En un pequeño pueblo rodeado de verdes prados y colinas, existía un bosque que se extendía con un hermoso verde más allá de donde los ojos pueden ver. Este bosque, escondía algo en su interior en lugar de ser un lugar explorar, era considerado tenebroso y oscuro. Los niños del pueblo solían evitarlo, y las historias que circulaban sobre el bosque solo aumentaban su misterio y temor.

Este bosque estaba rodeado por espesos árboles que parecían tocar el cielo, lanzando sombras largas y siniestras cuando el sol se ocultaba. Un estrecho camino atravesaba entre los árboles, cubierto de piedras afiladas que amenazaban con lastimar a cualquiera que se aventurara a cruzarlo. La gente del pueblo era extraña, contaba historias sobre los peligros ocultos dentro del bosque y lo hacían parecer un lugar peligroso. Las advertencias sobre el lugar se pasaban de generación en generación. Pero el día en que los niños del pueblo cumplían doce años eran enviados a conocer las profundidades del bosque, y aprender de lo que había dentro.

En medio de todos estos árboles, en la parte más profunda de la oscuridad, se alzaba una pequeña casa. Era una casa modesta, con paredes de madera gastada por el tiempo y un techo a dos aguas que había resistido la fuerza de mil de tormentas. Algo que llamaba la atención era un enorme guayacán rosado que crecía justo al lado de la casa. Las ramas del árbol se extendían en todas direcciones con flores rosas en cada lugar, en cada rama colgaban cuerpos de muñecos rotos. Eran muñecos de todos los tamaños y colores, con aspecto desgarrado, sus los hilos sueltos les daban un aire inquietante.

En el árbol también se balanceaba un columpio roto, que chirriaba con cada ráfaga de viento. Era una vista perturbadora, aunque al mismo tiempo hermosa con todas esas flores rosas que parecían solo existir.

Sin embargo, en ese lugar tan extraño vivía Ángela, una anciana de cabellos plateados y ojos llenos de sabiduría. Abuela Ángela como era conocida en el pueblo por los adultos por sus historias mágicas y su amor por los cuentos. A pesar de la apariencia tenebrosa de su hogar, su corazón siempre estaba lleno de luz y bondad. Siempre estaba esperando a los pequeños para contarles alguna historia que les sirviera ahora que estaban dejando de ser niños.

Doce años atrás nacieron el mismo día un niño y una niña que se volverían los mejores amigos, hermanos nacidos de diferente madre. Silvia y Emiliano estaban celebrando su cumpleaños y fueron llevados por los adultos al inicio de espeso bosque. Muertos de miedo por las historias que los adultos contaban sobre lo que pasaba a los niños, los cuales entraban y no volvían a salir si es que se adentraban antes de sus cumpleaños número doce.

Silvia le dio la mano a Emiliano y le mostro una sonrisa con la cual le decía que todo estaría bien. Comenzaron a caminar por el oscuro campo, tropezaban con las piedras afiladas, sus corazones latían con nerviosismo. Ninguno aparto la vista del camino y tampoco vieron hacia atrás como les habían dicho, el camino parecía hacerse más largo y oscuro a cada paso, pero finalmente llegaron a la casa de Abuela Ángela, la encontraron sentada en su entrada, tejiendo con agujas que chispeaban como estrellas en la noche.

La abuela Ángela les dio la bienvenida con una sonrisa cálida y los invitó a sentarse frente a ella, para escuchar uno de sus cuentos. Los niños se sentaron, con los ojos brillantes de expectación. Abuela Ángela comenzó a contar la historia de un pequeño búho llamado Vanni.

Vanni era un búho que vivía en el bosque y tenía un miedo inmenso a la oscuridad, no entendía porque siempre que abría los ojos todo era oscuro. Vanni no era tonto, sabía que existía el día y la noche. Pero cada noche, cuando el sol se ponía y el bosque se sumía en la penumbra, Vanni se escondía en su nido, temblando de miedo. Sus amigos solo se burlaban de él, lo llamaban cobarde. Vanni quería, anhelaba ser valiente como ellos.

Un día, Vanni decidió enfrentar su miedo. Por primera vez salió de su nido al anochecer y voló por el bosque oscuro. Surcaba los cielos con mucha naturalidad, había nacido para esto, para recorrer el cielo de noche y aunque su corazón latía con fuerza, sentía tranquilidad a medida que se adentraba en la oscuridad, comenzó a notar algo asombroso: las estrellas brillaban en el cielo, y la luna iluminaba el bosque de una manera mágica. Vanni descubrió que la oscuridad no era tan aterradora como pensaba, que en ella también había belleza y misterio.

Al terminar la historia, Silvia y Emiliano sintieron que sus corazones se habían llenado de una nueva comprensión. Abuela Ángela les enseñó que, al igual que Vanni, a menudo tememos lo desconocido y lo diferente, pero si tenemos el coraje de enfrentarlo, podemos descubrir cosas maravillosas que nunca habríamos imaginado.

Los dos pequeños agradecieron a la abuela y regresaron a su pueblo con corazones ligeros y una nueva apreciación por la oscuridad y la belleza que podía esconder. Aprendieron que no debían juzgar un lugar o una persona por su apariencia, que la sabiduría y el valor pueden encontrarse en los lugares más inesperados.

Desde ese día, el campo ya no parecía tenebroso, el columpio roto y los muñecos en el árbol perdieron su misterio. Esos niños habían decido cambian las historias sobre la casa del bosque, querían que los demás niños vieran a la abuela Ángela y su casa como un lugar de magia y enseñanza, donde los niños del pueblo la visitaran en busca de historias y lecciones que iluminaban sus corazones y mentes.

Y así, Silvia y Emiliano aprendieron que la verdadera belleza yace en lo que uno decide ver y que las historias pueden ser faros de luz en los lugares más oscuros de la vida. Y aunque con el paso de los años dejaron de ver a la abuela Ángela, esa hermosa mujer con su cabello canoso y su linda sonrisa les dejó una enseñanza invaluable: que la oscuridad puede ser el lienzo en el que se pintan las estrellas más brillantes. Y así, la casa en el campo tenebroso se convirtió en un faro de sabiduría y amor para todos los que se atrevieron a cruzar su puerta.

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