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El Hispano

De pronto, me levanté del suelo, aturdido por una bola de fuego que cayó delante de mí. Por unos instantes, no sabía dónde estaba; solo veía blanco. Esa sensación iba desapareciendo hasta que veía borroso, y el pitido en mis oídos ya no era tan fuerte. Cuando recuperé la vista, se acercaba un caballo enorme, y el jinete llevaba una lanza. Me aparté de la trayectoria de la lanza, y el caballo siguió de largo. Pero se dio la vuelta y empezó a galopar hacia mí, cada vez más rápido.

La ventaja estaba de mi lado, ya que el jinete ya no tenía la lanza. Desenfundó su espada e intentó atacarme. Astutamente le esquivé, y con mi gladius le hice un ligero corte en una de las patas del caballo. Este cayó al suelo. Ahora era una lucha uno contra uno. Después de dos ataques, el jinete era demasiado lento para mí. Al tercer ataque, vi de reojo que su pie derecho se hundía un poco más en el barro. Fue entonces cuando di una vuelta sobre mí mismo para atacar la zona desprotegida y asestarle el golpe de gracia.

Los hombres restantes se retiraron, dirigiéndose hacia las colinas detrás de ellos.

—Mi comandante, ¿vamos tras ellos?

—No, déjenlos ir. Quiero que nuestra hazaña sea contada por sus hombres.

—Vale, comandante.

—Vete con algunos hombres a recoger a los heridos. Llévalos al médico. Respecto a los muertos, hagan atriles y al atardecer les daremos un entierro digno.

El comandante se dirigió a su tienda. Después de la batalla, seguía un ritual. Primero, se quitó el casco y luego se mojó la cara con el agua que estaba en un cuenco grande, colocado allí por su aprendiz. Segundo, se quitó el protector de muñecas que iba desde la muñeca hasta el codo y se limpió con la misma agua. Tercero, se sacó el protector del pecho y lo dejó en una hamaca. Después, se quitó la parte de cuero que llevaba debajo de la armadura y se limpió nuevamente con la misma agua. Por último, se quitó los protectores de las piernas y las sandalias, se limpió una vez más con el agua restante. Se quedó desnudo, mirando hacia la nada, y se echó lo que quedaba de agua por encima. Se secó con una toalla y se vistió con ropa limpia.

De sorpresa, llegó al campamento el cónsul de Roma, enviado por el mismísimo Julio César. El cónsul era un hombre más bien afeminado, llevaba peluca, se marcaba los ojos con algún tipo de carboncillo, tenía sobrepeso y siempre lo transportaban en carro. Según las malas lenguas, era un buen diplomático pero un tanto tirano.

—Comandante, tengo que hablar ahora con usted.

—Vale, llévenlo a mi tienda y que esté cómodo. Voy ahora, antes tengo que despedirme de mis hombres caídos en batalla.

Después de la ceremonia de despedida de sus hombres, llega a su tienda.

—Creía que no vendrías nunca.—dijo el cónsul enfadado.

—¿Qué hace aquí un tipo tan gordo que ni la polla esa pequeña que tienes ni te la miras?—el comandante lo mira con cara de loco.

—Creo que no sabes con quién estás hablando, Daniel. Viene aquí por petición expresa de César, ¿y así es como me recibes?

Lo coge por el cuello y lo lleva fuera de la tienda, mientras andan va apretando más y más el cuello del cónsul. Este solo hace gemidos como si fuera un cerdo. Lo lleva abajo de la colina, donde llevaban diez días luchando contra los bárbaros, y lo tira al suelo donde está todo el barro.

—Esto es Roma, y gracias a mis hombres, ahora Roma es más grande. No te olvides de decirle eso a Julio César.

El cónsul lo mira con cara de rabia.

—Ya verás, esto no quedará así, sucio hispano -al final de la frase le escupe a los pies.

El comandante le da una patada en el trasero, se agacha, lo coge por los pelos y lo tira hacia atrás.

—Ves esa luz allí, pues allí están los bárbaros. Ellos os tienen muchas más ganas de cogerlos a ustedes que a mí. Piénsalo, y ahora ya te estás yendo.

Pasaron los días y ya tenía rodeados a los bárbaros. Uno de ellos dice que su líder quiere parlamentar con el comandante romano. Llega a una zona neutral y los bárbaros llevan dos baúles que están encima de una carretilla. Los bárbaros son tres más el líder, los guardaespaldas son montañas, en cambio, el líder es más un tirillas, y lo que no entendía el comandante es que el tercer hombre estaba más atrás de ellos.

—Aquí nuestras ofrendas para que os marchéis de nuestras tierras.
Las dos montañas abren los baúles y tienen monedas y piedras preciosas. A Daniel se le abren los ojos como platos. Agarra las sogas de los caballos.

—Luego os traigo a los caballos.
Los bárbaros asienten.

En la madrugada, Daniel está durmiendo en su tienda, nota un ligero ruido, se despierta sin abrir los ojos, agarra a un hombre del brazo, con el impulso de agarrar se levanta y el enemigo intenta apuñalarlo sin éxito. Le da un puñetazo en toda la cara, lo tira al suelo; este se levanta, Daniel coge su gladius y se la clava en el pecho, dándose cuenta en ese mismo instante de que es su propia gente la que lo traiciona. Aturdido y sin saber dónde está, abre los ojos, mira a alguien conocido frente a él, la vista cada vez se va poniendo más clara.

—Gordo, no tienes cojones para hacerlo tú, y tienes que llamar a esta gente. Eres traidor a Roma -le devuelve el escupitajo en toda la cara.

Lo llevan a una zona arbolada, son al menos diez soldados; Daniel está atado de pies y manos, ve su final. Lo arrodillan y le dice un soldado:

—¿Últimas palabras?

—Lo que tenga que ser, será.

Daniel se levanta, echa el hacha atrás y golpea a uno de los soldados, logra ponerse en pie de nuevo con un salto. Los soldados miran sus pies y están libres sin soga; los soldados lo miran con asombro.

—¿Qué es lo que siempre os digo?

—...

—Regla número uno: siempre llevar una daga encima. Regla número siete: registrar siempre al hombre que vais a liquidar.

Acaba de hablar y sus manos están libres. Uno se dispone a atacar y en frente de él, no puede desenvainar; le da un golpe en el pecho y le coge la espada por el mango y la desenvaina, haciendo un ruido chirriante.

—Regla número dos: el filo de la espada por el frío se atasca en la funda.

Como si fuera una coreografía, va matando uno a uno, llega al verdugo y último soldado.

—Buuuuaaaaa.

El soldado empieza a correr. Llega al asentamiento y va sigiloso, saca de las jaulas improvisadas a sus hombres fieles.

En la plaza, hay un soldado de rodillas, no se ve bien qué es desde lejos; se acercan un poco más. Es el aprendiz de Daniel. Está atado de pies y manos, el cónsul lo tiene con un cuchillo en el cuello.

—Si te acercas, lo mato, hispano. Ah, es verdad, vuestro comandante es hispano, nunca fue romano y nunca lo será -se ríe a carcajadas.
Daniel hace una señal para que no ataquen.

—¿Y a ti qué te importa que sea hispano? -grita Daniel.

—Eres la vergüenza del ejército de Roma, y ahora, por tu culpa, va a morir este chico. Mira la cara de pánico que tiene.—se ríe a carcajadas.

—Id por detrás de la colina, esperadme allí. Si esto sale mal, iros. Cuando estéis en la colina, haced la hoguera; así sé que estáis a salvo. Después os marcháis y dentro de tres días nos vemos donde las montañas de tres picos.—dijo en voz baja.

Sus hombres se van. Cuando pasa un tiempo, sale del escondite con las manos en alto.

—Aquí me tienes, Gordo, déjalo en paz. Él tiene la culpa de ser codicioso y un embustero.
El cónsul hace una señal y salen muchos soldados, formando un corro, y en medio, Daniel y el cónsul. Detrás del cónsul, se abre el corro y pasa un soldado muy grande y con cara de pocos amigos.

—A ver lo gallito que eres, hispano.

—No tenía a nadie más grande.—Daniel lo mira.

El grandullón va hacia él, se para en seco, Daniel extrañado.

—Ahora te acordaste de que tienes que ir a algún sitio o qué.

—¡Callaaa!

El grandullón corre hacia él sin control. Intenta clavarle el hacha a Daniel en la cabeza. Daniel repele el golpe con la espada, lleva tanta fuerza el golpe que se tiene que apartar de la trayectoria del hacha.

Se dice a sí mismo el comandante, "se me tiene que ocurrir algo, si no". Se acuerda de un juego de cuando era pequeño. Después de unos ataques más, ya tiene el punto débil del grandullón. Se pone enfrente uno de otro y empiezan a correr a la vez. Antes de atacar, el grandullón levanta mucho los brazos, haciéndolo ir más lento. Levanta los brazos y el hispano se echa a un lado, se agacha y le hace un tajo en el talón de Aquiles; el grandullón, del dolor, se cae. El hispano ya lo tiene a su altura, desenvaina y le hace un tajo en el cuello. El grandullón empieza a sangrar como si fuera una fuente. En segundos cae.

—¡Quién viene ahora!
Los soldados dan todos tres pasos atrás y el corro se hace más grande.

—¡Pero qué hacéis! Cobardes, tengo que hacer yo todo.

Cada vez que Daniel se acerca al cónsul, los soldados gritan "HISPANO, HISPANO". Cada vez los gritos van a más. En un momento de estrés por la situación, el cónsul le raja el cuello al chico; el comandante no da crédito, queda unos segundos en shock, echa a correr hacia el chico, lo ve en el suelo sin vida. Lleno de ira, va corriendo hacia el cónsul. El cónsul echa a correr y cae al suelo, se levanta y ve cómo llega el hispano y le clava la espada en el pecho.

Su valentía y determinación lo convierten en una figura clave para la negociación con los distintos poblados bárbaros y es admirado por el pueblo romano.

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