónde se metió Mauro? —Entró sin pedir permiso.

Además de asqueroso era un grosero y lo detestaba a muerte.

—¿Al perro? Tenía entendido que a ese animal no le gusta salir, seguro se fue detrás de una perra —Esto último lo dijo con doble sentido.

—¿No es lo que hacen los perros? —respondió, haciéndose a la tonta.

Rió en vos baja y la tomó por estúpida, pero al ver que no pretendía irse, no le quedó de otra y le ofreció algo de beber.

—¿Sabes cuánto va a tardar? Porque le estuve llamando toda la mañana y no contesta —sorbió ruidosamente del vaso. Susana se mordió la lengua para no soltar algún comentario al respecto.

—Con el asunto de Toto, se olvidó llevar el celular, quédate tranquilo, cuando regrese le digo que te llame, se va a poner contento.

—No, no, pienso quedarme a esperarlo, quiero darle la sorpresa, a menos que tengas otros planes.

—Para nada, sabes que eres bienvenido Pablito, estás en tu casa. Iré a preparar café ¿se te apetece uno? ¿Donas?

Notó que no le prestaba atención, el insulso le miraba las nalgas, e hizo como si no lo hubiera notado. De repente, se escucharon ladridos en el jardín trasero.

—¿Será el perro? —preguntó Pablo.

Susana estaba segura que lo era.

—Me parece que no.

—¿No viene del jardín? —insistió él.

Tenía que negarlo, ahí no tenía que ir nadie, no hasta que ella estuviera muy lejos.

—Todos los perros ladran igual, no es Toto —aseguró Susana.

—Es todo lo contrario, ¿no vas a chequear? —preguntó el entrometido.

—Es curioso, ¿sabes? Nos pasa siempre, te aseguro que no viene de atrás, es el viento que nos juega en contra. Iré por café. —se apartó y fue a prepararlo, de vez en cuando se asomaba a la puerta para espiar al invitado inesperado.

Pablo dejó a un lado el café y comió una dona de chocolate. Ella estaba a punto de ofrecerle otra, pero la interrumpieron unos ruidos extraños.

—¿Qué fue eso?

Esta vez Susana no estaba segura, pero temía que Toto fuera el causante.

—Es el viento... —y se fue a la cocina por más, desde la ventanilla que daba a la calle pudo ver que no había viento.

—Quédate ahí, iré a ver, tal vez se trate de otro hijo de puta...

Era lógico que Pablo pensara eso, ya un par de veces que vagabundos saltaron la pared e intentaron robarles.

Tenía que hacer algo al respecto, no podía dejarlo ir al jardín. No hasta que estuviera arriba del avión a millas de ahí, pero sus nervios le jugaban en contra, iba a echarse a llorar en ese preciso instante.

Salió de todas formas de la cocina y se lo encontró adelante.

—¿Te pasa algo? —le preguntó.

—No-no me siento muy bien... —Se apoyó en él, notó que el muy cerdo se excitaba, como la vez que entre tragos y chistes de borrachos, él y su marido se pusieron a gritar en medio de la calle que su animal preferido eran los unicornios.

—¿Te ayudo a sentarte? —le ofreció él.

—Quisiera recostarme... ¿me ayudas?

Estaba a punto de aceptar pero le interrumpió un fuerte golpe en la puerta trasera, la que daba al jardín, y atrajo su atención.

—¿Dónde decías que está Mauro?

—Salió a buscar a Toto...

Pablo la ignoró. Tenía la intención de ir a ver qué rayos pasaba al fondo, Susana se interpuso una vez más en su camino.

—Como te digo, es el viento...

Pablo lo tomó como una provocación y aprovechó aquello para manosearla.

—Vaya, vaya, veo que tengo razón.

—¿Eh?

—Le dije que eras una zorra, no me equivoqué ¿verdad? —La hizo a un lado con desprecio—, yo no me equivoco, las huelo a metros —Se dirigía a la puerta que daba al jardín—. Ten el teléfono cerca, talvez tengas que llamar a la policía.

Maldito, pensó ella, y ahogó un grito.

Corrió al pasillo y tomó lo primero que encontró, y con todas sus fuerzas lo golpeó en la nuca.

—No soy una zorra, no soy una zorra, maldito —lloró.

El hijo de puta cayó seco al piso.

Susana salió al jardín y descubrió que Toto había estado escarbando en la tierra que esa mañana se esmeró en dejarla perfecta. Tenía que encontrar a Toto y marcharse ya.

Escuchó el timbre, lo dejó sonar por unos largos minutos, en algún momento se cansarían y se marcharían, pero no pasó, esta vez golpearon la puerta con demasiada insistencia, que no pudo pasar por alto.

—Señora, señora, ¿está todo bien?

Era el oficial de antes. No podía ignorarlo.

—¿Dígame? —gritó.

—¿Está todo en orden? Ya se verificó que la llamada provino de esta dirección...

—Seguro fue una broma, deme unos minutos, ya le abro...

Un hilo de sangre drenaba de la cabeza del cerdo ese, e iba ensuciando el suelo pulcro. Aún respiraba y volvió a maldecirlo. Lo arrastró con mucho esfuerzo y logró meterlo en el placard de herramientas. No le quedaba tiempo para limpiar como quería, camufló el chorro de sangre con la alfombra, respiró muy hondo y abrió la puerta.

El oficial pidió permiso para ingresar.

Desde ahí se podía ver sin problemas el placard, si el oficial tenía buena memoria se daría cuenta de la alfombra persa. Susana trataba de actuar con naturalidad, sabía que era un fiasco intentando seducir, por lo que mantuvo silencio.

—¿Está sola en casa?

—Sí.

—Hace rato la vi en la calle de atrás, me pareció que buscaba algo.

—A Toto, mi perro —suspiró —, ya regresó a casa, está a salvo gracias a Dios.

El policía seguía mirando con insistencia, no veía nada extraño alrededor.

—Es curioso, si bien recuerdo, la vi entrar acompañada —El oficial se veía preocupado por ella, con disimulo se le acercó y murmuró—. Escúcheme, si está pasando algo extraño, dígalo ahora...

Por un segundo lo consideró, decir que casi la viola el cerdo ese, ¿pero luego cómo explicaría el hecho de que lo tenía oculto en el placard? La posibilidad se fue esfumando por completo y se encontró con la dura realidad. Susana negó con la cabeza.

—Oh, descuide, era un amigo de la familia, pasaba a saludar, y se marchó enseguida.

—Comprendo —dijo el oficial. La sonrisa de la mujer lo convenció. Sus ojos se clavaron en la alfombra, era lo único desalineado en toda esa casa, le pareció curioso, antes de cruzar la puerta creyó escuchar un débil, e imperceptible alarido, a un principio creyó que se trataba del animal, pero su instinto y experiencia le hizo ponerse alerta.

—¿Puedo pasar? —Le señaló la puerta de la cocina. Susana afirmó sin dudar.

El policía miró alrededor. Todo estaba impecable, como si ahí no vivieran personas, de hecho estaba demasiado impecable, el olor a cloro se lo confirmó.

—Disculpe por el cloro, soy obsesiva con la limpieza, mi marido anda quejándose todo el tiempo. No tolero el desorden y mucho menos la suciedad.

El oficial la veía demasiado frágil, no representaba ningún peligro para nadie y decidió marcharse.

El viento golpeaba salvajemente la puerta que daba al jardín, e intuyó algo. Miró otra vez hacia la puerta trasera.

—Es el viento... —aseguró Susana.

—Asegure bien las puertas, estos barrios ya no son seguros como antes.

Susana le sonrió.

—Es lo que haré oficial —iba a decirle algo más pero vio estupor en el rostro del oficial. No entendía el motivo hasta que bajó la mirada. Al pie de la puerta, Toto, traía en el osico la mano de su esposo, que ella la noche anterior se esmeró en enterrar en el jardín de atrás. El pastor Alemán agitaba la cola de aquí para allá muy contento, se le acercó y se lo soltó entre sus pies.

Susana suspiró, estaba perdida.


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