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El Impío (Vicente Silvestre)

La vida no es un camino recto y aquel que pretende caminarlo como si lo fuera es un necio. El verdadero camino, tal y como se nos ha enseñado, está lleno de giros, quiebros y trampas; ha sido diseñado para separar la paja del trigo...

De joven creía tener la certeza de la fe en mi corazón. Ahora que los años me han doblado la espalda y rendido mis fuerzas estoy convencido de que no se trataba realmente de fe, sino de anhelo. El deseo infantil de que el mundo, ese paraje retorcido por el sufrimiento, encajara en un plan trascendental que justificara todos los desvaríos y crueldades que sembraba el ser humano. Y aunque con el tiempo descubrí que en verdad había un plan diseñado, distaba mucho de ser el que había imaginado en un comienzo.

Cuando tuve edad suficiente me formé como sacerdote, pronuncié unas palabras que ya no recuerdo, y me disfracé con un hábito oscuro para convertirme en párroco de Serrada, mi pueblo natal.

Durante años viví anestesiado, curado en la rutina y el rito de la iglesia.

Me gustaba que los feligreses se aproximasen a mi en busca de consuelo. Yo los escuchaba y los premiaba con una de las muchas citas eclesiásticas que se podían encontrar en el libro sagrado. Parecía un joven tan sabio... Tenía respuestas para todas las vicisitudes de la vida y eso era gracias a que muchas de las respuestas no eran respuestas en absoluto. La mayoría venían a decir lo mismo: no pienses tanto y ten fe en Dios. Y ahí está el problema, ¿verdad? Porque, aunque queramos, no podemos dejar de pensar.

También escuchaba las confesiones, los pecadillos de la comunidad, con sana diversión y cierta indulgencia. Aunque mi parte favorita era el ritual de la eucaristía y la lectura de los pasajes de la Biblia. Allí de pie, en el púlpito, embadurnado por el olor a mirra e incienso, mi público observando con discreción y sobriedad, escuchando atentamente cada una de mis palabras en busca de un pellizco de paz para sus almas... En más de una ocasión cometí blasfemia, no de acto, ni por el verbo, sino del espíritu; ya que fantaseaba con la adoración de las masas.

En aquellos momentos me regodeaba como si fuera el centro mismo del universo; el mundo a mis pies; y me encantaba esa sublime sensación de poder. ¿Acaso Dios no disfrutaba a sabiendas de los millones de almas que lo reverenciaban? ¿Se nos puede culpar a los humanos por querer lo mismo cuando estamos hechos a su imagen y semejanza?

Por supuesto, también me encargaba de los bautizos...

Sí, sí... Ya me acerco al verdadero meollo de la historia, no la mía (jamás me perteneció), sino la de Él.

Te ruego que disculpes a este viejo sacerdote. Con la edad me he convertido en un perro viejo que da vueltas al mismo hueso, indeciso a la hora del dar el primer mordisco.

Como sabes su nombre era Laura, Laura Ocaña, y apenas conservo algún recuerdo de la primera vez que la vi; en mi apatía no prestaba atención alguna a los infantes excepto en el momento de que pasaran por la pila bautismal.

Transcurrieron años, siete u ocho por lo menos, antes de que la providencia volviera a cruzar nuestros caminos más allá de la periódica reunión en los domingos, donde su presencia pasaba inadvertida; una más en el dócil rebaño.

Recuerdo que cuando la madre de Laura acudió a mí en busca de ayuda y consuelo el curso escolar ya había concluido. Los días se tornaron largos y tórridos, hirientes en su luz y sequedad.

Vivía junto a su marido y su hija en una casa rodeada de campos silvestres, a las afueras del pueblo. La mujer estaba muy preocupada, casi al borde de un ataque de nervios. Empezó contándome una historia enrevesada sobre cómo las cosas habían cambiado a peor durante los últimos meses. Apenas entendí que era lo que me quería decir porque ella misma evitaba el meollo de cuestión en una mezcla de vergüenza y aprensión.

En algún momento añadió que en el día de antes había encontrado a su gato empalado en un árbol cerca del cobertizo de herramientas. Atravesado por la broca de un taladro.

Le dije que era completamente normal que estuviera alterada, y que dicha gamberrada habría sido perpetrada por algún chico de la zona. Todos los años se encontraban perros vagabundos a los que habían ahorcado, u otros animales de compañía liquidados de forma anónima; no era algo tan extraño en los entornos rurales.

Fue entonces que me dijo, compungida, como si las palabras le quemaran al salir de la boca, que estaba convencida de que había sido su hija, su pequeña Laura. Estalló en lágrimas y, cuando se recompuso, me explicó que el cobertizo estaba cerrado con llave y que la cerradura no había sido forzada.

Quise tranquilizarla (la idea de que una niña de apenas nueve años pudiera cometer semejante acto me resultaba hilarante), quise quitarle hierro al asunto, convencerla de que había otras posibilidades, pero no me dejó seguir hablando. "Padre, ha cambiado, creo, creo... que está poseída por el demonio", dijo, mientras sus manos apretaban las mías con desesperación, clavando las uñas como garras.

Tras aquello intenté convencerla de que era realmente improbable que se diera un caso de posesión, de que, si había sufrido cambios dramáticos durante los últimos meses, la mejor opción era acudir a un psicólogo, pero ella aseguraba que no estaba loca, sencillamente, no era la misma niña, se trataba de alguien más: otra persona.

Su actitud me molestó bastante. Estaba acostumbrado a que la gente aceptara mis consejos sin rechistar, ni plantear problemas, pero, en vista de que aquella señora no estaba dispuesta a ceder, acepté entrevistar a la pequeña por si descubría algún signo de posesión demoníaca. No lo iba a hacer porque pensara que existiera alguna posibilidad, sino para cumplir con mi rol de párroco que velaba por el bienestar espiritual de la comunidad. De antemano, pasara lo que pasara, pensaba recomendarle al concluir la entrevista que enviara a su hija a una psicóloga.

Aquella misma tarde me acerqué a casa de los Ocaña con semblante beatífico; sereno de cruces para fuera, irascible y atribulado por las prisas de cruces para dentro.

La puerta de acceso al terreno estaba abierta y el matrimonio salió a recibirme en el porche adosado a la entrada, ambos vestidos con la ropa formal que solían llevar los domingos. Esa señal de respeto atenuó un poco el mal humor que bullía en mi interior.

Me invitaron a entrar, como era lógico, y me ofrecieron un refrigerio que acepté encantado. La casa no era nada excepcional, muy limpia eso sí. Me imaginaba que en previsión a mi llegada la señora Ocaña se había asegurado de que estuviera impecable. Enseguida me informaron de que la pequeña Laura estaba jugando en el patio trasero. El padre, parco en palabras, sugirió que podía aprovechar que la niña estaba fuera para revisar su dormitorio en busca de "señales". Hizo una pausa angustiosa antes de la última palabra y tuve que contener un esfuerzo para no reírme de aquellos infelices.

Suponía una demora en un procedimiento que deseaba terminar cuanto antes, pero no se me ocurrió una evasiva a tiempo, así que tal solo asentí con la sonrisa amable y ecuánime que reservaba para mis fieles.

Me indicaron que la habitación de Laura se hallaba en el piso superior; no tenía pérdida, la única puerta con un dibujo de flores. Les informé de que debía investigar a solas, sin su interferencia, tanto al comprobar el dormitorio de la pequeña, como durante la entrevista. Lo último que deseaba era la presencia inquisidora y constante de aquellos padres paranoicos.

Intercambiaron miradas incómodas y finalmente no les quedó más que respetar mi condición.

Satisfecho, subí las escaleras y atravesé el umbral del dormitorio. Sin duda, su animal favorito era el unicornio, como así lo testimoniaba una pared donde diez dibujos de equinos cornudos quedaban sujetos con chinchetas, perfectamente alineados y separados entre sí como si fueran genuinas obras de arte.

La cama cubierta por una colcha rosada de tema floral. Sobre el pequeño escritorio un flexo púrpura del que colgaban mariposas de papel. Delante de la ventana un cazador de sueños azulado giraba tímido sobre sí mismo. Una docena de libros infantiles, ordenados por tamaño, en la estantería. El resto del cuarto estaba muy ordenado, pulcro; todo muy normal.

Me relajé sobre la cama con la intención de dejar que el tiempo transcurriera indolente, lo suficiente como para que los padres consideraran que había cumplido con mi deber.

Desde esa posición llamó mi atención un hecho inusual. Un par de agujeros solitarios en la pared donde se encontraban los dibujos de los unicornios. Al acercarme un poco más comprendí que eran agujeros de chinchetas que deberían estar sujetando otros dos dibujos. Ese espacio vacío era una nota disonante en la melodía ordenada que componía el dormitorio.

Intenté obviarlo sin éxito. Quería, no, no, "necesitaba" saber que había pintado en esos dibujos. Metí la mano bajo la almohada, levanté el colchón con cuidado, revisé la mesa del dormitorio; todo en vano. Quizás los dibujos, sencillamente, habían acabado en el cubo de la basura. Era un planteamiento lógico y, sin embargo, intuía que me aguardaban en algún lugar del dormitorio, pacientes, esperando a ser descubiertos.

Me acerqué a la estantería y deslicé la mirada por la parte superior de los libros. Allí encontré mi premio, dos folios doblados, escondidos entre las hojas de una biblia raída.

Contemplé el primero de ellos y tuve un súbito deseo de llorar. Jamás, en todos mis años, había contemplado una escena tan hermosa. Solo una mano más elegante que la de los ángeles podría haber dibujado semejante paisaje. Incluso ahora me emociono al recordarlo.

En ese vulgar trozo de papel se representaba el Paraíso Perdido, la cuna de la humanidad, en un esplendor salvaje y conmovedor. Intenté captar cada sutil detalle, cada sombra, cada personaje, cada gesto contenido en el tiempo, pero era como intentar ver en todas direcciones a la vez: imposible.

Podría pasarme los próximos años describiéndolo y ninguna de mis palabras podría acercarte a comprender la belleza oscura que desprendía.

Con dificultad logré guardar el dibujo. Me sequé las lágrimas y contemplé el segundo. En el solo había un abismo tan logrado en su profundidad y sus formas que tuve la sensación de que las tenebrosas paredes se movían en círculo y yo caía en su interior, me perdía en él, para siempre...

Alguien golpeó la puerta del dormitorio tres veces. Era el padre. Aquel simplón me preguntó si todo iba bien y le respondí que enseguida terminaba. Guardé los dibujos con mucho cuidado, como si sostuviera un pedazo de la Sabana Santa o un fragmento de la cruz de Cristo.

Un rubor me cubrió las mejillas cuando salí del cuarto y los padres me interrogaron acerca de mis hallazgos. Les informé de que allí arriba todo estaba correcto, nada de lo que preocuparse y, mientras les mentía, una expectación que no había sentido en años empezó a hincharse en mi pecho.

Salí por la puerta trasera de la casa y la pequeña Laura me regaló una sonrisa radiante, sentada en una manta donde celebraba una merienda campestre junto a varios muñecos de peluche. Llevaba un vestido blanco crudo y unos zapatos negros y relucientes. El pelo carmesí quedaba sujeto en una coleta. Según le daban los rayos del sol este brillaba como brasas arrulladas por la brisa.

Llegó con un ramo de girasoles en las manos. Eran de papel, tan bien recortadas y plegadas que parecían de verdad.

"Son para usted, Padre. Sé que le gustan los regalos", me dijo con una risita encantadora. Entonces me cogió de la mano y me condujo hasta la manta donde había dispuesto un juego de té y bollería en unos cuantos platos. Me pidió que me sentara.

"Entonces, ¿ha venido a jugar con nosotros?", preguntó sin mirarme, mientras figuraba servir una bebida en una tacita.

Le respondí que así era y ella me acercó la tacita para que bebiera. Fingí hacerlo y pretendí que se trataba de algo refrescante.

"Dime, Laura, ¿va todo bien? ¿Cómo es qué estás jugando sola? ¿No tienes amigos?", dije, sintiéndome de súbito torpe y perdido.

"Tengo muchos amigos, Padre, y ahora no estoy jugando sola, estoy jugando con usted", me respondió sonriente al tiempo que sostenía mi mirada con picardía, como si me estuviera gastando una broma que yo no entendía.

"Tus padres están muy preocupados. Tengo entendido que tu gato ha muerto hace poco, debes estar muy dolida", continué diciendo.

"Supongo que sí", empezó a decir, frunciendo el entrecejo, "el señor Bigotes estuvo muchos años conmigo y me gustaba que se acurrucara en mi regazo, pero últimamente se estaba portando de una forma muy rara. Siempre bufando e intentando arañarme. Es por ese motivo por el que lo empalé. ¿Le gustaría una madalena?"

La tranquilidad con la que confesó me dejó estupefacto. Balbuceé algunas palabras sin sentido, algo referente a que aquello no estaba bien, que no podía matar animales, mucho menos con tanta crueldad.

"No sea hipócrita, Padre, todos cometemos travesuras. ¿Recuerda a aquel matón del colegio que lo llamaba beato meapilas y le daba bofetadas? ¿Acaso ha olvidado cómo usted metió a su perrito en un saco y lo arrojó al rio? ¿Lo bien que se sintió con aquella venganza? Ya sabe lo que se dice: son solo cosas de críos."

No se lo que pensé. Jamás, desde mi infancia me había sentido tan desvalido, desnudo e indefenso. Mi coraza de solemnidad, todo el poder que me confería el hábito de sacerdote había quedado reducida a la nada. Era menos que un hombre, menos que un niño, e hice lo que cualquier persona cuerda hubiera hecho en mi situación. Me levanté y salí de allí a toda prisa.

"Puede llevarse los dibujos si quiere. Los hice para usted", dijo Laura cuando apenas había dado tres pasos.

"¿Qué dibujos?", respondí histérico y ella se rio de nuevo.

"Los que ha cogido en mi dormitorio y ahora tiene doblados en el bolsillo del pantalón. Ah, Padre, casi lo olvido, este domingo será el bautizo", declaró con cierta indiferencia.

Tan solo quería escapar de allí cuanto antes y, cortante, respondí que no iba a bautizar a nadie durante el próximo fin de semana.

"¡No tonto! Usted me bautizó a mi y este domingo yo lo bautizaré a usted", replicó sacudiendo la mano a modo de despedida. Y entonces se comió una dona de chocolate.

Salí de allí sin despedirme del matrimonio Ocaña, empapado por un sudor frío y pegajoso que me envolvió como un sudario y del que no logré librarme hasta darme un baño en mi modesta casa, contigua a la iglesia. Aquella noche me emborraché con el vino de la sacristía y también a la mañana siguiente y por la tarde, escondido tras una nube purpura de alcohol y pesadillas. Puse un cartel explicando que me hallaba indispuesto y dejé que los días transcurrieran sin formar parte de ellos.

No quería recordar nada de lo sucedido porque de hacerlo mi mundo sería sacudido hasta convertirse en escombros, pero por fin llegó el sábado. Todo transcurría con normalidad y poco a poco mi mente dejó de estar tan embotada. Empecé a pensar que, tal vez, lo sucedido en casa de los Ocaña había sido producto de mi imaginación. Aquel pensamiento errático resultaba reconfortante y me aferré a él tanto como pude.

El domingo abrí la iglesia, tal y como había hecho siempre. No salí de inmediato para dar mi sermón. Mis manos temblaban, yo mismo me sacudía como una hoja azotada por la tormenta, hasta que finalmente encontré el valor suficiente como para sacar mi castigado cuerpo frente al púlpito.

Enseguida noté que algo había cambiado. La iglesia estaba llena pero cuando los parroquianos giraron sus cabezas al unísono para clavar su mirada en mí, descubrí que no había nadie detrás de aquellos ojos. Algo todavía más inquietante, algo que despertaba en mi la urgente necesidad de escapar de allí, me alcanzó con su olor dulzón y penetrante, ofuscando el del incienso o la cera de las velas.

Tardé varios segundos en comprender que se trataba del olor de la gasolina.

Se elevaba y anegaba cada rincón de la pequeña basílica. Mis feligreses vestían elegantes ropas caladas en combustible. Las bancadas, los altares y el confesionario también habían sido regados. El suelo de la nave central y los pasillos estaban cubiertos por el oscuro fluido.

Laura surgió casi etérea de la última bancada y se colocó al comienzo de la nave. Iba vestida tal y como la recordaba de mi visita. Sin dejar de mirarme, de una pequeña caja que sostenía entre las manos, extrajo una cerilla. El silencio era tal que incluso pude escuchar la combustión del fósforo.

Cuando éste tocó el suelo una ola de llamas avanzó en mi dirección, cubriéndolo todo en un rugido pavoroso.

Nadie se movía, todos me observaban con su ropa consumiéndose en arrugados retazos negros, mientras la piel se tornaba oscura y crujía y desprendía un horrible olor.

Vi como Laura agitaba los brazos, indicándome que me acercara a ella y la verdad me llegó de pronto.

Aquel sería mi bautizo, como se me había prometido, y mis feligreses los testigos.

Bajé del púlpito, los ojos llorosos por el humo y el terror, sintiendo el calor que prometía arrancarme la carne de los huesos y di un paso; el primero y más importante de mi existencia. Después otro y descubrí que ardía, me quemaba por dentro. Mis dudas, mis miedos y flaquezas, todas mis debilidades estaban siendo purificadas y cuando llegué a ella, a Él, besé sus pies, agradecido, suplicante. Por primera vez en mi vida supe que existía un destino, y, por primera vez en mi vida, sentí la fe ardiendo en mi corazón.


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