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El Muro

Una noche, haciendo guardia en la torreta de la parte este del campamento base, vi acercarse un caballo a toda prisa. Mientras el caballo se acercaba, toqué la campana. Me fijé mejor y vi que en el caballo había un hombre inconsciente.

—¡Hombre herido! – grité varias veces.

Los guardias abrieron el portón y el caballo entró; el hombre cayó al suelo mientras el caballo relinchaba y se quedaba apoyado con las patas traseras en el suelo, poniéndose aún más nervioso. Bajé a la entrada y, de repente, el caballo se puso delante y empezó a volverse aún más agresivo. Logré tocarlo, y su agresividad fue disminuyendo. Cuando estuvo más calmado, lo llevé al establo y lo dejé allí comiendo antes de verificar el estado del hombre.

Me dirigí a la tienda del médico.

—Hola Marco, ¿cómo está nuestro nuevo amigo?

El médico me lanzó una mirada; no hace falta ser médico para entenderla. Inmediatamente fui a hablar con el capitán, quien me requería por haber dado el aviso desde la torreta.

—Buen trabajo, ¿cómo te llamas?

—Arturo.

—Mañana preséntate aquí a primera hora.

—Sí, capitán.

Me incliné para darle el saludo y salí de la tienda, yendo al establo para verificar el estado del caballo, que parecía más tranquilo. Después, me dirigí a la tienda del capitán.

—Hola capitán, ¿qué desea de mí?

—Te encargarás de que nuestro invitado se encuentre a gusto.

—Sí, mi capitán.

—Vete a la tienda de Marco.

Me presenté en la tienda de Marco.

—Sígueme.

Siguí a Marco con paso acelerado hasta llegar a la tienda donde estaba el "invitado".

—Ahora quédate aquí; si despierta, avísame.

Asentí con la cabeza, y Marco se fue. Permanecí sentado allí durante horas, y nadie venía a averiguar nada sobre el hombre. Miré fijamente al hombre, toqué su hombro con mi dedo como si fuera un niño pequeño. Me aburrí y empecé a pensar en mis cosas. Cuando levanté la cabeza, ya era de noche. Me pregunté cuánto tiempo más estaría allí. Me desperté en la silla, el hombre seguía acostado y nada. Me dolía todo por haber dormido en la silla, más dura que una piedra. Me acerqué al hombre, puse mi oreja en su pecho para verificar si seguía respirando. De repente, noté que alguien entraba y me levanté como un rayo.

Era el capitán, entra con la armadura.

—Arturo, ¿hay algún cambio?

—No.

El capitán se va por donde había entrado. Como tenía mucho tiempo para pensar, empecé a preguntarme por qué el capitán vino con la armadura. Empecé a creer que el tipo fuera alguien de la mismísima Roma. Empecé a fantasear hasta que me di cuenta de que también podía ser un bárbaro y que lo iban a juzgar, entre otras tantas cosas. En ese preciso instante, me quedé en blanco sin saber muy bien qué hacer. Lo único que se me ordenó fue que si se levanta, avise al capitán.

Pasaron los días y no había nada nuevo. Lo único que sabía es que no nos íbamos a ir de este maldito lugar. Ya no creo que esto sea una recompensa, sino todo lo contrario. El no saber si se va a levantar me está poniendo cada día más nervioso. Cuando ya creía que me iba a quedar en esa tienda hasta el resto de mi vida, un grito agónico y espasmos varios hacen que el cuerpo del tipo se mueva sin control. Empezó a gritar:
– ¡Ayuda!
En un rato llega el médico, saca un frasco y se lo da a oler. El tipo empieza a relajarse. El estrés me va a menos, pero el susto lo recordaré toda la vida.

—¡Avisa al capitán, ya!

Voy corriendo como si la vida me fuera en ello hasta la tienda del capitán. Entre respiración acelerada y los nervios, no fui capaz de decir a la primera que el tipo había despertado. A la segunda fue. El capitán se pone el casco y va corriendo. No me iba a perder esto por nada del mundo. Sigo al capitán. Entro después de él.

—Hola, Máximo, ¿cómo estás, mi gran amigo?

El capitán me echa de allí y me dice que espere fuera. No sé cuánto tiempo pasaría, pero para mí era eterno. Cuando ya no creía que fueran a salir, el capitán sale y me hace entrar.

– Arturo al hombre que estuviste cuidando se llama Máximo, es el teniente de las los ejercitos en toda esta zona y en África. Es el mata gigantes. Se me ponen los ojos como platos. Conocía toda esas historias, soy consciente que casi todas estaban un poco alteradas o eso creo. Estaba un poco nervioso. Me mandaron ir a la torreta de nuevo hacer guardia. Al cabo de un rato mi compañero en que se suponía que me tendría que dar el cambio de guarda, llegó mucho antes de lo que en teoría debería venir. O se me pasó el tiempo volando o aquí pasa algo.

—Vete a junto del capitan.

Ahora todo encaja. Mientras me dirijo a la tienda del capitan me invade el miedo. ¿Hice algo? O ¿no hice nada? Lo extraño que había un guardia en la puerta. Al rato me dijo el guardia que podía pasar. Entro y allí estaba el capitán y Máximo.

—Os dejo solos– dijo el capitán

—Siéntate muchacho.—Dijo Máximo.

Me siento enfrente de Máximo.

—Arturo te doy las gracias por darte cuenta que en el caballo había una persona, por qué de lo contrario no abrían la puerta.

—Creo que es lo que todo el mundo haría, no?

—Eso es lo que crees tú.

—Y que haría otra gente?

—Pues desde matar al caballo como mínimo.

—Le puedo hacer una pregunta?

—Si dime

—Y como acabó en un caballo medio muerto yendo a galope?

—Estábamos en lo alto de una colina no muy lejos de aquí. Para que lo entiendas mejor. Aquí hay dos facciones bárbaras que siempre se llevaron a matar, pero fue llegar nosotros y se aliaron. Estábamos en la colina cuando hicimos retroceder al enemigo y nos hicieron una emboscada y nos mascraron. Una matanza. Y eso es lo único que recuerdo.

Me quedé embobado mirado como contaba la historia. No me salieron palabras solo vio mi cara de asombro, el sonrió. Se me queda mirando

—Que quieres hacer de tu vida?

—Pues no sé. Que no me maten unos bárbaros.
Máximo se ríe a carcajadas.

—Por lo menos tienes sentido del humos. Mañana por la mañana empezarás tú entrenamiento para ser soldado de Roma y ser ciudadano.

No sabía muy bien que decirle, lo que salió de dentro fue un vale muy tímido.

Llegó el día. Fui hasta donde los soldados hacen los entrenamientos. Vi en medio de la zona de entrenamiento a Máximo con la armadura; parecía una escultura de esas que hay en los palacios, que tanto me contaba mi padre. Mientras me acerco, veo que cinco soldados lo dejan en medio del círculo. Ataca uno, y Máximo para el ataque y lo aparta de una patada, sosteniendo la espada con una mano.

Justo cuando el que estaba detrás ataca, Máximo, con la guardia alta, tiene ventaja sobre la posición del soldado. Se gira con un movimiento suave, queda cara a cara con el soldado, quien al intentar rectificar deja claro su desprotección ante el ataque de Máximo. Máximo desenfunda y con maestría da la vuelta a la espada, golpeando con el mango en el centro del estómago, haciendo que caiga al suelo.

El soldado de la derecha le ataca directamente. Máximo hace un amago con la espada, y el soldado intenta cambiar la dirección para evitar el ataque, pero es demasiado tarde. Le da con la parte ancha de la espada en toda la cara, sonando como un bofetón. Luego, saca la funda de su espada y va directo hacia los tres restantes, quienes comienzan a dudar. Máximo aprovecha esa indecisión para darles unos golpes hasta que caen al suelo. Se dirige hacia mí.

—Hoy sabremos si estás hecho un soldado o eres un pelele como estos.

El miedo me impide acercarme a Máximo. De repente, viene hacia mí, y no sé cómo, pero logro parar sus ataques. Hasta que pega un grito y me desconecto. Me da un puñetazo. Despierto en la tienda de Máximo.

—Tienes talento para el combate, pero hay que pulir algunas cosas.

Al día siguiente, cuando parecía que todo iba bien, siempre algo salía peor. Pasaron meses y ya sabía combatir cuerpo a cuerpo con espada. Máximo confiaba mucho en mí. Seguía entrenando día y noche. Ya ni sé cuánto tiempo llevo haciéndolo. Estaba entrenando una mañana cuando empezó a sonar la campana de todas las torretas, y alguien gritó que las almenaras del este estaban ardiendo. ¿Eso significa que hemos caído? Máximo me llama, y voy hacia él.

—Arturo, tu día ha llegado.

—¿Qué?

—Protege el lado oeste del poblado; yo me quedaré en la puerta principal.

Me dirijo al oeste del asentamiento, pero antes miro por el muro hacia afuera y veo a miles de hombres. Me agacho y voy hacia donde se me ordenó.

Le pregunto al capitán:

—Podríamos hacer que ataquen primero por este lado así no debilitamos nuestra posición.
El capitán no lo ve claro y me queda mirando.

—No.

—Entonces déjame ir con mi gente. En una hora, estos bárbaros se van de aquí.

—No, quédate aquí. Cuando quieran entrar, los aniquilaremos.
No me voy a quedar con los brazos cruzados. Aviso a mi gente. Éramos unos treinta. Salimos sigilosos. En una hora, conseguimos que los bárbaros retrocedieran. Máximo hizo lo mismo por el otro lado. Después de haber salvado el asentamiento, reforzamos la vigilancia. Esa noche, todo estaba a oscuras, nadie encendió ni la más pequeña antorcha.

Al día siguiente, fui llamado por el capitán. Me dirigí hacia la tienda, tenía una sensación rara. Así como entro, escucho al capitán decirle a Máximo que si volviera a desordenar una orden, lo llevarían a Roma y le harían un juicio por desorden de mando. Entro y los dos se quedan mirando. El capitán me mira como si me fuera a dar una paliza allí mismo. Máximo mira al suelo, no dice nada. El capitán se me acerca, y de repente, Máximo se empieza a reír a carcajadas. El capitán también se ríe a carcajadas y me dice:

—Tenías que verte la cara de pánico.
Me río por nerviosismo.

—Tenemos que ser más cuidadosos, se están replegando y no creo que diremos mucho más aquí. Mandé un comunicado urgente para que venga más soldados.—Dice el capitán.

Pasaron varias semanas y todo parecía como siempre. Por la tarde, llegó un mensajero de Roma, decían que teníamos que hacer un muro. Eso fue lo que me dijo Máximo. Cuando me dirigía a ver al capitán, no podía entrar en su tienda. Estaba reunido con un señor de Roma, según me dijo Héctor. Salí a hurtadillas. Me dirigí hacia el bosque oscuro, que es donde sabíamos que estaban los bárbaros. Allí no había nadie. Fui hasta el río y allí estaban miles y miles de bárbaros. Nos superaban en número. Volví a decirle a Máximo y al capitán lo que había descubierto. Llego y me dijo Héctor que me esperaban en el salón. Llegó apurado.

—¿Dónde estabas muchacho?—Dijo el capitán.

—De patrullando.

—¿Pero patrullando? ¿Por qué?

—Fui hasta el bosque oscuro y allí no había nadie de los bárbaros. Pero llegué al río y allí estaban muchos bárbaros, nos superan en número y no creo que con un muro resolvamos el problema.
De fondo se escucha una voz.

—¿Y este muchacho quién es?
Miro hacia donde viene la voz y no me lo podía creer.
Agacho la cabeza y digo:

—Ave César.
Máximo explica al César mi papel en todo esto.

Al día siguiente, comienzo la construcción del muro. Se trajeron a muchos soldados. César fue a negociar con los bárbaros. Me escabullí para ver cómo se las gastaba el César. No sé cómo pudo sacar tantos soldados, pero consiguió la rendición de los bárbaros llegando a un acuerdo. Pasaron diez años y el muro ya está acabado. Al capitán lo hicieron senador de Roma; a Máximo le dieron un retiro dorado, dándole tierras en la Toscana por sus servicios a Roma. A mí me ascendieron a capitán. Esto está muy lejos de Roma y ya casi no le importamos a nadie. Cada semana vienen menos víveres, etc. Los bárbaros, sabiendo eso, querrían de nuevo sus tierras. No tardaron mucho en darse a notar.

Una noche, cuando estaba lloviendo a cántaros, fuera de la muralla se empezó a escuchar tambores y cuernos de toro y alce, eran sonidos ensordecedores. Los soldados nunca habían escuchado algo igual. La cara de miedo se notaba en algunos de ellos. Les dije que mantuvieran la calma, que los muros resistirán el ataque. En el cielo se escucha un pequeño silbido.

—Flechas, lluvia de flechas.—Grito como si me fuera a salir el alma por la garganta.

Pocos soldados caen. Empezamos a tirar flechas nosotros también. A lo lejos veo que algo grande y con fuego intenta llegar al portón. Mando a los arqueros que disparen flechas a esa cosa. Era un jabalí de por lo menos tan grande como la puerta de entrada.

Se escucha un sonido seco. Es el jabalí gigante chocando con la puerta. Les dije a los soldados de la torre de la entrada que echaran el aceite. Se consiguió por un momento que no golpearan más. Al rato volvieron a golpear, y el sonido del jabalí gigante de madera contra el portón parecía que lo iba a romper en un momento a otro. Las puertas de la ciudadela eran de madera, pero hay una reja de hierro para esos casos. El asedio parecía inminente. Ya no sé cuánto tiempo pasó desde el sonido de los tambores de los bárbaros hasta ahora. Me parece una eternidad. Máximo y yo creamos un artefacto que en vez de tirar flechas lanzaba lanzas enormes y largas. El uso fue un gran éxito. De la parte oeste del muro se escucha un estruendo y el suelo tiembla un poco. Unos soldados y yo fuimos a ver qué pasaba. Vimos una brecha en el muro donde estaban entrando bárbaros. No creía que el muro fuera a caer. Miro hacia el horizonte y veo tres catapultas exageradamente grandes. Veo cómo tiran tres enormes piedras contra el muro. Le dan de lleno. Les digo a los soldados que me acompañen.

Una vez en la brecha del muro, fuimos matando a bárbaros. Era una cuestión de ellos o nosotros. No paraban de llegar más y más bárbaros; los soldados caían uno a uno. Cuando me di cuenta, me encontraba solo frente a numerosos bárbaros, agotado.

"¡Vamos!" grité.

Los bárbaros parecían no saber a qué esperar. Cada vez llegaban más, y yo me sentía cada vez más cansado. Sin embargo, eso no iba a impedirme seguir luchando. Me rodeaban cada vez más, hasta que un sonido de cuerno resonó desde la colina; hombres a caballo se dirigían hacia nosotros. El sonido del cuerno se hacía más cercano. Los caballos arremetieron contra los bárbaros, y de repente, el caballo que se acercaba a mí dio un salto, pasando por encima de mí. Era Máximo con los caballeros de la caballería del halcón.

—Muchacho, no te iba a dejar solo.— dijo Máximo desde su caballo.

Me desmayé debido al cansancio y las heridas. Cuando desperté, estaba en el hospital de campaña, acompañado por Máximo.

—Arturo, estás hecho un trapo.

Los dos amigos se rieron a carcajadas y continuaron protegiendo el muro hasta el final de sus días.

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