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Estrellas muertas (J. R. Cascales)

Las estrellas nunca descansan,

ni las muertas,

ni las que están vivas.

Stars, David Bowie.


Llegó con un ramo de girasoles en la mano y una extraña sensación que no supo reconocer. Nazaire Bonnet se detuvo delante del pub incrustado entre otros dos locales en una de las calles mas concurridas de Nueva Orleans. Era apenas una puerta roja con una mirilla. Nazaire se paró un momento para respirar el aire fresco y mirar en derredor. La noche ya había caído, pero las temperaturas eran agradables y había bastante gente paseando sin rumbo. El Barrio Francés, sin duda, era su lugar favorito de Nueva Orleans, aunque fuera donde mas desapariciones inexplicables se producían al cabo del años. Budú, obeah, los resquicios de las brujas que emigraron desde Salen para huir de la hoguera.... Todo era una reunión de excentricidades y locura sobrenatural. Es lo que tiene la magia.

Justo lo que Nazaire buscaba.

Empujó la puerta y entró sin prisas en el rectángulo negro que había abierto. Al cerrar de nuevo, parpadeó para que sus ojos se acostumbraran a la poca luz del pasillo. En seguida vio el resplandor de unas velas a lo lejos. Empezó a andar en la oscuridad y notó como algo se movía en la oscuridad. Eran las bestias que habitaban la casa, acechando en la oscuridad. Eran los gatos de la tía abuela Luvenia.

Cuando llegó la pequeña salita, se encontró con una pequeña mesa circular que la mujer solo sacaba para aquellas ocasiones. Ya estaba todo dispuesto, solo faltaban una pregunta.

—Hola, tía Luvenia —saludó él.

La mujer abrió los ojos y le sonrió. Su piel se contrajo para crear esa sonrisa vieja que tanto le gustaba. Los ojos hundidos derrochaba ternura hacia el hombre de la puerta. Su pelo, de un color grisáceo, estaba recogido como si fuera una caracola bien enroscada. Las largas uñas se deslizaron por el tapiz rojo de la mesa con un susurro sordo.

—Siéntate, Nazaire, querido. Me alegro mucho de verte.

Pero antes de sentarse, se acercó a ella con dos objetos. Primero le dio el ramo de girasoles, que la mujer se apresuró a meter en una jarro con arena, no con agua. Los pétalos amarillos se balancearon bajo la atenta mirada de la tía Luvenia. Luego le dio una pequeña caja de cartón negra, cerrada con un fino hilo grisáceo. La abrió enseguida. Y se comió un bollo de chocolate. Era la debilidad de Luvenia.

—Son de Maricella, ¿verdad?

—Sí, tía. Los de trufa blanca, los que te gustan. No sé porqué lo preguntas. Los Reconocerías a un kilómetro de distancia.

La mujer le sonrió, cerrando la caja.

—Ya me conoces —señaló la mesa—. Sentémonos, ¿quieres?

Ya en la mesa, Nazaire vio la baraja de tarot de Marsella. La baraja llevaba en posesión de la tía Luvenia desde que ella tenía diez años, y de eso han paseado mas de setenta. Decía que era de finales del siglo XIX, y le parecía posible. El papel estaba corroído por el tiempo, con un tono amarillento y con la superficie surcada de pequeñas grietas. Sin embargo, el color de sus figuras seguía tan vivo, tan real, como el primer día. Es lo que tiene la magia.

La mujer le tendió el mazo y Nazaire procedió a barajar. Las cartas le resultaron gélidas. Frías como y brillantes como la luna. Los naipes fueron resbalando entre sí y se mezclaron. Tardó dos minutos en devolverle la baraja.

Se sentía muy nervioso. Había echado las cartas con la mujer desde que era niño, pero ahora era diferente. El tarot de Marsella podía ser muy simple y fácil de leer, o podía ser imposible de interpretar. A veces, no daba respuestas. Otras veces, las respuestas no eran nada agradables. Nazaire sentía que esa noche las respuestas serían aterradoras, en algún sentido que no comprendía.

—Dame una —dijo en voz alta.

La tía Luvenia apretó los dedos alrededor del mazo para que se quedara compacto.

—Antes de eso, tienes que hacer tu pregunta.

Nazaire suspiró. La pregunta era algo muy importante. La sesión de tarot, pensó, es como un río. Tu pregunta es como la barca que escoges para navegar. Y a partir de ahí tienes que seguir el fluir de el misterioso río, te lleve a donde te lleve. En el momento en el que preguntas aceptas quedarte hasta que la respuesta llegue. No puedes saltar de la barca porque te ahogaras y ya no habrá ninguna respuesta. Es lo que tiene la magia

—¿Dónde está mi hermana Elina?

Luvenia dejó una carta en la mesa. Le mat, rezaba la carta: El loco. Había un hombre con la ropa azul y roja (muestra del patriotismo francés), un bastón en la mano derecha y un #### como el de un vagabundo al hombro. Una especie de perro pequeño apoyaba su patas delanteras en el hombre. El loco, una carta sin numero, el símbolo de la propia naturaleza de lo real

—Dame otra carta —pidió Nazaire.

De entre los habilidosos dedos de la tía Luvenia apareció otra carta. La emperatriz. Una mujer solemne con un gran cetro en la mano. Estaba al revés.

—¿Te acuerdas de ella, Nazaire? —preguntó al vieja con una sonrisa mas melancólica y triste que feliz— Yo sí que lo hago, y mundo. Me acuerdo de tu hermana. Elina era una niña muy alegra. Para tu padre era la niña de sus ojos. Cada vez que voy a la mansión de California de vacaciones, me acuerdo de ella corriendo sin control por el jardín. Decía que la perseguían los aligátores. Era muy buena, hasta que esos hombre llegaron a casa.

Ambos ahogaron algo que una vez fue una destello de felicidad en un recuerdo amargo. Nazaire recordó algo en lo que no había pensado nunca.

—Su animal favorito era el unicornio —era absurdo, pero era así—. Dame otra carta.

Y apareció el naipe. La Rueda de la Fortuna, seguida después de El ahorcado. Nazaire las observó con curiosidad. La unión de las dos cartas estaba cargada de simbolismo. La tía Luvenia se contrajo, prediciendo la siguiente jugada del destino.

El siguiente naipe voló hasta quedar justo de frente hacia él. Las cuencas de unos ojos vacíos le devolvieron la mirada desde lo que parecía otra dimensión. El esqueleto de la imagen parecía barrer un suelo infestado de cadáveres con su afilada guadaña. Era La Muerte, el punto donde la vida se precipita hacia lo desconocido. La carta tenia un resplandor sobrenatural y amenazador. Es lo que tiene la magia.

Era la quinta carta. El numero mágico que buscaban. La tía Luvenia juntó los naipes en una pequeña montaña. Cogió algo de debajo de la mes y lo alzó sobre la mesa. El fuego de las velas arrancaron destellos fríos de la hoja del cuchillo. Con un movimiento rotundo, lo clavó en las cartas.

Nazaire tardó unos instantes en darse cuenta lo que veía; pero se horrorizó al verlo. Cerró los ojos, como el ciego que ve por primera vez la luz.

El punto donde el cuchillo había atravesado las cartas se había convertido en un pozo que desprendía una luz anaranjada que iluminó todas la salita. Un frío ártico llenó la habitación. Unas voces empezaron a murmurar (o gritar) tan atropelladamente que fue imposible entenderlas. Era la Luz. La puerta de otro mundo. Detrás de ella podía haber cualquier cosa hasta que la puerta se abre y todo se revela.

¿Dónde está Elina?

Al abrir los ojos se encontró con que un torso humano resbalaba la mesa. El destello anaranjado se apagó un poco. Un olor a tierra húmeda e insectos descompuestos flotaba en el aire. Pero lo importante es que había alguien ahí, traído de la Luz.

—¿Qué te ocurre, Nazaire? —preguntó una voz gutural, atronadora y propia de un algún monstruo que vive en la alcantarillas y en la imaginación de los niños.

Él vio a Elina. Pero su cuerpo había cambiado. La ultima vez que la vio tenía diez años y su cuerpo de niña estaba bronceado por un largo verano. Ahora tenía el cuerpo de una vieja, tan blanca e hinchada como un cadáver de hace días. Su cuerpo era amorfo, con partes sobresalientes, como si los huesos fuera a atravesar la piel. El poco pelo que le quedaba lo componían unos largos hilos grisáceos que caían hasta su pies. Sus ojos habían desparecido y unas cuencas vacías parecían una espiral tan profunda que era imposible adivinar el final. Solo oscuridad. Negro sobre negro. Es lo que tiene la magia.

—Elina...

Ella levantó su brazo y unos dedos huesudos abofetearon la cara de Nazaire.

—Estúpido, ¿para que me llamas? Estaba sirviendo a los Primigenios.

—Elina... —repitió, sin poder nada mas.

—¡Cállate! Ahora te quieren a ti. Has llamado su atención y ahora te llaman. Ven al Vacío, Nazaire. Ven conmigo. Al Vacío, donde el tiempo no nos daña.

La misma mano que lo había golpeado estaba tendida hacia él, como una oferta que no podía rechazar. El trato era claro: llegar a ese lugar conocido como el Mas Allá antes de lo normal. Pero aquello era imposible.

—¡No, no!

Nazaire se echó hacia atrás y cayó con la silla sobre el suelo. Durante un momento pensó que la caída fuera eterna, pero el contacto con el suelo lo negó. Entonces vio como el techo de la salita había se había convertido en un telón oscuro. Pero no era totalmente negro, sino que habían pequeños puntos brillando a lo ancho de su inmensidad. No eran estrellas, comprendió Nazaire, sino ojos. Moviéndose frenéticamente, hinchados de sangre y con grandes pupilas negras. Lo veían todo.

Nazaire comprendió que era todo. Era el Vacío.

A su alrededor habían personas escarbando en una tierra grisácea. Tenían el mismo aspecto que Elina. Clavaban sus uñas en la roca y hasta que se rompían y entonces eran sus propios dedos los que se despellejaban. Estaban ganando en una piedra ciclópea, para desenterrar algo. A los Primigenios.

Eso era la Muerte. Un trabajo infinito como esclavo del Vacío, bajo la atenta mirada de las estrellas. No había ninguna tierra prometida, solo sufrimiento eterno, sin tiempo, sin vida. Condenado a algo sin fin.

Solo era una visión, una muestra de lo que le espera. Lo que nos espera a todos.

—¡Nazaire! —gritó Elina, que se arrastraba por la mesa—. Ven al Vacío.

Una garra parecida a la de un crustáceo agujereó las costillas de ella y se lanzó a por él. La garra era solida y recibiera de algo líquido. Se clavó en el cuello de Nazaire en un instante. Estaba perdido.

Ella se acercó, saltando la mesa y andando de cuclillas ayudándose de sus manos. Sus ojos vacíos se quedaron a pocos centímetros de él. En ellos no se veía nada, se veía el Vacío.

—¡VEN CONMIGO, NAZAIRE! DÉJATE CAER.

Algo salió de las cuencas varias. Un líquido espeso y negro como el espacio. Llenó los ojos de Nazaire y obscurecieron su visión mas y mas. Había venido a por respuestas y las había conseguido, demasiadas respuestas. Y ahora pertenecía al Vacío, en el que se condenó eternamente.

Es lo que tiene la magia.

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