Desde el abismo (Daniel Estrada de la Torre)
Era una noche inundada de estrellas como flamantes veladoras, nubes robustas y pesadas se conglomeraban rodeando a la impávida luna llena, cráneo avejentado vigilante de la noche; testigo fiel de horrores más antiguos que la Tierra misma, y que, esa noche atestiguaría uno más de tantos.
—Erase una vez en un reino muy, muy lejano —leía Alba, una joven madre sentada a la cama de Lucy la hermosa pequeña de seis años con ojos similares a dos zafiros azulados y resplandecientes; herencia genética de su madre. Un cobertor rosa plagado de unicornios, pegasos y arcoíris la cobijaba hasta la nariz. Estaba tan atenta que no parpadeaba al escucharla—, habitado por miles de seres fantásticos — continuó la mujer antes de ser rápidamente interrumpida por la curiosa Lucy...
—¿... seres fantásticos? —parecía que la noche, no solo estuviera afuera, sino sobre su cabeza, haciéndole de cabellera.—, cómo estos, Alba —agregó alzando el cobertor con las dos manos a la altura de sus ojos curiosos.
Para Alba el hecho de que la pequeña se le dirigiera por su nombre de pila no le era incomodo a menos que estuviesen en público o en familia. Ya hace tres años, desde que la niña adquiría consciencia de si misma, que empezó a hacerlo.
—Sí, oh... o como los lagartos voladores que acompañan a la chica rubia de la serie... esa que tanto le gusta a tu hermana...
—Dragones —dijo la pequeña fijando sus astutos ojos cuya profundidad oceánica era manchada por un destello de prematuro desdén, se sopló los largos mechones que se le iban a la cara como con vida propia.
—Sí, o ¿no te gustan los lagar... Dragones esos?
—Prefiero al kraken o al leviatán.
Alba se extrañó más aún al oír esto: no recordaba de nada a esos seres.
—Se mueven en las profundidades donde nadie los ve —continuó Lucy—, pueden hundir flotas enteras de barcos y devorarlos con todo y marineros. Verdad que son impresionantes. Seguro que los dragones no pueden ganarle una pelea. Pasará como hace dos años... la vez que esa vela se cayó a la tina. Solo vasta que el kraken saque uno de sus tentáculos y sumerja al dragón que, una vez en el agua, no podrá hacer nada para defenderse. Y entonces lo meterá en su enorme pico y lo destruirá. Será su cena.
—Oh, claro —asintió la mujer fingiendo interés; sus nociones de criaturas fantásticas eran escasas, aunque ya había leído muchas historias sobre ellas; pero solo lo hacía maquinalmente; sin el menor interés. Además no tenía lugar para tanto: las distintas tareas como coordinadora empresarial ya tenían inundada su mente; no cabían seres imaginarios, apenas alcanzaba recordar a los lagartos voladores escupe fuego, los pegasos...
... también tenía un recuerdo de su hija primogénita cuando era un poco más pequeña que Lucy: alguna vez le había dicho que de los seres fantásticos su animal favorito era el unicornio. Pero se dijo que no era importante, ya Karen era demasiado grande, hasta tenía novio. Y Alba solo quería que la pequeña Lucy se durmiera: no podía pensar en nada más que en darse un baño y descansar, el día había sido muy duro en la oficina, demasiado.
Tanto como lo fue para su esposo, Ernesto, quien justo atravesaba el umbral de la puerta frontal humedecido por la lluvia que comenzaba a caer. Entró y puso un paquete extraño sobre la mesilla en la que solían dejar las llaves.
Tenía mucha hambre y pensó en comerse un bocadillo. Aunque desde la tarde tenía ganas de algo con chocolate, buscó en la alacena y el refri, y encontró la caja de pastelillos en la cual esperaba hallar la preciosa. Pero quería darle las buenas noches a su princesa antes de que no estuviera más en este mundo, sino en el de los sueños...
Iba a agarrar el paquete envuelto en papel y hule, pero algo raro ocurrió: por el rabillo del ojo vio que una silueta misteriosa pasó de largo más allá de la cocina.
—¿Cariño, eres tu? —dijo Ernesto—, Alba, amor, ya llegué.
Como respuesta solo recibió gemidos y lamentos.
«Pobre alma en pena», se dijo, «¿qué será eso que la acongoja y la hace deambular de esa manera tan sigilosa cual espectro con asuntos pendientes?»
Una puerta fue azotada al final del pasillo que conducía a la habitación de Karen. Intrigado y sujetando bien la caja caminó a paso lento y suave sin emitir ningún sonido que aquella figura que acababa de ver pudiera oír. Una breve discusión, y un grito ahogado acompañado de golpes provenientes de la habitación de su hija mayor, lo hicieron sobresaltarse y aceleraron su ya perturbado corazón.
Con cada paso recordaba la ocasión, hace casi diez años, cuando aún Karen era pequeña, en que tras forzar la puerta, alguien había entrado a su casa. Revivió esa sensación angustiosa, que nacía en su pecho y se extendía hacía su estomago y la cabeza, de creer que su niña estuviera herida. Aquella vez lo más grave que pasó fue que ese tipo que se metió solo les había robado algo de comida del refri, y había dejado un desastre. Pero se había sentido tan cobarde por ni siquiera enfrentarlo como todo hombre valiente haría, sino solo ir a correr con su pequeña para verla y abrazarla.
Pero ahora algo terrible estaba pasando de nuevo, y justo en la habitación de su bebé, ya era una adolescente, pero no dejaba de ser su bebé.
La puerta se abrió lentamente como empujada por el viento o alguna extraña fuerza... Agarrando la caja como si de un bate se tratara, aceleró el paso y abrió la puerta mal cerrada: y entonces lo vio, y sintió el verdadero horror, estaba ahí, justo frente a él.
Karen, o bien, el reflejo de su Karen en el espejo de la cómoda; manchado, no, rayado de un rojo carmesí cremoso; la cara deformada en un gesto que despertó en Ernesto un escalofrío que estrujó su endeble corazón. Y frente a la chica el causante de la tragedia: el novio, mejor dicho el ex-novio; sin duda aquello era un acto de despecho.
Sí, su cara aterrada se veía en el tablet: pobre cobarde, no habría soportado estar presente.
—¡Maldición papá! —chillo su hija apretando los dientes y abriendo los párpados más allá de los limites que él concebía como naturales.
Karen lanzó el tablet contra el piso alfombrado, se seguía oyendo, ahogada por la alfombra, la voz del chico disculpándose.
—Por qué lloras hija —casi enseguida se arrepintió de hacer una pregunta tan obvia en semejante situación.
—¡Papá, no entres así! —volvió a estallar, y con la cabeza gacha, y la cara transfigurada en una mascara hórrida tan enrojecida como los ojos que escurriendo el negro de la amargura se entornaron y echaron chispas. A paso veloz marchó en su contra y le dio un portazo que él alcanzó a esquivar retrocediendo antes de ser victimizado de la misma manera que el indefenso espejo; y la noble habitación; y el inocente tablet lo habían sido bajo la ira de un tierno corazón roto.
Detrás de aquella puerta la quinceañera lloraba y sollozaba a moco tendido.
—Ah —suspiró Ernesto moviendo lenta la cabeza, hurgaba entre los pastelillos de la caja—, estos adolescentes... —en sus dedos sintió la rueda algo pegajosa y suave—. Ah, mi preciosa...
Se regocijó más tranquilo sabiendo que después de un tiempo de malas caras y quejumbres todo aquello se olvidaría; y se comió una dona de chocolate yendo por el paquete que dejó al entrar para subir al cuarto de la amada princesa.
Cuando la madre junto a la cama se disponía a continuar con la lectura, la chiquilla se levantó y fue corriendo al baño.
«Ah pero esta niña», se dijo y luego le gritó:
—Lucy, qué pasa cariño, ya no quieres que te siga leyendo.
—Ya voy.
La pequeña duró más de lo normal en el baño.
—Qué pasa amor, estás malita. Te duele esa pancita risueña —dijo la mujer y abrió la puerta del baño, y vio a la pequeña lavándose las manitas. Tomándola en brazos la regresó a la cama y le hizo cosquillas.
La linda criatura reía dulce y tiernamente aún cuando las cosquillas pararon.
—Vamos Alba. Sígueme leyendo el cuento.
—De acuerdo —respondió y continuó—: En aquel maravilloso reino algo extraño había pasado con la amada princesa, no solo había cambiado, sino que había... —Alba se interrumpió al oír un golpeteo en la ventana, y luego un sonido atronador y liquido igual al que hacen esas pequeñas ventosas de plástico anaranjado al despegarse del vidrio, pero multiplicado por millares.
—Continua Alba —insistió Lucy como queriendo evitar que Alba se distrajera—, ¿qué pasó con la princesa?
—Ah eh... ¿no oíste amor? En la ven...
—¿... oír qué?
—El ruido en la ventana —se levantó de la silla y con el libro en la mano se inclinó hacia el vidrio y por unos momentos observó.
—Es solo la lluvia y y el viento Alba, tu ya me has dicho que no debo temer a los sonidos que hacen las ramas al arañar contra el vidrio.
El ruido siguió... algo rasgaba la ventana... y algo se oyó detrás de ella, junto a la cama de Lucy, en la puerta...
Alba volteó y vio algo que no esperaba, algo... anormal:
Su querido esposo Ernesto llegó con un ramo de girasoles en las manos y una feliz sonrisa en el rostro siempre alegre.
—Buenas noches mis amores —dijo y acarició la cabeza de Lucy y la besó en la frente. Luego besó a su amada Alba y puso el ramo al costado de la cama acomodándolo en el florero tras quitar las flores ya marchitas de la semana pasada: sabía que eran las favoritas de Alba y por lo visto también de la princesa.
—Bueno princesa —dijo revolviendo los negros cabellos de la pequeña, podía jurar que vio salir dos destellos azules de los ojos de Lucy, pero se dijo que ya había imaginado demasiadas cosas, así que lo ignoró—, qué tengas una noche llena de sueños bonitos.
»Voy abajo amor, iré a ver qué me preparo para cenar.
—Está bien corazón.
Ernesto salió del cuarto.
—Ya Alba, deja las ramas, y sigue leyendo.
—No son las ramas, es... es otra cosa.
—Pero las ramas siempre han tallado contra el vidrio.
—Sí, pero... tu papá podó el árbol ayer y... —se interrumpió para levantarse de la silla y observar más allá de la ventana.
—Él no es mi papá —murmuró la pequeña, tan bajo que ella no la oyó —, como tu tampoco eres mi mamí.
La mujer dejó el libro sobre la silla y se acercó a la ventana. Corrió las persianas y vio que la lluvia continuaba, solo que en el vidrio estaba pegado algo extraño, algo glutinoso y pardo que bajaba con la briza acuosa por fuera del vidrio.
—Qué es eso —la pequeña Lucy ya se había levantado de la cama y estaba detrás de Alba—, ¡mira!, se mueve. Es asquerosa. Quítala.
—Ya se lavará con la lluvia.
—¡Quítala! —gritó asqueada la pequeña.
La joven mujer abrió la ventana y como si la habitación estuviera cerrada a compresión y hubiera abierto una escotilla, fue absorbida al exterior, y antes de caer se sostuvo haciendo fuerza con sus brazos a la orilla de la ventana, sólo la mitad de su cuerpo salía.
Se sujetaba lo mejor que podía, pero la succión era muy intensa.
—Quítala madre —gritó más fuerte y despectiva la pequeña criatura detrás de la angustiada mujer.
Y de la profunda y oscura nada afuera de la ventana algo largo, pulposo y negruzco la arrancó de la ventana y la engulló en el negro abismo de las tinieblas.
Solo un chillido cortado y La colección de Cuentos de Hadas tirado en el suelo machihembrado junto a algunas gotas de su sangre, fue todo lo que Alba dejó detrás.
La pequeña criatura de mechones tentaculares e intensos zafiros, caminó a paso lento al agujero en la pared y miró al abismo oculto en las tinieblas de la noche tormentosa.
—¿Mamí, estás ahí?
De entre la oscuridad salían tentáculos que húmedos brillaban ante la luz de la luna y se agitaban en una danza hipnótica que anunciaba la presencia de un ser de proporciones y características fuera de nuestro entendimiento. Criatura que solo podía existir en un plano inmenso y ajeno al nuestro conectado mediante una rasgadura en el robusto telar espacio-temporal que solo un ser abisal como aquel podía atravesar... por algún buen motivo.
—¡Madre, eres tú! —gritó muy emocionada y alegre la pequeña al ser sujetada por uno de los tentáculos y acercada a los seis enormes óvalos azules que observaban desde el abismo, faros resplandecientes; intensos zafiros que brillaban superando a la luz, opacada por la lluvia, de la luna que observaba la escena.
Ernesto entró alertado por el ruido estridente que hizo aquella criatura inmensa al romper la ventana.
Frente a sus ojos perdía para siempre a la que creía su hija, su princesa, la niña de sus ojos, pero que nunca lo fue.
Solos, años después, están ahora un padre y su hija.
Y la luna se pregunta, muy lejana y apenas visible en un cielo diurno y primaveral: por qué es necesario que algo terrible ocurra para que un padre y su hija puedan llevarse bien y, por fin, demostrarse su amor.
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